Ilustración original de Andrés Casciani
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Nota.— El ensayo de Federico Mare que publicamos aquí, en nuestra sección de cultura Nocturlabio, es una nueva versión apenas corregida y algo actualizada, pero bastante aumentada, del que compilara en su libro Ensayos Misceláneos (Mendoza, El Amante Universal/ECM, 2021, pp. 127-131). Sugerimos complementar su lectura con la del texto satírico de Jonathan Swift “Una modesta proposición”, que hemos editado en simultáneo.


No se deje dominar por ella [la ironía]
y menos aún en los momentos de esterilidad.
En los que sean fecundos, procure aprovecharla
como un medio para comprender la vida.
Empleada con pureza, también la ironía es pura,
y no hay por qué avergonzarse de ella.
Pero si usted siente que le es ya demasiado familiar
y teme su creciente intimidad, vuélvase entonces
hacia grandes y serios asuntos, ante los cuales
ella quedará siempre pequeña y desamparada.
Busque la profundidad de las cosas: hasta allí
nunca logrará descender la ironía…
Rainer Maria Rilke

La verdadera ironía es una expresión de sufrimiento,
y el gran maestro de la ironía fue aquel
que más sufrió: Swift.
T. S. Eliot


“Burla fina y disimulada”, “Tono burlón con que se expresa ironía”, “Expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice, generalmente como burla disimulada”. Estas son las acepciones de la palabra «ironía» recogidas en el diccionario de la RAE.

La ironía es muy antigua. Tan antigua como lo delata, al menos, su culterana etimología clásica: el vocablo griego εἰρωνεία, eirōneía, que significa «disimulo», «ignorancia fingida», y que los romanos incorporaron al latín como ironia, palabra de la cual se derivan, a su vez, el término castellano «ironía» y todos sus cognados: ironia en italiano y portugués, ironie en francés, irony en inglés, Ironie en alemán, ironija en croata, ironi en las lenguas escandinavas, etc.

Muy antigua es la ironía, decía, y no exageraba. Desde tiempos remotos, infinidad de culturas se han divertido practicando la antífrasis, figura retórica consistente en apodar algo, o a alguien, de un modo que contradice flagrantemente una de sus características más definitorias o distintivas. Por ejemplo, los griegos le decían «dulcecito» al vinagre, bromeando con su proverbial acritud; y, según algunas fuentes clásicas, le endilgaron el mote de Filopátor («que ama a su padre») al rey Ptolomeo IV, célebre parricida que consumó su crimen por medio del envenenamiento. La antífrasis es una forma antiquísima de humorada irónica. Pero sería reduccionista considerarla solamente eso en todos los casos. La antífrasis también podía tratarse de un eufemismo mágico, apotropaico. Un botón de muestra: los romanos llamaban Manes («Buenos») a los espíritus de los muertos cuya bondad les parecía incierta, aquellos lémures que –según temían– pudieran hacerles daño. Era un modo de congraciarse con ellos y disipar su amenaza.

En la antigua China, el erudito Sima Qian, autor de las famosas Shiji o «Memorias históricas», supo cultivar la ironía con inigualable sutileza, «elogiando» al emperador Wu de Han (de quien era súbdito y «Gran Escriba», y con quien había tenido un grave conflicto que desembocó en una condena de castración bajo el cargo de alta traición) por muchas acciones de gobierno que, si se sabe leer entre líneas la crónica, no podían ser, en el fondo, del agrado del cronista… Leer entre líneas la crónica significa captar las numerosas alusiones veladas y atar los cabos sueltos (por ejemplo, con ciertas comparaciones históricas muy desfavorables a Wu, que no se las termina de explicitar del todo por razones de cautela, pero que son sugerentes y recurrentes). Calificar a las Shiji de sátira sería un exceso, un anacronismo. Pero parece que el historiador eunuco Sima Qian, hace más de dos milenios, ya había comprendido que la ironía sutil podía ser un modo ingenioso de cultivar la parresía o la crítica política minimizando los riesgos de sufrir censura y otras represalias peores (cárcel, tortura, muerte) por parte de un gobierno autoritario, intolerante. Este recurso retórico –igual que la metáfora, la parodia, la fábula y varios otros más que aquí no son objeto de análisis– ha sido moneda corriente en el mundo contemporáneo, como podrían ilustrar muchas canciones de protesta latinoamericanas que se popularizaron bajo dictaduras militares en los sesenta y setenta.

La ironía parece ser bastante universal, tanto en tiempo como en espacio. En el corazón de la selva del Amazonas, los pirahã tienen bien incorporado su uso. Este no es un dato menor, si se tiene en cuenta que el idioma de dicha etnia –tan estudiado y difundido por Daniel Everett– es toda una rara avis lingüística, que suele ser invocada como excepción refutadora de la teoría chomskiana de la gramática universal. Cuando un colega le consultó a Everett si los pirahã conocen la ironía y el sarcasmo, respondió que sí. “Ejemplo: Un hombre pesca un pececito. Vuelve al pueblo. Otro hombre dice Xítiixisi xoogiái gáihi, ‘¡Vaya pez más grande!’. Otro ejemplo (que he recopilado): P.— ¿Las mujeres amamantan a todos los animales (después de verlas amamantar a pecaríes, perros y monos)? R.— Sí, y a las pirañas. Espera, no, a pirañas no”1.

Si hemos de dar crédito a los diálogos platónicos, ya Sócrates se valía metódicamente de la ironía. Pero la ironía socrática –la ignorancia fingida, todo un subgénero dentro de la ironía– no tenía, por cierto, las veleidades desmesuradas que hoy exhibe la ironía posmoderna. Era tan sólo el puntapié de la mayéutica, apenas el preludio de un largo crescendo crítico-racional de preguntas y cavilaciones que conducía a la alétheia, a la verdad. La ironía posmoderna, en cambio, se asume a sí misma como alfa y omega del pensamiento. Pretende validar o impugnar tesis de modo express, sin desarrollar argumentos.

Pero nos estamos adelantando. Vayamos paso a paso, piano piano. Una excursión a los orígenes de la ironía en la civilización occidental –que por cierto no es la única ni la más antigua, ni tampoco tan «occidental» como se suele creer, aunque este asunto excede nuestro ensayo– puede echar un poco de luz sobre la cuestión. Demos, pues, un salto atrás en el tiempo, hasta la antigua Grecia, hasta la Hélade clásica donde tanto floreció la filosofía. Ya habrá tiempo de caracterizar y criticar al homo ironicus posmoderno.

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En los diálogos platónicos, Sócrates finge con astucia ser un ignorante en la materia tratada, al mismo tiempo que simula reconocer en su interlocutor –generalmente un discípulo– un sabio. Es una trampa cazabobos. El interlocutor cae incautamente en ella, un poco por ingenuidad y más por vanidad, como en la fábula de Esopo El cuervo y la zorra. Confiado y halagado por el maestro, el discípulo suelta la lengua y se pone a pontificar sobre un asunto del cual, en el fondo, sabe poco y nada, o en el que nunca había reflexionado con suficiente rigor y profundidad, a la luz de datos fehacientes y por medio de argumentos sólidos, críticamente. La lengua suelta y la pontificación significan aquí, en concreto, exteriorización de creencias personales y reproducción del sentido común de la sociedad, mera doxa u opinión, en contraste con la episteme o conocimiento racional. Poco a poco, Sócrates va confutando y haciendo dudar a sus interlocutores, hasta finalmente refutarlos y disuadirlos, es decir, hasta convencerlos de que estaban equivocados y que el maestro tiene razón. A la postre, queda en evidencia que los roles iniciales de ignorante y sabio eran falsos, que estaban invertidos: un astuto engaño didáctico, una eficaz emboscada mataburros. Aunque –permítasenos la digresión– para Sócrates y Platón la verdad enseñada no es algo que el sabio maestro inculca o injerta desde afuera, sino algo interior y latente que el filósofo docente trata de despertar o sacar a la luz en el alma ignara de su joven aprendiz. En esto consiste el método de la mayéutica: ayudar a recordar las verdades divinas –verdades absolutas y eternas– que el alma inmortal ya sabe y siempre ha sabido, pero que olvidó al encarnarse en un cuerpo mortal. Aprendizaje por «reminiscencia», enseñanza en busca de la milagrosa anamnesis.

Materialista como soy, no comparto las premisas gnoseológicas metafísicas de Sócrates y Platón, pero eso aquí no tiene importancia, porque no viene a cuento. Lo que sí tiene importancia aquí es el lugar que ocupa la ironía en la mayéutica: apenas un truco pedagógico de apertura en el ajedrez del diálogo, ni más ni menos que eso. Un ardid didáctico para poner en marcha el proceso de la mayéutica, cuyo núcleo fundamental es la argumentación y contraargumentación mediante el raciocinio demostrativo y crítico.

Veamos un ejemplo paradigmático de la ironía socrática: el comienzo de El sofista, uno de los diálogos platónicos más célebres. Pertenece al período tardío de Platón y es subsiguiente al Teeteto. Se conjetura que fue escrito entre los años 367 y 362 a.C., igual que el Timeo, el Político y las Leyes. Allí hay un pasaje irónico pregnante, que dice así:

Teodoro.— Como convinimos ayer, Sócrates, aquí estamos cumpliendo nuestra cita puntualmente, y te traemos a este extranjero, natural de Elea, de la secta de Parménides y Zenón, que es un verdadero filósofo.

Sócrates.— Quizá, querido Teodoro, en lugar de un extranjero, me traes algún dios. Homero refiere que los dioses y, particularmente el que preside a la hospitalidad, han acompañado muchas veces a los mortales justos y virtuosos, para venir entre nosotros a observar nuestras iniquidades y nuestras buenas acciones. ¿Quién sabe si tienes tú por compañero alguno de estos seres superiores, que haya venido para examinar y refutar nuestros débiles razonamientos, en una palabra, una especie de dios de la refutación?

Teodoro.— No, Sócrates; no tengo en tal concepto a este extranjero; es más indulgente que los que tienen por oficio el disputar. Pero, si no creo ver en él un dios, le tengo, por lo menos, por un hombre divino, porque para mí todos los filósofos son hombres divinos.

Como Sócrates descree que el extranjero eleático sea un “verdadero filósofo”, como sospecha que es un mero «sofista», aparenta albergar dudas sobre si este personaje no será, en realidad, un dios. Le toma el pelo a Teodoro sin que este se percate. Su ironía deviene, por ende, sarcasmo. Hay cierta «crueldad magisterial» o «ensañamiento pedagógico» en su simulacro de asombro. Sócrates, o al menos el Sócrates platónico, fue un gran ironista, no cabe duda.

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Noto con preocupación que cada vez hay más y más personas que creen que ser inteligente consiste, básicamente, en las siguientes tres cosas: 1) hacer alarde de un descreimiento cáustico y generalizado, de ribetes cínicos; 2) tener la habilidad de descubrir siempre una «mano negra» detrás de todo cuanto sucede o no sucede, principalmente cuando los demás no alcanzan a avizorarla; y 3) decir ironías todo el tiempo (sarcasmos burlones o mordaces, preferentemente). A los ojos de tales personas, el rigor lógico, el apego minucioso a los datos, la sagacidad analítica, el nivel de argumentación, el espíritu crítico y la capacidad de autocrítica no valen nada, o muy poco.

Para colmo de males, esta moda también ha llegado al campo intelectual y periodístico, y con gran ímpetu. Debe admitirse que, en su variante letrada y posmodernista, el homo ironicus resulta particularmente virulento y exasperante. Es la vacuidad de la ironía llevada a su paroxismo de acritud y regodeo, al límite de su afectación y pedantería.

Seré franco: no todas, no (siempre hay honrosas excepciones), pero sí la mayoría de las personas descreídas e irónicas que he conocido en mi vida me resultaron insoportablemente mediocres y cortas de luces, incapaces de trascender la charla de café y sus simplismos. En contrapartida, tuve la fortuna de conocer un montón de gente intelectualmente brillante que nunca hizo del descreimiento jactancioso y la ironía recurrente un deporte de lucimiento personal.

Las personas irónicas suelen dar por sentado que decir ironías constantemente es una muestra de inteligencia superior, y que tener dificultad para captarlas es un síntoma infamante de mediocridad. Sin embargo, en muchas ocasiones es exactamente al revés. Hay personas mediocres que pretenden pasar por inteligentes diciendo una ironía detrás de otra (ironías muy ingeniosas en su forma, pero muy pobres en su contenido); y personas inteligentes que, a menudo, no comprenden las ironías simplemente porque no tienen ganas de estar todo el tiempo alertas a las sutilezas, jugarretas y caprichos expresivos de personas mediocres –sin nada interesante para decir– que, de manera bastante poco autocrítica, y cebadas en su propia fatuidad, confunden con demasiada facilidad la ironía con la inteligencia.

Por muy sofisticada que sea, si una ironía está al servicio de una idea absurda u ordinaria, poco vale, y no merece el galardón de ser considerada una muestra de inteligencia. Las zonceras, los disparates, las verdades de Perogrullo, las opiniones gratuitas, no dejarán de ser lo que son si se las engalana con lenguaje irónico. Como reza el refrán, aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Los ironistas suelen olvidarlo, para desgracia de sus lectores o interlocutores…

Acaso la manifestación más vituperable de la ironía sea la sonrisa socarrona. Hay personas que creen que con ella sola basta para demoler cualquier edificio argumentativo, por muchos datos precisos y razonamientos articulados que aquel albergue. Apenas una mirada y una mueca picaronas (una mirada y una mueca que transmiten subliminalmente desdén o condescendencia, o lástima en el mejor de los casos) otorgarían supuestamente al homo ironicus posmoderno una victoria apabullante e instantánea sobre quien argumenta, sin necesidad de abrir la boca. ¿Para qué? ¿No resulta obvio que el interlocutor es demasiado ingenuo, idiota o ignorante? ¿No es evidente que se ha equivocado de cabo a rabo? ¿Por qué perder tiempo y energías en refutar su craso error? Mejor es el atajo del silencio y la conmiseración con cortés irrisión. Más fácil resulta la mofa gesticular. Una mofa que, vaya uno a saber cómo (¿telepatía tal vez?), obraría el portento de avivar al otro sin decirle ni una palabra, tan sólo escarneciéndolo. Así, la mente más aguda conseguiría instruir o aleccionar a la mente más obtusa sin despeinarse, sin hilvanar argumentos, sin descender jamás de las alturas olímpicas del por supuesto que soy yo quien tiene razón, aunque calle.

De todas las falacias en que incurre el homo ironicus posmoderno, la más general y reiterada, la que mejor resume su carácter, su idiosincrasia y sensibilidad distintivas, su talante intelectual y moral, es el argumentum ad lapidem. ¿En qué consiste este sofisma? En la pretensión de poder rebatir un enunciado con sólo declarar –o sugerir con gestos descalificatorios– la presunta obviedad de su falsedad. El facilismo de los sarcasmos ad lapidem se cuenta, sin lugar a dudas, entre las expresiones más acabadas de cretinismo polémico del mundo contemporáneo.

Por supuesto que hubo y hay grandes intelectuales o escritores que han sido ironistas, sarcásticos incluso. Pero no deberíamos dar por sentado, como suele hacerse, que su grandeza intelectual o literaria necesariamente se debe a su ironía o sarcasmo. A veces sí, a veces no. Quizás haya intelectuales y escritores irónicos que fueron o son grandes no por sus ironías, sino a pesar de ellas. Dos ejemplos que, a mi entender, ilustran esta última afirmación son Beatriz Sarlo y Martín Caparrós. Su ironismo exagerado ha sido más un factor limitante que un elemento de potenciación. Quedaron entrampados en su regodeo y obsesión por la ironía. No solo sus obras, sino ellos mismos como personajes o celebrities de la cultura argentina, cayeron en la trampa de una ironía enfermiza, pasada de rosca: sarcasmo con síndrome de acromegalia.

Acotemos algo: no todas las personas tienen el don de saber conjugar la ironía con la chispa humorística. Jorge Asís, por ejemplo, posee esa rara habilidad. Sus ironías pueden llegar a ser muy sarcásticas y mordaces, y, sin embargo, nunca pierden esa cuota de simpatía picaresca tan necesaria en el arte de la retórica. Tanto el Asís novelista como el Asís analista deben mucho a este peculiar modo de ejercitar la ironía. Un modo que se echa de menos en otros autores, como los citados Caparrós y Sarlo, ironistas antipáticos y soberbios.

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La ironía es solo una herramienta expresiva, un recurso retórico más, entre muchos otros. Como tal –huelga aclararlo– es perfectamente legítima, respetable; y a veces, además, muy provechosa. A mí, en lo personal, me gusta cultivarla en ciertas ocasiones, especialmente en escritos de sátira política o social, al servicio de la parresía contra el poder (a la sátira parresiasta le asiste el fuero de inmunidad, el derecho moral de David contra Goliat).

Así lo hizo Jonathan Swift, con maestría inigualable. Su prosa Una modesta proposición (1729), joya de la sátira augusta británica del siglo XVIII, sigue siendo un modelo a imitar. Swift escribe en una Irlanda que se halla bajo el yugo colonial del imperio británico, dominada por el latifundio exportador y el monocultivo de la papa, con un campesinado arrendatario –mayormente católico– que es esquilmado sin misericordia por terratenientes ingleses o angloirlandeses de credos protestantes, casi siempre ausentistas. Una Irlanda que, desde la conquista cromwelliana del siglo XVII, se viene deslizando por un tobogán de pauperización cada vez más pronunciado, y que habrá de conducirla algún día –con el salvavidas de plomo de las recetas del liberalismo económico aplicadas a rajatabla, y con el golpe de gracia del tizón tardío vuelto una plaga incontenible– a la tragedia espantosa del Gorta Mór o Gran Hambruna (1845-1852). En esta Irlanda tan empobrecida y destratada como una colonia más de ultramar, Swift sugiere con cáustica ironía la siguiente solución al flagelo de la pobreza: que las familias más carenciadas vendan su prole a las más pudientes como “el más delicioso, nutritivo y saludable alimento”. Es decir, una combinación de abandono parental, infanticidio y canibalismo. ¡Humor negro al por mayor!

Una modesta proposición, la sátira de Swift, ya es irónica desde el título. No tanto por el adjetivo “modesta”, como por el subtítulo descriptivo: Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público. Hemos publicado en simultáneo la traducción completa al castellano. Pueden leerla en la sección literaria Naglfar. A modest proposal no tiene desperdicio…

A las clases altas y medias del Reino Unido dieciochesco, firmes defensoras de la propiedad privada y el mercado, practicantes de una moral cristiana mojigata y farisea, esa sátira tan corrosiva no les hizo ninguna gracia. La consideraron blasfema, sediciosa y de muy mal gusto. Era de esperar este rechazo en un país que lideraba la transición al capitalismo, y que estaba forjando el mayor imperio colonial de la historia universal. Era previsible esa condena en una sociedad aristocrática crecientemente aburguesada, donde el viejo asistencialismo de la corona, el tradicional paternalismo tory y la caridad anglicana iban perdiendo terreno ante el ímpetu del nuevo ideario económico liberal del laissez faire, encarnado todavía por la fisiocracia, pero una fisiocracia que ya prefiguraba, en muchos aspectos cruciales, a la economía clásica (Adam Smith, Say, Ricardo, etc.). No hay, pues, sorpresa alguna en el escándalo mayúsculo que generó Una modesta proposición en el Reino Unido georgiano de la primera mitad del siglo XVIII.

Un ensayo satírico que denuncia sin ambages la opresión y rapiña inglesas sobre la Isla Esmeralda, al mismo tiempo que parece ridiculizar las pretensiones megalómanas de reingeniería social de la economía política, en alza por entonces (William Petty ya había sentado sus bases). Dos siglos después, Swift sería considerado por André Breton “el verdadero iniciador del humor negro”.

Al releer A Modest Proposal para la escritura de este ensayo, no puedo evitar recordar al economista ultraliberal Javier Milei, el candidato presidenciable de la derecha libertariana en Argentina, el país donde vivo. Me viene a la memoria, una y otra vez, su apología desembozada por TV de la venta de órganos y la venta de hijos. Es cierto que él aclaró –a posteriori, ante el revuelo suscitado– que no estaba pensando en el corto o mediano plazo (gradualidad minarquista), sino en el largo plazo («utopía anarcocapitalista»). No en la república posible, sino en la república verdadera, para decirlo con la fraseología de Juan Bautista Alberdi (aunque el intelectual tucumano nunca llegó tan lejos en su defensa del liberalismo económico). Pero sigue siendo perturbador o inquietante, al menos para mí, que haya en Argentina un candidato a presidente –con serias chances de victoria– que opina, muy suelto de cuerpo, que no estaría nada mal mercantilizarlo todo en el futuro, absolutamente todo: educación, salud, agua potable… Incluso el trasplante de órganos y la adopción de niños.

¿Cómo no acordarse de Swift y su Modesta proposición? La Argentina albertista que ha engendrado el monstruo libertarista de Milei –cuarentena pandémica, precariedad laboral y espiral inflacionaria mediante– es un país donde, entre otras cosas, más de la mitad de los niños y niñas están por debajo de la línea de pobreza, según UNICEF.3 Una sátira hiperbólica, acaso distópica, sobre el líder de La Libertad Avanza jugando a estadista cual aprendiz de brujo, instalado en la Casa Rosada con su séquito de tecnócratas insensibles al sufrimiento del pueblo (e hipersensibles a las señales del dios mercado), invita a rescatar del olvido, con toda su pregnancia de humor negro, con toda su potencia contradictoria o ambivalente de jocosidad y espanto, la «panacea filantrópica» que Jonathan Swift imaginó, hace casi tres centurias, en A Modest Proposal.

Ironista genial, aquel irlandés. Puso la ironía al servicio de la literatura, el intelecto y la parresía; y no al revés. Amaba más la belleza, la verdad y la justicia que su propio ego. Cuando es así, la ironía suma. Cuando es a la inversa, la ironía resta.

Sin falsa modestia y con brutal sinceridad, sentenció alguna vez: “mi inteligencia es tan intensa que me obliga a desenmascarar la locura y la cobardía de este pueblo esclavo en cuyo seno vivo”. Hablaba de su Irlanda natal, la Irlanda tiranizada y hambreada por la pérfida Albión, la Irlanda irredenta y famélica que marchaba hacia el desastre del Gorta Mór.

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La ironía más célebre en toda la historia de la cultura occidental –si la tradición clásica no falta a la verdad, materia muy discutida entre especialistas– sería la que Diógenes de Sinope, el filósofo cínico, le habría espetado a Alejandro Magno en Corinto, cuando el caudillo macedonio, muerto su padre Filipo II, fue aclamado comandante del ejército panhelénico que conquistaría el imperio persa de los Aqueménidas. Según narran Plutarco y Diógenes Laercio, Alejandro se dirigió con su comitiva hasta el barrio donde vivía humildemente el sabio griego, a quien deseaba conocer, hallándolo tendido al sol. Lo saludó y se presentó, y le preguntó qué podía hacer por él. “Quítate del sol”, fue la chispeante e irreverente respuesta de Diógenes, quien despreciaba la fama, el poder y la riqueza, todo aquello que Alejandro personificaba más que nadie. Existen otras variantes de la anécdota, como las de Cicerón y Valerio Máximo, pero solo difieren en detalles. El legendario encuentro de Corinto ha sido objeto de innumerables representaciones plásticas, entre otras, el óleo Alejandro y Diógenes (c. 1700), del pintor veneciano Sebastiano Ricci. Aquí compartimos una contemporánea, creada especialmente para nuestro Kalewche por el artista Andrés Casciani, a fin de ilustrar el presente ensayo.

Pero como advertía Rilke (recuérdese el epígrafe), no hay que abusar de la ironía. Esta no debiera ser sobredimensionada, absolutizada, considerada un fin en sí mismo. Vale como medio auxiliar de persuasión, como complemento de la dialéctica. Pero no tiene per se ninguna sustancia intelectual. Carece del poder milagroso de operar como sustituto de la argumentación. No nos exime de la responsabilidad de pensar con rigor, del imperativo ético y dianoético de fundamentar nuestras opiniones u objeciones.

En este sentido, se puede aseverar que el homo ironicus posmoderno cae en el pensamiento mágico más burdo: el de creer que los juegos de palabras son una panacea, convicción que lo arrastra a una sofistería de endebles cimientos lógicos y empíricos. Cuando el lenguaje irónico se vuelve autorreferencial, cuando queda encerrado en un círculo vicioso de peticiones de principio taimadamente disimuladas, el intelecto se degrada, se desvirtúa, se destruye a sí mismo.

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En nuestro mundo posmoderno, por desgracia, hay muchos polemistas –de izquierda, centro y derecha– que creen que ironizar es argumentar, sobre todo si se ironiza con estilo sobrador y sarcástico, burlón y mordaz. He conocido –y padecido– a muchos durante años… El pensamiento light y la moda del giro lingüístico juegan claramente a su favor.

Vivimos tiempos de relativismo, subjetivismo e irracionalismo. Tiempos donde el lenguaje ha adquirido una centralidad desmesurada, en detrimento de la realidad y la objetividad. Toda aspiración a la racionalidad, toda búsqueda o pretensión de verdad se han vuelto, como mínimo, algo extremadamente sospechoso y, a menudo, algo completamente execrable. Una retórica desmadrada, hipertrofiada, se ha engullido a una dialéctica empequeñecida, como un sapo a una mosca. Hoy todo es palabras y solo palabras. El lenguaje nos obsesiona y encandila, mientras lo real queda relegado en un rincón del ring. Pero no eliminado: cada tanto, con algún cross a la mandíbula (calentamiento global, pandemia de covid-19, batacazos electorales de la derecha libertariana y otras «minucias objetivas») nos recuerda que sigue estando ahí, agazapado aunque no vencido.

Una panzada indigesta con el Tractatus Logico-philosophicus wittgensteiniano–cual Quijote con las novelas de caballería– ha derivado en el desquicio de idealismo lingüístico o «lingüisticismo», algo así como un solipsismo lingüístico, parafraseando a un académico argentino especialista en la materia.2 A la luz de los ruinosos resultados acumulados, ya es hora de calificar al linguistic turn como lo que ha sido: el huevo de la serpiente del posmodernismo.

En este terreno posmoderno abonado con toneladas y toneladas de estiércol –lingüisticismo–, ¿cómo la mesurada e inteligente ironía de un Sócrates o un Swift no iba a convertirse en el exceso de estulticia, frivolidad y narcicismo en que se ha convertido hoy? Las derivas culturales siempre tienen contexto. La proliferación del homo ironicus posmoderno se inscribe, pues, en un clima exacerbado de fetichismo del lenguaje. La palabrería ingeniosa, el chamuyo –como decimos en el Río de la Plata–, han desplazado a la argumentación racional. En la posmodernidad, en el reino beocio de la posverdad, los ironistas radicalizados se mueven como pez en el agua y hacen su agosto.

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En lo que a mí respecta, seguiré concibiendo la ironía como retórica y no como dialéctica, como instrumento ocasional de refuerzo persuasivo y jamás como carta ganadora del debate intelectual. Seguiré asumiendo, pues, la ironía como poiesis y el raciocinio como praxis, aunque a algunos les parezca aburrido, anacrónico o pasado de moda.

Hace algo menos de tres centurias, en la tercera edición de su Scienza Nuova, Giambattista Vico escribió(las cursivas son mías):

[…] Estos pueblos se han acostumbrado a no pensar sino en el interés particular de cada cual y han alcanzado el último grado de la delicadeza o, para decirlo mejor, del orgullo, en el cual como fieras y por un pelo se ofenden y se enfurecen […]. Viven como bestias enormes en una gran soledad de ánimo y de sentimiento, no pudiendo ni siquiera dos de ellos ponerse de acuerdo […]. De tal suerte, al cabo de largos siglos de barbarie consiguen herrumbrar las malhadadas sutilezas de los ingenios maliciosos, que hicieron de ellos fieras más grandes con la barbarie de la reflexión [en italiano, barbarie della riflessione] que cuanto había hecho la primera barbarie de los sentidos.

El filósofo napolitano hacía referencia a la civilización donde vivía. Tenía en mente, pues, a la Europa de mediados del siglo XVIII (la tercera edición de Scienza Nuova data de 1744). Pero, ¿cómo no tentarse de extrapolar su observación a nuestro presente? ¿Cómo no ver, en el uso y abuso posmodernos de la ironía, un ejemplo paradigmático de lo que Vico llamó en su lengua, y sin pelos en la lengua, barbarie della riflessione?

Federico Mare



NOTAS

1 https://languagelog.ldc.upenn.edu/nll/?p=1835. La traducción del inglés es mía.
2 Javier R. Alegre, “La cuestión del sujeto en Wittgenstein”, en Estudios en Ciencias Humanas, nro. 2, UNNE, 2005.
3 https://www.pagina12.com.ar/524174-pobreza-ninas-y-ninos-ultimos.