Ilustración: detalle de Disappointed Love, de Francis Danby. Óleo sobre lienzo, 1821, V&A, Londres. Fuente: https://collections.vam.ac.uk.
“A Feminist Style. Womanhood, suffering, writing?” es uno de los últimos ensayos que Caitlín Doherty escribió para Sidecar, el blog de la New Left Review, donde es editora. Salió publicado el 7 de julio del año pasado. Compartimos aquí, en la sección de género del semanario Kalewche, nuestra traducción del inglés.
¿Cuál es el problema que describe hoy el feminismo? Hace una década, una generación de mujeres –que ahora tenemos veintilargos o poco más de treinta años– lo reivindicábamos como identidad política primaria, pero ya no. Entre las jóvenes radicales del mundo anglófono, la vergüenza por nuestra proximidad a algo tan fácilmente cooptado por el liberalismo y el neoliberalismo se tradujo en dos deserciones simultáneas del resurgente “movimiento de mujeres” de la década de 2010: un grupo abandonó el barco por un proyecto activista motivado por la crítica del capitalismo, con el cual el feminismo se «intersecaba» casi geométricamente, y el otro se fue por la borda hacia un nihilismo irónico destilado. En ambos casos, se produjeron podcasts.
Donde una forma identificable de feminismo se ha sostenido más tenazmente es en la producción y distribución de productos culturales. Cuando se trata de empaquetar películas y libros de, sobre o «para» mujeres, el léxico de los vendedores se ha reducido a dos palabras: “oportuno” y “urgente”. Feminismo, en este registro, designa cualquier texto o relato en el que una mujer pueda ocupar una posición central, o cualquier proyecto en el que un papel históricamente ocupado por un hombre haya sido asumido por una mujer. Relatos de 1984 desde la perspectiva de Julia, historias del arte que enfatizan apofáticamente la centralidad de los varones en el campo, películas con títulos que –en conjunto– suenan como el remate confuso de un chiste de suegras: She Said, Don’t Worry Darling, Women Talking.
En estas condiciones tan moribundas, no es de extrañar que las últimas defensoras del feminismo anglófono hayan vuelto a las obras de íconos anteriores, como forma de recordarnos que el término evocaba antaño no sólo una forma cultural, sino un contenido político. Detrás de esta maniobra hay una motivación que incluso a sus defensoras les cuesta definir: la frustración ante las desventajas persistentes de algunos aspectos de las versiones más «privilegiadas» de la feminidad (blanca, rica, occidental); la compulsión sorda de la misoginia (a menudo pasiva) que confiere a la Segunda Ola un aura de relevancia contemporánea continuada. A falta de un compromiso teórico con la totalidad de las experiencias de las mujeres, qua mujeres, por parte de una nueva generación de filósofas políticas –la teoría feminista, allí donde se practica, tiende hoy a abordar un aspecto de la vida de las mujeres por vez (normalmente el sexo)–, las declaraciones que pretenden demostrar la vitalidad del feminismo se han basado cada vez más en las palabras de las muertas. Las exhumadoras confiesan que se ha descompuesto, ¡pero con qué estilo!
Hace unos años era Catherine MacKinnon quien, con su pensamiento, parecía impregnar las glosas contemporáneas de la «situación» de las mujeres (su apertura establecida a las identidades trans la hizo parecer au courant en comparación con algunas de sus contemporáneas, y su erudición legal se adaptó a la secuela litigiosa del MeToo). Pero, estando viva, MacKinnon resultó difícil de idolatrar: tiene la desafortunada costumbre de seguir hablando e, inevitablemente, de decir las cosas equivocadas (sólo para negar que las dijo…). Es más, el legalismo empezó a parecer anticuado, a medida que las críticas radicales a la forma y función de la ley y sus agentes entraban en amplia circulación. El resurgimiento del interés por el activismo jurídico de este periodo ha derivado desde entonces hacia una forma más literaria, estando ambas modalidades unidas por su énfasis compartido en el testimonio. Como parte de este cambio, dos figuras se han convertido en objeto de un notable interés renovado: Andrea Dworkin y Susan Sontag. El impacto del MeToo no se detecta en ninguna transformación política entre las mujeres profesionales que componían su distrito, sino más bien en los restos disecados de un modo lingüístico “feminista”: una hablante que narra en primera persona, invoca lo literario y quiere que conozcas su dolor.
El renacimiento de Dworkin comenzó en serio con la publicación de un volumen de sus escritos, Last Days at Hot Slit (2019) editado por Amy Scholder y Joanna Fateman, y continúa a través del documental de Pratiba Parmar My Name is Andrea (2022), descrito, generosamente, por Amia Srinivasan como “casi chabacano”. El film es una parodia, objetable incluso para aquellas de nosotras que no estamos de acuerdo con Dworkin en la mayoría de las cosas. Manipulador al extremo en su uso de la traumática biografía de su protagonista como vía rápida para su canonización. Pero el simple hecho de su existencia, junto con la de la colección editada, plantea las preguntas conexas ¿por qué Dworkin, por qué ahora?
Andrea Dworkin, como deja claro la película de Parmar, sufrió. Mientras se manifestaba en una protesta contra Vietnam en 1965, fue detenida y llevada al Centro de Detención de Mujeres de Nueva York, donde fue sometida a violentos exámenes vaginales que la dejaron magullada y sangrando durante semanas. En 1971, a los veinticinco años, huyó de su vida en Ámsterdam [pequeña ciudad del estado de Nueva York, en el condado de Montgomery] para escapar de las incesantes palizas de su entonces marido, al que había conocido en la escena bohemia de izquierdas de la ciudad. Éstas son las experiencias en las que se basa su obra: el maltrato de los hombres, tanto en la esfera pública como privada. El recurso central de My Name is Andrea es que Dworkin es interpretada por cinco actrices diferentes (para representar a Dworkin a diferentes edades), una de las cuales, al principio de la película, pronuncia la frase de Dworkin “Escribo mi dolor para simbolizar el de todas esas otras mujeres”. Esta frase capta el atractivo de la obra de Dworkin para la actual iteración del feminismo angloamericano: la capacidad de verbalizar el sufrimiento individual de forma elocuente y, al hacerlo, pretender hablar y actuar en nombre de un colectivo: hacer de la escritura sobre sí el acto político central de la propia vida. El dispositivo de la película resume perfectamente el riesgo de recurrir a Dworkin para cualquier otra cosa: el aplanamiento de todas las particularidades personales e históricas en una única narrativa que naturaliza el dolor como el derecho de nacimiento universal de todas las mujeres. Las cinco actrices sólo se corresponden vagamente con la edad de Dworkin a lo largo de la película, simbolizada sobre todo a través de cambios de peinado y pañuelos. (La decisión de que Amandla Stenberg, la única integrante del reparto que no es blanca, represente a una Dworkin preadolescente que sufre abusos en el cine, es especialmente sorprendente, ya que sugiere que las experiencias determinadas por la raza eran trivialidades intercambiables, en comparación con la constancia de la opresión de género en la Norteamérica de los años 50).
Tras la publicación del libro y el estreno del documental, se produjo una avalancha de críticas que expresaban unánimemente su preocupación por las posturas más extremas de Dworkin respecto al sexo con penetración, la prostitución y la pornografía, al tiempo que elogiaban un aspecto supuestamente menos polémico de su obra: su estilo. Lo que resulta tan emocionante al leer Last Days no es su trayectoria política, sino la forma en que su estilo cristalizó alrededor de sus creencias” (Lauren Oyler). “Su sensibilidad y su análisis sin concesiones del coito y la pornografía son difíciles de separar” (Sam Huber). “El estilo es estridente, enfurecido, y las conclusiones son a menudo crudas, expresadas sin rodeos y difíciles de leer” (Moira Donegan). Los libros de Dworkin “contienen ciertas verdades”, escribe Srinivasan: “es una de las estilistas de la prosa menos apreciadas de la literatura estadounidense de posguerra”. De su propio estilo, Dworkin dijo que pretendía escribir “una prosa más aterradora que la violación, más abyecta que la tortura, más insistente y desestabilizadora que la agresión, más desoladora que la prostitución, más invasiva que el incesto, más llena de amenazas y agresiones que la pornografía”. Esta última cita abunda en las reevaluaciones de Dworkin, una forma de explicar los límites de sus conclusiones políticas, de reinterpretar sus diagnósticos contextuales y situados de la condición de la mujer estadounidense en las últimas décadas del siglo XX como “literatura experimental, crítica cultural, una provocación estratégica” (Fateman). Este movimiento consigue dos cosas: resignificar los excesos y errores ideológicos de Dworkin como estéticos, al tiempo que ofrece al feminismo contemporáneo una salida a la ardua tarea de seguir el atento análisis de Dworkin sobre su propia época, imitando su estilo.
Este estilo alcanzó su apogeo formal y afectivo en uno de los tres únicos libros (de doce) de Dworkin que no se incluyeron en la antología: Scapegoat (1999), que reproduce un método gráfico de argumentación que Dworkin utilizó por primera vez en Intercourse (1987): equivalencia a través de barras. Basta con echar un vistazo al índice para comprender el enfoque adoptado por Dworkin y aclarar también su mensaje político: “pogromo/violación”, “sionismo/liberación de la mujer”, “palestinos/mujeres prostituidas”; existe una paridad transhistórica entre la opresión de judíos y de mujeres, que en algunos momentos del libro se extiende también a los negros y, en ocasiones, también a los poetas. Una breve cita basta para dar una idea de su retórica:
“Nadando en la sangre de su propio cuerpo, en el parto y el dolor, la mujer es una semihumana que alcanza su destino semihumano en el embarazo y el parto. El canal por el que sale el bebé es el lugar del sexo del hombre; él entra, no queriendo que la sangre lo ahogue, o contamine o ensucie; la sangre lo ensucia y amenaza su prístino pene; esto la convierte en una abominación.”
El valor de conmoción de tales pasajes, destinados a reverberar en un instante de lo particular a lo universal, facilita la cita y la recirculación. La cita justificativa casi siempre se extrae de una novela o un poema (en el siguiente pasaje, Dworkin cita a Tsvetaeva y Cixous), de modo que la crítica literaria se convierte en el medio a través del cual se interpreta el mundo. Tales métodos ponen un signo de interrogación sobre la posteridad de Dworkin. Incluso si fuera posible escribir una prosa “más aterradora que la violación”, ¿debería ser el objetivo del feminismo petrificar a sus oponentes hasta la sumisión muda, su base probatoria extraída de la literatura? ¿No debería intentar arraigar sus argumentos más claramente en hechos sobre el mundo?
En su apogeo, Susan Sontag mantuvo una distancia afectada con el feminismo de la Segunda Ola, como reconoce Merve Emre en su introducción a la nueva colección On Women (Emre parece no entender el chiste, sin embargo, cuando cita como prueba del compromiso de Sontag con la causa su autoproclamado interés de toda la vida por tres temas: las mujeres, China y los “Freaks”). El ensayo introductorio destaca la actualidad de Sontag: “Qué alivio revisitar los ensayos y entrevistas… y descubrir que son incapaces de envejecer mal”. Es cierto que la capacidad de Sontag para conjurar una deficiente infinidad de matices hace que sea más difícil estar en desacuerdo con los argumentos inmediatos de sus textos “sobre mujeres” que en el caso de Dworkin, pero esto tiene menos que ver con el genio trascendental que se despliega en los ensayos y más con la bagatela de la propia colección. En el centro, se encuentran las respuestas escritas de Sontag a un cuestionario enviado a destacadas teóricas y escritoras, entre ellas Simone de Beauvoir y Rossana Rossanda, por la revista de izquierdas en lengua española Libre. Aunque los demás ensayos del libro cumplen sin duda el requisito de tratar sobre mujeres (“El doble rasero del envejecimiento” lo hace en general, mientras que “Fascismo fascinante” se refiere específicamente a Leni Riefenstahl), éste es el único capítulo donde Sontag aborda el problema de cómo hablar políticamente de las mujeres en tanto grupo, de su prioridad variable en la lucha política en una época de antagonismo de clases y descolonización.
De mayor valor histórico que este emporio de las cavilaciones de Sontag habría sido la reedición íntegra de Libre nro. 3 (oct. 1972), donde aparecieron las entrevistas, para que se hubieran podido leer en el contexto de otras opiniones destacadas sobre la cuestión, de escritoras que no pertenecían al mundo anglófono. Pero esto habría sido desaprovechar una ventaja, tanto en términos de marketing como de crítica. El valor de Sontag en este caso no tiene nada que ver con su feminismo –sea lo que sea lo que esta palabra significó para ella en diferentes momentos de su vida–, sino con la capacidad de la nueva colección de naturalizar la posición de la mujer como escritora y, por tanto, de hacer que la propia escritura parezca el acto mismo de la feminidad. Estas revisiones han reducido a ambas escritoras a absurdos equivalentes: han intentado hacer un estilo de la política de Dworkin y una política del estilo de Sontag.
El actual renacimiento de la Segunda Ola seguramente no se detendrá con Sontag y Dworkin. Otras autoras del canon serán desenterradas, en un intento de llenar lagunas en el pensamiento feminista angloamericano contemporáneo. Debemos, por supuesto, seguir leyendo estos antecedentes, cuyo trabajo ilumina las etapas históricas del feminismo (metafóricamente hablando, no tiremos el bebé de los textos de Firestone, Davis, Beauvoir, Mitchell y otras con el agua de la bañera de Sontag y Dworkin). Pero al sustituir el esfuerzo por analizar las condiciones actuales –o afrontar honestamente la dificultad actual de definir la feminidad de modo que pueda articularse en algo que se aproxime a una totalidad– por tesis de hace cincuenta años, cometemos el error de reivindicar como “oportuno” un modo retórico que tenía sentido en condiciones de patriarcado legalmente instituido, incluso cuando ese conjunto particular de circunstancias ha dejado de existir en Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Irlanda y la mayoría de las democracias liberales contemporáneas. En lugar de dedicarse a la tarea de describir el mundo de nuevo, un mundo tan o más complejo en sus acuerdos sociales que hace medio siglo, este revivalismo nos adormece en una inmovilidad despolitizadora. Tanto Sontag como Dworkin descollaron en el despliegue de un presentismo seguro, cuyo poder residía en su compresión de la historia. La mujer es porque la mujer fue. Pero el valor histórico de sus textos no se ve menoscabado por el simple hecho de que las cosas han cambiado desde entonces. Tal vez no hayan mejorado sistemáticamente para la gran mayoría de nosotras, pero en modo alguno han empeorado por el hecho de ser mujeres.
Sontag y Dworkin compartían un enfoque retórico formado en respuesta a las situaciones particulares y concretas de las mujeres entre las que vivían, cuyas vidas, junto con las suyas propias, intentaban describir. Sus presentismos naturalizadores formaban parte de su creencia política (compartida) en la categoría diferenciada de la experiencia de feminidad, una creencia confirmada por las leyes y las estructuras sociales de su época (la propia Sontag advertía contra el mal uso de los tópicos ahistóricos, en su respuesta a Adrienne Rich, incluida en On Women: “Aplicada a un tema histórico concreto, la pasión feminista arroja conclusiones que, por muy ciertas que sean, son extremadamente generales”). Sin este contexto, pertrechadas únicamente con introducciones laudatorias de críticas literarias, nos quedamos con la impresión de que existe una conexión esencial entre tres polos encarnados por estas figuras: feminidad- sufrimiento-escritura. La escritura, convenientemente, se convierte entonces en la respuesta al sufrimiento politizado de la mujer. Pero identificarse como escritora en la era de la alfabetización de masas provoca la misma respuesta que identificarse como feminista en la era de la igualdad jurídica entre los sexos: ¿no todas lo somos?
El énfasis compartido por Dworkin y Sontag en el sufrimiento anima una preocupación residual por el difuso pero continuo predicamento de lo que es ser mujer, cuya conciencia nos convierte en feministas. Pero, ¿es esto todo lo que es el feminismo? Y si se ha convertido en un proyecto político tan negativo, ¿no deberíamos pararnos a considerar las ramificaciones de definir la feminidad no sólo a través de la experiencia del sufrimiento, sino a través de la verbalización constante del dolor? ¿Cuál es exactamente el programa político al que nos puede conducir el dolor como experiencia colectivizadora? Lo más cerca que ha estado el feminismo en los últimos años de una movilización masiva ha sido en el ámbito de los derechos reproductivos, que ya no son el terreno de un género, sino los motivos por los que una persona puede ser feminizada, un verbo que en el uso contemporáneo significa existir en el filo de la precariedad, lejos de la productividad económica, bajo el peso de las obligaciones de reproducción. Centrarse en las experiencias negativas de la feminidad, por muy amplia y ecuménicamente que se la defina, dará lugar a un feminismo negativo: una participación acreditada sobre la base del sufrimiento.
No se puede exagerar lo profundamente aburrido que es todo esto. Qué poco emocionante, qué poco esencial, a qué pocas preguntas acuciantes parece ofrecer alguna respuesta posible en germen. Como dijo Dworkin del porno (después de que su amiga lo dijera de la heroína): “Lo peor de todo es la repetición interminable”. Ya hemos estado aquí antes, por supuesto, en el debate de los últimos años sobre el afropesimismo. Un feminismo negativo corre riesgos similares: si el objetivo es pasar de una concepción biológica del género, como de la raza, a otra construida socialmente pero no por ello menos real en sus consecuencias, ¿no sería conveniente llegar a una definición de la categoría que no condene a quienes entren en ella a cantidades ilimitadas de dolor? El feminismo no tiene un derecho absoluto a la existencia. Debe describir algo del mundo con precisión, para que tenga sentido como posición político-filosófica. Y esa descripción debe contener verdades verificables sobre la situación actual de las mujeres, o de lo contrario será –sólo– un estilo.
Caitlín Doherty