Nota.— En los últimos años, el fascismo parece haberse tornado omnipresente. Se habla de neofascismo, de posfascismo; y se discute interminablemente si Trump, Bolsonaro, Putin, Orban o Meloni son fascistas en algún sentido. Dentro de este dossier ofrecemos tres análisis de distinto tipo sobre el fenómeno. En “La sombra del fascismo”, nuestro compañero Ariel Petruccelli explora algunos costados –usualmente poco atendidos– de lo que podríamos llamar la deriva autoritaria o potencialmente fascistizante de la cultura política contemporánea. En el segundo texto, originalmente publicado por el Centro de Investigación Periodística (CIPER) de Chile el 8 de noviembre, Gonzalo Bustamante explora la vigencia del fascismo italiano a cien años de la Marcha sobre Roma (27-29 de octubre de 1922). Cerramos este dossier con un escrito de Julio Cortés Morales, que es una versión algo más extensa –generosamente facilitada por el autor– de un artículo suyo que vio la luz aquí, bajo el título “Un siglo de fascismo (1922-2022): ¿el retorno de lo reprimido?”.

LA SOMBRA DEL FASCISMO

En los últimos años, la amenaza del fascismo parece haberse vuelto omnipresente. Putin, acusado de ser un fascista por mucha gente en Occidente, lanza una operación militar especial para acabar con el «nazifascismo» ucraniano. La Europa progresista se escandaliza por el triunfo electoral de la «fascista» Meloni en Italia. En Chile, con motivo de las últimas elecciones presidenciales, hubo toda una campaña para impedir el triunfo del «fascista» Kast. Los académicos no se ponen de acuerdo en qué es el fascismo, pero nadie duda de que los fantasmas del fascismo, el neofascismo o el posfascismo recorren el mundo.

Si el fascismo genera tanta repulsa en tanta gente, ello es porque se lo asocia con políticas autoritarias, militaristas, imperialistas, racistas y, ante todo, genocidas. Y es cierto que todos los fascismos históricos –tanto los que actuaron desde el llano como los que conquistaron el poder estatal– fueron intrínsecamente autoritarios, casi todos fueron fuertemente racistas, en el poder fueron militaristas e imperialistas, y el alemán sobre todo fue genocida en grado sumo. Sin embargo, todos y cada uno de estos males fueron cometidos también por movimientos y gobiernos nacionalistas, liberales y comunistas. El genocidio armenio fue cometido por los nacionalistas turcos; los liberales ingleses actuaron como militaristas, racistas, imperialistas y genocidas en la India y en muchos otros sitios; la URSS «comunista» de Stalin cometió un genocidio. ¿Significa esto que aplicamos una doble vara? ¿Que le contamos todas las costillas al fascismo y somos ciegos ante las atrocidades de otras corrientes político-intelectuales? Algo de eso hay, desde luego. Pero hay una poderosa razón adicional. Sin forzar demasiado las cosas se puede argumentar que tanto la tradición liberal como la comunista (y en buena medida también la nacionalista), tenían suficientes contrapesos contra el racismo, el autoritarismo y el genocidio. El Gulag estalinista puede legítimamente ser considerado una perversión de los ideales y objetivos comunistas; el Lager nazi es la consumación de su concepción. Los indudables desastres cometidos por liberales, comunistas e incluso nacionalistas pueden ser vistos, con bastante legitimidad, como desvíos y errores que la propia tradición puede detectar y acaso corregir. Estos movimientos pueden cometer aberraciones, pero ellos no son intrínsecamente aberrantes. El nazifascismo es intrínsecamente aberrante porque ve en el exterminio de ciertos grupos humanos un fin en sí mismo.

Ahora bien, es difícil observar o atribuir intenciones genocidas a los actuales movimientos y gobiernos acusados de fascistas. Pero ello no es algo necesariamente tranquilizador. Aunque nada de lo que sucede en la sociedad es ajeno a las intenciones de las personas, la mayor parte de las cosas que suceden son consecuencias no buscadas: los genocidios, por poner un caso extremo, se desenvuelven sobre la marcha, y en pocos casos son cometidos por genocidas conscientes antes de que el proceso se desencadene. Hay que prestar mucha atención a esto, y no tener ninguna complacencia con las buenas intenciones: los desastres sociales suelen ser cometidos por personas muy bien intencionadas.

Si las previsiones energéticas (fuerte disminución de los combustibles fósiles) y ecológicas (desastres ambientales asociados al cambio climático, aunque no solo a él) se cumplieran al menos en parte, el escenario del futuro cercano se asemejará a una guerra de todos contra todos en medio de una puja por energía, agua y otros recursos escasos; millones de migrantes climáticos y degradación de las condiciones de vida de la mayoría. Un escenario así es claramente propenso al fascismo y al genocidio. Y es perfectamente posible que actitudes fascistas y consecuencias genocidas sean el fruto de personas, gobiernos y movimientos que no tenían ninguna intención fascista o genocida de antemano. En el futuro cercano, así como en el pasado, los liberales podrían devenir genocidas, al igual que los progresistas (los comunistas somos un riesgo menor, pero sólo porque hoy en día somos pocos). Digámoslo crudamente: en un mundo de escasez, desigualdades crecientes y crisis ecológica, cualquiera de nosotros puede devenir un fascista, e incluso un genocida, cuando las papas quemen. ¡Es tan fácil ser progre en medio de la abundancia y la seguridad!

Más que regodearnos con los fascismos históricos, o escandalizarnos con las incorrecciones políticas de las derechas radicales contemporáneas (Trump, Bolsonaro, etc.), lo que deberíamos hacer es asumir que, aunque será muy diferente a los fascismos históricos, el desenvolvimiento del capitalismo está conduciendo a sociedades más desiguales, autoritarias y particularistas, que en un futuro inminente deberán afrontar, por las buenas o por las malas, una situación de decrecimiento energético y –casi con seguridad– de reducción de la economía material, en medio de una catástrofe ecosocial. El capitalismo liberal se está autodestruyendo. Pero no es sólo la «derecha» la que lo socaba, sino también todo el «progresismo». De hecho, a la tormenta perfecta en términos ecosociales que se ha generado, debe agregársele una tormenta perfecta en términos políticos. Hay que estar ciegos para no ver que el capitalismo digital tiene una capacidad de manipulación y conformación de la subjetividad de las personas con la que no hubieran podido ni soñar Hitler o Mussolini. Hay que tener una venda en los ojos para no constatar que la democracia se ha ido diluyendo en todos lados, convertida en una suerte de entretenimiento de masas con elecciones periódicas en las que se vota, pero no se elige nada sustancial. Sólo un necio podría negar que el autoritarismo crece en todos lados, y no sólo porque ganen las elecciones fuerzas de «derecha». Y lo más grave: el nazifascismo fue inherentemente particularista (en su caso, un particularismo principalmente nacional) y romántico (su fuerte era la movilización de las emociones, no de la razón). En la actualidad, todas las fuerzas progresistas han devenido románticas, subjetivistas, particularistas, hasta el punto de que la misma postulación de proyectos universalistas parece demodé. La pregunta es: ¿cuánta resistencia podría ofrecer a las pulsiones autoritarias, e incluso «fascistas», el progresismo particularista del siglo XXI, cuando las cosas se pongan realmente feas?

Los ejemplos recientes no invitan a ningún optimismo. En Europa, se pudo censurar a toda la prensa rusa casi sin protestas. La Europa liberal ha «cancelado» a Rusia. Y lo ha hecho sin que casi nadie se rasgara las vestiduras. Pocos ven en esto un acto antiliberal y autoritario por antonomasia. “Pero es que los rusos difundirán propaganda”, se justifica tanto el buen conservador como el buen progre. ¿Quién lo duda? ¿Pero no difunden propaganda los gobiernos y las empresas occidentales? Un principio mínimamente liberal es que la población pueda escuchar la propaganda de unos y otros. Así, quizá, no estará necesariamente bien informada, ni en condiciones ideales para formarse un juicio apropiado, pero al menos estará sin dudas en mejores condiciones que la de ser sometida a una propaganda unidireccional. Y se habrá resguardado el principio de la libertad de pensamiento y de expresión.

Ahora bien: la censura completa durante la guerra en Ucrania no hubiera sido tan sencilla de establecer sin el precedente de otra guerra muy cercana. La más absurda jamás librada: la guerra contra el enemigo invisible. La guerra con el coronavirus.

Que la respuesta dominante ante la pandemia se basó en concepciones completamente autoritarias es imposible negarlo: se tomaron medidas compulsivas, impuestas de arriba hacia abajo, en medio de la mayor urgencia y respaldadas por la fuerza policial y militar. Se lo justificó todo en nombre de la premura a la que obligaba una amenaza «sin precedentes» y de contornos desconocidos. Aunque ninguna urgencia justifica en sí y de por sí respuestas autoritarias, podría sostenerse que en medio de un miedo atroz y mucho desconocimiento, esas respuestas eran comprensibles. Pero es sintomático que, a la hora de elegir, se eligió masivamente la seguridad antes que la libertad. Voltaire y Marx se habrían escandalizado. Hitler y Mussolini sonreirían satisfechos.

Por lo demás, y muy significativamente, sucedió que los partidarios de los confinamientos y la vacunación compulsiva no sólo no repararan en el carácter autoritario de esas medidas, sino que incluso lo negaran. Se puede aceptar que, en determinadas circunstancias, se elija un «mal menor». Pero no es aceptable que se desconozca que es un mal. Y esto es precisamente lo que se hizo durante la pandemia.

Quienes en nombre de cierto izquierdismo muy mal entendido festejaron el «regreso del Estado» durante la crisis, poco y nada dicen respecto al hecho inocultable de que durante la pandemia las desigualdades sociales crecieron como nunca, produciéndose la mayor transferencia de ingresos en tiempos de paz, y en un sentido completamente regresivo. Que la producción de vacunas haya quedado en manos de empresas privadas exentas de responsabilidad ante eventuales efectos adversos no parece encajar muy bien con ningún «regreso del Estado». Tampoco el hecho de que los gobiernos han firmado con las farmacológicas contratos «confidenciales» que ni los legisladores han podido consultar; y que los precios de las vacunas sean exorbitantes. Que las patentes no hayan sido liberadas es algo que habla, más que del «regreso del Estado», de su secuestro por las corporaciones. Si el Estado ha regresado –cosa ciertamente discutible dado que nunca se fue a ningún lado– lo ha hecho como vocero de la industria farmacéutica: el mundo se inunda de vacunas de más que dudosa eficacia pagadas a elevados precios, mientras crecen los desempleados, la pobreza, lo suicidios y los niños sin escuela. Afirmar el carácter progresista de un Estado que se propuso combatir a un virus respiratorio con cierre de fronteras, policía, multas y encierro sería una broma de mal gusto, si no fuera una dolorosa realidad.

Ejemplos de decisiones que hasta ayer nomás hubieran sido consideradas impropias de una democracia, proliferan no solo en los Estados con pasado dictatorial, sino también, e incluso con más fuerza, en los que se consideraban democracias ejemplares respetuosas de los derechos humanos, las libertades individuales y de todas las minorías. Desde Canadá, por ejemplo, Kim Goldberg relata sin poder ocultar su horror: “El 13 de diciembre de 2021, Nuevo Brunswick se convirtió en la primera provincia canadiense en permitir que las tiendas de comestibles prohibieran a los no vacunados, si así lo deseaban. Cualquiera que necesite renovar una licencia de conducir en 2022 en la provincia de Manitoba requerirá un pasaporte de vacuna o una prueba rápida negativa a su cargo. En el estado australiano de Queensland, los pacientes no vacunados ya no pueden recibir una cirugía de trasplante de órganos que les salve la vida”1.

El grado de desorientación y de lectura sesgada que ha generado esta pandemia ha resultado exorbitante. Pondremos un ejemplo, entre miles posibles. Jason Stanley escribió hace no mucho un libro titulado Cómo funciona el fascismo. Allí no nos dice qué es exactamente el fascismo, sino que describe una serie de tácticas, de maneras de actuar. Con una dosis importante de ingenuidad, Stanley piensa que podemos identificar y combatir al fascismo atendiendo a los comportamientos individuales. Ello no obstante, algunas de sus descripciones resultan con toda probabilidad acertadas, o por lo menos muy atendibles para prevenir políticas potencialmente fascistas. Por ejemplo, ha dicho que “el fascismo remplaza el debate razonado por el miedo y la rabia. Cuando esta estrategia tiene éxito, a la población le embarga una desconcertante sensación de pérdida y crece la desconfianza y la rabia hacia aquellos a los que se ha acusado de ser responsables”2.

Sin embargo, no fue capaz de detectar prácticas fascistas en la gestión de la pandemia, salvo en aquellos a los que él presumía de antemano que eran fascistas reales o potenciales, quizá porque en lo profundo asocia el fascismo con ciertas creencias, más que con ciertas prácticas. Las mismas prácticas que le parecen abiertamente fascistas cuando las practican gentes cuyas ideas no comparte, le pasan desapercibidas o le resultan saludablemente democráticas cuando las perpetran, por ejemplo, los liberales (con cuya ideología simpatiza). Por ello, a pesar de haber declarado que “la política fascista sólo puede sobrevivir y prosperar en un estado de ansiedad y miedo constante”, no logró ver un ápice de fascismo en políticas que se basaron, sin ninguna duda, en una ansiedad y un miedo constantes, con total ausencia de “debate razonado” y “descargando la rabia sobre los acusados de ser responsables”: los jóvenes, los runners, los «negacionistas», los no vacunados. Apoyó, pues, medidas punitivas y represivas para combatir a un virus respiratorio sin la menor duda, descargando ritualmente su ira contra Trump, Bolsonaro o Modi por –supuestamente, aunque bastante infundadamente– no plegarse a la ortodoxia covidiana, y guardando un estruendoso silencio sobre quienes mucho más clara y consistentemente se opusieron a los confinamientos y otras medidas autoritarias: el gobierno socialdemócrata de Suecia, por ejemplo, con credenciales democráticas irreprochables. Nosotros seremos más cautelosos: las medidas adoptadas mayoritariamente durante la crisis pandémica fueron autoritarias; pero no necesariamente fascistas. Pero las medidas autoritarias impuestas de arriba hacia abajo merecen condena en sí y por sí mismas; y además, cuando se legitiman y festejan medidas autoritarias como soluciones socialmente legítimas, se corre el riesgo de pavimentar el camino al fascismo, se lo sepa o no se lo sepa.

Quienes, con el pleno convencimiento de que afrontaban una catástrofe extrema, estuvieron dispuestos a aceptar el arresto domiciliario masivo, la censura a los discrepantes, la propaganda engañosa (se aseguró sin ninguna prueba que las vacunas acabarían con la transmisión, que eran seguras y que su efectividad superaba el 90 %), los pases sanitarios y la obligatoriedad vacunal con productos experimentales, deberían preguntarse con mucha seriedad qué harán cuando la crisis energética y climática se agudice. ¿Estarán más cerca de ser flemáticos liberales o histéricos fascistas?

Ariel Petruccelli

NOTAS

1 Kim Goldberg, “Covid-19 and the Green Void. The Curious Case of the Disappearing Greens”, https://kimgoldbergx1.substack.com/p/covid-19-and-the-green-void. La traducción es mía.
2 Jason Stanley, Cómo funciona el fascismo. Barcelona, Blakie Books, 2020, p. 61.



A CIEN AÑOS DE LA MARCHA SOBRE ROMA
LAS PISTAS DE VIGENCIA DEL FASCISMO ITALIANO

El 28 de octubre de 1922 ocurre uno de los acontecimientos más catastróficos para la historia moderna de Italia y de Europa: la Marcha sobre Roma1. Benito Mussolini, acompañado de tropas fascistas armadas, marcharon entonces de Milán a Roma para realizar lo que a juicio de ellos era la liberación del pueblo italiano de una «despreciable clase dominante». El rey Vittorio Emanuele III, en un histórico error de juicio, decide no enviar el ejército a enfrentar a la multitud fascista. Estos últimos, estaban mal preparados, su milicia era más una ilusión, toda la Marcha era una puesta en escena, un teatro de un poder inexistente, sostenido por la habilidad retórica de un líder y una masa informe que solo lograba cierta identidad por medios de las palabras y gestos de ese caudillo. Dos días después, el rey le entregó el poder a Mussolini, quien gobernó durante veintiún años, aplicó leyes antisemitas (más de siete mil judíos fueron enviados a campos de concentración), arrastró a Italia a la guerra (con un costo de cerca de medio millón de muertos), persiguió a sus opositores (al año 1937, ya había asesinado a Minzoni, Gobetti, Gramsci, Matteotti, Amendola y los hermanos Rosselli; además de deportar a más de quince mil italianos), instauró lo que él mismo designó como un estado total. El fascismo italiano se transformó en un modelo de movilización populista de multitudes repletas de miedos, prejuicios, que claman por orden y valores (alguna forma de Dios, patria y familia). Un paradigma para el extremismo de derecha. Veinticuatro años después, la Italia derrotada, pondrá fin a la monarquía. Y cien años después de la Marcha, un partido que tiene su origen en el neofascismo de posguerra, llega al poder en Italia.

¿Cómo es que fue posible su éxito? Un factor que no se puede menospreciar es la habilidad del propio Mussolini. Regularmente los dictadores son gente tosca y poco cultivada (basta pensar en Franco, Pinochet o Stalin), pero no era el caso de Mussolini. Era un hombre que provenía de la izquierda, con intereses por la literatura, filosofía y arte. Eso le permitió ser el líder e ideólogo del fascismo. De igual forma, especialmente en sus inicios, atraer la simpatía hacia el movimiento de artistas, como representantes del futurismo y el Novecento. Eso también le facilitó el acceder a filósofos como el prestigioso hegeliano, Giovanni Gentile y ser admirado por el poeta Ezra Pound2. Poseía un sentido de las tácticas revolucionarias tanto en el uso de la retórica, violencia y estética pocas veces visto. Así como una notable comprensión de la psicología social italiana.

Pero las condiciones de un solo hombre no son suficientes para explicar el advenimiento al poder de un grupo revolucionario. El Estado italiano se encontraba económica y políticamente debilitado. Eso significaba que en la práctica carecía de la fuerza y voluntad para hacer respetar la ley frente a la acción fascista que promovía el desorden por medio de manifestaciones públicas, tomas, ataques a municipalidades, cuarteles de la policía, amenazas a dirigentes políticos y sindicales; en suma, eran protagonistas principales del desorden político-social que azotaba a Italia. Ante la inacción del Estado, para importantes sectores de la sociedad de la época, pasaron a ser vistos, paradójicamente, como la única opción de restablecer el orden político.

Esto último se vio favorecido porque sectores de la gran industria italiana, así como potencias occidentales, verán en el fascismo la única posibilidad de detener el avance de la izquierda, creyendo, equivocadamente, que Mussolini y su grupo, podrían ser fácilmente controlados por ellos.

Pero, ¿por qué recordar a sus 100 años la Marcha sobre Roma? ¿No es algo tan del pasado como la llegada al poder de Julio César o de Napoleón?

Quizás sea conveniente partir distinguiendo dos ámbitos: el fascismo histórico irrepetible, de rasgos «fascistoides». Los fenómenos políticos nunca se repiten igual. Cuando se indica que tal o cual político o movimiento posee características «fascistas», evidentemente no se está indicando que exista en él una intención de rehacer la ideología que articuló la forma del Estado, la economía y el proyecto político-cultural de la Italia fascista. El calificativo de «fascista» mantiene significación en cuanto se aplica a movimientos que rescatan valores contrarios al liberalismo normativo; vale decir, rechazan la igualdad de género, el internacionalismo, el reconocimiento de las minorías sexuales, la reparación histórica a grupos étnicos postergados, la equidad social, la autonomía individual por sobre el colectivismo y comunitarismo, la comprensión abierta del pueblo-ciudadanía (no una comprensión sustantiva-identitaria), el secularismo y la defensa estricta de la separación de los poderes del Estado. No es necesario que se den la totalidad de las anteriores, pero sí las suficientes combinaciones que permita identificarlo como antiliberal.

Lo anterior, acompañado de la idea de que la política consiste en una acción directa sobre un sujeto homogéneo identificado como «pueblo», el cual solo deja de ser una multitud informe gracias a dicha relación con ese líder o movimiento.

Tal característica de la forma de entender la acción política de los fascismos fue descrita de modo magistral por quien fuese el jefe de propaganda del nazismo y una de sus máximas figuras, Joseph Goebbels, quien en su tesis doctoral (Ein deutsches Schicksal in Tagebuchblattem; Múnich, F. Eber, 1933, p. 21) escribió: “El arte es la expresión del sentimiento. El artista se distingue del no artista por el hecho de que puede expresar lo que siente. Puede hacerlo en una variedad de formas. Algunas por imágenes; otras por sonido; otras más por mármol, o también en formas históricas. El estadista también es un artista. Las personas son para él lo que la piedra es para el escultor. El líder y las masas son tan poco problema entre sí como el color es un problema para el pintor. Las políticas son las artes plásticas del estado, como la pintura es el arte plástico del color. Por eso la política sin el pueblo o contra el pueblo, es una tontería. Transformar una masa en un pueblo y un pueblo en un Estado, siempre ha sido el sentido más profundo de una tarea política genuina”.

Pero hay una tercera dimensión: el rechazo a toda forma de racionalismo, la búsqueda de valores más allá de la argumentación razonable como fundamento de lo político, la transformación del espíritu y lo telúrico en mito. Como nos recuerda Richard Wolin en The Crisis of Parliamentary Democracy (1923), Carl Schmitt –el jurista alemán que quizás era aún más admirador de Mussolini que de Hitler– alaba el fascismo italiano: “La teoría del mito es el síntoma más poderoso de la decadencia del racionalismo del pensamiento parlamentario”, escribe allí; y agrega que esto es cierto sobre todo en la medida en que, por primera vez en la era moderna, el fascismo plantea las perspectivas de “una autoridad basada en un nuevo sentimiento de orden, disciplina y jerarquía” (pp. 75-76).

El fascismo italiano representa, para el jurista alemán, el modelo a seguir por todos los intentos futuros de revertir la sublimación burguesa de la política y realizar una auténtica repolitización de la vida moderna: la democracia y el parlamentarismo solo podían ser superados por el poder irracional del mito nacional. Schmitt refiere al famoso discurso de Mussolini en Nápoles, el mismo 1922, antes de la Marcha sobre Roma, donde indica: “Hemos creado un mito, este mito es una creencia, un noble entusiasmo […] no necesita ser realidad, es un esfuerzo y una esperanza, creencia y coraje. Nuestro mito es la nación, la gran nación que queremos hacer realidad concreta; para nosotros”.

Repudiar muchos de los principios normativos del liberalismo, la idea del pueblo como una multitud a ser guiada y modelada, apelar a un mito nacional, son características existentes y rastreables hoy en partidos y movimientos de España, Italia, Francia, Escandinavia, Polonia, Hungría, Turquía, Rusia, Estados Unidos, Brasil, India, Israel, Japón, algunas expresiones del indianismo, ciertas formas seculares de nacionalismo árabe e interpretaciones político-mesiánicas del islam. Y también en Chile.

La explotación del miedo ha sido una constante de los movimientos extremistas de derecha. Normalmente, se abusa de situaciones existentes –como la criminalidad o crisis económicas– para asignarles un carácter casi estructural y ontológico que explicaría la necesidad de rescatar o volver a supuestos valores e identidades míticas en el tiempo. Los recientes éxitos de la extrema derecha en Israel y Estados Unidos, son una muestra de lo anterior.

En Israel, una nueva versión de kahanismo ha obtenido el suficiente éxito electoral como para ser un factor determinante en el nuevo gobierno de Netanyahu. Sus raíces se remontan a las ideas del rabino Meir Kahane, quien sostendrá la supremacía racial, cultural e histórica del pueblo judío. De igual forma, la legitimidad del uso de la violencia terrorista para alcanzar sus objetivos. Él morirá asesinado, y uno de sus seguidores, Baruch Goldstein, será el autor de la masacre de Hebrón ingresando a la Mezquita de Ibrahim provisto de granadas y un rifle de asalto con los que dio muerte a sangre fría a cerca de 29 árabes (y dejó heridos a otros 125). El partido kahanista, Kach, va a ser declarado una organización terrorista en los Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, entre otros países. Hoy, el partido Otzma Yehudit, cuyo líder Itamar Ben-Gvir poseía una foto de Baruch Golstein como signo de su admiración por él, jugará un rol relevante junto a otras organizaciones que combinan un sionismo religioso con ideas nacionalistas extremas en el nuevo gobierno de Israel. No ha sido ni una crisis económica ni la alta criminalidad lo que explican su emergencia, sino la incapacidad en las últimas décadas de la otrora poderosa y respetada izquierda israelita y del centro político de poder construir una narración que compita con la traslación del mesianismo al nacionalismo identitario.

En Estados Unidos, el que fuese el partido de Abraham Lincoln y de Nelson Rockefeller, es un baluarte del extremismo de derecha. El Partido Republicano ha cedido internamente a él, transformándose de forma significativa en un partido mainstream: anti-mainstream respecto de la tradición democrática americana. Donald Trump no es más que un nombre, un líder momentáneo, de un proceso mucho más profundo. En los años 60, desde la izquierda trotskista se generará un grupo de intelectuales conversos que, renegando de su pasado, desarrollarán una nueva forma de conservadurismo, militante, revolucionario, que buscará extender el modelo norteamericano (entendido de forma originaria como una combinación de virtudes, cristianismo y libre mercado) de forma global. Para eso desarrollaron revistas, centros de estudios, todo aquello que les permitiese ser competitivos en lo que entendían como una guerra cultural. Irving Kristol fue una de las figuras más sobresalientes de ese grupo.

Ronald Reagan les abrirá las puertas. Será el inicio de la alianza entre ese nuevo conservadurismo, un nacionalismo norteamericano y la base religiosa evangélica. Esta proseguirá y se acentuará con George W. Bush hijo. Trump es una variante distinta de ese proceso. Es la combinación de nacionalismo, valores reaccionarios para los grupos religiosos y una narración que pone el acento en la reconstrucción de unos Estados Unidos fuertes, más que en la expansión mundial de sus valores.

Los intelectuales conservadores norteamericanos han mutado también. El cientista político Patrick Deneen es un defensor de un catolicismo tradicional, que estructura su entendimiento de la política desde la separación entre élite y pueblo, con los primeros como representantes del progresismo liberal; y los segundos, encarnando aquellos valores no contaminados por la cultura de Nueva York, San Francisco ni Boston. En ese contexto, para ese mundo, el autoritarismo de Viktor Orban aparece como un modelo deseable; una suerte de nuevo paradigma.

En la película de Federico Fellini Armarcord, que es una reflexión semiautobiográfica de la vida bajo el fascismo en su natal Rímini, los fascistas son retratados de forma grotesca, casi como payasos. Son personajes burdos, sacados de un vodevil de baja factura, una suerte de anticipo de los Trump y Bolsonaro. Como muestra la historia italiana, son un circo que esconde una potencial tragedia inmensa. Cuando esta ocurre, los pueblos y su dirigencia política democrática tienen responsabilidad. Esa responsabilidad parece que los italianos la olvidaron. Prefirieron en la posguerra victimizarse, como si el éxito del fascismo hubiese sido el de un movimiento foráneo. Los pueblos no deben olvidar que no existen dictaduras prolongadas en el tiempo sin algún grado de complicidad de sectores muy extensos de la población (ese fue el caso en Latinoamérica, también).

Errores del liberalismo y de las fuerzas políticas democráticas, han sido el olvidar que un sistema debe ser defendido haciendo uso de la ley cuando se le busca quebrantar, pero también sin olvidar que la política implica –incluso en democracia– una batalla permanente por asentar de forma hegemónica los valores que dan sustento a ese sistema. Esa lucha no puede ser ganada solo con razones; se requieren pasiones, sentimientos. Con argumentos razonables propios de una discusión sobre los fundamentos del Derecho, nadie gana el alma de los votantes. Una autora como Judith Shklar sostendrá la imposibilidad de revivir en el mundo contemporáneo las antiguas virtudes cívicas, pero por eso la política democrática se debe basar en una permanente lucha, no por alcanzar el máximo bien, sino por evitar el máximo de los males: el advenimiento de la violencia, la crueldad hacia las minorías y el temor como reglas de convivencia.

Gonzalo Bustamante

NOTAS

1 Respecto del fascismo, ver los trabajos de Renzo de Felice, especialmente su biografía de Mussolini (cuatro volúmenes). Sobre el fascismo en general: Paul Corner, The Fascist Party and Popular Opinion in Mussolini’s Italy (Oxford University Press, 2012); y Zeev Sternhell, “Fascist Ideology”, en Fascism, A Reader’s Guide. Analyses, Interpretations, Bibliography (Walter Laqueur, ed.; University of California Press, Berkeley, 1976), pp. 315–376. Sobre el cine en la Italia fascista: Ruth Ben-Ghiat, Italian Fascism’s Empire cinema (Indiana University Press, 2015). Este año, con motivo de los cien años de la Marcha sobre Roma, apareció el libro de Aldo Cazzullo, Mussolini, Il Capobanda (Mondadori). Para quienes buscan una lectura de fácil acceso, pero profunda e inteligente, la obra de ficción sobre el ascenso de Mussolini al poder, de Antonio Scurati, M. el Hijo del Siglo, es imperdible.
2 Respecto del vínculo entre intelectuales y Mussolini, véase A. James Gregor, Mussolini’s Intellectuals (Princeton University Press, 2005). Sobre Pound, vid. www.newyorker.com/magazine/2008/06/09/the-pound-error.



1922-2022: EL RETORNO DE LO REPRIMIDO

A cien años de la “Marcha sobre Roma”, una admiradora de Mussolini encabeza el nuevo gobierno italiano. Contra todos los pronósticos, Bolsonaro llega a disputar con Lula la segunda vuelta presidencial en Brasil y pierde, pero por menos del 2% de los votos y quedando su sector muy bien representado en el Congreso y las gobernaciones. El fantasma de la extrema derecha y los nuevos fascismos recorre el mundo, mientras en Chile la revancha «facho pobre» en el plebiscito de salida de la nueva Constitución frustró los planes del progresismo y una santa jauría de intelectuales se dedica a diagnosticar y perseguir al «octubrismo» como único vestigio del espíritu de la revuelta chilena del 2019.

Este texto pretende dar luces sobre estos fenómenos, claramente interconectados, respetando en principio el temario de la ponencia presentada en un coloquio del 28 y 29 de abril de 2022.1

1. A pesar del uso generalizado del adjetivo «fascista», un siglo después de la aparición del fascismo histórico aún no existe mucha claridad sobre sus principales rasgos definitorios. A pesar de la abundante producción literaria en torno al tema, y a los mínimos consensos a los que han llegado los estudiosos del fascismo, en el lenguaje usual «fascista» designa cualquier forma de adhesión a un vagamente definido autoritarismo, totalitarismo o nacionalismo. Incluso es posible detectar que se califica de fascista a cualquiera que sostenga posiciones radicales en alguna materia, tal como cuando se tilda de «feminazis» a las feministas radicales, o cuando se equipara a la ultraizquierda con una forma de fascismo. Peor aún, la guerra en Ucrania nos muestra un curioso ejemplo: mientras los opositores a la operación especial rusa tratan a Putin de fascista, el líder ruso justifica su acción como una cruzada para la «desnazificación» de Ucrania.

2. En mi trabajo asumo, por un lado, que el fascismo no es eterno (como deducen muchos en base a un conocido discurso de Umberto Eco en 1995 sobre el ur-fascismus): como todo fenómeno social y político, el fascismo debe ser entendido como un producto específico de su tiempo, que fue el de la derrota de las revoluciones proletarias y la crisis del Estado liberal.2

De ahí la importancia de seguir estudiando el surgimiento de la ideología y los movimientos fascistas, que desde el Círculo Proudhon en Francia (1911), la Konservative Revolution alemana y la recepción nacionalista radical de las ideas de Jorge Sorel, hasta el triunfo de Mussolini y Hitler, la conformación del Movimiento Nacional-Socialista de Chile y el surgimiento del peronismo argentino, nos revela la existencia de un verdadero campo político e ideológico al que se bautizó con el nombre de su versión italiana; pero que, mientras más examinamos ese momento, más aparece como una heterogénea y muy diversa cantidad de formas y expresiones. Por eso algunos expertos como Roger Griffin han acuñado el concepto de “fascismo genérico”, donde se incluyen distintas formas de “ultranacionalismo populista y palingenésico”.

3. Por otra parte, si bien me parece erróneo e inexacto atribuir características de eternidad al fascismo o entenderlo como “encarnación del Mal absoluto” o “brotación de lo siniestro” (Oporto, 2015), creo que es posible apreciar un error simétrico en las versiones «excepcionalistas» que intentan acotar la existencia de movimientos y regímenes fascistas al período de entreguerras, declarando su muerte definitiva en 1945.

El fascismo no ha abandonado la escena como muchos creían. Después de 1945, nuevas formas de movimientos y regímenes, desde los explícitamente neofascistas (como el Movimiento Social Italiano en que militaba la adolescente Giorgia Meloni o el tremendamente exitoso Frente Nacional de los Le Pen en Francia) hasta las dictaduras latinoamericanas de los sesenta a los ochenta, han seguido expresando un «espíritu fascista» que no siempre logra aplicar un nuevo régimen fascista, pero cuya importancia en la conservación, reproducción y transformación de la dominación capitalista no podría ser ignorada.

Además de los movimientos y regímenes fascistas de ayer y de hoy, también es posible constatar que ciertas características del fascismo histórico después de 1945 y luego de 1968 se han incorporado al funcionamiento habitual de las democracias capitalistas occidentales, donde ya no existe una distinción clara entre biopolítica y tanatopolítica, estado de derecho y estados de excepción.

Ya en 1967 Debord decía que algo del fascismo habría sobrevivido en el espectáculo triunfante, por haber sido una de las fuerzas contrarrevolucionarias que liquidaron al viejo movimiento obrero3. El mismo año, Adorno había dicho en una conferencia que “en todo momento siguen vivas las condiciones sociales que determinan el fascismo”.

En un texto reciente, Lazzarato (2020) destaca la profunda vinculación entre neoliberalismo y nuevas formas de fascismo que se instalan como una respuesta contrarrevolucionaria al movimiento de 1968, cumpliendo la función de «violencia fundadora» del neoliberalismo.

A partir de la crisis del 2008, los nuevos movimientos fascistas emergen haciendo ocupación del terreno abandonado por la izquierda (la lucha de clases), dándole un giro nacionalista y reaccionario. Esa es la base real del actual crecimiento espectacular, y hasta ahora imparable, de la nueva ultraderecha.

4. Con todo, la definición a efectos taxonómicos de un «fascismo genérico», si bien nos permite identificar las diferentes ramas de la gran familia fascista, no debería hacernos pasar por alto sus enormes diferencias y contradicciones internas, como tampoco la posibilidad de que, a partir de una matriz en los fascismos del siglo XX, hoy en día varios movimientos estén derivando o mutando en direcciones múltiples e impredecibles que aún no podemos ponderar muy bien. Baste con considerar las derivas cuasi-izquierdistas del sector histórico de la Nouvelle Droite de Alain de Benoist, el atractivo que ejercen las teorías del fascista eurasiático Dugin sobre ciertos sectores de la izquierda nacional-popular que, más que anticapitalista, es anti-EE.UU.; o el surgimiento del etnocacerismo peruano con su programa de racismo cobrizo que, bajo el liderazgo de Antauro Humala, bien podría calificar de «fascismo andino decolonial».

En Chile, a una hasta hace poco reducida familia de pinochetistas despistados (puesto que la dictadura fue neoliberal y no nacional-corporativista), más algunos residuos nacional-sindicalistas, pandillas de skinheads y hitleristas esotéricospublicando revistas como Ciudad de los Césares, se han agregado nuevas camadas como los social-patriotas de Pedro Kunstmann, Sebastián Izquierdo y Capitalismo Revolucionario, el «Team Patriota» de Pancho Malo, el Partido Republicano, sectores «tercerposicionistas» como el diputado Rivas o provenientes del «fascismo agrario» del APRA como la diputada Naveillán, ambos integrados al Partido de la Gente; e incluso duginistas como el Círculo Patriótico Chile (Praxis Patria)4, abarcando así un amplio espectro de posiciones neo y posfascistas, de derecha, izquierda y «ni-ni» (ni de derecha ni de izquierda).

Como lo expresó Diego Luis Sanromán en su tesis doctoral sobre la Nueva Derecha, “el gen fascista ha mutado y en ocasiones no es fácil identificarlo”. Y si de entrada este objeto de estudio ha resultado siempre confuso por lo flexible y contradictorio de su discurso, hoy en día la complejidad se agudiza adicionalmente por efecto de 50 años de «contrarrevolución neoliberal», que ha logrado prácticamente borrar la memoria histórica de las revoluciones y luchas proletarias contra las cuales el fascismo histórico surgió, y sin consideración a las cuales no se comprende ni el tipo ni la magnitud de la tarea que cumplen el fascismo y el «populismo de derechas» en la salvación del orden social del capital.

5. Una dificultad recurrente para identificar las formas actuales en que se expresa y ha mutado este gen, es que, tal como dijo Mark Fisher, “el fascismo posmoderno es un fascismo negado”, que sigue una estrategia de “rechazar la identificación prosiguiendo con el programa político”, adaptándolo a las condiciones del siglo XXI (Fisher, 2006).

La negación de la identidad o del origen fascista es una consecuencia inevitable del estrés postraumático de masas e intergeneracional que se produjo después de 1945 (Griffin, 2022). Pero el procesamiento de dicha experiencia traumática corre a cuenta de la democracia liberal. Así, resulta funcional a una visión deshistorizada del fascismo la tendencia a entenderlo como parte de la más amplia familia del totalitarismo, como una malévola aberración histórica, expresión de una lucha eterna entre el bien y el mal, que es la visión que acompaña el mega-relato de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.

En este discurso, que podríamos denominar como «el antifascismo de los liberales», no se problematiza la violencia fundadora del capitalismo mismo, ni las numerosas masacres cometidas por cada Estado de su propio bando en tiempos de paz, ni los crímenes de guerra de los Aliados, como las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. No: el fascismo sólo sería imputable a lo que Popper llamó los «enemigos de la sociedad abierta».

Inevitablemente, esta mirada excepcionalista, liberal y moralista del fascismo alimenta el mito y la identificación profunda de sucesivas camadas de neofascistas con aquello que «el sistema» presenta como el Mal absoluto. Mientras ninguna corriente política (liberalismo, anarquismo, socialismo) se entiende a sí misma como «eterna», los integrantes de CasaPound Italia, una red de okupas en versión contracultural de ultraderecha, se autoproclaman orgullosamente “fascistas del tercer milenio”.

Como recalca Emilio Gentile, “la tesis del eterno retorno del fascismo puede favorecer la fascinación por el fascismo de los jóvenes que poco o nada saben del fascismo histórico, pero se dejan sugestionar por su visión mítica, que se vería agigantada ulteriormente por la presunta eternidad del fascismo”, sintiéndose orgullosos de formar parte de “un movimiento al que un gran intelectual antifascista le ha atribuido eternidad, aunque lo haya hecho metafóricamente y para condenarlo” (Gentile, 2019: 12).

Deshistorizar el fascismo ayuda a mitificarlo: en tanto máquina de producción mitológica, es precisamente en ese nivel donde el fascismo se siente más a gusto y extrae toda su fuerza.

6. Historizar el fascismo consiste en desmitificarlo para tratar de comprender las razones objetivas y materiales de su surgimiento y las funciones objetivas y subjetivas que cumple en la guerra de clases. En esa tarea también es necesario estudiar la ideología fascista y sus distintas metamorfosis y modulaciones. Que el fascismo histórico siempre haya sido más un movimiento práctico que una elaboración teórica (existieron los fascios como forma organizativa desde mucho antes que se empezara a hablar de «fascismo») no impide reconocer la importancia que tuvo y sigue teniendo en su existencia la dimensión propagandística e ideológica, medida y clave de su éxito, antes que la forma característica de «partido-milicia» con que hizo su espectacular aparición hace un siglo.

Una gran debilidad de la mirada izquierdista en relación al fascismo, probablemente fruto de la contaminación con la perspectiva demoliberal, es que tiende a verlo como una expresión monolítica: un solo gran «nazifascismo» que produce y practica una forma estática de pensamiento único. Nada más alejado de la realidad. Desde sus inicios, el fascismo es una «ideología fuzzy» (Eco, 1995), capaz de digerir y amalgamar todo tipo de influencias, desde Sorel y el sindicalismo revolucionario al anarcoindividualismo, de Stirner y Nietzsche al futurismo y el nihilismo. Pero como dijo Adorno en la ya aludida conferencia de 1967, no debemos subestimar estos movimientos por su “ínfimo nivel intelectual” y “falta de teorización”. Muy por el contrario, su éxito depende precisamente de la extrema flexibilidad y capacidad parasitaria de su ideología.

7. Tal como ocurre con el concepto de anarquía, que significa algo bien diferente para los anarquistas que para el resto del mundo, captar la complejidad y especificidad del fascismo requiere estudiar la manera en que es entendido por los propios fascistas.

Así, la obra de Julius Evola resulta bastante interesante, en tanto conceptualiza y observa al fascismo desde la derecha tradicionalista. Una de las diferencias principales de Evola con el régimen fascista italiano era que el denominado “mago negro del fascismo” rechazaba la religión judeocristiana y reivindicaba un “imperialismo pagano” ario y nórdico, incompatible con el catolicismo. Estas posiciones, publicadas en títulos como Imperialismo pagano (1938) y Rebelión contra el mundo moderno (1934), mientras era consejero de Mussolini en materia de “romanidad”, le causaron serios problemas al régimen con una indignada Iglesia Católica, que no vaciló en denunciar a Evola –que durante los años veinte, en tanto poeta, había pululado por el dadaísmo y las vanguardias para luego fundar el grupo esotérico UR– como un instrumento de Satanás. Cuando el régimen se orientó hacia el catolicismo, Evola fundó la revista La Torre, en cuyo n° 1, de febrero de 1930, afirmó: “Nosotros no hacemos política… defendemos ideas y principios. En la medida en que el fascismo siga y defienda tales principios, en esa misma medida nosotros podemos considerarnos fascistas. Y nada más”.

En Biología del fascismo, un detallado y certero análisis realizado en 1925, Mariátegui distingue un “ultrafascismo” –que va “del fascismo rasista o escuadrista de Farinacci al fascismo integralista de Michele Bianchi y Curzio Suckert”–, y una tendencia moderada, conservadora, “que no reniega del liberalismo ni del Renacimiento, que trabaja por la normalización del fascismo y que pugna por encarrilar el gobierno de Mussolini dentro de una legalidad burocrática”. Más aún, el marxista peruano señala que el fascismo no se debe a Mussolini sino que todo lo contrario, y que si bien D’Annunzio no puede ser considerado un fascista, el fascismo en cambio sí que se basa en la experiencia de Fiume y es íntegramente d´annunziano5.

Lo anterior nos lleva a entender –como hace el fascista italiano Giorgio Locchi en un homenaje a su correligionario Adriano Romualdi, muerto en 1973– que “el fascismo pertenece a un campo, opuesto a otro campo, el igualitarista, al cual pertenecen democracia, liberalismo, socialismo, comunismo. Es este concepto de campo lo que permite captar la esencia del Fascismo, del mismo modo que permite captar la esencia de todas las expresiones del igualitarismo” (Locchi, s/f).

Para este jurista italiano que por un tiempo fue compañero de ruta del grupo GRECE y la Nouvelle Droite francesa, un rasgo definitorio de todo movimiento fascista es la concepción tridimensional del tiempo, que le permite afirmarse “como conservador (o reaccionario) y simultáneamente revolucionario (o progresista)”. Pero dentro de este campo existe espacio para una diversidad de posturas: “en el seno de un mismo movimiento fascista, personalidades de primer nivel expresan y defienden filosofías y teorías bastante diferentes, a menudo poco conciliables entre ellas e incluso opuestas”. A modo de ejemplo, “la filosofía de un Gentile no tiene nada en común con la de Evola; Baumler y Krieck, filósofos y catedráticos, eran nacionalsocialistas y nietzscheanos, pero el nacionalsocialista Rosenberg, en cambio, criticaba duramente aspectos destacados del pensamiento de Nietzsche” (ibid.). Los movimientos fascistas de la primera mitad del siglo serían, para Locchi, “la expresión política, inmediata e instintiva, de un nuevo sentimiento del mundo que circula por Europa a partir ya de la segunda mitad del siglo XIX”. Este sentimiento era el de “vivir un momento de trágica emergencia”, y por eso los fascistas “se precipitan a la acción obedeciendo a este sentimiento; se movilizan políticamente pero, al contrario que otros partidos y movimientos, no hacen referencia a alguna concreta filosofía o teoría política y asumen más bien casi siempre un comportamiento antiintelectualista” (ibid.).

8. La identificación de los viejos y nuevos fascismos con la «extrema derecha» es, en nuestro tiempo, casi automática.

Y si bien es cierto que –siguiendo el esquema de Bobbio (1997)–, al ser al mismo tiempo radicalmente anti-igualitario y autoritario, el fascismo debería ser ubicado en ese extremo de la díada derecha/izquierda, no podemos pasar por alto que: a) el fascismo histórico no se presenta inmediatamente como conservador/reaccionario, sino como revolucionario e incluso anticapitalista; b) el fascismo histórico y varios neo y posfascismos hasta el día de hoy declaran obsoleta la distinción derecha/izquierda, cuando no asumen abiertamente estar “más allá de izquierdas y derechas” (como Alain de Benoist, que en otros momentos ha declarado sentirse “de derechas y también de izquierdas”, o Diego Fusaro que reivindica “ideas de izquierda y valores de derecha”) o defienden un “pensamiento transversal” que integra diversos elementos procedentes de las distintas corrientes «antisistémicas»; c) desde hace al menos cien años han existido corrientes nacional-revolucionarias que han mirado con simpatía a la Unión Soviética, o que propusieron híbridos como el «nacional-bolchevismo» de Niekisch (retomado en los noventa en Rusia por Limonov y Dugin), y diversas formas de «fascismos de izquierda».

Esto, que es una realidad histórica irrefutable, no hace ningún sentido en las mentes de los izquierdistas promedio, que no pueden imaginar un fascismo que no sea «de derechas», cuando en rigor la asociación más fuerte entre derecha y fascismo se produjo después de 1945, cuando las escasas formaciones neofascistas existentes se situaron contra la URSS y el comunismo en el escenario de la Guerra Fría. Hoy en día, no resulta nada casual que la extrema derecha aparezca geopolíticamente dividida entre los apoyos a Ucrania y Rusia, y que a pesar de la fuerte presencia de agrupaciones neonazis como el movimiento Azov en Ucrania, la mayoría de los neo y posfascistas actuales apoyen a Putin6.

9. Como señala el barón Julius Evola, tradicionalista esotérico al que Bobbio calificó como un “completo delirante” e “intelectual de medio pelo”, antes de la creación del régimen demoliberal y su sistema de partidos el concepto de derecha no tenía mucho sentido, pues lo que existía en el Antiguo Régimen era un partido de gobierno y una oposición que actuaba “dentro del sistema” sin aspirar a cambiarlo radicalmente. Luego de 1789, la derecha se constituye como la antítesis de las posiciones de la izquierda.

Nunca está de más recordar que el origen histórico de la distinción/oposición entre derecha e izquierda estuvo en la ubicación espacial de los delegados con diferentes orientaciones doctrinales y de clase en la Asamblea Nacional Constituyente de 1789, durante la primera fase de la Revolución Francesa. En esa ocasión, al debatir sobre el rol de la autoridad real frente al poder de la asamblea popular constituyente, los delegados que eran partidarios del veto real (en general, miembros de la aristocracia o el clero) se ubicaron a la derecha del presidente, por ser el espacio tradicionalmente usado como lugar de honor, tal como se dice de Jesucristo que estaría sentado “a la derecha del Dios padre”. Por el contrario, quienes se oponían al poder de veto del rey se ubicaron a la izquierda, y se designaron a sí mismos como «patriotas».

Algo que uno suele olvidar es que la derecha tradicionalista y aristocrática es antiburguesa y puede presentarse incluso como “anticapitalista” (si por capitalismo entendemos su fase o faceta liberal). Por eso, para Evola, que como él mismo anuncia observa al fascismo desde la derecha o más allá del fascismo, a mediados de los 60 no existía ya una “Derecha auténtica”, con D mayúscula, opuesta a la llamada “derecha económica” o burguesa, que incluiría a la “derecha liberal”: un contrasentido para los tradicionalistas que creen en una derecha “depositaria y afirmadora de valores directamente ligados a la idea del ‘Estado verdadero’”, con valores centrales superiores a la oposición entre partidos, “según la superioridad comprendida en el concepto mismo de autoridad o soberanía tomada en su sentido más completo” (Evola, 1964).

10. Desde 1789 hasta ahora, la dicotomía derecha/izquierda subsiste, dado que es útil para señalar amigos y enemigos en la arena política, pero esta permanencia no ha sido estática, sino que muy dinámica. Así, la burguesía revolucionaria y patriota que hace 230 años se sentaba a la izquierda pasó a ser luego de centro, o de derecha liberal, y terminó aliándose con la derecha conservadora cuando se tuvo que enfrentar al surgimiento de una izquierda socialista obrera y popular.

La cuestión de la vigencia u obsolescencia de la división derecha/izquierda ha sido constantemente abordada por Alain de Benoist, fundador del GRECE7 y principal teórico de la llamada Nouvelle Droite.

Exponiendo en detalle la evolución de su pensamiento, Sanromán destaca que, para De Benoist en 1994, los tres debates históricos en que se manifestó la oposición entre derecha e izquierda, y que entiende ya obsoletos en ese momento, fueron: a) la cuestión de las instituciones, que enfrentó a los partidarios de la República con los defensores de la Monarquía (constitucional o de derecho divino); b) la cuestión religiosa, en que los partidarios de una “concepción ‘clerical’ del orden social” se oponen a los que “abogan por una visión laica de la justicia y el Estado; c) la cuestión social, que es el tercer y último debate, centrado en la discusión sobre “el papel del Estado en la regulación de la actividad económica y en el problema de la redistribución de la riqueza”. Así, para De Benoist, a partir de la revolución soviética, ser políticamente de izquierdas “no es ya solamente ser republicano (puesto que todo el mundo es republicano), ni siquiera es ser laico (puesto que ya hay católicos de izquierda). Es ser socialista o comunista” (citado por Sanromán, 2008: 173).

Con la desaparición del «bloque socialista» a inicios de los 90, la dicotomía izquierda/derecha vuelve a mutar, generando un cierto consenso en la gestión del poder político por parte de derechas e izquierdas moderadas que aceptan administrar el modelo neoliberal renunciando a la idea misma de un cambio social profundo, lo que por un lado tiende disolver los antiguos límites entre ambos polos, y por otro genera un terreno de indistinción que trata de ser aprovechado por nuevos fascismos y nuevas formas de ultraderecha que han aparecido con fuerza desde la crisis del 2008, conquistando importantes cuotas de poder político y social.

11. La nueva oleada de extrema derecha, que se expresa desde 2008 cada vez con más fuerza, causa bastante confusión y debates. Para algunos, se trata sencillamente del viejo fascismo bajo nuevos ropajes, o de mutaciones y adaptaciones del gen fascista que se presenta de nuevas formas, más o menos diferentes y desplazándose en direcciones que aún cuesta reconocer (eso es lo que intenta designar la etiqueta de «posfascismo», tal como la explica Enzo Traverso). En la medida que estas «nuevas derechas» son ultranacionalistas y xenófobas, no es difícil reconocer el gen fascista. Pero también existen otras dimensiones del fenómeno que cuadran mejor en la etiqueta de los populismos o de la «derecha radical», que según varios expertos sería al menos respetuosa de las formas de la democracia, lo cual las alejaría de la tentación extremista propia de la ultraderecha «antisistémica».

Expertos como Steven Forti (2021) llaman a no confundir todo este fenómeno con una nueva forma de fascismo, puesto que, en primer lugar, se trataría de un reduccionismo que no nos permite entender la complejidad de estos fenómenos en lo que tienen de realmente nuevos; y en segundo lugar, porque etiquetar de «fascistas» a todos los que votan por Trump, Bolsonaro, Le Pen o Meloni es contraproducente, pues puede impulsar y reforzar la identificación de una gran cantidad de gente hacia las expresiones más virulentas y peligrosas de la actual «derecha alternativa».

Pero como ha dicho hace poco Enzo Traverso (2019), partidario en general de un uso acotado del concepto fascismo, “el posfascismo está creciendo en todas partes y no sabemos el desenlace de su proliferación”. Si bien “podría mantenerse en el marco de la democracia liberal, también podría experimentar una nueva radicalización, especialmente en el caso de un colapso de la Unión Europea, que es uno de sus objetivos”. Las premisas de ambos desarrollos ya existen, así que de producirse la segunda opción “nos veríamos compelidos a reconocer que el fascismo no fue un paréntesis del siglo XX”, pasando así a ser un “concepto transhistórico”.

En Chile se podría decir lo mismo: tratar de «fachos pobres» al 40% que vota por Kast o al 62% que votó Rechazo en el plebiscito de salida de la nueva Constitución no sólo dice más acerca del carácter cuico progre de quien formula el insulto, sino que no nos ayuda para nada a tratar de entender con qué factores sociales y culturales, objetivos y subjetivos, está conectando este verdadero «retorno de lo reprimido», que a la vez que es un efecto de cincuenta años de contrarrevolución posmoderna y neoliberal, es una horrible anticipación de un futuro que ya está ante nuestros ojos y frente al cual sólo podemos por ahora oponer algo de lucidez y conciencia histórica, como parte de las tareas mínimas de lo que alguna vez Walter Benjamin designó como la “organización del pesimismo”.

12. Hace casi un siglo, José Carlos Mariátegui, en su Biología del fascismo, oponía el misticismo revolucionario de los comunistas al misticismo reaccionario de los fascistas, y concluía que “la batalla final no se librará, por esto, entre el fascismo y la democracia”. Poco después de eso, Walter Benjamin oponía la “politización del arte” (comunismo) a la “estetización de la política” (fascismo). Hoy en día, como señala el subtítulo del ya referido libro de Lazzarato, la lucha debería plantearse abiertamente como lo que es, en estos términos: fascismo o revolución.

Julio Cortés Morales

NOTAS

1 En aquella ocasión, la ponencia se tituló “1922-2022: ¿Al fascismo sabremos vencer?”. Decidí modificar el subtítulo, pues en esta ocasión, a diferencia de en la ponencia, no me referiré a la cuestión del antifascismo.
2 Cuando en 1938, al decir de Trotski, “las condiciones ya maduras para la revolución proletaria se comienzan a pudrir”. En ese momento la suerte ya estaba echada en España, el estalinismo había ahogado las perspectivas revolucionarias en varios momentos decisivos y se venía encima una nueva guerra mundial: la “medianoche del siglo”, en palabras de Victor Serge.
3 Ver la tesis 109 de La sociedad del espectáculo.
4 Este grupo llamó a votar por el estalinista Eduardo Artés en las elecciones del 2021. Tratan de diferenciarse de lo que llaman «rancionalismo» (el nacionalismo rancio de grupos nacionalistas reaccionarios) y de los «patriotas» de la derecha pinochetista, y reivindican en cambio a Raúl Pellegrin y al Frente Patriótico Manuel Rodríguez en su intento fallido de ajusticiar a Pinochet en septiembre de 1986, pues “con máxima entrega por la liberación de la patria, toman en sus manos las armas con las que iban a dar fin a quienes traicionaron sus juramentos, y que saquearon, torturaron al Chile auténtico; obrero y campesino”. El 4 de octubre del 2022 realizaron una entrevista virtual con el «marxista hegeliano» Carlos Pérez Soto.
5 El 12 de septiembre de 1919, el poeta D´Annunzio invadió con una pequeña columna rebelde la ciudad adriática de Fiume (perteneciente a la actual Croacia, en ese entonces Yugoslavia). Esta experiencia fue mirada con simpatía por Gramsci, y Lenin estuvo a punto de responder el telegrama enviado por el poeta, evitando finalmente hacerlo para no incomodar a los socialistas italianos. Bordiga, en un informe a la Internacional Comunista, señala que en el momento más difícil el movimiento fascista “halló un apoyo en la expedición de D’Annunzio a Fiume, de la que sacó una cierta fuerza moral”, pues “en esa época se inicia su organización y su fuerza armada, aunque el movimiento de D´Annunzio y el fascismo sean cosas distintas” (Bordiga, 1922).
6 En el caso chileno, confluyen en dicho apoyo a Rusia “contra el orden globalista neoliberal” desde la revista Ciudad de los Césares al Movimiento Social Patriota y los ya referidos duginistas de Praxis Patria.
7 Grupo de Investigación y Estudios para la Civilización Europea. Fundado en 1968. Sus principales publicaciones fueron Nouvelle École y Eléments. Véase https://www.revue-elements.com/tag/nouvelle-droite/


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