Fotografía: prueba Trinity en White Sands, Nuevo México, el 16 de julio de 1945. Berlyn Brixner, Laboratorio Nacional Los Álamos.
Nota.— El taquillero estreno de Oppenheimer, la hollywoodense película de Christopher Nolan, ha vuelvo a poner en agenda y debate el Proyecto Manhattan, programa de ciencia y técnica liderado por EE.UU. que les permitieron fabricar contra reloj, en insensata y siniestra carrera contra la Alemania nazi, las primeras armas nucleares de la historia; y que derivó en su utilización contra Japón –su población civil– a finales de la Segunda Guerra Mundial, en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki; las cuales quedaron totalmente arrasadas y diezmadas hacia agosto del 45, con centenares de miles de personas severamente afectadas por la radiación, con cáncer y otros trastornos de salud, muchas de las cuales morirían a corto plazo o años después: hibakushas, neologismo popular nacido del horror, cuya traducción literal sería «gente bombardeada». El presente artículo de nuestro colaborador Eduardo Wolovelsky, biólogo y ensayista argentino, es una versión ligeramente modificada por él de un fragmento del capítulo “Iluminación. El poder de la física”, de su libro Iluminación. Narraciones de cine para una crítica sobre la política, la ciencia y la educación (Bs. As., Biblos, 2013, pp. 21-34). Agradecemos a Eduardo este nuevo y valioso envío, que nos honra publicar en nuestra sección cultural Nocturlabio.
Nada dice nuestro autor sobre el novísimo y mentado film Oppenheimer, pero sí –bastante– sobre otro cine de temática afín, y también –no precisamente poco– sobre el físico estadounidense Robert Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan. ¿No es acaso revelador su silencio?
Responsabilidad
Fue un resplandor único, un fulgor impensado, una potencia singular que estallando como miles de soles congeló el tiempo, vaporizó los hogares y volatilizó los cuerpos. Ocurrió a los inicios del día, por la mañana, cuando las manecillas de los relojes marcaban, en un definido ángulo, la proximidad de las ocho horas y quince minutos.
Algunas décadas más tarde, en la ficción del film Iluminación de Krzysztof Zanussi y en una Polonia subordinada al poder de la Unión Soviética, unos jóvenes estudiantes de física discuten los significados de aquel hecho porque saben que define, como pocos acontecimientos lo pueden hacer, el sentido de su ciencia y, por ello, el de sus vidas.
—Es que yo no me siento responsable de la bomba atómica. La inventaron sin mi ayuda, los físicos la construyeron, pero no fueron ellos quienes la tiraron.
—Han pasado treinta años desde que la física decidía algo. Hoy un físico ya no decide sobre el destino del mundo o su aniquilación. Esos tiempos ya pertenecen al pasado. Ahora los que deciden son los biólogos y los genetistas. Nosotros ya no contamos para nada, no respondemos por nada. Esa es la verdad. No seamos megalómanos. El problema de la responsabilidad del científico apenas nos concierne.
—La física ya no es la ciencia-piloto. Hoy no es más que un oficio como otro cualquiera. Ya no tiene la responsabilidad de hace treinta años. Otras ciencias han tomado el relevo como la biología molecular o la genética, lo que a mí personalmente me espanta.
Detenemos la proyección para fijar nuestra atención en el último fotograma que revela la mirada del joven universitario en el momento que declama su espanto por la biología molecular y su desconocimiento de la responsabilidad que le cabría como físico. Mirada que es, a la vez, contrapeso y continuidad para las palabras que pronunciara Leo Szilárd cuando lo interrogaron acerca del significado de la primera bomba atómica liberada sobre Japón. ¿No representaba el arma nuclear arrojada en Hiroshima una tragedia para la ciencia? Interpelado en el corazón de su existencia como físico vinculado al Proyecto Manhattan, Szilárd afirmó que sí, que es una tragedia pero para toda la humanidad, respuesta de incalculable valor por reconocer que no hay calzado alguno que impida que los pies de la ciencia queden sumergidos en el barro de la historia. Sin embargo, al considerar la tragedia atómica como un hecho colectivo, Szilárd, tal vez sin proponérselo, diluye la particular responsabilidad que les cabe a los científicos que intervinieron en la construcción del primer armamento de destrucción masiva.
El comienzo
Europa se encamina hacia la guerra. En poco tiempo más, el ejército nazi invadirá Polonia. Szilárd sabe lo que esto significa porque algunos años antes, más precisamente el 31 de marzo de 1933, se vio obligado a abandonar Alemania a través de la frontera checoslovaca sin saber, en aquel instante, lo acertada que era su decisión: a la mañana siguiente, la frontera fue definitivamente cerrada. Como lo expresara el propio Szilárd, “si quieres tener éxito en este mundo, no tienes que ser mucho más inteligente que los demás, sólo tienes que estar listo un día antes”. Buscó refugio en la protección insular que le ofrecía Inglaterra y en la comodidad que le proponía el hotel Strand Palace, donde se alojó, y que sería la más precisa metáfora sobre su condición errante.
Szilárd fue un físico inquieto de ideas punzantes y originales, y por ello lo sorprendió de forma enojosa que Lord Rutherford afirmase, en una lectura que diera el 11 de septiembre de 1933, que la utilización de la transmutación atómica como fuente de energía era una quimera, y que las expectativas que sobre ello se tuviesen eran como la mera luz de la Luna. ¿Cómo era posible que un científico de renombre como Rutherford pudiese mostrar tal certeza sobre lo que al hombre le es dado o no inventar? De hecho, poco después, el propio Szilárd tendría una idea que iba a mostrar cuán equivocado estaba. Obligado a detenerse por la luz roja de un semáforo cuando caminaba por la calle Southampton rumbo al hospital St. Bartholmew donde trabajaba, especuló, según su propio relato, con la posibilidad de que el choque de un neutrón contra el núcleo atómico de algún elemento químico generase la liberación de dos neutrones, y que, si esto ocurría en una cierta cantidad de masa, lo que se produciría era una reacción en cadena. Consciente de lo que esta idea significaba se encontró sumergido en un difícil dilema porque la mejor advertencia sobre el riesgo del poder nuclear era hacerlo público, pero la más certera forma de conjurarlo era mantener su posibilidad en secreto. Con este último fin entregó al Almirantazgo británico una patente sobre las leyes que gobiernan la reacción en cadena. Mientras la física nuclear mutaba su cara con nuevas conquistas, Szilárd emigraba a los Estados Unidos. En Alemania, Fritz Strassman y Otto Hahn habían logrado la fisión del átomo. Ante este avance en el conocimiento científico, y consciente de su significado, se volcó a favor de una idea herética que le comunicó al físico Frédéric Joliot-Curie. Le sugería no publicar los resultados que se obtuviesen en las investigaciones sobre la fisión atómica. Mientras se sucedían los debates sobre esta cuestión, Enrico Fermi, físico italiano, comprobó que la fisión producía neutrones, y sólo un poco más tarde, el propio Joliot-Curie publicó un breve escrito en el cual mostraba que el uranio no sólo emitía neutrones sino que era el elemento con el cual se podía sostener una reacción en cadena. Ya no había barrera alguna que detuviese la posibilidad de desarrollar armamento atómico, tampoco la había para el inicio de la guerra. El 2 de agosto de 1939, Albert Einstein firmó una carta redactada por Leo Szilárd que, dirigida al presidente Franklin Delano Roosevelt, le advertía sobre los peligros militares asociados al desarrollo de la física nuclear.
Albert Einstein
Old Grove Rd.
Nassau Point
Peconic, Long Island
2 de Agosto de 1939
F. D. Roosevelt
President of the United States
White House
Washington, D.C.
Señor,
Algunos recientes trabajos de E. Fermi y L. Szilárd, que me han sido comunicados mediante manuscritos, me llevan a esperar que, en el futuro inmediato, el elemento uranio puede ser convertido en una nueva e importante fuente de energía. Algunos aspectos de la situación que se han producido parecen requerir mucha atención y, si fuera necesario, inmediata acción de parte de la Administración. Por ello creo que es mi deber llamar su atención sobre los siguientes hechos y recomendaciones.
En el curso de los últimos cuatro meses, se ha hecho probable –a través del trabajo de Joliot en Francia, así como también de Fermi y Szilárd en Estados Unidos– que podría ser posible iniciar una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por medio de la cual se generarían enormes cantidades de potencia y grandes cantidades de nuevos elementos parecidos al uranio. Ahora parece casi seguro que esto podría ser logrado en un futuro inmediato.
Este nuevo fenómeno podría ser utilizado para la construcción de bombas, y es concebible –pienso que inevitable– que puedan ser construidas bombas de un nuevo tipo extremadamente poderosas. Una sola bomba de ese tipo, llevada por un barco y explotada en un puerto, podría muy bien destruir el puerto por completo, conjuntamente con el territorio que lo rodea. Sin embargo, tales bombas podrían ser demasiado pesadas para ser transportadas por aire.
Los Estados Unidos tienen muy pocas minas de uranio, con vetas de poco valor y en cantidades moderadas. Hay muy buenas vetas en Canadá y en la ex Checoslovaquia, mientras que la fuente más importante de uranio está en el Congo Belga.
En vistas de esta situación, usted podría considerar que es deseable tener algún tipo de contacto permanente entre la Administración y el grupo de físicos que están trabajando en reacciones en cadena en los Estados Unidos. Una forma posible de lograrlo podría ser comprometer en esta función a una persona de su entera confianza, quien podría tal vez servir de manera extraoficial. Sus funciones serían las siguientes:
a) Estar en contacto con el Departamento de Gobierno, manteniéndolos informados de los próximos desarrollos, y hacer recomendaciones para las acciones de gobierno, poniendo particular atención en los problemas de asegurar el suministro de mineral de uranio para los Estados Unidos.
b) acelerar el trabajo experimental, que en estos momentos se efectúa con los presupuestos limitados de los laboratorios de las universidades, con el suministro de fondos. Si esos fondos fueran necesarios, haciendo contacto con personas privadas que estuvieran dispuestas a hacer contribuciones para esta causa, y tal vez obteniendo cooperación de laboratorios industriales que tuvieran el equipo necesario.
Tengo entendido que Alemania actualmente ha detenido la venta de uranio de las minas de Checoslovaquia, las cuales han sido tomadas. Puede pensarse que Alemania ha hecho tan claras acciones porque el hijo del subsecretario de Estado alemán, von Weizsäcker, está asignado al Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín, donde algunos de los trabajos americanos están siendo duplicados.
Su Seguro Servidor,
Albert Einstein
La carta fue entregada a Roosevelt en el mes de octubre por intermedio del banquero Alexander Sachs. La respuesta del presidente de los Estados Unidos se materializó a través de la creación de un comité consultivo para tratar el tema del uranio. Hacía poco más de un mes que, con la invasión de Polonia por el ejército alemán, el mundo estaba en guerra. El escrito firmado por Einstein constituyó un acto único y novedoso, tal como queda expresado en el siguiente texto del sociólogo Jean-Jacques Salomon:
“…lo que realmente fue nuevo con Hiroshima, fue que la investigación básica –la ciencia en sí misma– estuvo directamente en el origen de sistemas de armas de destrucción masiva. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki consagraron el éxito del Proyecto Manhattan, que implicó la sumatoria tanto de cálculos y especulaciones teóricas como de realizaciones y destrezas técnicas, donde la física teórica tuvo un papel de primer orden con la participación de una decena de premios Nobel (…). Además, la iniciativa misma del programa provenía de los científicos, ya que no habían sido ni Roosevelt ni el general Marshall quienes habían pensado en la bomba atómica, sino Leo Szilárd, que inspiró la carta dirigida a Roosevelt por Einstein” [el resaltado es mío]
Compromisos personales
Los hechos se suceden con el vértigo que impone una Europa en guerra, donde la expansión del poder militar del nacionalsocialismo parece incontenible. Finalmente, en octubre de 1941, Roosevelt abre el camino para el más ambicioso proyecto científico y tecnológico conocido hasta el momento, y que definirá un nuevo rostro para la tecnociencia en la segunda mitad del siglo XX. El Proyecto Manhattan, nombre referido al cuerpo de ingenieros del Ejército del homónimo distrito, implicó una asociación entre el gobierno, las universidades, las empresas y el poder militar no conocida hasta entonces. Los hechos son complejos y han sido tratados de manera exhaustiva por numerosos historiadores. Aquí, en particular, nos interesa el planteo del joven polaco que, en la película Iluminación, hace alusión a su responsabilidad como estudiante de física por la bomba de Hiroshima. Por ello nos preocupa tratar el aspecto personal, el compromiso particular, de los científicos que intervinieron en el Proyecto Manhattan. Nos importa el individuo, el actor histórico, que juega su extenso drama social, cultural y moral desde el corto tiempo biológico del que dispone. Pocas figuras, además de Szilárd, pueden ser tan representativas de la tragedia que tratamos de abordar como Robert Julius Oppenheimer, en particular, por los pensamientos que nos legó en el momento mismo de la primera explosión nuclear.
El clima se muestra hostil. Es el 16 de julio de 1945. Los nervios de los actores del drama que nos ocupa rivalizan con la tormenta que se cierne sobre sus cabezas. La expectativa es tan intensa, que no hay medida con la cual compararla. Finalmente llegan noticias alentadoras. Hacia las 5:30 de la mañana, la mejora en las condiciones del tiempo permitirá probar el “artefacto”. La descripción de este momento que realiza Joseph Sargent en su película Día uno, sin duda la mejor realización cinematográfica sobre el Proyecto Manhattan, es de un valor pedagógico incalculable porque nos permite percibir un momento único de la historia, donde el propio sentido de la existencia, sin importar cual fuese hasta ese instante, ya no podrá seguir siendo el mismo. Acaso porque los dioses quisieron acallar los truenos, o tal vez porque los truenos se acallaron precisamente porque no hay dioses, en aquella hora convenida estalló el primer artefacto nuclear creado por el hombre. Fue una bomba de fisión detonada por la implosión de una masa subcrítica de plutonio. El hongo atómico fue imponente. La onda expansiva se proyectó más allá de los cien kilómetros. Los veinte kilotones de destructiva energía liberados en lo que se llamó la prueba Trinity son un hecho del pasado, pero reviven en un eterno presente, con cada proyección del filme de Joseph Sargent, en donde se rescatan las palabras simples, sencillas, podría decirse vulgares (aunque no lo fuesen en su significado), de Kenneth Bainbridge, director de aquella demostración: “ahora somos todos unos hijos de puta”; expresión que no debe hacernos olvidar la vigencia del ideal baconiano según el cual la ciencia debería ayudar a que la vida humana fuese mejor. Por su parte, Oppenheimer comentó que en aquel preciso instante asaltó su pensamiento un verso del Bhagavad-gita: “me he convertido en la muerte, destructora de mundos”. Pero ¿qué significaban aquellas palabras? No resonaban en la mente de un monje. Lo hacían en la del director científico del mayor emprendimiento tecnológico-militar conocido, y con el que se acababa de mostrar todo el poder instrumental que la razón le puede otorgar al hombre, a la vez que esa misma razón le niega la certeza de saber qué hacer con él.
Robert Oppenheimer era un reconocido físico de la Universidad de California cuando fue convocado por el general Leslie Groves para dirigir los aspectos tecnológicos y científicos del Proyecto Manhattan. Aquella tarea era por demás compleja, pues sería un dolor de cabeza la relación entre los científicos y los militares. Por otra parte, la comunidad de investigadores del laboratorio de Los Álamos –una pequeña «ciudad» secreta enclavada en el desierto de Nuevo México, construida a instancias del propio Oppenheimer, donde debía desarrollarse la bomba propiamente dicha– semejaba la confusión propia de los constructores de la torre de Babel, con hombres de ciencia que habían llegado desde diferentes puntos de Europa huyendo por su condición política o por su ascendencia judía. A juzgar por los resultados, hemos de decir que Oppenheimer cumplió con creces lo que de él se esperaba como director. Pero quedan para ser pensadas, como un ejercicio al que la historia nos obliga, las motivaciones de las decisiones que asumió para que su gestión fuese exitosa. Parte de la clave para elucidar esta última cuestión está en el verso del Bhagavad-gita, que de manera silenciosa irrumpió en su interior tras la prueba atómica del 16 de julio realizada en Alamogordo. Desde una lectura literal, aquel pensamiento parece ser una declaración de culpa. Sin embargo, lo podemos ver, casi en las antípodas, como un acto de resignación, o tal vez de justificación por lo hecho, dado que defiende un determinado pathos al que estarían obligados quienes son los hacedores del conocimiento científico. El verso al que hicimos referencia se enmarca en un relato mítico hindú donde se cuenta la llamada guerra de Kurukshetras, en la cual los cien hijos de Dhrtarastra lucharían contra sus primos, los Pándavas, entre los que se encontraba el príncipe Áryuna. Dubitativo acerca de si debía o no luchar, Áryuna le consulta a Krishná, su auriga, quien es, a la vez, un avatar del dios Vishnú. Áryuna, gran arquero, comprende de boca de Krishná que su deber, más allá de la compasión, es dar batalla. Allí se encuentra su dharma, su particular destino. Al igual que la inevitable suerte de Áryuna, que lo obligaba a la lucha, la de Oppenheimer era fabricar el artefacto. Así como Áryuna, aunque dispare la flecha, no es el que mata porque esa decisión le pertenece a Krishná, la casta de los científicos no sería responsable sobre el uso de sus realizaciones porque su deber se resume en intentar descubrir cómo funciona el universo y en lograr formas de control sobre el mundo natural, para que la humanidad disponga de ello. Los creadores de las primeras bombas atómicas no tendrían porqué sentirse responsables por su realización y posterior utilización, dado que, más allá de las voluntades personales, y tal como le ocurriera a Áryuna, lo sucedido puede ser pensado como una imposición del destino, o de las fuerzas históricas. Puede ser desagradable saber cuán escaso es nuestro control sobre el devenir de los sucesos sociales, pero debemos recordar que el Proyecto Manhattan nació bajo un primer argumento y una sostenida presión, referidos a la posibilidad de que la Alemania nazi pudiese desarrollar tal arma. Oppenheimer podría tener razón, solo que, es bueno recordarlo, la bomba fue arrojada contra Japón cuando Alemania ya se había rendido.
Informes y memorándums
En 1944, como parte de la operación anglonorteamericana conocida como Alsos, llega al suelo europeo, junto con las tropas estadounidenses, un grupo de científicos encabezados por Samuel Goudsmit. La finalidad de este grupo era determinar la situación del programa nuclear alemán, cuyo principal responsable era uno de los físicos más importantes de aquella época, Werner Heisenberg. El equipo dirigido por Goudsmit estableció con buenos fundamentos que Alemania no había avanzado de manera significativa en el desarrollo de un arma atómica. Que la Alemania de Hitler poseyese un arma de destrucción masiva, había sido la razón primaria para constituir el Proyecto Manhattan. Ahora esa misma razón se había desvanecido. Sin embargo, una maquinaria se había puesto en movimiento, y esta jamás se detiene, en particular cuando es movida por la fuerza de ideales militares que, vale aclararlo, no son patrimonio exclusivo de los hombres de armas.
Las conclusiones de Goudsmit, tal como era de esperar, generaron un importante estado de debate dentro de la comunidad de científicos del Proyecto Manhattan, lo que derivó en algunas reacciones que, sin embargo, carecieron de toda efectividad. A pesar de ello, de haber fracasado en evitar que la bomba se usase contra Japón, estos actos, concretados en informes y memorándums, son de un valor incalculable, porque desde el pasado relumbran para que tengamos la suficiente certeza en el presente de que los debates sobre los significados sociales de la actividad científica no son sólo una cuestión académica y que, por lo tanto, no pertenecen a ninguna corporación.
Sólo siete firmas del laboratorio metalúrgico de la Universidad de Chicago del Proyecto Manhattan encabezan uno de los documentos más importantes producidos durante la Segunda Guerra Mundial. El grupo, dirigido por el físico James Franck, y en el cual también participó Leo Szilárd, propuso en el reporte fechado el 11 de junio de 1945, ciertas consideraciones sobre el desarrollo nuclear posterior a la guerra, y en ese sentido sugerían una demostración, descartando el uso de la bomba atómica en un ataque directo contra Japón. Declaraban que “una demostración del nuevo armamento debe ser hecha a los ojos de representantes de todas las naciones, en un desierto o en una isla deshabitada”. Las siguientes son otras valiosas observaciones extractadas del informe Franck, que considero valioso compartir:
“Nosotros, un pequeño grupo de ciudadanos del estado, hemos descubierto durante los últimos cinco años, por la fuerza de las circunstancias, un grave peligro para la seguridad de nuestro país y para el futuro de todas las naciones, un peligro del cual nada sospecha todavía el resto de la humanidad.
El desarrollo de la energía nuclear no significa tan sólo un aumento de la fuerza tecnológica y militar de los Estados Unidos, sino que crea también graves problemas políticos y económicos para el porvenir de nuestro país.
Si no se crea un control internacional eficaz sobre los explosivos nucleares es seguro que, una vez que hayamos descubierto por primera vez para el mundo entero nuestra posesión de armas nucleares, las demás naciones empezarán una carrera para la obtención del armamento nuclear.
Creemos que estas reflexiones no hablan en favor de que las bombas nucleares se empleen en un ataque pronto e inesperado contra el Japón. Si los Estados Unidos fueran el primer país que empleara este nuevo medio de destrucción terrible de la humanidad, renunciaría con ello al apoyo del mundo entero, aceleraría la carrera de armamentos y echaría por el suelo las oportunidades para un futuro pacto internacional con el fin de controlar estas mismas armas.
Si el gobierno se decidiera por una demostración próxima de las armas nucleares, tendría la posibilidad de conocer la opinión pública de nuestro país y de otras naciones, y de tenerlas en cuenta antes de decidirse a lanzar estas armas sobre el Japón. De esta manera podrían las otras naciones compartir en parte la responsabilidad de una resolución tan decisiva.
En síntesis, nosotros urgimos a que se considere el uso de bombas nucleares en esta guerra como un problema de política nacional de largo alcance, más que un asunto de conveniencia militar; y que esta política sea dirigida principalmente al logro de un acuerdo que permita un control internacional efectivo sobre los medios que posibilitarían una guerra nuclear”.
Científicos y políticos
El 12 de abril de 1945 muere Franklin Delano Roosevelt y es reemplazado por Harry Truman. El nuevo presidente de los Estados Unidos debe ser informado sobre el estado de situación del Proyecto Manhattan. Hay decisiones que tomar, y para ello se forma un Comité Provisional dependiente del Departamento de Guerra. El 1 de junio de 1945, el equipo de cuatro científicos que formaban parte de dicho Comité –Robert Oppenheimer, Ernest Lawrence, Arthur Compton y Enrico Fermi– realiza la siguiente recomendación: “usar la bomba lo antes posible contra Japón, utilizarla sobre un objetivo doble, esto es una instalación militar o bélica rodeada o adyacente a casas y otros edificios más susceptibles de deterioro; y utilizarla sin advertencia previa”. Este Comité es el que tendrá que considerar los argumentos del informe realizado por el grupo presidido por James Franck. Responderá reafirmando sus propias conclusiones, al tiempo que realiza, entre otras consideraciones, el siguiente reparo: “Usted nos ha pedido hacer comentarios sobre el uso inicial de la nueva arma. Este uso, en nuestra opinión, debe ser tal que permita promover un arreglo satisfactorio en nuestras relaciones internacionales. Al mismo tiempo, reconocemos nuestra obligación hacia nuestra nación de usar las armas para ayudar a salvar vidas estadounidenses en la guerra contra Japón”.
Este último argumento sigue siendo, aún hoy, la forma predilecta para defender la decisión de arrojar la bomba atómica. Sin embargo, debemos analizar esta invocación a la razón «humanitaria» de salvar vidas norteamericanas como un acto de advertencia sobre los riesgos implícitos en los discursos humanísticos, cuando estos actúan como justificativo para el desarrollo de programas tecnocientíficos asociados al dominio militar o al poder empresario-industrial. Nos obliga a una profunda reflexión sobre la relación y los confusos imaginarios del vínculo entre los científicos, que de forma estrecha se asumen como portadores de un saber universal cuya legitimidad no dependería de las cualidades de los sujetos, culturas o naciones, ni del poder político que se asocia a intereses particulares de clase, pueblo, cultura o nación. Podemos, como hecho complementario, pensar las palabras del presidente Truman cuando, el 25 de julio de 1945, afirmó en su diario: “Le he dicho al secretario de Guerra, el señor Stimson, que la utilice de modo que los objetivos militares, los soldados y los marineros sean el objetivo y no los niños y las mujeres”. Lo que parecen palabras piadosas revelan una estrecha mirada que se niega a reconocer la imposibilidad de cumplir con tal objetivo y la corta visión sobre los cercanos tiempos por venir, dado que parece no entender la mortandad, el sufrimiento y el agotamiento de valiosos recursos que la futura carrera armamentista provocará. En un reportaje concedido en 1960, Leo Szilárd, quien hacia el final de la guerra fue uno de los principales científicos que se opuso al uso de la bomba, afirmó: “el presidente Truman no comprendió”.
La explosión de la bomba atómica en Hiroshima el 6 de agosto, y la de Nagasaki tres días después, erosionó la armadura con la cual Oppenheimer pudo rechazar las conclusiones del informe Franck. Tiempo después, en 1947, afirmaría:
“No obstante la capacidad de visión y la prudencia clarividente de los jefes de estado durante la guerra, los físicos sentimos una responsabilidad especialmente intima por haber sugerido, apoyado y, al fin, en gran medida haber logrado la realización de armas atómicas. Tampoco podemos olvidar que dichas armas, puesto que fueron en efecto utilizadas, representaron de manera tremendamente despiadada la inhumanidad y la maldad de la guerra moderna. En un sentido un tanto rudimentario que toda la vulgaridad, el humor y la exageración no pueden llegar a borrar por completo, los físicos han conocido el pecado; y este es un conocimiento del que no pueden desprenderse”.
El Proyecto Manhattan reclama desde el pasado reciente un análisis de lo que significó, y de lo que hoy representa para nuestra cultura, el desarrollo del conocimiento científico en el campo de la física, y también de la biología. Nos ha demostrado de manera inequívoca el poder de la mente humana para penetrar en la lógica del mundo natural y para derivar de ello potentes logros tecnológicos, cuyo significado no siempre logramos entrever. Nos exige al mismo tiempo un ejercicio sobre la comprensión pública de la actividad científica, desde su lógica institucional, desde su relación con el poder, desde sus inevitables límites y desde sus sueños pleonéxicos.
El historiador John Cornwell asedia la ciudadela de la especialización y el internalismo de la ciencia, cuando exige de manera urgente la presencia de científicos que, “además de ser hábiles investigadores en sus especialidades, sean actores políticos con capacidad para cuestionar la ciencia dominada por ideales militares”, y, agregamos por nuestra parte, desarrollada como forma de concentración del poder. Si se ha de exigir esto para los integrantes de la comunidad científica, ¿cómo no habrá de pedírsele un compromiso igual a una educación sobre las ciencias dominada por el instrumentalismo, por un ingenuo empirismo, por un discurso que no se atreve siquiera a discutir seriamente uno de los hechos más relevantes del siglo XX que, de manera trágica, ha llevado a los más grandes físicos de la época a estar involucrados, de una forma u otra, en la construcción de un arma de destrucción masiva?
Tras el Proyecto Manhattan, y como inevitable consecuencia (predicha por Leo Szilárd), la carrera armamentista se intensificó. Sin embargo, no fue sólo la acumulación cuantitativa de armamento atómico lo que caracterizó a la búsqueda del aumento del poderío militar posterior a la Segunda Guerra Mundial. Fue una nueva dimensión de la potencia puesta en juego, debido al desarrollo –bajo la dirección de Edward Teller– de las bombas termonucleares. Oppenheimer se opuso a ello, por lo cual se lo clasificó como un riesgo para la seguridad nacional, y se lo excluyó como asesor de la Junta de Energía Nuclear, perdiendo sus vínculos e influencias con el poder gubernamental. Llegados a este punto, es interesante considerar el juicio sobre la figura de Oppie –tal el sobrenombre con el que era conocido– que nos ofrece Paul Strathern:
“A diferencia de Bohr, el gran químico Linus Pauling o el filósofo Bertrand Russell, todos los cuales fueron más allá de la sugerencia más bien titubeante de Oppenheimer en el sentido de establecer un control internacional de las armas atómicas, él estaba metido hasta el cuello. Era su criatura y la verdad es que no sabía qué hacer con ella. ¿De qué era símbolo, entonces? En todo caso, estas cosas hacen de Oppenheimer un emblema del científico de nuestros días. Supremo en lo técnico, de moral incierta. (…) Con Oppenheimer, la ciencia cambió: el gran creador también se convirtió en el gran destructor. La ciencia ha pasado a ser el principal empeño de la humanidad, pero el conflicto entre el orgullo y la moral evidenciado por Oppenheimer continúa y va en aumento”.
A pesar del tiempo que le tocó vivir, y de los dramáticos hechos de los cuales fue un protagonista privilegiado, Leo Szilárd siguió guardando una ingenua fe en la ciencia como guía moral de la acción, ya que supuso que los científicos, a diferencia de los políticos, tienen integridad y pureza. Como afirma Max Perutz, “puede ser que Szilárd haya tenido suerte al no vivir lo suficiente como para que su fe en la integridad y pureza de los científicos se viera sacudida”. En 1947, siguiendo la preocupación de muchos físicos, se orientó hacia la investigación referida a cuestiones biológicas. Entendió su aporte a las ciencias de la vida de la siguiente forma: “qué le he aportado a la biología…, ninguna habilidad adquirida en la física, pero sí una actitud: la convicción que pocos biólogos tenían entonces, y que se refiere a que los misterios pueden ser resueltos”. Esta reflexión marca los tiempos en los que comenzaba la biología molecular. Era el poder de la física trasladado al conocimiento de la vida. En función de los actuales logros biotecnológicos, de los ideales políticos del control sanitario y de la ilusión por la perfección transhumanista, este planteo nos regresa al rostro del joven estudiante polaco preocupado por el poder de la biología como ciencia directriz.
Eduardo Wolovelsky