Ilustración: Emiliano Caisso

Perdía la mirada más allá, estirando el cuello grasoso para pescar algo que le explicara el tumulto aquel. Pero el sol le daba de frente en la cara y la transpiración le caía desde las cejas, empañándole la visión. Maldijo el calor del verano y volvió a su asiento de cemento. Hacía al menos cinco minutos que la gente se venía amontonando unas cuadras más arriba por la Avenida Alem y él ahí, clavado sin saber lo que estaba pasando. La sombra que caía desde la caja de luz del poste hacia la vereda se estaba poniendo cada vez más ancha, por lo que calculó que debían ser cerca de las dos de la tarde.

Buscó distraer la intriga volviendo a leer por enésima vez en el día el cartelón blanco de MEDEA. Lo habían colocado una semana atrás sobre la fachada de la panadería, el punto más visible de ese cruce pestilente de calles en la periferia de Córdoba. “Hijo de Cristo: éste es tu año” rezaba el letrero, y lo devolvía siempre a la duda acerca de si él también era un hijo de Cristo. No se animaba a responder la cuestión de manera categórica, pero al menos llegaba a abrigar una certeza: fuera o no él un hijo de Cristo, este año malparido no parecía ser su año.

Mientras esperaba una nueva oleada de autos, jugó a hacer deslizar la suela gastada de las zapatillas en la piedra redondeada del cordón de la vereda. Hacía como que casi se caía a la calle, pero no… pasaba del equilibrio inestable a un deslizamiento suave que lo entregaba a la seguridad del llano del asfalto. Al saludarlo de lejos, lo interrumpió en su juego la dueña de la verdulería. Acababa de bajar la persiana de su comercio y se estaba por subir a su auto. Como él, cambiaba en verano el horario de su jornada laboral. Arrancaba más tarde a la mañana y se quedaba hasta más tarde por la noche. La diferencia entre ellos era que él hacía horario corrido y ella no: cortaba por tres o cuatro horas porque trabajar en las siestas de enero es sólo para los guapos y la verdulera, con seguridad, prefería pasarlas en algún rincón freso y oscuro de su casa.

 Escuchó una frenada que lo sacó del sopor y se acercó enseguida blandiendo su herramienta. El conductor bajó la ventanilla apresurado y le hizo un ademán para que se acercara a conversar. Mientras le hablaba, él pudo sentir el chorro violentamente fresco del aire acondicionado que salía de adentro del vehículo:

—¿Qué pasó allá arriba que vengo viendo patrulleros a lo loco?

—Ni idea… escuché los disparos hace un rato, pero no alcanzo a ver nada desde acá… ¿le limpio?

El conductor accedió y él comenzó como siempre, estirando su tórax sobre el capot para llegar al costado derecho del parabrisas. Sintió la chapa caliente debajo de la remera, que le recordó el vacío del estómago. Pasó enseguida a escurrir el agua con brutalidad, buscando que lo salpicara para refrescarse. Como con el resto de los autos de la última semana, constató que su técnica había ganado en rapidez y precisión en los movimientos. Todavía le quedaron unos segundos antes del verde del semáforo, así que pudo esperar tranquilo que el cliente revolviera los bolsillos. La paga resultó menos lastimosa que la vez anterior, así que volvió animado a pararse junto al poste.

Un tipo venía bajando por la Avenida Alem en sentido contrario al tumulto, y todavía se daba vuelta para seguir mirando el foco distante del hormigueo humano. “Un choro… me parece que bajaron un choro” le gritó, porque le vio la curiosidad en el rostro. Él se quedó todavía unos minutos más sumergido en el flujo apurado de autos, haciendo el ademán del palo y la mano en alto para ofrecer sus servicios. Cuando se terminó de decidir juntó sus dos pertenencias y las metió abajo de una columna de hierro de tres patas. Con ponerlas ahí, a la vista de todos, se sabría que el dueño de ese palo y de ese balde andaba cerca. Y se sabría también que ése era el dueño de la esquina.

Inició la marcha con un trotecito que comenzó a ralentizar al acercarse al centro de la escena. Vio una familia entera parada en la puerta de una casa, orientada hacia el lugar del hecho y con un gesto de seriedad en el rostro. La más joven del grupo era una nena muy chiquita, que luchaba con la mano que su madre le había puesto sobre los ojos.

El cadáver yacía boca arriba en el asfalto gris, sin sábana o bolsa que lo cubriera. Tenía una zapatilla medio salida, que dejaba ver el talón sin media. Un arroyito de sangre corría por el costado de la boca del muerto. La sangre bajaba hasta tocar la vereda y ahí se convertía en una mancha oscura. “Le dieron el tiro en la cara”, escuchó que le explicaba un vecino a otro.

Más allá, algunos policías rodeaban a un hombre de unos cincuenta años. Se veía agitado, pero charlando resuelto con los efectivos. Unas horas más tarde, en el noticiero de la noche, explicarían que el hombre era un policía de civil. Estaba comprando una puerta en el negocio de aberturas que el muerto había querido robar. En medio del atraco, logró atacar al maleante y ultimarlo con su arma reglamentaria.

Vio un taxi que paró en doble fila y puso balizas. Ningún pasajero descendió por la puerta trasera, pero el que sí se bajó del auto fue el chofer. Caminó hasta apoyarse sobre el baúl cerrado y se dispuso a observar la escena de brazos cruzados. Pareció escrutar con pericia los hechos hasta llegar a una conclusión imparcial que decidió arrojarle a él, que justo pasaba a su lado. “Uno menos”, le dijo con satisfacción. Él se sintió obligado a responder. “Sí, uno menos”, contestó.  

Los adolescentes del barrio se acercaban en banditas al cuerpo, atraídos y repelidos al mismo tiempo por el bulto inerte. En soledad, buscaba alejarlos un único efectivo policial. Como no ponía mucho empeño en la tarea, los chicos y las chicas volvían como moscas. Finalmente pasó lo que se sabía que iba a pasar: como en un dominó de tentación incontenible, los jóvenes sacaron sus celulares para fotografiar al muerto. Algunos lo hicieron desde una distancia prudencial, pero otros se animaron a más y se tomaron selfies con el cadáver de fondo. Recién en ese punto el policía redobló sus impotentes esfuerzos.

Él observaba con detenimiento la secuencia, cuando se acordó del balde y del palo escurridor. Su paseo ya se estaba extendiendo demasiado, así que se fue volviendo para su esquina. Mientras deshacía el camino, sintió de nuevo el sol castigándole el rostro. Le pareció un reflector encendido que lo apuntaba desde el cielo para hacerle apurar el paso inquieto. No iba pensando en la sangre que brotaba ni en las piernas tiesas del muerto. Pero sí volvía su mente una y otra vez al talón que la zapatilla floja había dejado al descubierto. Se preguntó si esa mañana, al levantarse y calzarse, el ladrón no se habría ajustado bien los cordones porque ignoraba que hoy le tocaría morir.

Lucía Caisso