Fotografía de Verónica Bono
Nota: Con esta crónica de la antropóloga Lucía Caisso –de quien se podrán hallar referencias en la ventana “Autores” del menú de nuestra página web– damos inicio a una nueva sección, Argonautas, en la que publicaremos crónicas etnográficas y periodísticas. La frase “pampa vaciada” alude a la región conocida en Argentina como “pampa gringa”, que a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX recibió un importante flujo migratorio proveniente de Europa, fundamentalmente de Italia. Sobre esta zona –tradicionalmente dedicada a la ganadería, la actividad tambera y la agricultura de distintos cereales– se ha expandido en las últimas décadas el cultivo intensivo de soja y maíz transgénicos. Se ha transformado así el paisaje productivo, geográfico y cultural, cambios marcados por una gran disminución de la población rural y por la aparición de nuevos problemas socioambientales. Por razones de seguridad, tanto los nombres de las personas como de los lugares y las empresas han sido modificados, pero el relato se ciñe estrictamente al registro etnográfico de la autora.
“Ese pueblo es todo de Mariani”, me dice Nancy cuando le cuento cuál es mi próximo destino. “Siembran, cosechan, acopian… tienen el molino, los animales. La mayoría de los negocios que hay son de ellos… la escuela debe ser lo único que no compraron”. Escuchándola, me explico por qué cuando unos días antes me comuniqué telefónicamente con la comuna de Echeverri para saber si existía en el lugar un hotel donde me pudiera alojar, la secretaria me respondió expeditiva: “le voy a dar un número donde la van a ayudar”. “Grupo Mariani, buenos días…”, me saludó la voz detrás de ese nuevo número. Es que –si tal como me advierte Nancy– Mariani es dueña de casi todo Echeverri… cómo no lo iba a ser también de su único hospedaje: un inverosímil «hotel boutique» ubicado en una población que no excede los 800 habitantes ni tiene ningún atractivo turístico.
La ruta asfaltada a la que me subo en el lugar donde entrevisté a Nancy, y que me conducirá hacia Echeverri, se mete en Estación Lazzarino. Conocí este pueblo en un viaje anterior y aprovecho para volver a observarlo ahora, mientras lo recorro con el auto a baja velocidad. Circulo en paralelo a las vías del tren que hicieron de esta comuna, alguna vez, un nodo vital de la zona. Tres ramales ferroviarios pasaban por acá conectando el norte, centro y sur de Santa Fe con Tucumán, Córdoba y Buenos Aires. Los servicios de pasajeros eran diarios al igual que los de carga, que transportaban no sólo ganado y cereales sino también todo el correo postal de la región y los insumos para la fábrica de vagones (la primera del país) ubicada a pocos kilómetros de aquí. En la década de 1950 había en Estación Lazzarino al menos diez bares y licorerías, una usina eléctrica, una fábrica de motores a explosión y una verdadera proeza local: la construcción de un original «avión portaaviones» en la década de 1930, por parte de un vecino aficionado a la aeronáutica. Me cuesta reconocer ese antiguo Lazzarino –sobre el que he leído y sobre el que escuché hablar a su presidente comunal– en este grupúsculo de manzanas con algunas pocas casas habitadas, otras vacías y varias que no parecen más que monumentos a la ruina.
Estación Lazzarino y el asfalto se terminan juntos. Hacia adelante se abre un camino de tierra que serpentea entre el maíz. Detengo instintivamente el auto mientras evalúo si aventurarme o no por ahí, dados los evidentes rastros de anegamiento que dejaron las lluvias de la semana anterior. Una 4×4 que se me pone a la par interrumpe mi cavilación: “¿qué anda haciendo usted por acá?”, me arroja el gringo desde el otro lado de la ventanilla, junto con una amabilísima sonrisa. “¿Podré llegar hasta Echeverri con el camino así?” le respondo sin responderle. “Sí… pero tenga cuidado en el cruce con el tambo… ahí se pone más feo”. Le agradezco y le hago una seña para que avance primero. A poco de reiniciar la marcha detrás de él, observo la velocidad que toma su vehículo y la facilidad con la que se mueve sobre el guadal. Recuerdo entonces la cruel distancia que separa en estos paisajes a los poseedores de camionetas de los simples mortales que, como yo, conducen vehículos comunes. Así son los caminos rurales del agronegocio pampeano: están actualmente pensados sólo para que circulen ingenieros agrónomos, propietarios, contratistas, maquinaria agrícola o camiones con cereales. Son caminos que se mantienen lo justo y necesario para esa clase de tránsito exclusivamente asociado a una producción de intensidad y homogenización crecientes. Hasta puedo contar con los dedos de una mano las veces que crucé por estas arterias a un ser humano montado sobre un caballo, una motocicleta o un auto común y silvestre, y sé muy bien que para las docentes rurales –a quienes entrevisto frecuentemente– tener o no tener una camioneta, o al menos un vehículo alto, es una variable crucial a la hora de aceptar un cargo en alguna escuela de la zona: “si cae una gota, no vengas porque nos vamos de la escuela…”, me había advertido una de ellas días atrás. Porque cualquier lluvia, por mínima que sea, deja aislados a maestras y estudiantes en caminos que se vuelven imposibles de transitar, si no es sobre una camioneta.
Voy avanzando de a poco sobre el barro y constato que, unos cuantos kilómetros más adelante, el camino está en mejor estado. Diviso al conductor de la 4×4, que espera apoyado sobre su vehículo frente a la tranquera de un lote. Cuando ve que me aproximo se sonríe y me saluda cuando paso a su lado. Luego se sube a su vehículo y se adentra en la propiedad. Entiendo entonces que estaba esperándome para constatar que yo no hubiera tenido problemas para avanzar. Su gesto me enternece, pero reconozco en él algo a lo que también me está acostumbrando esta geografía: el paternalismo con el que se mira a una mujer que anda sola. El campo es cosa de hombres y la circulación por sus espacios –sus caminos, sus estaciones de servicio, sus bares y sus hoteles– también lo es. La figura de una mujer sola, manejando su propio auto, moviéndose de pueblo en pueblo, comiendo y bebiendo sola en los bodegones, fumando en las plazas centrales de comunas de menos de mil habitantes, es poco menos que una atracción turística. Como viajo, además, sin seguir el hilo del activismo socioambiental (presente en las localidades más grandes de la zona), mi presencia se torna aún más enigmática para la gente del lugar. Las figuras de la maestra rural o la supervisora escolar en tránsito vienen en mi ayuda: se me suele adjudicar alguna de estas identidades y se me ahorran, de este modo, explicaciones más engorrosas.
A las dos y media de la tarde, desemboco finalmente en Echeverri. El pueblo de 800 habitantes está dormido en la siesta, por lo que puedo detenerme a observar, sin ninguna figura humana en escena, su materialidad. Como otros pueblos que fueron paridos por el ferrocarril a fines del siglo XIX, Echeverri no tiene plaza central. Se extiende, simplemente, como un trazado paralelo a las vías del tren, que alguna vez trasladó personas y mercancías varias, pero que hoy se limita a mover sólo soja, maíz y trigo. Al sur de esa vía, se levanta un grupo de enormes silos plateados. Al este, junto al ingreso más importante del pueblo, se levanta el moderno y gigantesco molino de trigo de Mariani.
De las oficinas administrativas del molino sale la mujer que viene a mi encuentro y abre para mí el pequeño hotel. Este resulta ser una casa familiar de pueblo chico reciclada para exaltar, en cada detalle, la estética de la casa familiar de pueblo chico. Como nieta de habitantes de una pequeña población de la pampa gringa como ésta cada uno de los detalles del hotel me retrotrae al perdido paraíso infantil en el que, a la tranquilidad pueblerina, se le unía la satisfacción de mis más diversos caprichos por parte de mi abuela. Como en aquella casa de infancia aquí también los muebles son de madera lustrada, los espejos de marcos tallados, el patio de tapias bajas y con una puerta de chapa sin llave que conecta con el exterior, los frutales en el patio trasero. Aquí además los cerámicos antiguos de los pisos están relucientes y cambian sus figuras en cada una de las tres habitaciones de huéspedes, identificadas con pequeños carteles de madera clavados en sus puertas: habitación “abuela Carmen”, “tío Pancho” y “tía Elvira”. Adentro de aquella que me es asignada encuentro, además de un chifonier antiguo y cama con respaldar de bronce, ventanas de madera que no tienen persianas sino, desde luego, altos postigos.
Después de desensillar me dedico a recorrer y observar cada objeto de la casa. Se pueden encontrar, desperdigadas, varias fotografías en blanco y negro. Una pareja el día de su casamiento, una familia completa posando frente a la cámara con sus mejores vestidos, dos hombres de alpargatas y bombachas sosteniendo armas largas durante una jornada de caza. Sentada sola en la cocina sopeso la distancia entre este sitio y el resto de los hospedajes en los que he dormido hasta ahora a lo largo de mi periplo pampeano… Lugares de mala muerte que intentan sobrevivir con la escasa clientela de viajantes y técnicos rurales que se mueven por estos lares. De hecho, si recalé en Echeverri y no en la población siguiente que cuenta con el triple de población (y que está, de hecho, más cerca de la escuela rural que debo visitar), es porque, cuando me comuniqué telefónicamente con su municipalidad, me dijeron que ahí ya no queda lugar que brinde hospedaje alguno. Lo que entenderé unos días y unas conversaciones después es que, tanto la existencia de este hotel-boutique como de otros varios comercios e instituciones de Echeverri, se explican no sólo por la pujante rentabilidad del grupo Mariani sino porque, extrañamente, parte de esta familia aún vive aquí. Reinvierten, por tanto, parte de las ganancias de la empresa en diversos aspectos de la vida social: un centro educativo especial, el club social y deportivo que se reabrió luego de años de clausura, un centro cultural, una biblioteca. Algunas de las oficinas del grupo se levantan inclusive en antiquísimas casas que se han reciclado: esas construcciones que en otros pueblos de la zona constituyen casi una ruina aquí, en cambio, se recuperan con fines comerciales.
Unas horas más tarde llegan los otros dos huéspedes con los que voy a compartir mi estadía en el hotel. Son dos hombres cuyas manos, rostros y maneras revelan de inmediato que se dedican a trabajos agrícolas. Al principio se sienten cohibidos por mi presencia en los lugares comunes de la casa, pero lentamente comenzamos a intercambiar algunas preguntas. Me cuentan que están allí porque están poniendo a punto unos “mosquitos automáticos”: máquinas fumigadoras capaces de distinguir si hay o no presencia de malezas entre los cultivos para fumigarlas de manera selectiva. Conozco la tecnología de la que me hablan porque sé que ha sido presentada como una alternativa “sustentable” frente a los cuestionamientos sobre los efectos ambientales y sanitarios de las pulverizaciones con agroquímicos. Constituye, no obstante, el paroxismo de la técnica: un sistema productivo basado en la dependencia de insumos químicos intenta reducir esa dependencia pasando a depender de tecnologías robóticas de altísimo costo y un creciente nivel de especialización.
Los hombres, desde luego, también quieren saber qué estoy haciendo yo ahí, en ese hotel y ese pueblo donde, tal como nos repetimos mutuamente a lo largo de nuestra conversación, “no hay nada”. Uno de ellos se sonríe cuando le digo que tengo que visitar una escuela rural de la zona en los días subsiguientes: “me parecía que eras maestra”. Y su compañero agrega: “yo pensé que no existían más las escuelas rurales… como ya no queda nadie viviendo en el campo”. Le explico que sí, que aunque tienen muy pocos estudiantes, las escuelas rurales todavía siguen existiendo en la región. Que muchas se han cerrado por falta de inscriptos pero que las pocas familias que se emplean en la actividad agrícola intensiva, o en la escasa producción tambera que logró sobrevivir a la expansión de la soja y el maíz, todavía envían a sus hijos a esas escuelas rurales.
A la mañana siguiente me levanto con el sol. Tiene que ser así porque las maestras de cada escuela que visito llegan entre las 6.45 y las 7.15 de la mañana a abrir las puertas, y prefiero llegar apenas un rato después que ellas. Me gusta, además, manejar temprano entre las calles de los pueblos, cuando recién está clareando y se iluminan a contraluz las copas de los eucaliptus que indican dónde están las viejas estaciones del ferrocarril. A esta hora casi nadie circula todavía, así que puedo mirar todo mejor sin ser a la vez mirada. Sin embargo, no soy la única madrugadora: mis compañeros de hospedaje salieron antes que yo, y desde arriba del auto los veo en la puerta de un galpón del pueblo. Están laboriosamente concentrados en los botalones de un «mosquito».
Visito una escuela durante tres jornadas consecutivas. Me acompaña Laura, que se crió en la zona pero que viene ahora también desde lejos para que investiguemos juntas. La docente que nos recibe es, además de la maestra del nivel primario de la institución, la directora, administrativa y, de a ratos, también personal de limpieza. Sin falsa diplomacia nos explica: “cuando la supervisora me dijo que ustedes iban a venir pensé… ¡otra cosa más no, por Dios!”. Y yo hubiera pensado exactamente lo mismo si, como ella, tuviera que recibir a dos foráneas al mismo tiempo que dicto clases a un pluricurso (cuatro grados distintos en el mismo salón), averiguo por teléfono por qué faltaron los cinco hijos de la familia del campo vecino sin dar previo aviso, preparo el desayuno para niños y niñas y además, durante los recreos, barro las aulas. Por si esto fuera poco, la escuela posee un filtro de agua que se acaba de romper y no se trata de un asunto menor: con ese filtro la institución provee de agua potable a todas las familias del paraje.
La cuestión del acceso al agua potable es una problemática central de esta zona de la provincia de Santa Fe. Aquí, al igual que en el sur de Córdoba, el agua posee un alto nivel de arsénico. Si bien el metal pesado se atribuye a una condición geológica natural de la región –lo cual es cierto– por lo general se desconoce que se trata de una condición agravada por el uso intensivo de químicos derivados del petróleo (tales como, por ejemplo, los plaguicidas agrícolas). En las escuelas rurales, la cuestión del agua insume ingentes energías docentes: algunas maestras acarrean agua diariamente en bidones con sus vehículos particulares (agua potable que les otorga la comuna más próxima), otras han logrado juntar el dinero necesario para comprarse un filtro propio de ósmosis inversa, y otras se encuentran aún recaudando fondos comunitarios con ese fin.
Para arreglar el filtro de agua de la escuela la docente-directora contrató a un técnico que trabaja mientras nosotras estamos allí observando las clases. La mujer, sin embargo, no queda del todo conforme con el arreglo y va a buscar al vecino del campo de enfrente para que verifique que todo está funcionando correctamente. Este no sólo acude en su ayuda, sino que accede además a nuestro pedido de entrevistarlo. Queremos conocer su historia de vida dado que ha vivido siempre aquí, fue alumno de esta escuela y envió aquí también a sus hijos e hijas a estudiar. “Acá la soja vino a descompaginar todo…”, nos dice al mismo tiempo que nos cuenta que, entre otras actividades productivas, se dedica también al cultivo de la oleaginosa en un campo propio y a fumigar campos ajenos. A lo largo de sus 54 años fue testigo de las transformaciones ambientales y sociales del lugar, de las que da cuenta con puntilloso detalle: “acá enfrente, en mi casa, teníamos el boliche… éramos el bar, la estafeta postal y el único teléfono de la zona. Hasta hace unos 15 años atrás, cuando se hacían las 11 de la mañana, había no menos de 10 vehículos estacionados afuera de mi casa… las mujeres venían a hacer las compras, los hombres a tomar vermú y jugar a las cartas… Ahora esto es un desierto”.
Nuestro entrevistado nos cuenta, además, cómo aprendió los distintos oficios agrícolas trabajando desde chico en distintos campos de la zona. Fue en una de esas propiedades donde sus patrones, que casi no hablaban castellano, le enseñaron a “hablar bien” el piamontés: porque él lo entendía de escuchar hablarlo a sus abuelos, pero sus padres no lo habían hablado ni le habían permitido que él lo hiciera, buscando preservarse (y preservarlo a él) del estigma del “gringo bruto”. Con amargura nos relata que, aunque maneja el dialecto con total destreza, ya no lo puede practicar porque si bien quedan algunos pocos pobladores de la zona que lo entienden, ya nadie lo habla. A propósito de esta historia, Laura relata que a su papá –criado y educado también en la región aunque mucho mayor aún que este vecino– lo sometían a penitencias físicas en la escuela rural a la que asistía. Con esa pedagogía brutal los maestros perseguían que aprendiera a pronunciar la erre según la fonética del castellano y no la del piamontés.
Ese día, cuando nos vamos de la escuela y para seguirle la pista a los relatos de la jornada, decidimos ir a buscar el edificio de la escuela a la que asistió el papá de Laura. Sabemos que la institución se cerró –como tantas otras de la zona– hace al menos una década y media, por falta de estudiantes. Después de varias vueltas en auto por caminos de tierra –que por momentos se vuelven sólo una huella entre pastizales– terminamos dando con un esqueleto viejo de concreto, sin techo, con pocas paredes en pie y casi completamente oculto por la vegetación. Aunque cuesta mucho reconocer en esa ruina lo que alguna vez fue una escuela sabemos que estamos frente a una cuando, a unos metros de los restos del edificio y casi invisible entre los árboles y la maleza, vemos un mástil oxidado. Sabemos que no hay nada más extendido en el mundo escolar argentino que la presencia de la insignia patria –o, en este caso, un vestigio material de que la insignia estuvo alguna vez allí–. Contamos también con otro dato de importancia para identificar el lugar: Laura recuerda que su papá le dijo que la escuela se encontraba frente a una pequeña iglesia católica. Y aquí están, todavía en mejores condiciones que el edificio escolar y frente a la misma, los restos de una capilla. En letras mayúsculas y negras pintadas sobre la fachada –y en paradójico espejo con el mástil escolar en el que habrá flameado la bandera argentina– puede leerse “LA MADONNA DELLE GRAZIE”.
Entramos a la capilla, o a lo que queda de ella. Pareciera que un tornado le arrancó el techo. Pueden observarse los rastros de décadas de lluvias, ocupaciones transitorias, robos y actos vandálicos. Sin embargo, se reconocen perfectamente bien aún el altar, la sacristía y el espacio que ocuparon las imágenes en los laterales de la nave. Encontramos inclusive el confesionario de madera, que posee casi todas sus partes intactas. Mientras observo su ventanilla de hierro calado, me pregunto cuántos penitentes se habrán confesado totalmente en piamontés, cuántos en castellano y cuántas veces de rodillas alguien habrá arrastrado una erre pensando que, lo que en la escuela estaba penado, sí podía ser hecho y dicho en la iglesia. Finalmente, las observadoras nos descubrimos súbitamente observadas: sobre nuestras cabezas, resguardadas debajo de las pocas chapas del techo que aún se mantienen en su lugar, nos mira una pareja blanca de lechuzas de campanario.
Esa noche, de vuelta en Echeverri, voy a cenar –de la misma manera que lo hice las noches anteriores– a unos de los dos únicos bares que existen en el pueblo. Vengo a este y no al otro porque aquel me fue identificado como el lugar de los parroquianos locales, mientras que este, más «familiar», es el que eligen los forasteros. Como en las noches anteriores soy la única mujer del lugar, además de la chica que atiende a los clientes entre los que se encuentran, desde luego, mis dos compañeros de hotel. Pero a diferencia de las dos noches anteriores, hoy converso un poco más con la moza y le hago comentarios acerca de la belleza de las flores que hay en cada mesa. Me explica que es su patrona –la mujer del matrimonio que administra el lugar, a quien he visto entrar y salir de la cocina en algunas ocasiones durante estos días– la que se encarga de hacer los arreglos florales. La moza se va y entiendo que mi comentario floral ha sido el santo y seña, el puente y la excusa perfecta que alguien estaba esperando, porque veo venir hacia mí, totalmente decidida y presurosa, a “la patrona”: “¿Así que te gustaron las flores?”, me dice antes de comenzar a interrogarme con suma diplomacia acerca de mi origen, mi destino, mi lugar de residencia, mi profesión y también –como no podía ser de otra manera– mi estado civil y todo aquello que tenga que ver con el mismo.
La mujer me explica que este comedor forma parte del club social del pueblo que está al lado de donde nos encontramos conversando. Ha reabierto sus puertas hace sólo dos años atrás, al calor del «milagro Mariani»; y aunque no sin algunas dificultades, se sostiene allí actualmente con algunas actividades y torneos deportivos. Me invita a acompañarla a conocer lo que llama “el salón”, por lo que atravesamos juntas algunas puertas de vidrio hasta que nos adentramos en la oscuridad. “Esperame acá que ya prendo la luz…”, me pide cuando me deja sola. Lo que de pronto se ilumina para mí es un espacio enorme, con un escenario en el frente, con balcones traseros y un piso de parquet que parece lustrado ayer mismo. “Acá se hacían todas las fiestas y los bailes de la zona: las patronales, el carnaval, la fiesta de la primavera, la de los conscriptos. Y los fines de semana era un cine, que funcionó hasta la década del 70… Ahora lo usamos solamente de vez en cuando, si hay un cumpleaños de quince o un casamiento en el pueblo”. Aunque es de noche, hace frío y estamos solas, es imposible no imaginarse en este lugar a un tropel exaltado de niños llegados de los campos de la zona para ver su primera función de cine; o a un hervidero de jóvenes atentos a cada detalle de sus atuendos antes de ingresar al baile; o a un alboroto de parejas casadas bailando al ritmo del acordeón de la orquesta “característica” en una fiesta diurna. Casi que se pueden escuchar todavía las risas, las palmadas de manos gruesas sobre los hombros y el roce de las telas de los vestidos de fiesta de las mujeres.
Volvemos al comedor y conversamos un poco más, mientras ceno pastas por tercera noche consecutiva porque en estos lares el menú suele tener sólo cuatro opciones: ravioles, ñoquis, fideos o bien, en un guiño sincrético entre la cultura de origen y la de destino, milanesa a la napolitana. Le doy a mi ocasional compañera de mesa algunas precisiones más de las que suelo dar acerca de lo que estoy haciendo en la zona: trabajo con escuelas rurales para diseñar actividades de educación ambiental. Se entusiasma muchísimo y me comienza a contar de las iniciativas comunales para separar y reciclar la basura, y de cómo involucraron a la escuela del pueblo. Pero también me dice que, aunque son actividades positivas, ella las encuentra al mismo tiempo limitadas: porque si es por hablar de cuestiones ambientales “está el tema de las fumigaciones… que es un tema… aaaahhh”, exclama con resignación mientras menea la cabeza. Me embarco en una pregunta para que profundice en la cuestión, pero ella cambia abruptamente de tema. Durante el tiempo que me lleva hacer las tres cuadras de regreso desde el comedor hasta el hotel, me voy rumiando estos últimos intercambios: me pregunto si podré o no podré reconstruir en los próximos viajes otros rastros de aquello que se dice y aquello que se calla en estas latitudes.
Lucía Caisso