Ilustración: The Bad Physics of Meritocracy, por Simon Flöter. Revista Working Not Working, nov. 2019.



Nota.— El presente artículo de Andrea Zhok, que incluimos en nuestra sección cultural Nocturlabio, salió originalmente publicado en el semanario L’Espresso de Roma, el 30 de enero de 2018, bajo el título “Contro la retorica dell’eccellenza”. La traducción del italiano es nuestra.
Si bien el texto vio la luz hace ya un lustro (que la crisis pandémica agiganta en la percepción, hasta hacerlo parecer un eón geológico), y aunque se refiere puntualmente a la Italia de Gentiloni, consideramos que su vigencia es total; y su pertinencia, universal. La retórica meritocrática de la «excelencia» constituye uno de los flatus vocis más trillados y característicos, así como inconsistentes y perniciosos, de la cultura neoliberal global de nuestro tiempo, una cultura capitalista dominada por el individualismo egoísta sin freno, la exigencia omnipresente de eficiencia, la obsesión estresante por la utilidad y el rendimiento, la feroz lógica competitiva del mercado y la precariedad (no solo laboral, sino también vital).
El público lector de Kalewche ya conoce a Zhok. Hace dos semanas, publicamos otro breve y punzante artículo suyo en esta misma sección, intitulado “Publish or perish: la muerte de la verdad científica”. Allí se encontrará una somera noticia biográfica sobre él.


Desde hace algunos años, en Italia la palabra «excelencia» ha adquirido un aura especial, salvífica, casi escatológica. Todo político que se precie –incluso medianamente– se siente obligado a invocar el horizonte de la excelencia como aquello que confiere dignidad última a cualquier actividad, como modelo que debe extenderse a todo trabajo, producción, institución.

Esta apelación a la excelencia no se ha quedado en una cuestión semántica, sino que se ha traducido en normas y directrices, con especial referencia a las escuelas y universidades, pero extendiéndose a todo el ámbito de los productos made in Italy (por definición, claro está, una excelencia). La referencia ideal a la excelencia se ha traducido así en la idea de que cada puesto de trabajo debe concebirse en cierto modo como un campeonato deportivo, en el que es justo que sólo aspiren a la cima los que aspiran a la dignidad. Por otra parte, todos los «no excelentes» sólo pueden culparse a sí mismos si no obtienen reconocimiento. Las diversas introducciones de «bonos de recompensa» a los maestros de las escuelas, los aumentos de primas a los profesores de universidad, la financiación de primas a los departamentos y universidades o, de forma similar, los recursos de primas previstos en la “reforma de la administración pública”, etc., van todas en esta dirección, en la que la normalidad se equipara a la mediocridad, mientras que la dignidad y el honor se reservan a la «excelencia».

El problema de este modelo no es que sea «meritocrático» y, por tanto, se opongan a él los «antimeritócratas» insolentes y retrógrados. No. El problema es que es un modelo de sociedad y de acción colectiva en quiebra.

Ninguna sociedad funciona sobre la base de un puñado de excelencias, y por definición las excelencias sólo pueden ser minoritarias. La noción de excelencia es, de hecho, una noción diferencial: se es «excelente» en la medida en que se es virtuosamente fuera de lo común. La idea según la cual, para ver reconocida la dignidad de lo que uno hace, hay que pertenecer a las filas de los excelentes es una receta para el naufragio seguro. De hecho, la apelación a esta «excelencia de masas» naufraga por tres razones fundamentales.

La primera es banalmente numérica: si confiero reconocimiento público (dignidad, protecciones, beneficios) sólo a la excelencia (real o presunta), abono el terreno para la frustración masiva, ya que la mayoría por definición se verá privada de reconocimiento. No se trata sólo de que la mayoría no sobresalga por definición, sino aún más del hecho de que eso no se aceptará como algo natural. En una encuesta sociológica realizada hace unos años, se puso de manifiesto que el 94% de los encuestados pensaban que estaban por encima de la media de sus colegas en cuanto a la calidad de su trabajo. Independientemente de quién se equivocara y en qué medida, está claro que las autocandidaturas de buena fe a la excelencia siempre superarán con creces los puestos disponibles. El mecanismo en sí no puede dejar de generar vastas zonas de descontento.

La segunda razón está relacionada con los roles sociales, y es más radical. Por mucho que últimamente nos hayamos acostumbrado a crear formas competitivas y jerarquías piramidales para muchas profesiones que antes carecían de ellas (pensemos en los cocineros de Master Chef), está claro que, por mucho que nos empeñemos, la inmensa mayoría de las actividades que mantienen en pie a una sociedad nunca se prestarán a evaluaciones competitivas. No hay lugar, sensatamente, para súper-hojalateros, cajeras fuera de serie, campeones de enfermería, controladores hiperbólicos, ases de la recolección de residuos, etc. Concebir una sociedad en la que el reconocimiento y la excelencia vayan de la mano es concebir una sociedad en la que la inmensa mayoría de las profesiones nazcan con el estigma de la mediocridad y la indignidad. (Curiosamente, los mismos que proponen esta retórica de la excelencia se preguntan luego, pensativos, cómo es que los jóvenes ya no se sienten atraídos por tal o cual ocupación).

Elogiar y recompensar la excelencia puede tener una función social útil, proporcionando modelos motivadores para los jóvenes en formación, pero nunca puede ser un sustituto del más fundamental e importante de los modelos, aquel en el que simplemente se cultiva la capacidad de cumplir bien con el deber. Por conservador y poco glamoroso que pueda sonar, no hay sustituto cercano para un modelo que cultive y alimente la dignidad del trabajo como orgullo de haber cumplido con el deber, sin saltos mortales ni efectos especiales. Sólo la idea de contribuir a la empresa no trivial que es el buen funcionamiento de una sociedad puede sostener en el tiempo un estado, una comunidad, una civilización. Una mirada histórica al ethos civil de las civilizaciones históricas más fuertes y longevas (desde la antigua Roma hasta el Imperio Británico) bien puede mostrar cómo, junto a la alabanza de individualidades y virtudes eminentes, fue crucial el cultivo del orgullo por el simple hecho de formar parte de esa acción colectiva, de esa forma de vida.

La única forma de «meritocracia» realmente indispensable es poder estigmatizar eficazmente y, en su caso, castigar a los free riders, los oportunistas negligentes que, a la sombra de las contribuciones de la mayoría, se forjan nichos de ociosidad. En otras palabras, un sistema siempre debe ser capaz de eliminar, por así decirlo, la «grasa del fondo del barril», ya que para valorar a los que cumplen con su deber, debe estigmatizar a los que lo eluden intencionadamente.

Esto nos lleva a la tercera y última razón de lo nefasto que resulta una retórica de la excelencia.

Mientras que reconocer los componentes subóptimos de un sistema, como los free riders, es una tarea relativamente fácil, reconocer la excelencia es una tarea extremadamente ardua que nunca puede sistematizarse eficazmente. La excelencia, por naturaleza, es lo que se sale de lo ordinario, en la medida en que presenta características suplementarias y superiores con respecto a la norma. Por esta razón, la excelencia siempre lucha por ser reconocida como tal por la norma. Por otra parte, sólo la norma (la medianía) puede formarse el juicio que en última instancia reconozca la excelencia. El «genio incomprendido» es casi un clisé histórico, pero es un clisé basado en infinitos ejemplos y en un mecanismo casi fatal. Cualquier excelencia genuina en casi cualquier campo siempre será reconocida con dificultad precisamente por sus rasgos fuera de lo común. Un sistema que se precia de otorgar reconocimiento únicamente a la excelencia acaba típicamente por convertirse, en cambio, en un sistema que premia sólo a los más conformistas y ambiciosos entre los mediocres. Una vez más, lo que aparece en primer plano es un modelo que, lejos de proporcionar incentivos para la acción social, genera resentimiento.

En conclusión, la insistente llamada a la excelencia puede ser un eslogan válido, dinámico y juvenil, bueno para persuadir a los incautos de que se enfrentan a exigencias innovadoras, pero en realidad es un modelo de valores puramente retórico, vacío y gravemente contraproducente.

Andrea Zhok