A mi abuela Delma

No supo si fue un pájaro desorientado o un cartón inerte que trajo el viento. Pero fue un golpe sordo sobre la persiana que logró despertarla. Abrió los ojos y por la cantidad de luz que había en la habitación estimó que se acercaba el mediodía. Presintió también que ni el sol en su punto más alto alcanzaría para calentar ese día helado de finales de junio.

Estiró el brazo hacia la mesa de luz, alcanzó el reloj a cuerda y lo metió debajo de las frazadas. Pensó que lograría calentarlo al ponerlo cerca de su cuerpo, hasta que se volviera un apéndice suyo con latido mecánico. Casi abrazada al reloj cerró los ojos para dormir nuevamente, pero no logró frenar la mancha oscura que se le expandía de manera irreversible por el pecho. Decidió entonces levantarse.

En la silla tapizada de cuero junto a la cama descansaba la bola de ropa negra que había usado la tarde anterior. La esquivó rápidamente y apurada por la sensación del piso gélido en la planta de los pies se vistió junto al ropero. Eligió un jogging azul, una camisa blanca y un pulóver gris a los que agregó un chal color beige que había tejido ella misma el invierno anterior. Se calzó sus zapatillas de todos los días y abrió la puerta del cuarto. Se enfrentó al pasillo y lo atravesó.

El silencio en la casa era absoluto y era casi azul la luz que se posaba sobre las tazas sucias de café, sobre el teléfono negro de disco arriba del bahiut y sobre los libros de lomos rojos de la pequeña biblioteca. No quiso detenerse en el living mirando esas cosas, por lo que pasó directamente a la cocina. Ahí llenó maquinalmente la pava con agua y se puso a recordar cuánto dinero debía y a quién. Calculó el tiempo que le llevaría juntarlo una vez que reabriera la peluquería.

Con el mate caliente en la mano estimó que las clientas se habrían acercado los últimos días hasta el portón cerrado y las imaginó espiando el salón a través de las rendijas de las cortinas cerradas. Sospechó que se habrían explicado en la vereda que al marido ya se lo veía muy deteriorado en las últimas semanas y que ahora estaba en manos de Dios o tal vez no, porque este hombre era comunista.

Salió al jardín y sintió la cachetada de frío en la cara. Le resultó extraño que en la soga había un repasador colgando de un solo broche y balanceándose un poco, como si le acabaran de dar un tirón. Recordó que dos días antes, en uno de los regresos a la casa desde el hospital, había lavado un atado de ropa blanca y la había dejado tendida en esa soga. Miró alrededor y descubrió una media enganchada en el ligustro de la parte trasera de la casa. Y en el ligustro vio un hueco como si un cuerpo humano acabara de pasar por ahí. Entendió que alguien le acababa de robar la ropa tendida y se estaba preguntando qué hacer, cuando un impulso la hizo atravesar el jardín con paso rápido y meterse por aquel mismo hueco. Se encontró con el descampado que lindaba con la casa, con el cielo despejado y ancho, y vio a lo lejos a un hombre joven que corría y que llevaba el bulto de ropa blanca apretado entre los brazos.

Comenzó a correr ella también por el descampado y a sentir cómo los yuyos más duros se le clavaban a través del pantalón y a la altura de las pantorrillas. Se le cayó el chal beige de los hombros, pero no volvió sobre sus pasos para recuperarlo. Pisó un cascote que estaba próximo a una pila de escombros, y aunque trastabilló, no perdió por completo el equilibrio. Pudo ver cómo el hombre se metía en una de las casas del rancherío del otro lado de la avenida y casi sin aliento llegó ella también hasta la puerta de esa casa.

Entró sin golpear y se encontró en el interior oscuro y húmedo de una cocina que olía a fritura. En la penumbra reconoció el cuerpo de una nena parada cerca de una olla, mirándola azorada. Aunque no se dijeron una palabra, la nena movió una mano como señalando en dirección al patio trasero por lo que decidió salir por ahí. Alcanzó a ver entonces al tipo que se escapaba con el bulto de ropa por una calle de tierra que corría lateral a la casa. Buscó ella también la salida hacia esa calle por el alambrado roto y en el boquete encontró una de sus camisetas enganchada en una punta de alambre. La enrolló alrededor de su muñeca izquierda, como si fuera una pulsera, mientras seguía la carrera.

El ladrón con el bulto cada vez más desarmado dobló en una esquina, y fue ahí cuando ella comenzó a correr aún más rápido. Cuando él le sacaba todavía media cuadra de distancia y con el poco oxígeno que le dejaba la persecución ella profirió un único y solemne grito: “¡hijo de puta!”. Nunca supo si fue por el improperio o porque ya le iba pisando los talones, pero el otro dejó caer totalmente la carga de ropa y siguió corriendo ahora más liviano y rápido, hasta perderse entre los ranchos y las casas. A ella no le interesó mirar por dónde se había ido porque cayó de rodillas ante el cúmulo de telas blancas, ahora también sucias por la trifulca sobre la calle de tierra. Agregó al montón la camiseta que traía enrollada en la muñeca y, metiendo todo adentro de una sábana en la que reconoció un remiendo que había hecho ella misma, armó un atado compacto.

Se puso de pie, abrazó el bulto y al apretarlo contra su pecho sintió el corazón agitado. La respiración se le fue apaciguando de a poco, junto con la lenta caminata de regreso a la casa. Mientras cruzaba nuevamente el descampado encontró su chal beige y lo puso arriba de todo, coronando la carga. Miró de nuevo el cielo despejado y ancho y volvió a sentir el frío. Se dio cuenta entonces que de ahora en más sería ella quien debería defender así, de jogging y zapatillas y con sus uñas y dientes, todo aquello que era de su pertenencia.

Lucía Caisso