Fotografía: Manifestación de protesta contra la última dictadura argentina, en vísperas de la guerra de Malvinas. Marcha “Paz, Pan y Trabajo“, Ciudad de Mendoza, 30 de marzo de 1982. Fuente: Diario Mendoza, 31/3/1982, s/a. Gentileza del autor.
Nota preliminar.— La semana que pasó, más exactamente el 2 de abril, se conmemoró en Argentina un nuevo aniversario del inicio de la guerra de Malvinas, concretamente, 42 años de la llamada Operación Rosario. Fue un «manotazo de ahogado», un ejemplo de manual de demagogia patriotera. Una huida hacia adelante –falsamente soberanista, falsamente antiimperialista– de una Junta Militar desprestigiada dentro y fuera del país por el terrorismo de estado y las masivas violaciones de derechos humanos, con su imagen pública por el suelo a causa de la grave crisis económica y social en curso, que ella misma había generado con sus draconianas políticas neoliberales. Como se sabe, aquella insensata aventura del irredentismo malvinero castrense habría de terminar pronto en una derrota sin atenuantes ante la Task Force enviada por Margaret Thatcher desde el Reino Unido, desastre que habría de precipitar un recambio presidencial inmediato y una transición democrática con el horizonte electoral puesto en octubre del 83.
Pero días atrás se cumplieron también 42 años de la multitudinaria marcha “Paz, Pan y Trabajo“ contra la dictadura procesista, convocada por la CGT “Brasil“ (disidente). La protesta fue el 30 de marzo de 1982, tres días antes de que las Fuerzas Armadas Argentinas recuperaran sorpresiva y efímeramente las Malvinas, usurpadas colonialmente por Gran Bretaña desde 1833. De aquella amplia movilización sindical y popular contra el régimen dictatorial y sus regresivas políticas, que tuvo su epicentro en la Capital Federal (Plaza de Mayo), pero que también mostró correlatos en otras ciudades del país, participaron muchas organizaciones de izquierda, que habían logrado sobrevivir a duras penas en la clandestinidad, con miles de camaradas que habían «desaparecido» o buscado asilo en el exilio. El gobierno de Galtieri ordenó una brutal represión. Hubo miles de manifestantes detenidos y cientos de heridos. En la ciudad de Mendoza, el gremialista minero José Benedicto Ortiz (secretario general de AOMA) murió asesinado a balazos por la Gendarmería. El breve cuento que a continuación compartimos, escrito por Andrés Carminati, rememora estos sucesos cruciales de la etapa casi final del sedicente “Proceso de Reorganización Nacional“ en la mayor urbe de la región cuyana, diez años después de la gran rebelión popular del Mendozazo (abril de 1972).
“¿Y, qué te pasa Oscar, no estás contento?”, le sacudió Sandra, con ese tono de ironía mal disimulada que a veces usaba para chicanearlo. La luz de la tele se reflejaba en la mesita ratona y rebotaba apenas en la cuerina marrón de los sillones. En la mesa, que estaba dos pasos más atrás, se enfriaban unos fideos con un tuco medio aguado. Una soda y un vino barato adornaban la cena, junto a los clásicos vasitos irrompibles Durax. Las cuatro sillas estaban dispuestas en semicírculo, de modo que quedaba un espacio vacío, virtualmente ocupado por la TV.
“En serio te pregunto”, insistió Sandra. “¿No eras vos el nacionalista de la pareja?”. “Sí, qué se yo”, refunfuñó Oscar. “No sé, ya sabés, ¡no me hinchés!”. “Bueno, pensé que la noticia te iba a alegrar… Al final ¿qué te pasa, te estás juntando mucho conmigo?”, largó ella y no pudo evitar esa risa que se escapa como resoplido por la nariz. Martincito, que siempre se las arreglaba para impedir que vieran las noticias, les miraba en silencio y con una atención desconocida. Camilita se dormía en la silla y a gatas si había comido algo, como de costumbre.
“Dale, Oscar, decime algo, no te hagás el ofendido”. “Bueno ¿qué querés? está bien, claro que es para estar contento ¡son las Malvinas! Pero son los milicos, son estos milicos, ya sabés”, replicó. Sandra lo vio medio golpeado, pero no abundaban las oportunidades donde su compañero de vida manifestara abiertamente sus dudas, así que disparó de nuevo. “Bueno, los militares, en teoría, ¿no son algo así como la quintaesencia de la Nación?”. “No te pasés, Gordi, sabés bien que estos milicos son todos gorilas ¡Asesinos y gorilas! No me jodás con eso, no vengás con chicanas baratas que el momento es delicado, muy delicado”. Oscar se sirvió más vino y le tiró un buen chorro de soda, que hizo elevar el líquido violáceo por encima del borde, pero sin derramarse. Sintió sobre su rostro esa frescura que desprenden las burbujas y aprovechó la pausa para meterle a los fideos, que ya estaban casi helados. Tomó un pedazo de pan y lo pasó por todo el plato. Se lo zampó apurado y un hilo rojo se deslizó por su mentón. Agarró con la otra mano una servilleta de tela color celeste, que terminó con otra mancha parduzca en su colección. Levantó la cabeza y ahí estaban, previsiblemente, los punzantes ojos negros de Sandra.
“Gorda, no me hinchés las pelotas, ¿querés? Vos sabés bien lo que pasó el martes. Esto que tengo acá no es un arañón de gato, es plomo. ¡Plomo, Sandra!, de pedo no te quedaste viuda y, con estos dos, huérfanos de padre. ¡No me jodas!”. Ella, inconmovible, lo miraba a los ojos. No se le movía un músculo. Parecía una estatua, como si ni siquiera pestañeara. Eran esos momentos que la odiaba y amaba casi con la misma intensidad. “A ver, Gordo, tranquilizate. No hace falta que me digas qué pasó el martes. Te recuerdo que también nosotras estuvimos ahí. Te recuerdo, además, que no fue nuestra primera acción contra el Proceso, y te recuerdo, por si se te olvidó, que nunca vimos ninguna paloma en esa Junta Militar de la muerte. Tampoco, al menos hablo por mí, me voy a comer el amague con esta acción desesperada que lanzan los milicos, justo tres días después de lo que fue la movilización del treinta de marzo. Se nota mucho, ¡demasiado!”.
Camilita ya había palmado. Martincito seguía ahí, atento al debate que protagonizaban sus viejos. No era el primero, desde ya, pero por alguna razón, esta vez parecía interesarle el contrapunto. Quizás estaba creciendo. Oscar sacudía la cabeza de un lado al otro. Cuando Sandra terminó de hablar, esbozó una sonrisa, tomó aire haciendo que se escuchara el sonido de su inspiración y lanzó su contragolpe: “¿Te das cuenta? Ustedes siempre tienen las respuestas antes que el pueblo. ¿Vos viste la cantidad de gente que fue hoy? ¿Lo viste? ¿Qué hacemos con eso? ¿Nada? ¿No existe? ¿Eran todos procesistas? ¿Fueron engañados? Ah, ya sé: ¡manipulados! Seguro que es esa, la típica de ustedes: ma-ni-pu-la-dos…”. Ella saltó de la silla como empujada por un resorte y se puso a levantar la mesa. Mientras recogía ruidosamente los platos, disparó una ráfaga: “Yo no voy a hacer nada con esa gente. Los convocaron los milicos. Yo a esa plaza no fui, ni voy a ir nunca. Lo acabás de decir vos: casi me dejan viuda esos gorilas y asesinos. ¿Ya te olvidaste lo que cantamos el martes? ¿Vos sabés que esto podría ser la eternización del Proceso?”. “Sí, claro que lo sé. Es un riesgo que corremos. Siempre hay riesgos, la política es así. No se hace en terrenos ideales, elegidos prolijamente en el aire de la teoría pura de los cafetines baratos. Y esto, además, puede ser la conquista de una reivindicación muy sentida por nuestro pueblo, aunque a vos te parezca una boludez nacionalista, fascista o vaya a saber qué”. Sandra se dio vuelta y se puso a lavar ruidosamente la vajilla. “Martín, andate a dormir, ¿querés?, que mañana no te levanta ni mongo”. Oscar le hizo una señal con la cabeza a su hijo, se terminó el vaso de vino y se levantó. Alzó a Camilita, que ya estaba en el quinto sueño y se la llevó a la habitación. Como si fuera una muñeca de trapo, la recostó sobre su camita, la desvistió suavemente, le puso la remera larga que usaba de pijama y allí quedó, desmayada. Antes de apagar la luz la miró dormir y se conmovió. Era una Sandrita en pequeño, todavía sin ese carácter punzante de su madre. “Seguro que sale más brava todavía”, pensó y se rio solo. “Seguro”.
De ahí se dirigió a su cuarto, y sin esperar a Sandra, como hacía siempre, se fue a acostar. Puso el despertador a las siete y apagó la luz. Ya lo sabía, ni en pedo se iba a dormir. Su cabeza resoplaba como el motor de una cupé Torino. Las imágenes vívidas de lo sucedido el martes llovían como misiles sobre sus pensamientos. Instintivamente, se tocó el brazo herido y sintió cómo el ardor volvía a encender el surco de punta a punta.
Eran varios miles los que se habían juntado esa tarde, a pesar de todas las prohibiciones y amenazas públicas del gobierno. Oscar se mezcló rápidamente entre la gente y saludó a un par de compañeros. La tensión que había en el aire se cortaba con tijera. Rostros apretados, nadie hablaba mucho, todo el mundo fumaba o quería fumar. En un momento dado, un grupo se encolumnó por calle Mitre y empezó a avanzar en dirección a Pedro Molina. Llevaban la copia del petitorio que se iba a entregar al gobierno, como se hacía en otros puntos del país. Sumarían alrededor de quinientas personas y avanzaban lentamente. El pulso cansino de los pasos era armonizado por las estrofas del himno nacional que entonaban para darse ánimo. Alcanzaron a hacer una cuadra y, cuando llegaron a la esquina, donde se abre el horizonte verde del Parque Cívico, fueron interrumpidos por una camioneta de gendarmería que frenó ruidosamente a pocos metros de la cabeza de la columna. Del furgón salieron, como escupitajos, media docena de gendarmes. Inmediatamente, varias ráfagas de ametralladora desgarraron el espacio. La columna se frenó como un solo hombre. Y después de los gritos, se escuchó el ruido de los cuerpos que golpeaban como en cascada sobre el asfalto. Acto seguido, empezó el desparramo. Mientras algunos corrían en sentido contrario, otros se zambullían de cabeza en las acequias. En el suelo se veían decenas de heridos. Entre ellos, el veterano José Benedicto Ortiz, que yacía sobre un verdadero charco rojo. Varios corrieron a socorrerlo. Cuando lo alzaron, ya estaba inconsciente y era evidente que había perdido mucha sangre. Tenía un impacto en el pecho. Murió tres días más tarde.
Oscar alcanzó a verlo todo desde el suelo. Cuando pudo reaccionar, se fue hasta la esquina de Mitre y Colón, dónde ya se concentraban nuevamente. A pesar de la situación, se celebró una pequeña asamblea, e incluso se sumó más gente a la protesta. Recién ahí Oscar se dio cuenta que sangraba bastante y que tenía un surco en la cara interna del brazo. No quiso pensarlo tanto, pero fue de milagro que el plomo no fuera a parar a su tórax. Se abrazó fuerte con Sandra, que venía de volantear en una esquina, y siguieron a la multitud que bajaba a contramano por Colón en dirección a San Martín. En esa intersección se detuvieron, y el dirigente de la CGT Mendoza, Mario Zaffora, se metió a la Catedral para pedir que se hiciera una misa por los baleados. Su idea era culminar la jornada allí. Cuando terminó el oficio, el sindicalista se subió al techo de una camioneta para pedir a la multitud que se fuera a sus casas. Según él, lo más conveniente era desconcentrarse pacíficamente. Muchos asentían con la cabeza, pero la mayoría se empezó a encolumnar nuevamente con dirección al centro. Un loco descolgó una bandera argentina que adornaba la puerta de un sanatorio y se puso al frente de la marcha. Y ahí salieron, nuevamente. “Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”, repetía el coro que avanzaba con paso decidido. “Pan, Paz, Trabajo”, replicaba el contrapunto. Desde algunas casas y edificios, saludaban y aplaudían la columna. En el trayecto no se cruzaron con policías ni militares. Después de cruzar Garibaldi, la marcha se fue desgranando sola. Caída la noche, el ministro del Interior de la Nación emitió un mensaje: “el gobierno debe lamentar que en la ciudad de Mendoza la intemperancia haya provocado algunos heridos”.
Oscar estaba de verdad muy cansado, pero no logró dormirse hasta eso de las tres de la mañana. Al día siguiente se sentía un zombi, aunque estaba más despierto de lo que hubiese querido. El entusiasmo por la guerra poblaba todas las conversaciones. No hubo caso. Por más que quiso dejarse llevar, la marca de “la intemperancia” y los ojos clavados de la Sandra no lo dejaron zambullirse en ese hermoso clima de unidad nacional. “¡Milicos de mierda! todo lo que tocan lo convierten en sangre y bosta”.
Andrés Carminati
Nota final.— Andrés Carminati es historiador, docente universitario y becario posdoctoral del CONICET. Mendocino exiliado, vive en Rosario desde 2002, donde hizo sus estudios de grado y posgrado. Estudia temáticas vinculadas a la historia de la clase trabajadora durante la década del setenta y la última dictadura militar en el Gran Rosario. Ha publicado artículos, capítulos de libros y trabajos de divulgación. Por fuera de las rígidas formas de la vida académica, ha explorado diversos géneros literarios como el ensayo, la poesía política, el cuento y la canción.
El autor nos compartió un breve artículo divulgativo que escribió para el sitio web Historia Obrera sobre la marcha del 30 de marzo de 1982. Pueden leerlo aquí.