Ilustración: detalle de El Futre, por Andrés Casciani. Acrílico sobre lienzo, 2020. Fuente: https://andrescasciani.com
Los relatos terroríficos de fantasmas, aparecidos o almas en pena ocupan un lugar preeminente en la tradición oral de muchos pueblos del mundo. Tal es el caso del Futre, el «jinete sin cabeza sudamericano», una de las leyendas más célebres del folclore cuyano. Surgió –y está ambientada– entre finales del siglo XIX e inicios del XX, en la región montañosa del norte de la provincia de Mendoza, allí donde la cordillera de los Andes –que deslinda la Argentina de Chile– alcanza su máxima altitud en todo el continente, con cerros imponentes de nieves eternas, entre los cuales sobresale el Aconcagua.
Esta narración legendaria, como todas, tiene un tronco de historicidad detrás del exuberante follaje de la imaginación popular: la construcción del Ferrocarril Trasandino –proeza faraónica de la ingeniería– a manos de una empresa de capitales británicos entre 1884 y 1910, mediante la contratación de centenares de obreros impiadosamente exprimidos y mal remunerados (explotación que generaría no pocos conflictos con la patronal). También posee numerosas versiones, que hacen la delicia de los folcloristas recopiladores; variantes y subvariantes que son la cristalización de una memoria colectiva nunca demasiado rigurosa en su «cadena de custodia», siempre afectada por la diversidad de comarcas y el devenir de generaciones, para trabajo y deleite de quienes hacen etnografía e historiografía (Colombres, Draghi Lucero, etc.).
Y algo más posee la leyenda mendocina del Futre, no menos importante: escritores que se han ocupado de recrearla, con mayor o menor fidelidad folclórica, sobriamente o de manera estilizada. Aquí, en Naglfar, la sección literaria de Kalewche, compartimos la estupenda versión de Iverna Codina (1912-2010). Se trata de un cuento, “El Futre”, que la escritora chilena criada en Mendoza incluyó en su libro de relatos La enlutada (Bs. As, Losada, 1966, pp. 115-125). La ficcionalización de la leyenda es muy libre, con ribetes realistas y a la vez fantásticos (o alucinatorios). Se recicla una noticia policial verídica (un asalto seguido de asesinato), se opta por una ambientación tardía (la presencia de un jeep revela una época no anterior a la década del 50), se reemplaza la construcción del FF.CC. Trasandino en alta montaña por la de “la usina vieja” en el “camino de Cacheuta” (precordillera) como marco germinal de la leyenda, se omite toda referencia a la decapitación del Futre, se apela a la introspección psicológica y la ambigüedad subjetiva, se agrega una alusión histórica al lencinismo (al caudillo popular José Néstor Lencinas, gobernador radical de Mendoza entre 1918 y 1919)… Pero hay elementos troncales de la leyenda que permanecen, como la agreste y solitaria geografía de los Andes mendocinos (se vuelve a mencionar el paraje de Las Cuevas), la relevancia del ferrocarril Trasandino, un crimen macabro de funestas consecuencias y la amenaza –real o ilusoria– de un espectro montado a caballo sediento de venganza (el alma en pena de un pagador de procedencia citadina y vestimenta elegante, al que antaño robaron y mataron mientras trabajaba).
Quienes deseen profundizar en la leyenda del Futre, su proyección en la literatura, la recreación de Codina y la biografía de esta autora injustamente olvidada, quien supo también incursionar en la novelística y la poesía (y en la ensayística), pueden leer el artículo “Tres formas literarias de una leyenda: el Futre”, de Gloria Videla de Rivero, publicado en la revista Piedra y Canto, allá por 2001-2002.
—Patente vi la luz para el lado del río –comentó el Chirigua.
—No puede ser, no está de ese lado y falta mucho, todavía –arguyó Sosa.
—Ya lo sé, será otra cosa. Pero de verla, la he visto.
—Por aquí no vive nadie. ¡Ni los perros andan por este camino! –concluyó Sosa.
—Si hubiéramos conseguido caballos, otra cosa sería. Ahora hay que pegarle duro, tenemos que llegar al refugio de piedra antes que aclare –interrumpió Modesto Pavón que encabezaba la marcha.
—¡Mirá mirá… no digás que no es una luz aquello. Del otro lado se ve ahora –tironeó a Sosa el Chirigua que marchaba último.
—Yo no veo nada, che… serán tus ojos –rezongó el otro.
Modesto Pavón se paró de golpe.
—Oigan… ¿no es un galope?
En la noche quieta de la serranía sólo palpitaba el rumor sordo del río, allá abajo, en la barranca.
—No, te ha parecido –opinó Sosa.
Y siguieron la marcha, ahora en grupo.
—Si hubiéramos conseguido caballos… el camión recién va a subir mañana al caer la tarde –volvió a lamentarse Modesto Pavón.
Un aire frío bajaba de los cerros y las estrellas parpadeaban indecisas en el cielo neblinoso.
—Ahora sí te creo que es la luz del oratorio –dijo Sosa.
—¿Vos creés? Yo la he visto moverse del lado de la barranca y la virgencita está del otro.
—Y allá es donde te digo. Mirá… bueno ahora no la veo.
—Con las vueltas del camino y los montes, se pierde, eso es todo. Pero ya tenemos que estar cerca. ¡Vamos, métanle! –ordenó Pavón apurando la marcha.
Cerca de tres horas habían avanzado por el camino –el antiguo “camino de la costa”– cuando el Chirigua se adelantó contento:
—¡Allí está!
Los tres hombres se acercaron al tosco nicho cavado en la roca. El estrecho agujero, negro de humo y chorreando de estearina, guardaba una imagen de la Virgen de los Caminantes, bastante maltrecha, la pobre. La llama humosa y vacilante de un quinqué le animaba el rostro con extraños visajes. Porque nunca faltaba –a pesar de la distancia– alguien que llegara expresamente allí, para cumplir una promesa y dejara una luz o un paquete de velas.
El Chirigua se persignó y murmuró algo entre dientes.
—¿Vos crees en la virgen? –le preguntó Sosa al observar sus ademanes.
—Bueno, en algo hay que creer, qué diablos.
Modesto Pavón con un criterio muy práctico se adelantó y dijo:
—Nos llevamos las velas, a lo mejor nos hacen falta.
—¡No, las velas no, por favor, son mandas a las ánimas! –rogó el Chirigua.
—A ver si ahora vas a salir siendo supersticioso. Sosa, apagá la luz, también, va a ser mejor –ordenó Modesto Pavón.
El aludido estuvo de acuerdo con la orden, pero cuando sopló la llama no pudo reprimir una mirada recelosa a la imagen. Y rápidamente tras el soplido, garabateó la señal de la cruz, por las dudas, aunque no creía.
Siguieron la caminata de a uno en fondo, en el orden que tácitamente se estableció desde el comienzo. Primero Modesto Pavón, le seguía Sosa y cerraba la marcha el Chirigua. La noche fundía el rumor de sus pasos con el canto de los grillos y el tumulto asordinado de las aguas del río.
El Chirigua debía su apodo a su desmedrado físico. De ademanes inquietos, parecía moverse a saltitos como los pájaros. Como las chiriguas. De muchacho alguien le puso el mote. Con él creció y con él lo designaban hasta casi olvidar su nombre.
—¿Quién silba? –preguntó el Chirigua.
—Yo, ¿por qué? –interrogó a su vez Sosa.
Y continuaron callados, cada cual embebido en sus propios pensamientos.
El Chirigua iba inquieto. Dos veces se dio vuelta para mirar el camino que se perdía en las sombras. Después se acercó a Sosa y le preguntó:
—Decime ¿vos silbaste, recién?
—No, al menos no me he dado cuenta. Pero, ché, qué te pasa, mirá que no hay como tener miedo para traer las desgracias.
—No, no… sí, tenés razón –concedió dudoso el Chirigua.
Se demoraba el alba tras un cielo pesado de nubes. Y una lluvia, fina, invernal, comenzó a caer en el momento que los hombres llegaban al refugio de piedra.
En los años –allá por el 1905– en que se construía el Ferrocarril Trasandino se levantó ese refugio como precario alojamiento para los obreros. Después lo utilizaron arrieros y transportistas en tránsito. Hasta que el camino nuevo por la otra margen del río, lo dejó en total abandono y olvido.
El agujero de la puerta bostezaba sombras y humedad, pero los hombres lo vieron con alivio. Modesto Pavón, sin embargo se acercó con cierto recelo y dijo:
—Ahora vienen bien las velas.
Buscó en su mochila, sacó una y Sosa le arrimó un fósforo. Entraron. Olor a humedad, a orines viejos, a chiñe. Unas piedras grandes apoyadas contra la pared podían servir de asiento. Y un improvisado fogón de piedras, invitaba a utilizarlo.
—Si hiciéramos fuego, se iría un poco la humedad –propuso Sosa. —No, no, va a dar mucho humo, no conviene –dijo Modesto Pavón.
—La pucha que le pegamos fuerte, estoy rendido, mejor descansamos –propuso el Chirigua.
—Pero que uno se quede de guardia –agregó Modesto Pavón.
—¿Sorteamos? –intervino Sosa.
—No, me quedo yo –dispuso Pavón.
Se acomodaron encogidos, con la mochila por almohada. Sosa, al momento, se durmió profundamente. El Chirigua se quedó quieto pero su tensión nerviosa le negaba el descanso. Modesto Pavón acercó una piedra a la entrada y se sentó con la mochila y la carabina a su lado.
Había aclarado. El día se presentaba gris y frío. El primer temporal del año –se iniciaba abril– se anunciaba con esa llovizna, que seguramente, no pararía hasta la noche. Modesto Pavón se asomó para reconocer el lugar. Al frente, a varias cuadras de monte bajo, divisaba las barrancas del río; más cerca, el camino casi tragado por el monte, que acompañaba el curso de las aguas hasta muy arriba. A su espalda los cerros suaves de las primeras estribaciones.
El Chirigua salió del refugio, estaba inquieto. Se acercó a Modesto Pavón que oteaba insistente los cerros neblinosos y le preguntó:
—Qué te parece ¿vendrá el camión?
—Claro, tiene que venir. Al Porteño le gusta la plata dulce como al que más. Y con este viaje se va a olvidar por un rato lo que es machucarse transportando vacas en el camión.
Modesto Pavón había vuelto a cargar la mochila y el arma, pese a las horas que aún les quedaban de espera.
Cerca de mediodía comieron –sin mucho apetito– de las vituallas previstas para esa ocasión.
Las horas grises de llovizna persistentes, se alargaban reptantes e insidiosas, vacías en apariencia, pero cargadas de viscosas tensiones. Se alargaban y pasaban. Pasaron con la tarde y llegó la noche sin novedad. O mejor, con la novedad de la ausencia del esperado camión.
En el refugio, dos cabos de vela en un rincón espantaban apenas las sombras, a manotazos. El Chirigua se opuso, desde el principio, a prender las velas, ahí, en ese rincón, sobre la cabeza de Sosa, tirado en una manta, que le infundía una especie de tétricos presagios. Y lo dijo, porque, además, se las habían robado a la virgen que protege a los caminantes y eso podía traer…
—No jodás con esas güevadas, che. Ya nadie cree en las ánimas ni en los espantos –protestó Sosa que demostraba una total tranquilidad.
Modesto Pavón pensó que la noche iba a ser muy larga para pasarla a oscuras y aunque no fuera prudente, insistió en prender las velas.
Arreció el temporal. El viento aullaba afuera entre las breñas y peñascos. Y se colaba por la tronera y el ventanuco con largos aullidos lúgubres.
—¡Cómo duerme el bruto ese, fíjate! –comentó el Chirigua señalando a Sosa que roncaba en el mejor de los sueños.
—Bueno, él puede, al fin no es mucho lo que hizo. Yo me tiro un rato, vos vigilá ahora.
Y Modesto Pavón se acomodó abrazado a la carabina y con la mochila por cabecera.
El Chirigua acoquinado junto a la entrada, trataba de descifrar entre el clamoreo del viento, los ruidos extraños de la noche. Él no podía dormir. Quizás nunca más podría dormir tranquilo. La tentación lo llevó demasiado lejos. Es muy fácil, le había dicho Modesto Pavón, “vos que trabajás en la finca podés arrimarte sin levantar sospechas a la casa del contratista. Llamás, sale don García, lo entretenés… lo demás corre por mi cuenta y de Sosa que se encarga del vehículo. Sencillísimo, agarrá, Chirigua, que no se te va a dar otra”. Y él agarró. Era tan sencillo y tentador. Pero en los hechos las cosas se complicaron horriblemente. En lugar de salir don García cuando él llamó cerca de las once de la noche –calculando que estuvieran durmiendo– salió la mujer. Modesto Pavón que esperaba resguardado en las sombras, no se desconcertó con el cambio imprevisto. Se abalanzó sobre la mujer y antes que dijera ni hay, estaba en el suelo sin sentido. Desde ese momento el Chirigua siguió como un autómata las órdenes precisas y terminantes de Modesto Pavón que actuaba con una decisión temible. Sobre el hule de la mesa se apilaban fajos de billetes que don García iba contando y separando en sobres. Un arma al alcance de su mano indicaba que había tomado sus previsiones. Por si acaso. En los años que llevaba en la finca manejando mucho dinero de quincenas y cosechas, jamás había pasado nada. Tan rápidamente sucedió todo, que al Chirigua mismo, se le hacía difícil reconstruir la escena. Sólo veía a don García con la cabeza sangrante sobre la mesa y la mano sobre el revólver que no alcanzó a empuñar. A Modesto Pavón metiendo a manotadas los fajos de billetes en el bolsón. Y a él mismo disparando el arma varias veces, bajo la voz conminatoria de Pavón, “meteles balas, acabá con ellos, así no dan el aviso”. Y él había gatillado hasta descargar el arma sobre un muchacho aterrado y un chiquillo lloroso y semidesnudo que llamaba a gritos a su madre. Al salir, como Pavón viera que la mujer se incorporaba bamboleante, le descerrajó un tiro a quemarropa, “así nadie tendrá que llorar”, se acuerda que dijo. Después la huida por el callejón con el ladrerío de los perros detrás. La chata que los esperaba con Sosa, luego el jeep, después el ómnibus… fallaron los caballos. Apenas recuerda esa vertiginosa huida, cambiando de vehículo, se movía embotado. El miedo y el remordimiento le asaltaron mientras subían a marcha forzada, de uno en fondo por el camino viejo de la costa. Había escuchado el lejano aullido de un perro hacia el lado de la barranca. Cuando volteó la cabeza en esa dirección vio la luz. Una luz débil, amarillenta, titilante, que aparecía una vez de un lado, otra vez del otro, ahora delante, después detrás. Desde ese instante ya no tuvo sosiego. Y la escena del crimen le asaltaban con los ojos aterrados de los niños. Del más chico, mirándolo con el horror que ya no podía sentir porque estaba muerto. No, él nunca pensó matar. Robar, había robado, algunas veces raterías, apenas. Pero matar a los niños… era horrible, qué necesidad había. Modesto Pavón los hubiera matado igual, ése sí tenía pasta de asesino. Pero la desgracia les iba a caer a todos, lo sabía. Lo sentía, porque después de la luz fue el silbido. Sí los venía siguiendo. Estaban sentenciados, no tenía la menor duda. Esa sensación aterrante de sentirse espiado hasta en los pensamientos, acorralado por las fuerzas inapelables de esa otra justicia. Sí, estaban sentenciados. El Futre los venía siguiendo. Solamente las burlas de Sosa –claro él no mató a nadie, podía no creer– y el miedo que le inspiraba Modesto Pavón, le impedían confesar sus remordimientos y presagios.
El viento entraba a bandazos por la abertura que servía de puerta y silbaba ululante por la tronera del techo. El Chirigua se estiró brusco aguzando los oídos. ¿No eran ruidos de casco sobre las piedras sueltas? Modesto Pavón que seguramente lo observaba, percibió su movimiento a pesar de la sombra.
—Qué, ¿escuchaste algo?
—No sé, me pareció… pisadas de caballo… ¿vos escuchaste? –simulaba apenas su alteración el Chirigua.
—Qué se extrañan, siempre andan animales sueltos por estos lados –terció Sosa, despierto con las voces de los otros.
—Salgo a mirar un poco –dijo Pavón y se deslizó por el agujero de la puerta con la carabina pronta.
Al rato entró.
—Está muy oscura la noche, pero no se oye nada raro. Con el alba, recién pudo el Chirigua, dormitar un rato.
Amaneció sin lluvia, pero el cielo seguía pesado de nubes. El temporal se mantenía firme en la montaña.
Pavón decidió que era conveniente inspeccionar los alrededores. Sosa y él salieron con distintos rumbos. El Chirigua se quedó por si aparecía el camionero.
Modesto Pavón tomó por la falda de un cerro, detrás del refugio. Llevaba el arma larga y la mochila. No se separaba de ninguna de las dos. En la mochila guardaba el producto del robo, que habían de repartirse –según lo pactado– una vez pasada la frontera. Hasta ese momento él era su más celoso custodio. Ignoraban –por lo menos los otros dos– cuánto dinero les iba a corresponder a cada uno. Pavón se había negado a contarlo y repartirlo hasta no encontrar un lugar seguro. Eso dijo. En realidad, sabía muy bien que era la única forma de mantenerlos unidos y solidarios frente a los riesgos de la huida.
Con la llegada del día y el breve descanso, el Chirigua había recuperado un poco de calma y optimismo. Si viniera el camión, podrían salir de ese maldito agujero. Los iba a llevar hasta Las Cuevas. Desde ahí sería fácil pasar de noche, por el túnel del Trasandino a Chile. Y después… Un ruido de cascos lo sobresaltó, pero de distinto modo, a la luz del día. Empuñó su revólver y se asomó cauteloso. Sosa, montado en pelo en un caballo oscuro de buena alzada, le gritaba:
—Mirá, Chirigua, lo que te asustó anoche y vos pensando en aparecidos. Lo traje porque en una de esas nos saca de apuro y mirá que lindo bicho es, raro, ¿no? –explicaba Sosa.
Así fue, en apariencia, por lo menos. Pasó la mañana y la tarde sin aparecer el ansiado camión. Entonces Sosa propuso la idea y los otros la aceptaron. Mejor dicho, Modesto Pavón que era quien tomaba las decisiones. Sosa salió a caballo, aprovecharía la noche. Al primer vehículo apropiado que encontrara cerca del carril, le pediría ayuda al conductor porque “un compañero se accidentó cazando y está mal herido, aquí cerca en los cerros… y mostrás desesperación, si se niega lo atrineás con el arma”. Fueron las últimas instrucciones de Modesto Pavón.
Ahora estaban los dos solos en la noche del refugio. Cada cual con su miedo. Un miedo distinto. Modesto Pavón temía que, descubierto el crimen –habían perdido mucho tiempo–, les hubieran seguido la pista. O que el camionero –era su mayor temor– pudo arrepentirse y abrir el pico. El Chirigua –en cambio– seguía acosado por los remordimientos y el terror supersticioso le iba cerrando los mecanismos de la razón.
A medianoche pareció levantarse el temporal. Y la luna menguante corría gambeteando las nubes negras.
¿Fue una lechuza? Los dos lo oyeron. Un silbido, un chistido. A los dos se les heló la sangre.
—¡Es gente! –murmuró Modesto Pavón.
—¡No, es el Futre, nos viene siguiendo!
—No jodás con eso, yo no creo en las ánimas, creo en los vivos. ¡Salgamos, no me agarran en este agujero! –ordenó.
El Chirigua ya había perdido el dominio de sus actos. Se entregaba ciego a la fatalidad irremediable que cayó sobre él. Salieron separados. Algo frío, negro, le rozó la cabeza. ¿Un ala, las haldas de un poncho? ¡Era el Futre, le anunciaba su muerte! ¡Iba a morir, a pagar su crimen! Corrió mudo de espanto por el faldeo arriba. Un golpe seco en la espalda le cortó la fuga despavorida.
La luz se movía vacilante, ahora delante de sus ojos.
—¡Chirigua, creeme no te quise tirar! ¡Para qué corriste a lo loco! Pensé que nos habían descubierto. ¡Mirá, creeme, cómo te iba a tirar a vos! Me escuchás, Chirigua.
Abrió los ojos empavorecidos.
—Fue el Futre… nos vino siguiendo… vamos a morir todos… oís el caballo… silba… oís… emponchado el Futre… pagar el crimen… todos mori….
Estaba muerto. Y tan pavorosa expresión se le había quedado en los ojos vidriosos, que Modesto Pavón tuvo que echarle su pañuelo en la cara. Y apagar la vela de un manotón. Estaba en el refugio, hasta allí arrastró al herido cuando descubrió su tremendo error. Tenía miedo. Tomó el arma y escuchó tenso, movilizando todos sus instintos para la defensa. Presentía el peligro y lo esperaba, aunque no podía precisar de dónde y cómo lo sorprendería. No creía en ánimas ni aparecidos. Pero las terribles palabras del Chirigua moribundo le habían contagiado un espeluzno de superstición. Porque él oyó el silbido. Y ¡¿ahora?! ¡como un relincho de caballo en serreta!
Desde la barranca, bien apostado, Sosa no le quitaba el ojo a la entrada del refugio. Era lo que sospechaba desde que oyó el disparo. Modesto Pavón sacaba a la rastra el cadáver del Chirigua. Lo mató para quedarse solo con toda la plata. Seguro había creído que él era tan tonto, como para querer bajar hasta la ruta y que lo pillaran mansito. No, él tenía sus propios planes para enseñarle a ese guacho matón que a él no lo usaba nadie de forro para botarlo luego. El tal Pavón pensaba liquidarlos a los dos, a la vista estaba. Y lo del camión fue un puro cuento. Él era tranquilo y medio zonzo, pero que no lo vinieran a ventajear tan fiero. Ahora vas a ver, carajo, por dónde te sale el tiro.
En el cielo sin nubes, un pedazo de luna amarillenta ponía una ominosa claridad de cementerio sobre la tierra mojada.
Modesto Pavón se movía inquieto. Oteaba el camino, se asomaba por el ventanuco hacia la montaña, o salía y daba un rodeo en atenta vigilancia. A ratos descargaba la mochila para descansar y se afirmaba contra la pared de piedra. No había hecho otra cosa durante el día, después que arrastró todo lo lejos que pudo el cadáver del Chirigua y lo dejó en la quebrada, bajo un montón de piedras. Ni por un momento soltaba el arma. Su instinto presentía que algo lo acechaba, algo imposible de precisar, pero que entrañaba un peligro muy próximo. Él estaba hecho al peligro. La vida delictuosa era su medio y lo único que conoció. Podía decir que se había criado en la cárcel. Su padre estuvo preso tanto tiempo que, para él, pudo ser toda la vida. Apenas tendría diez años, cuando empezó a visitar, casi diariamente, la penitenciaría para llevarle comida y vicios al preso. Preso político y criminal a la vez. Decían que fue matón y guardaespaldas del viejo Lencinas, que andaba en el tristemente famoso “auto fantasma” que tanto crimen y tropelías cometió. Él nunca lo supo a ciencia cierta. Sí supo que su vida estaba marcada y su destino era el delito, porque era hijo de un criminal. Y el hijo de tigre, tigre es, decían, negándole trabajo y confianza. Con este último golpe –el más comprometido– pensaba entrar a Chile y cambiar de vida. Sus años le pedían un poco de tranquilidad.
Tuvo de pronto la sensación de que algo, una sombra, había pasado frente al ventanuco, y empañado por un instante la claridad lunar. Se asomó sigiloso. Sobre el perfil de una loma próxima, a contraluz, parecía recortarse nítida la figura de un emponchado en acecho. Levantó el arma y apuntó. En ese mismo instante un silbido o chistido, como el que oyera la noche anterior con el Chirigua, le paralizó la mano con un escalofrío de miedo. Otra clase de miedo que él no conocía. Porque se le venía a la mente la horrible sentencia del moribundo: “el Futre nos viene siguiendo… moriremos todos”.
La figura en lo alto del cerro seguía inmóvil. Modesto Pavón trató de recomponerse. No, no podía ser, él no creía en espantos ni aparecidos. Ni menos en el Futre, el ánima de aquel pagador que asesinaron alevosamente, para robarle por el camino a Cacheuta, una pila de años atrás, cuando se construía la usina vieja. No, él no creía que el Futre –vestía bien con sombrero hongo y poncho en invierno, decían, era hombre de ciudad– aparecía para vengar los crímenes de los asaltantes. No, sólo a los vivos había que temer. Por eso era mejor investigar. Salió cauteloso pegado a la pared del refugio. Dio un rodeo. Y ahora, desde otro ángulo, lo que vio le arrancó un suspiro de alivio. Porque lo que se le había figurado un hombre, no era más que un montón de pencas. Tranquilizado fue hacia el camino. Se aferraba a la esperanza de que Sosa hubiese conseguido algún vehículo. De lejos, vería la luz. Desde el río, y a pesar del tumulto de las aguas, le llegó como un relincho ahogado, como un silbido triste o el ulular de un perro. De nuevo lo recorrió ese espeluzno frío y giró rápidamente para regresar. Entonces vio patente, que un emponchado salía del refugio. Pero antes que se lo tragara el ángulo de sombra de la pared, él disparó. Un quejido sordo, unos pasos rápidos sobre la piedra suelta y desapareció. Modesto Pavón corrió hacia el refugio. Tropezó con algo al llegar. Era su mochila abierta, a medio vaciar su contenido. ¡Le estaban robando! Y no podía ser otro que Sosa, el único que sabía dónde guardaba el dinero. Corrió pegándose a la pared y rodeó el refugio. Ahora estaba frente a los montes achaparrados que se extendían hasta la barranca. La luna macilenta brillaba sobre el metal de su carabina. Atensados todos sus músculos y su instinto, escuchaba. Le pareció oír un leve ruido de arrastre. Clavó los ojos hacia la dirección de donde parecía provenir. Entre un peñuscón de jarilla, percibió un bulto sospechoso. Levantó el arma y disparó. Tal vez, los dos disparos –el de Sosa y el suyo– fueron simultáneos. Porque Modesto Pavón no sintió nada más que un golpe violento en el pecho que le hizo soltar el arma. Levantó los brazos como si quisiera agarrarse de algo. Y se derrumbó de cara al suelo.
Un aullido más agudo que la corriente del río le llegó desde la barranca. Un espeluzno helado, el espeluzno de la muerte, paralizaba su instinto. Se moría. Sabía que se moría. Otra vez el chistido o silbido, ruidos de casco, un relincho siniestro. Hizo un último esfuerzo y levantó, apenas, la cabeza. Un emponchado pasaba al galope silencioso de su cabalgadura. Sintió un aire helado rozarle la cara, mientras un silbido, mitad chistido, se perdía en la noche. Modesto Pavón clavó la cabeza en la tierra y con el resto de vida que le quedaba balbuceó:
—…¡el Futre!
Iverna Codina