Ilustración: Kafka ‘Der Prozess (19)66, de Hans Fronius (litografía). Fuente: MutualArt.
Nota.— Reproducimos en Naglfar, nuestra sección literaria, dentro del marco de lo que hemos dado en llamar Mes de Kafka, el pasaje inicial de Der Prozess, la novela inacabada de Franz Kafka, publicada póstumamente en 1925. Son los primeros ocho párrafos del capítulo I, “Detención”. La traducción del alemán es de Miguel Sáenz para la editorial Alianza (El proceso, Madrid, 2013).
El fragmento fue especialmente seleccionado por nuestro colaborador José Miguel García de Fórmica-Corsi, a modo de complemento de su ensayo “El proceso de Kafka (y Welles): ¿pesadilla razonable o pesadilla irracional?”, que publicamos simultáneamente en Nocturlabio, nuestra sección cultural.
Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana. La cocinera de la señora Grubach, su patrona, que todos los días le llevaba el desayuno hacia las ocho, no vino aquella vez. Eso no había ocurrido nunca. K. aguardó todavía un rato, mirando desde la almohada a la anciana que vivía enfrente y que lo observaba con una curiosidad totalmente inusitada en ella, pero luego, extrañado y hambriento a un tiempo, tocó la campanilla. Inmediatamente llamaron a la puerta y entró un hombre que nunca había visto en aquella casa. Era delgado pero de complexión robusta, y llevaba un traje negro ajustado que, como las prendas de viaje, estaba provisto de diversos pliegues, bolsillos, hebillas y botones, y de un cinturón, y en consecuencia, sin que se supiera muy bien para qué servía, parecía muy práctico. “¿Quién es usted?”, preguntó K., incorporándose a medias en el lecho. El hombre, sin embargo, hizo caso omiso de la pregunta, como si fuera inevitable aceptar su presencia, y se limitó a preguntar a su vez: “¿Ha llamado?”. “Que Anna me traiga el desayuno”, dijo K., y trató de averiguar, en un principio en silencio, atenta y reflexivamente, quién era en realidad aquel hombre.
El hombre, sin embargo, no permaneció mucho tiempo a su vista, sino que se volvió hacia la puerta, que entreabrió un poco para decir a alguien, que evidentemente estaba detrás: “Quiere que Anna le traiga el desayuno”. Siguió una breve carcajada en la habitación de al lado: no era seguro, a juzgar por el sonido, que no hubieran participado en ella varias personas. Aunque era imposible que el desconocido hubiera sabido de esa forma más de lo que ya sabía, dijo a K., como si estuviera notificándole algo: “Eso es imposible”. “Pues sería una novedad”, dijo K., saltando de la cama y poniéndose aprisa los pantalones. “Quiero ver quién está en la habitación de al lado y cómo me responde la señora Grubach de estas molestias”. Se le ocurrió enseguida que no hubiera debido decir aquello en voz alta ya que, hasta cierto punto, reconocía así al desconocido un derecho a vigilarle, pero eso no le pareció importante entonces. En cualquier caso, así lo entendió el desconocido, porque dijo: “¿No prefiere quedarse aquí?”. “No quiero quedarme aquí, ni que usted me dirija la palabra mientras no me haya sido presentado”. “Mi intención era buena”, dijo el desconocido, abriendo espontáneamente la puerta.
En la habitación contigua, en la que K. entró más despacio de lo que hubiera querido, todo parecía a primera vista casi igual que la noche anterior. Era el cuarto de estar de la señora Grubach y, en aquella habitación repleta de muebles, tapetes, porcelanas y fotografías, tal vez había aquel día algo más de espacio que normalmente; no se notaba enseguida, y menos aún porque el cambio principal consistía en la presencia de un hombre sentado junto a la ventana abierta, con un libro del que, en aquel momento, levantó la vista. “¡Hubiera debido quedarse en su cuarto! ¿No se lo ha dicho Franz?”. “Sí, pero ¿qué quiere usted?”, dijo K., apartando los ojos de su nuevo conocido para mirar al llamado Franz, que había permanecido de pie en la puerta, y volviendo luego a mirar al primero. Por la ventana abierta vio otra vez a la anciana, que, con curiosidad verdaderamente senil, se había acercado a la ventana que ahora quedaba enfrente, para seguir viéndolo todo. “Quiero ver a la señora Grubach”, dijo K., haciendo ademán de librarse de aquellos dos hombres, que sin embargo estaban lejos, y marcharse. “No”, dijo el hombre de la ventana, arrojando el libro sobre la mesita y poniéndose en pie. “No puede irse; está detenido”. “Así parece”, dijo K. “¿Y por qué?”, preguntó. “No se nos ha encargado que se lo digamos. Vaya a su cuarto y aguarde. Se ha iniciado un procedimiento y en su momento lo sabrá todo. Estoy excediéndome en mi cometido al hablarle tan amigablemente. Sin embargo, confío en que no lo oirá más que Franz, y él mismo se ha mostrado amigable con usted en contra de todos los reglamentos. Si sigue teniendo tanta suerte como con la designación de sus guardianes, podrá tener motivos para confiar”. K. quiso sentarse, pero entonces se dio cuenta de que en toda la habitación no había dónde hacerlo, salvo la silla de la ventana”. “Más adelante comprenderá lo cierto que es todo esto”, dijo Franz, dirigiéndose tanto a él como al otro hombre. Este último, sobre todo, era considerablemente más alto que K., al que dio unas palmaditas en el hombro.
Los dos hombres estudiaron el camisón que llevaba K. y dijeron que ahora tendría que ponerse otro mucho peor, pero que se lo guardarían, lo mismo que el resto de su ropa blanca y, si su asunto se resolvía favorablemente, se lo devolverían. “Será mejor que nos entregue esas prendas a nosotros que al depósito”, dijeron, “porque en el depósito se producen con frecuencia fraudes y, además, al cabo de cierto tiempo venden todas las prendas, sin preocuparse de si ha concluido o no el proceso de que se trate. ¡Y cuánto duran esos procesos, especialmente en los últimos tiempos! De todas formas, acabaría usted por recibir del depósito el producto de la venta, pero, en primer lugar, ese producto es muy escaso, porque lo decisivo en la venta no es la cuantía de la oferta sino la del soborno, y en segundo lugar, según la experiencia, el producto de esas ventas va disminuyendo al pasar de mano en mano y de año en año”. K. no prestaba apenas atención a esas palabras; no le importaba demasiado el derecho que pudiera tener aún a disponer de sus propias cosas y le resultaba mucho más importante comprender con claridad su situación; sin embargo, en presencia de aquella gente no podía pensar siquiera; una y otra vez el segundo guardián –solo podían ser guardianes– le daba con la barriga de una forma casi amistosa, pero si levantaba la vista veía un rostro seco y huesudo –que no concordaba con aquel cuerpo grueso– y de nariz fuerte y torcida, un rostro que, por encima de su cabeza, se entendía con el del otro guardián. ¿Qué gente era aquella? ¿De qué hablaban? ¿A qué administración pertenecían? K. vivía sin embargo en un estado de derecho, por todas partes reinaba la paz y se respetaban las leyes, ¿quién se atrevía a asaltarlo en su propia vivienda? Siempre solía tomarse las cosas del mejor modo posible, sin creer en lo peor más que cuando lo peor se producía, y sin adoptar precauciones para el futuro, aunque todo le pareciera amenazador. Sin embargo, en aquel caso eso no parecía lo acertado; verdad era que se podía considerar todo como una broma, una broma pesada que, por razones desconocidas, quizá porque ese día cumplía los treinta años, habían organizado sus compañeros del banco; naturalmente era posible; quizá bastaría que se riera de cierto modo a la cara de sus guardianes para que ellos se rieran con él; tal vez eran solo mozos de cuerda de la calle, la verdad era que lo parecían, pero estaba decidido ya, desde el momento en que vio al guardián Franz, a no renunciar a la menor ventaja que pudiera tener frente a aquella gente. K. veía muy poco riesgo de que luego dijeran que no había sabido entender una broma, pero –sin que normalmente tuviera por costumbre aprender de la experiencia– recordaba algunos casos, en sí mismos sin importancia, en que, a diferencia de sus amigos, se había comportado deliberadamente de forma imprudente, sin preocuparse lo más mínimo de las posibles consecuencias, y se había visto castigado por ellas. Eso no debía ocurrir de nuevo, por lo menos aquella vez y, si se trataba de una comedia, quería desempeñar también su papel.
Todavía estaba libre. “Permítanme”, dijo, y entró rápidamente en su habitación, pasando entre los guardianes. “Parece razonable”, oyó decir a sus espaldas. En su habitación, abrió bruscamente los cajones de su escritorio; todo estaba muy ordenado, pero con la excitación no pudo encontrar enseguida los documentos de identidad que buscaba. Finalmente encontró la licencia de su bicicleta y estuvo a punto de llevársela a los guardianes, pero luego aquel documento le pareció demasiado insignificante y siguió buscando hasta encontrar su partida de nacimiento. Cuando volvía a la habitación contigua, se abrió precisamente la puerta opuesta y la señora Grubach se dispuso a entrar. Solo la vio un instante porque, apenas la reconoció K., ella se turbó visiblemente, pidió perdón y desapareció, cerrando la puerta con el máximo cuidado. “Entre”, era lo único que había podido decir K.
Ahora estaba con sus documentos en medio de la habitación, seguía mirando a la puerta, que no volvió a abrirse, y solo lo sobresaltó un grito de los guardianes, que estaban sentados a la mesa que había junto a la ventana abierta y, como K. pudo ver entonces, devoraban el desayuno de este. “¿Por qué no ha entrado?”, preguntó. “No debe”, dijo el guardián alto. “Está usted detenido”. “¿Cómo puedo estar detenido? ¿Y mucho menos de esta forma?”. “Ya vuelve a empezar”, dijo el guardián, untando de miel un pan con mantequilla. “No respondemos a esas preguntas”. “Pues tendrán que responder”, dijo K. “Aquí están mis documentos de identidad; muéstrenme los suyos y sobre todo la orden de detención”. “¡Santo cielo!”, dijo el guardián. “Que no sepa usted aceptar su situación y parezca empeñado en irritarnos inútilmente, a nosotros, que somos probablemente los que estamos más próximos a usted de todos los que le rodean”. “Así es, créanos”, dijo Franz, sin llevarse a los labios la taza de café que tenía en la mano y dirigiendo a K. una mirada larga y probablemente significativa, aunque incomprensible. K., sin quererlo, se dejó arrastrar a un cruce de miradas con Franz, pero luego desplegó sus documentos diciendo: “Aquí están mis documentos de identidad”. “¿Qué nos importan?”, exclamó el guardián más alto. “Se porta peor que un niño. ¿Qué pretende? ¿Quiere terminar rápidamente su importante y maldito proceso discutiendo con nosotros, sus guardianes, sobre documentos de identidad y órdenes de detención? Nosotros somos humildes empleados que apenas podemos entender un documento de identidad, y no tenemos otra cosa que ver con su asunto que la obligación de montar guardia en su casa diez horas diarias, recibiendo a cambio nuestra paga. Eso es todo lo que somos, pero podemos comprender que las altas autoridades a cuyo servicio estamos, antes de ordenar una detención así se informen muy bien sobre los motivos de la detención y la persona del detenido. En eso no hay error. Nuestras autoridades, por lo que yo sé, y yo solo sé de los niveles inferiores, no buscan la culpa entre la población sino que, como dice la Ley, es la culpa la que las atrae, y tienen que enviarnos a nosotros, los guardianes. Esa es la Ley. ¿Cómo podría haber un error?”. “Esa Ley no la conozco”, dijo K. “Tanto peor para usted”, dijo el guardián. “Y probablemente solo existe en su cabeza”, dijo K.; de algún modo quería introducirse en el pensamiento de aquellos guardianes y ponerlos de su parte o instalarse allí. Sin embargo, el guardián se limitó a decir desalentadoramente: “Ya la sentirá”. Franz intervino, diciendo: “Ya ves, Willem, admite que no conoce la Ley, y al mismo tiempo afirma que es inocente”. “Tienes toda la razón, pero no se le puede hacer comprender nada”, dijo el otro. K. no respondió ya. “¿Debo dejarme confundir más aún –pensó– por la cháchara de estos ínfimos subalternos? Ellos mismos reconocen que lo son. En cualquier caso, hablan de cosas que no entienden. Su aplomo solo es posible por su propia estupidez. Unas palabras con alguien de mi nivel harán que todo resulte incomparablemente más claro que en la más larga conversación con esta gente”.
Anduvo unas cuantas veces de un lado a otro por el espacio libre de la habitación; enfrente vio a la anciana, que había arrastrado hasta la ventana a un hombre más anciano aún, al que tenía enlazado por la cintura. K. decidió poner fin al espectáculo: “Llévenme a su superior jerárquico”, dijo. “Cuando él quiera, antes no”, dijo el guardián llamado Willem. “Y ahora le aconsejo”, añadió, “que vaya a su cuarto, se esté tranquilo y aguarde lo que se decida sobre usted. Le aconsejamos que no se distraiga con pensamientos inútiles, sino que se concentre: se le va a exigir mucho. Usted no nos ha tratado como hubieran merecido nuestras concesiones; se ha olvidado de que, seamos lo que seamos, al menos somos hombres libres en comparación con usted, lo que no es poca ventaja. Sin embargo, si tiene dinero, estamos dispuestos a traerle un pequeño desayuno del café de enfrente”.
Sin responder al ofrecimiento, K. permaneció un segundo en silencio. Tal vez, si abriera la puerta de la habitación contigua o incluso la del vestíbulo, aquellos dos no se atreverían a impedírselo; tal vez aquella fuera la solución mejor: llevar la situación al extremo. Sin embargo, quizá lo agarrasen a pesar de todo y, si llegaban a tirarlo al suelo, perdería toda la superioridad que en cierto sentido conservaba. Por eso prefirió la seguridad de la solución que tendría que traer el curso natural de los acontecimientos y volvió a su cuarto, sin que por su parte ni por la de los guardianes se pronunciara una palabra más.
Franz Kafka