Ilustración: Ulysses and the Sirens, de John Williams Waterhouse. Óleo sobre lienzo, 1891, Galería Nacional de Victoria (Australia).
Continuamos con nuestro Mes de Kafka, en el centenario de su muerte. Hoy publicamos el microrrelato El silencio de las sirenas (Das Schweigen der Sirenen), escrito por el autor checo allá por 1917, y póstumamente recopilado por su amigo Max Brod en el libro de Franz Kafka Durante la construcción de la Muralla China (Beim Bau der Chinesischen Mauer), que salió de imprenta hacia 1931. Esta es la presentación que nos envió desde México nuestro camarada Carlos Herrera de la Fuente:
“Los mitos, nos dice la antropología, son narraciones colectivas de carácter sagrado que nos indican algo sobre el origen de los tiempos, sobre su comienzo y fundamento, sobre la legalidad que imponen, o bien, como lo diría López Austin, sobre la irrupción del «otro tiempo», del tiempo divino, fundacional, en el «tiempo de los hombres». Son relatos oídos y vividos que imponen a las colectividades que los cultivan una forma de hacer y pensar, de convivir y soñar, de decir y juzgar.
Kafka no dejó nunca de obsesionarse por los mitos y las sociedades de su procedencia, pero lo hizo con la conciencia arqueológica del que estudia objetos ajenos, distantes, indescifrables. Su horizonte era (lo mismo que el nuestro) el de la ‘muerte de Dios’, proclamado, décadas atrás, por el loco de Nietzsche en La gaya ciencia. Para Kafka, los mitos eran jeroglíficos sin piedra Rosetta: estaban ahí, frente a nosotros, pero no había forma de descifrar su misterio.
En El silencio de las sirenas, Kafka modifica a conciencia el mito griego de Ulises y el canto de las sirenas. Ulises tapa sus oídos, en lugar de dejarlos libres, y las sirenas guardan silencio. Ambos, sin embargo, simulan que el canto se emite y se disfruta. Al final, apenas esbozada, hay una bifurcación que obstaculiza la interpretación directa: ¿Es Odiseo engañado por la farsa o son los propios dioses y los seres mitológicos los engañados por la astucia de Odiseo? En el fondo, todo es un simulacro.”
La traducción del alemán al castellano no es nuestra, sino de Alfredo Pippig y Alejandro Ruiz Guiñazú. La hemos extraído del siguiente libro: Franz Kafka, La Muralla China. Cuentos, relatos y otros escritos (ed. póstuma de Max Brod), Bs. As., Emecé, 1953 (1931).
Quienes deseen leer las publicaciones anteriores del Mes de Kafka, pueden hacerlo aquí.
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos.
El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos.
Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
Franz Kafka