Nota.— Nuestro público lector ya conoce a José Miguel García de Fórmica-Corsi. En el dossier sobre Emilio Salgari que publicamos en el primer número (primavera austral 2022) de Corsario Rojo, había un estupendo artículo suyo que rescataba la novelística folletinesca del escritor italiano en la Europa de la Belle Époque como una variante precursora del género pulp que floreció en Estados Unidos entre los años 20 y 50 del siglo pasado.
José Miguel es un comentarista singularmente erudito, perspicaz y prolífico, dotado de una pluma elegante pero sobria, sin floreos ni circunloquios. Su claridad y amenidad expositivas son envidiables, y en ellas se hace evidente su vocación y experiencia como profesor: es muy didáctico, en el buen sentido de la palabra (sin didactismo). Su blog, La mano del extranjero, es una mina de oro. Acaso se trate del mayor reservorio que existe en lengua castellana –por la calidad, cantidad y variedad de publicaciones– en el rubro de la crítica literaria, cinematográfica e historietística.
Hay otros aspectos notables en la producción intelectual de nuestro autor. Primero, su ensayística está en las antípodas del academicismo posmoderno: es profundamente exotérica, sanamente divulgativa (¡nada de experticia y jerga abstrusas para la secta de colegas!). Segundo, es polímata, generalista, en las antípodas de esa estulticia beocia que Ortega y Gasset llamó “barbarie del especialismo”. Tercero, no se conforma con la descripción: contextualiza, explica, relaciona, compara, opina, juzga. Cuarto, es original y libérrima, sin taras o ataduras de estandarización, en lo que hace al modo de escribir. Quinto, nada a contracorriente de toda la cháchara teórico-especulativa del posmodernismo, cultivando una racionalidad analítica y reflexiva siempre rigurosa, con los pies sobre la tierra, abundante en datos, sólida en argumentos. Y sexto, logra un balance perfecto –dificilísimo y rarísimo– entre lo culto y lo popular, sin caer ni en el elitismo intelectualista ni en la vulgaridad demagógica. Ninguna ficción de la literatura, el cine y el cómic le resulta ajena, y todas las comenta tomándoselas muy en serio, sin condenas lapidarias ni sermones arrogantes de buen gusto o paternalismo político. Todas, sí: desde las cumbres olímpicas de un Joyce, un Borges o un Kafka, hasta los llanos más pasatistas –o menos pretenciosos– de la cultura de masas.
Si acceden a la ventana Autores del menú, hallarán una somera noticia biográfica sobre García de Fórmica-Corsi.
En el nro. 5 de Corsario Rojo, de inminente salida, publicaremos un ensayo de José Miguel sobre el personaje y las novelas de Sandokán. El año próximo, a la vuelta de las vacaciones del verano austral, reseñaremos para Kalewche su libro Edad Media soñada: la imagen del Medievo en la ficción (Málaga, Algorfa, 2020).
Como la película Napoleón de Ridley Scott está en el candelero y ha suscitado un intenso debate internacional (histórico, estético y político), le preguntamos a José Miguel si podía y quería reseñarla. Con su habitual generosidad, nos respondió que sí. He aquí el texto que nos ha enviado por correo electrónico desde la ciudad de Málaga, el rincón de Andalucía donde nació y vive. Su crítica se centra en la dimensión cinematográfica, propiamente artística, no en la discusión historiográfica o ideológica.
Confieso que me parece estéril la polémica que ha envuelto el estreno de Napoleón (2023) tan pronto los historiadores han tenido ocasión de ver la película, compilando nutridos catálogos con los errores, incorrecciones, anacronismos y arbitrariedades que se permiten el director Ridley Scott y su guionista David Scarpa. Y aunque yo mismo pertenezco lejanamente al gremio, desde mi modesta posición como profesor de Historia en la educación secundaria, si me parece que estamos ante una mala película es, ante todo, por razones cinematográficas. Es más, si Napoleón tuviese las virtudes adecuadas para merecer mi aprecio, me importaría bien poco encontrar imágenes tan pintorescas como el bombardeo de las pirámides o asistir a escenas que nunca tuvieron lugar (por ejemplo, la del corso presenciando la ejecución de María Antonieta, imagen con que se abre la película y que, de hecho, tiene cierto sentido teniendo en cuenta –como nos advierte la severa introducción que aparece al principio– que se va a presentar a Napoleón, para bien y para mal, como el hombre que trae el orden al caos revolucionario). Por otra parte, ¿esperaba alguien un mínimo respeto por la verdad histórica en el hombre que, en Gladiator (2000), convirtió a Cómodo (el mismo Joaquin Phoenix que aquí da vida a Bonaparte) en asesino de su padre Marco Aurelio? ¿O que en la aún peor El reino de los cielos (2005) proponía un delirante personaje de ficción al que otorgaba la tremenda responsabilidad de ser culpable, por omisión, de la pérdida del Reino de Jerusalén pues rechazaba la corona que se le ofrecía, aun sabiendo que entonces iría a caer en manos de quienes lo iban a encaminar hacia su destrucción?
Por tanto, insisto: si Napoleón es tan mediocre es por razones que solo tienen que ver con el cine. La película es insulsa, es soporífera, es visualmente fea, es dramáticamente incoherente, es psicológicamente insostenible. No se me ocurre peor reproche que asegurar que, prácticamente desde el inicio, el personaje central carece de todo interés, lo cual es grave siendo una figura tan fascinante en todos los aspectos, y no solo en el histórico. Para colmo, esta versión estrenada en cines me parece directamente una estafa. Por mucho que su metraje de dos horas y media largas se haga eterno, se ha anunciado que después de esta primera exhibición en salas se pasará en el correspondiente canal de televisión –de pago– la versión «completa», que alcanza las cuatro horas. Salvo que el nuevo material sea un relleno prescindible (lo cual me parecería otra estafa, pero ahora dirigida a los incautos espectadores catódicos), lo lógico es pensar que sea un material necesario para comprender en su totalidad la propuesta de Scott y Scarpa.
Es evidente que pretender contar con algún detalle la vida de Napoleón, tan pródiga en acontecimientos, es una empresa ardua para cualquiera. Su más famosa ilustración cinematográfica, que todavía es la de Abel Gance de 1927, filmada en los años del cine mudo, alcanzando una duración mastodóntica de más de cinco horas, se queda apenas en los inicios de su carrera militar. La otra gran versión francesa, la de 1955, del olvidado cineasta Sacha Guitry, permite una comparación más exacta, al responder a las mismas intenciones totalizadoras que la de Scott. A lo largo de un metraje algo superior al del film que comentamos –el cual empieza prácticamente por el primer hecho importante de su carrera, el sitio de Tolón, mientras que Guitry no se priva de abordar su infancia–, la sucesión de episodios es tan rauda que apenas da tiempo a profundizar en ninguno y obliga a prescindir de unos cuantos, por importantes que sean. Es curioso que en ambas películas una de estas «víctimas» sea la guerra de Independencia española, si bien al menos en la película francesa se la menciona, aun cuando se haga con sorna, mientras que en la norteamericana es como si no hubiera existido, algo que ha molestado bastante en la madre patria.
Por tanto, no me parece desacertado que el guion de Scarpa busque un hilo dramático desde el cual desplegar la trayectoria napoleónica, al que se remita constantemente y que ayude a impedir la inevitable dispersión en que, desde luego, incurría el tratamiento de Guitry. Ese hilo no es otro (Hollywood, en el fondo, será siempre fiel a sí mismo) que la historia de amor bigger than life entre el emperador y su primera esposa Josefina. Otra cosa es que lo haga de forma excesiva, anudando casi cada incidente en la vida de Napoleón con el decurso de esa historia de amor. En este caso sí comprendo el enfado de los especialistas, puesto que incluso a quien no domine la vida y milagros del corso le parecerá poco verosímil que Napoleón regrese de Egipto por el despecho que le produce saber que, en París, Josefina le engaña con un amante (en vez de para aprovecharse de la crisis política del Directorio) o que, de nuevo, vuelva a Francia, ahora desde su exilio en la isla de Elba, no por la ambición de recuperar el poder sino por volver a ver a su añorada ex esposa.
El problema que padece este interesante motor romántico es que, para que funcionara, exigía no ya un mejor guion, sino a un director con la adecuada capacidad para hacer que la atmósfera, las texturas y la construcción de los planos expresaran esa inmensa dependencia sentimental que los diálogos, y solo los diálogos, quieren hacernos creer. Ridley Scott no es, desde luego, el Max Ophüls de Carta de una desconocida (1948), el Jacques Tourneur de Retorno al pasado (1947) o el Josef von Sternberg del ciclo con Marlene Dietrich. Las imágenes de Napoleón desprenden tan marmórea gelidez, que ese amor acaba pareciendo tan solo un pretexto argumental entre batalla y batalla. Es la misma frialdad que embarga la práctica totalidad de la filmografía de este director que, diríase, solo se siente verdaderamente cómodo cuando puede desarrollar esa debilidad suya por la espectacularidad. Por desgracia, es una espectacularidad por lo común vacua y aparatosa; y aunque parezca que las posibilidades del presente esplendor de la recreación digital tienen en él a uno de sus más brillantes aplicadores, en realidad sucede lo contrario: da la sensación de que Scott ni siquiera se toma la molestia de pulir el contenido del plano durante el rodaje (ya se hará en posproducción). Por otra parte, el indiscriminado uso de los filtros digitales y demás alteraciones hace tiempo que ha destruido el concepto de expresión mediante la iluminación y la escenografía, otro elemento fundamental para construir el buen melodrama de sentimientos que podía haber sido Napoleón. Bien al contrario, sus imágenesson tan ostentosas como escasamente atractivas: la sugestión visual de Blade Runner (1982), un film todavía artesanal, hace mucho que quedó atrás, y ha sido sustituida por la fealdad de Gladiador, Éxodo (2014) o El último duelo (2021). Qué mejor muestra que la cargante recreación que se hace de la coronación de Napoleón como emperador, haciendo revivir literalmente en pantalla el famoso lienzo de David solo para demostrar que puede hacerse.
Scott es el director del subrayado, y al menos casi cabría señalar que es un acto de honradez que lo pontifique desde la primera secuencia, la de la ejecución de María Antonieta, con esa insistencia hasta la náusea en la brutalidad y la sed de sangre de la multitud que asiste a su muerte, exagerando sin compasión el previsible desprecio que la condenada sufriera realmente durante ese tránsito. Los historiadores le han reprochado que la reina luzca una muy poblada cabellera, cuando tenía el pelo casi rapado, pero es que Scott necesita esa frondosidad para aderezarla con trozos de lechuga y diversos restos vegetales que le son arrojados en su camino al patíbulo: es la insistencia por la insistencia. Ante esto, en realidad no era necesario el gesto de seco rechazo que Napoleón exhibe en su condición de testigo. Es el problema de los malos narradores: consideran que hay que dejar bien claro al espectador el mensaje que se quiere transmitir, no sea que este no se entere del todo.
Como se sabe, si Bonaparte cayó rendidamente enamorado a los pies de Josefina, esta se casó por puro cálculo y, todo lo más, sintió cariño por ese hombre cada vez más poderoso que, casi inexplicablemente, seguiría teniendo devoción por ella hasta que la razón de estado (la necesidad de un heredero) lo decidió a divorciarse. En la película, se respeta inicialmente este supuesto, pero con el tiempo, y sin que en realidad llegue a saberse en qué momento cambia la perspectiva sentimental en la mujer, Josefina acabará correspondiéndole con toda su alma. De hecho, ya los primeros encuentros entre los dos protagonistas habían carecido de la fuerza y del relieve que requería el esbozo inicial de tan gran amor: viendo tan aburridas secuencias, da la impresión de que si el guion dice que Napoleón se enamora, es porque así debe ser, pero no se nos demuestra (me repito, pero es que las imágenes nunca expresan en esta película nada que no precise de diálogos).
Y aquí llegamos al tercer gran problema del film, después del director y del guionista: el protagonista Joaquin Phoenix. Su elección ya parecía a priori problemática, primero por meras razones de físico y edad, después por una cuestión de adecuación: con independencia de lo que uno valore a este intérprete, si algo era predecible es que no hiciera de Bonaparte sino de sí mismo. Es muy probable que Scott y Scarpa decidieran enseguida (seguramente les pareció lo más coherente, y tal vez los admiradores del actor coincidan con ellos) que era preciso modelar el dibujo del personaje según la imagen del actor elegido, como en el viejo Hollywood se hacía con los John Wayne, Gary Cooper o Humphrey Bogart (sí, las comparaciones pueden ser odiosas). De ahí que este Napoleón abuse del rictus torturado, cuando no enajenado, y del ademán de inseguridad, y que falte la constatación de ese rasgo que cualquier aproximación cinematográfica a su figura debiera estar obligada a respetar, incluso por encima de la exactitud de los episodios históricos de su vida: la firmeza de carácter de un hombre que se siente elegido por el destino.
Por otra parte, se tiene la sensación de que los responsables del film, incluido el mismo Phoenix, intentan resaltar a toda costa su modernidad insistiendo en una zafiedad que parece excesiva, en una dependencia edípica muy dudosa, en una infantilización del carácter a la hora de traducir la famosa iracundia que el emperador sacaba a la luz con facilidad como alguien acostumbrado a no ser contrariado (¡le arroja trozos de comida a Josefina delante de todo el mundo!), incluso en una timidez ante las mujeres que no se corresponde en absoluto con un hombre de notoria egolatría sexual (la escena en que, cohibido, deja la habitación a oscuras antes de acostarse con la jovencita que su madre le ha procurado para que demuestre que la infertilidad es de Josefina y no de él, constituye uno de los momentos más inverosímiles de la cinta).
Del mismo modo, a la exposición de la historia de amor le perjudica el desequilibrio entre los dos actores. Y es que Vanessa Kirby sí realiza una buena interpretación de su personaje, aunque, una vez más, la imagen que otorga a Josefina resulte más moderna de la cuenta. Sin embargo, en ella sí se observa la penetración psicológica que falta en su partenaire, así como el sentido del desgarro en los momentos adecuados, incluso de elegante tristeza. Por momentos, Kirby casi nos convence de que Napoleón lo haga todo por ella, de que es coherente ese otro momento intolerable –en términos de credibilidad histórica– donde el emperador acude al palacio de Malmaison para presentarle a su vástago recién nacido, hijo de la austríaca María Luisa, y que no parezca una humillación sino un gesto de complicidad. Sobre el papel, es un instante de romanticismo pastelero, pero el aplomo de Vanessa Kirby lo salva.
De todos modos, es evidente que a Scott todos estos momentos de intimidad sentimental le sobran: que cuando él se siente cómodo, es cuando maneja las escenas de masas o de acción. Y es cierto que las famosas batallas que jalonan el periplo de Napoleón, con la excepción de la del todo impresentable de las Pirámides, constituyen momentos aceptablemente realizados, en especial Austerlitz y Waterloo. Estos dos episodios bélicos destacan porque, inesperadamente (para quien recuerde otras escenas de guerra del cine de Scott), están concebidos con una nitidez impensable en quien habitualmente los resuelve empeñándose en que su cámara parezca un combatiente más, moviendo tanto la imagen que es imposible saber lo que sucede en pantalla. Un mal pensado argumentaría que Scott se ha documentado con los films napoleónicos anteriores al suyo, hasta encontrar la solución ideal en uno de los más afortunados, el Waterloo (1970) que el ruso Sergei Bondarchuk resolvió con tanta brillantez. Es evidente que de este título adopta el abundante y grato recurso a los planos aéreos para explicar los movimientos de las tropas sobre los campos de batalla. Cierto que la comparación vuelve a ser mala para nuestro Napoleón: recordando la espléndida recreación que Christopher Plummer hacía allí del duque de Wellington (incluso el tantas veces temible Rod Steiger con respecto al emperador), uno siente dolor ante la performance de un Rupert Everett con un perenne gesto agrio, tan falto de carisma que no encaja que fuera capaz de derrotar al emperador.
Posiblemente, el plano más hermoso –o más eficaz– de la película se encuentra al final. Es aquel en que el corso muere en la isla de Santa Elena, ese peñón en medio del Atlántico donde lo encerraron los ingleses. Es una escena extrañamente íntima y sencilla, en la que el protagonista, sentado en una mesa situada en su pequeño jardín frente al mar, habla con cordialidad con dos niñas de la pequeña población isleña. Acto seguido, Scott lo encuadra de espaldas, quieto, y de pronto se desliza hacia un lado, desapareciendo sin más parafernalia del plano y de la Historia. Es irónico que la única vez que se nos muestra un Napoleón dueño de humanidad, y no un ícono digital, sea en su despedida. Los historiadores también han señalado que su último aliento, desde luego, no fue así. Pero, aunque esta coda final los haya vuelto a irritar, al menos a mí me ha dejado en el alma la tristeza de pensar lo que podría haber sido, con mayor solvencia cinematográfica, este penúltimo paseo de Bonaparte por las pantallas del cine.
José Miguel García de Fórmica-Corsi