Ilustración original de Andrés Casciani
Hace tiempo que queríamos publicar en Naglfar, nuestra sección de letras, algún texto breve de Albert Camus. Escogimos “El mito de Sísifo”, el epílogo alegórico que escribió para su libro del mismo nombre, Le mythe de Sisyphe (1942). Es una prosa de gran belleza literaria y hondura filosófica, de las mejores que nos ha legado el autor franco-argelino.
Le pedimos a Andrés Casciani que la ilustrara, evitando remedar la iconografía clásica sobre el personaje (Tiziano, Ribera, Stuck, etc.): Sísifo subiendo la roca, con gran esfuerzo. Y por otro lado, a Nicolás Torre Giménez le propusimos que redactara una presentación. Nuestra gratitud con ambos compañeros, por su valiosa colaboración. Nicolás, además, por razones que él mismo explica, tomó la iniciativa de enviarnos una traducción nueva de su propia cosecha, decisión que celebramos.
* * *
Corre el año 1942. Dios ha muerto –ya hace tiempo, y más de una vez–, pero en general sigue gozando de buena salud –en las mentes de aquellos que no han recibido la buena nueva–. El racionalismo, por su parte, ha sido herido de gravedad por las distintas formas del voluntarismo y el culto a la violencia –el nazifascismo se empeña en que termine de expirar–, pero sobrevive, mermado en sus fuerzas, aunque persistente en hacer valer sus prerrogativas sobre la totalidad de lo ente. Por lo menos para los informados de la ausencia divina en las dependencias trascendentales, la defunción ha traído aparejadas consecuencias en el orden inmanente: el sujeto y el objeto de la filosofía han quedado abandonados a su suerte. Albert Camus ha sido anoticiado en tiempo y forma, tanto de lo uno como de lo otro, y ha sacado las conclusiones del caso en su ensayo El mito de Sísifo.
En la alegoría homónima que cierra a modo de epílogo el libro de 1942, y que presentamos aquí a nuestros lectores, Sísifo representa al hombre absurdo que asume la condición humana hasta sus últimas consecuencias. Nuestro héroe habita una tierra yerma, bajo un cielo deshabitado. Su conciencia, que constituye su condena, es también la clave de su superación. La dimensión heroica de Sísifo reside en su desprecio hacia su condena, su rebelión ante lo absurdo. “Esta rebelión da su precio a la vida. Extendida a lo largo de una existencia, le restituye su grandeza” 1. En otra parte del ensayo que contiene este texto, escribe Camus que “para un hombre, comprender el mundo es reducirlo a lo humano, marcarlo con su sello (…). El espíritu que trata de comprender la realidad no puede considerarse satisfecho salvo si la reduce a términos de pensamiento”2. Sin embargo, el mundo –y aquí por “mundo” debe entenderse los fundamentos últimos de la existencia–, se resiste a ser aprehendido en términos conceptuales. La propensión humana a comprender, que ya Aristóteles señala al comienzo de su Metafísica, choca contra una realidad heteróloga, que se le escapa como el agua cuando se la intenta retener en un cuenco agujereado. ¿Por qué hay un mundo?, ¿por qué hay seres vivos y por qué hay seres humanos? Pueden parecer pseudo-preguntas desde un punto de vista científico «puro», ya que esconden más de lo que a primera vista enseñan, pues van más allá de un sobrio cómo y un sensato y sincero por qué –que apuntan a la descripción y la causalidad de un fenómeno dado–, preguntas aceptables para la ciencia. Se adentran en el terreno fangoso del para qué, es decir, la pregunta por la finalidad, la cuestión propiamente filosófica. Es lo que Heidegger denomina “la pregunta fundamental de la metafísica” y que él formula de la siguiente manera: “¿por qué hay en general ente y no más bien nada?”3. Esta formulación, que interroga tanto por la causa como por la finalidad, excede la mera curiosidad intelectual, pues emana de una profunda necesidad de sentido. Si lo que en el fondo queremos saber es para qué estamos sobre la tierra, y si no nos bastan las objeciones del positivismo lógico, es porque sabemos que la respuesta a esa pregunta debe convertirse en el fundamento de nuestra propia existencia. Claro está que la interrogación se despachaba rápida y fácilmente allá lejos y hace tiempo, cuando Dios todavía existía: se decía, por ejemplo, que sus razones eran insondables, y se daba fin a la discusión. Pero después del fin de Dios, la pregunta vuelve, como el retorno de lo reprimido. Y vuelve como un llamamiento desesperado: “lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo”, escribe Camus. Pero vuelve como una pretensión mesurada: “Lo absurdo es la razón lúcida que comprueba sus límites”. “Lo que es absurdo, es la confrontación de este irracional y de este deseo desesperado de claridad, cuyo llamamiento resuena en lo más profundo del hombre. Lo absurdo depende tanto del hombre como del mundo. Es por el momento su único lazo”. Para nuestro autor, lo absurdo “no está ni en el uno ni en el otro de los elementos comparados. Nace de su confrontación”. Pero no surge como una presunta filosofía de lo absurdo, sino más tímidamente como una “sensibilidad absurda”, que sólo debe comprenderse –y esto es central para refutar las lecturas superficiales en clave pesimista, tanto de este ensayo, como del existencialismo ateo en general– como un «punto de partida». Pues si no hay razones últimas a priori –es decir, dadas por algún dios u otra forma de lo absoluto– de la existencia, qué mejor ocasión entonces para crearlas, y crearlas a la medida del ser humano. Si la angustia puede emerger como respuesta psicológica inmediata al sentimiento de lo absurdo, debe ser superada mediante una combinación de deliberación, determinación y acción. Ni Camus ni –mucho menos– Sartre dieron mayor importancia a esa angustia, ni tampoco fueron proclives al inmovilismo que resulta de su deleite tortuoso. Sí fue el caso de un Heidegger, que supo adornar su regodeo en la angustia con florituras filosóficas, meros juegos de palabras (después de la Kehre, el giro operado a partir de 1930) y una adhesión orgánica a un régimen de exterminio de las consideradas “razas inferiores”. Lo absurdo en Camus, como la nada en Sartre, es un punto de partida para establecer en la tierra un reino de este mundo: humano, demasiado humano. Y la tarea está estrechamente ligada al concepto de responsabilidad.
Su biógrafo, Olivier Todd, dice que, en este ensayo, “Camus plantea una cuestión: ¿cómo vivir?4. Y yo agregaría: cómo hacerlo en un mundo sin trascendencia y con una razón devaluada (ya no más omnipotente, pero mejor calibrada, diría yo), evitando tanto el “todo está permitido” de un Iván Karamazov, como el cinismo intelectual de los sofistas que instrumentalizan la razón para servir con ella al interés de los poderosos. Y también: cómo ser feliz, aceptando la fragilidad y finitud de la vida, disfrutando de los placeres terrenales sin dejar de luchar contra las injusticias, defendiendo la causa de los postergados y no transigiendo jamás frente a la prepotencia del poder y de la estupidez humana.
En lo que parece ser tan sólo el comienzo de una nueva etapa oscura del mundo, con fuerzas de extrema derecha recién salidas del clóset y envalentonadas en un grado que hacía tiempo que no veíamos, con el revival de un irracionalismo exacerbado, con el auge de las fake news y la devaluación de toda forma de verdad, en cualquier grado que pueda imaginarse: verdades relativas, parciales, provisionales –al punto que nos referimos a la nuestra como la época de la posverdad–, con el atropello de conquistas laborales y sociales por medio de la violencia y la voluntad del más fuerte –en la Argentina desde la que escribo, a eso, se pretende darle el nombre de “libertad”–, con el ensanchamiento descontrolado de la brecha entre los que más y los que menos tienen, justamente en esta época, los esfuerzos sinceros del pensamiento y el uso responsable de la razón de un pensador como Camus son más necesarios que nunca.
Quiero decir unas palabras más sobre la versión que presentamos aquí. He decidido ofrecer al público lector una traducción nueva de la alegoría de Albert Camus. Debo decir que –nobleza obliga– si bien la traducción es enteramente nueva, tuve a mano la versión de la editorial Losada, traducida por Luis Echávarri, de quien tomé algunos aciertos, pero rechacé decisiones que consideré desafortunadas o, por lo menos, no mejores que las mías. Opté por traducir primero y después cotejar con dicha traducción. Siempre que la versión de Echávarri me pareció mejor, elegí aceptar los términos o frases elegidas por él. El texto original de Camus es de una perfección insuperable. Así que fui cuidadoso con cada frase, intentando emular en español el lirismo y los golpes de efecto del original.
Nicolás Torre Giménez
Los dioses habían condenado a Sísifo a hacer rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado, con cierta razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y el más prudente de los mortales. Sin embargo, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo ninguna contradicción. Las opiniones difieren en cuanto a los motivos por los cuales llegó a convertirse en el inútil trabajador de los infiernos. Primero se le acusó de cierta ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, la hija de Asopo, fue secuestrada por Júpiter. Su padre, consternado por su desaparición, se lamentó ante Sísifo. Éste, que sabía del rapto, ofreció contarle todo a Asopo, con la condición de que abasteciera de agua a la ciudad de Corinto. En lugar de los rayos celestiales, prefirió la bendición del agua. Por eso fue castigado en los infiernos. Homero también nos cuenta que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Y envió al dios de la guerra, que liberó a la Muerte de las manos de su vencedor.
También se cuenta que, cuando Sísifo estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza pública. Sísifo terminó en los infiernos. Y allí, enfurecido por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo permiso de Plutón para regresar a la Tierra y castigar a su esposa. Pero una vez que volvió a ver la faz de este mundo, que saboreó el agua y el sol, las piedras calientes y el mar, ya no quiso regresar a la sombra infernal. Los reclamos, las protestas y las amenazas no sirvieron de nada. Durante muchos años vivió ante la curva del golfo5, el mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesaria la intervención de los dioses. Mercurio se presentó y agarró al temerario hombre por el cuello, apartándolo de sus alegrías y obligándolo a volver a los infiernos, donde su roca lo esperaba.
Ya hemos comprendido que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio por los dioses, su odio a la muerte y su pasión por la vida le han valido este tormento indecible, en el que todo su ser se esfuerza por no conseguir nada. Este es el precio que tenemos que pagar por las pasiones de este mundo. Nada se nos dice sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. En éste, todo lo que vemos es el esfuerzo de un cuerpo tenso al empujar la enorme piedra para hacerla rodar y subir una pendiente cien veces recorrida; vemos el rostro crispado, la mejilla apretada contra la piedra, el auxilio de un hombro que recibe la masa cubierta de barro, de un pie que la acuña, la reanudación a brazo partido, la seguridad muy humana de dos manos llenas de tierra. Al final de este largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo observa entonces a la piedra rodar cuesta abajo y alcanzar en unos instantes el mundo inferior, desde donde tendrá que volver a arrastrarla hasta la cima. Regresa a la llanura.
Es durante ese regreso, esa pausa, que Sísifo me interesa. Un rostro que lucha tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a este hombre descender con paso grave pero firme hacia el tormento cuyo fin jamás conocerá. Esa hora, que es como una respiración y que vuelve tan inexorablemente como su desgracia, esa hora es la hora de la conciencia. En cada uno de esos instantes, cuando se aleja de la cima y se interna poco a poco en la morada de los dioses, Sísifo es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.
Si este mito es trágico, lo es porque su héroe es consciente. ¿Qué sentido tendría, en efecto, su condena si la esperanza del éxito le sostuviera a cada paso del camino? El obrero de hoy trabaja, todos los días de su vida, en las mismas tareas, y su destino no es menos absurdo. Pero sólo es trágico en los raros momentos en que se vuelve consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce en toda su extensión su miserable condición: en ella piensa mientras desciende. La clarividencia que iba a ser su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se supere por el desprecio.
Si el descenso es a veces doloroso, también puede ser alegre. Esta palabra no está de más. Todavía me imagino a Sísifo volviendo a su roca, y el dolor estaba al principio. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado al recuerdo, cuando la llamada de la felicidad se hace demasiado apremiante, la tristeza surge a veces en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, es la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. De igual manera, Edipo obedece al destino sin saberlo. Desde el momento en que lo sabe, comienza su tragedia. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que lo une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Y entonces, una frase desmesurada se deja oír de sus labios: “A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien”. El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así con la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua se encuentra con el heroísmo moderno.
No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir un manual de la felicidad. “¿¡Cómo!?, ¿¡por senderos tan estrechos!?” Pero es que sólo hay un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. El error sería decir que la felicidad nace necesariamente del descubrimiento absurdo. También puede suceder que la sensación de lo absurdo nazca la de la felicidad. “Juzgo que todo está bien”, dice Edipo, y estas palabras son sagradas. Ellas resuenan en el universo salvaje y finito del hombre. Enseñan que no todo está acabado, que no todo se ha acabado. Expulsan de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hacen del destino un asunto humano, que debe resolverse entre los hombres.
Toda la alegría silenciosa de Sísifo está allí. Su destino le pertenece. Su roca es cosa suya. Del mismo modo, cuando contempla su tormento, el hombre absurdo acalla todos los ídolos. En un universo que de pronto ha recuperado su silencio, se alzan las miles de pequeñas voces maravilladas de la tierra. Llamadas inconscientes y secretas, invitaciones de todos los rostros, son el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra, y hay que conocer la noche. El hombre absurdo dice sí y su esfuerzo nunca cesará. Si hay un destino personal, no hay destino superior, o al menos sólo hay uno que él considera fatal y despreciable. Por lo demás, se sabe dueño de sus días. En ese sutil momento en que el hombre mira hacia atrás en su vida, Sísifo, volviendo a su roca, contempla la serie de acciones inconexas que se convierten en su destino, creadas por él, unidas bajo la mirada de su memoria, y pronto selladas por su muerte. Así, persuadido del origen totalmente humano de todo lo humano, como un ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, sigue su marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Uno siempre se reencuentra con su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo, ahora sin amo, no le parece ni estéril ni fútil. Cada grano de esa piedra, cada trozo de mineral de esa montaña llena de noche, forman por sí solos un mundo. La lucha misma por alcanzar la cima basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginar a Sísifo feliz.
Albert Camus
NOTAS
1 Albert Camus, Le mythe de Sisyphe, París, Gallimard, 1942, p. 53. Hay traducciones al español, como, por ejemplo: A. Camus, El mito de Sísifo, Bs. As., Losada, 2006, p. 71.
2 Idem, p. 34 (Gallimard); p. 29 (Losada).
3 “Warum ist überhaupt Seiendes und nicht vielmehr Nichts?”. Martin Heidegger, Einführung in die Metaphysik, Tübingen, Klostermann, 1983, p. 3. Hay traducciones al español, como, por ejemplo: M. Heidegger, Introducción a la metafísica, Bs. As., Nova, 1977, p. 41.
4 Olivier Todd, Albert Camus. Una vida, Barcelona, Tusquets, 1997, p. 298.
5 El golfo de Corinto. Recuérdese que Sísifo, según el mito, fue el fundador y rey de Éfira, luego llamada Corinto, ciudad marítima situada en el fondo del golfo que lleva este nombre. (Nota del editor)