Hace un rato nomás, por el camino de la costa, salieron los tres que venían de Corrientes o Santiago del Estero, alguna de esas provincias quemadas por el sol. No se sabe muy bien cuál. O, mejor dicho, el Niño no sabe muy bien de dónde vinieron los peones, los cuatro, contando al más joven, que alquilaron días atrás la casa de unos viejos que le dieron para cuidar. Por los destrozos, dijeron los dueños, y que si le podés echar una mirada.

Como bichos de los pozos, los hombres borbotearon en montones para probar suerte en los campos de la aceitera. Hablaron corto y no les pudo adivinar la tonada. Tampoco que el Niño hiciera esfuerzos por saber. Ahora se deja estar en la reposera mirando el camino de la costa mientras espera que algo pase por allá: un animal, un auto, uno de los mosquitos de la aceitera cargado hasta el tope.

Está seguro que, si aguzara el oído, podría escuchar el quejido del otro, el más joven, el que está en la piecita del fondo y raspa con sus toses la serenidad del afuera. Casi lo oye, o cree oírlo, como si desgarrase la tarde. Por no tentar la suerte y para no buscarse más problemas de los que tiene, el Niño silba en un tono medio y sin escalas, un silbido continuo que mantiene el mismo acorde desde su inicio y que se va desinflando a medida que vacía los pulmones. Vuelve a silbar, pero el tono es más agudo. Una vez que la agitación descompasa el silbido y lo convierte en puro intento, el Niño golpea con los dedos el apoyabrazos de la reposera: un tamborileo discreto, al principio, que después repiquetea y convierte en marcha militar para, unos segundos más tarde, explotar en guarania. Ahí se queda sin pensar, en el mismo vaivén de los dedos, hasta que los ruidos de la pieza del fondo se aminoran y otra vez el camino de la costa se alza en mole ante sus ojos.

Retuerce el cuello el Niño hasta donde puede. Los músculos amodorrados por los trabajos de la mañana le estrujan los hombros. No hizo mucho: apenas unas cajas de mercadería que llevó temprano a una familia de Las Ranas y un tanque de agua que ayudó a bajar de la chata en una de las quintas. Hasta ahí nomás. Tampoco lo iba a subir por las monedas que le habían ofrecido. Demasiado esfuerzo por nada, como la mayoría de las veces. El Niño no es de andar quejándose, pero tampoco tonto. Sin embargo, los músculos tensos y el Niño que se retuerce y trata de masajear uno de los nudos de la espalda con los huesos de la reposera.

Debe de ser el ir y venir desde el pueblo y la tensión de saberse el que vigila las paredes, las puertas, el terreno y las cañerías de la casa los que cargaron de cansancio el cuerpo. No es para cualquiera esto, piensa, y estira los brazos por encima de la cabeza. La reposera chilla, cómo no, con los años que tiene. En unas horas, cuando las aspas del día amainen su movimiento y algo de todo ese calambre acumulado desde la mañana se vea golpeado por el atardecer, el Niño volverá, como cada fin de jornada, a aplacar los ruidos que se han ido desacomodando en su cabeza.

Pero hace un rato nomás, antes de que los tres le pidieran por favor la chata y salieran por el camino de la costa con los ojos cargados de oscuridad, la misma oscuridad que ahora marchita la casa, el mayor dijo que a ver si tenían suerte y alguien les respondía o les explicaba dónde podían llevarlo. No es que quiera molestar, por supuesto: aunque sea algo, ¿no? Aunque sea. Que alguien les podría dar una mano en la aceitera, tal vez, mandar a alguno para que lo revisara; que aquel todavía no vuelve y ya va siendo hora de que lo atendieran.

El Niño prefirió no entrometerse. Lo primero que hizo fue empujar con el pie el trapo de piso que estaba en la entrada de la casa hacia donde se encontraban los otros tres. Después se hace un chiquero, dijo, y señaló con la cabeza las puntas de acero. Solícitos, uno detrás de otro se refregaron las suelas. El mayor, mientras golpeaba el borcego contra el trapo para quitar los restos de barro dijo, como si hablara con los otros dos, aunque mirándolo al Niño, que es raro que el de la aceitera todavía no volviera, si pudiéramos ir al pueblo alguien nos podría atender, no sé, una ayuda. Uno de los otros dos amagó con apoyar las manos en la mesa para sostenerse, pero el mayor le dijo que no con la cabeza. El otro guardó las manos detrás del cuerpo escondiendo la roña.

Ya en medio de un vaivén de piernas y barro y sudor, el Niño entendió que estaba siendo arrastrado a un revoltijo de cuerpos que se movían nerviosos por la cocina y que lo mejor sería calmar los ánimos. Andarse con cuidado. Por eso levantó los hombros y dijo que, si hacen rápido, sí, les presto la chata, vayan a ver si los atienden. Yo no creo que haya nadie. Lo único que, si hacen rápido, nomás. Tampoco los puedo esperar todo el día.

El mayor de los cuatro sacudió las manos en el pantalón de trabajo, se acercó al Niño y dijo que mejor no molestar al hombre porque seguro tenía mucho que hacer. A ver cómo se arreglaban para llegar al pueblo. Mientras hablaba, el hombre extendió la palma en dirección al Niño como si pidiera limosna. A pesar de los golpes en el pantalón, el Niño se dio cuenta de que el otro tenía las manos percudidas y pensó que en ningún momento le habían pedido que informara sobre lo que hacían aquellos cuatro ni que se metiera en sus cosas, así que se limitó a darles la llave de la chata para que después no dijeran que él los había dejado tirados.

El Niño descorre la atención del adentro de la casa e intenta salirse de ese enredo con los ojos colgados más allá del camino de la costa. Mientras, los tres no dejaban de repetir que un ratito y ya estaban de vuelta; y que si podía echar una mirada de vez en cuando, si no es mucha molestia. En la pieza del fondo, el más joven pedía algo para tomar porque se le hacía fuego la boca.

La tarde trepa por el camino de la costa. Escucha uno de los colectivos que llevan a la aceitera para el cambio de turno. Cada ocho o nueve horas pasa por el centro a recoger a los peones, hace el viaje hasta las afueras del pueblo y retorna con los que regresan a sus casas. El Niño balancea el cuerpo y, ayudándose con los brazos, se levanta de la reposera. Camina lento porque la tarde es suya y de nadie más. O pareciera. La siente caer sobre su cuerpo: tan tranquilo y con esas vistas, tan ordenado el patio, con el aire limpio que refresca la frente a esta hora de la tarde.

El ruido del colectivo le avisa de que todavía no ha pasado el badén. Cuando llega a la reja, el Niño se acoda y estira las piernas. Esa reposera de mierda le va a joder la espalda más de lo que la tiene jodida.

Como animales, piensa el Niño. La costumbre de estos hombres es la de juntarse de a cuatro o cinco, o más aun, alquilar una de las casas del pueblo de a quincena y después irse como si nada, dejando la roña detrás para que otros como él, el Niño, claro, se hicieran cargo de lo que ensuciaban. Lo mismo con la casa de los Pascuale, había que ver, todo un reguero de suciedad y de paredes pintadas y canillas rotas y pisos cubiertos de grasa. No es que uno dijera pobres los dueños, porque sabían bien a quiénes se la alquilaban. Tampoco para tolerar el destrozo.

Por eso el Niño piensa, acodado en la reja que mira al camino de la costa, que nunca son buena noticia los acoplados cargados de hombres que vienen de Corrientes o de Santiago del Estero. Amuchados como vacas. Escondidos entre las mercaderías. Animales lo que son. Animales y ventajeros: la aceitera había prometido que todos los puestos serían para los de acá, y a la primera, se asomaron estos otros para caranchear. Cuando el colectivo se acerca por el camino de la costa y pasa por delante de la casa, el Niño alza la mano y agita de un lado al otro el brazo, esperando que alguno lo reconozca. El chofer toca la bocina. Aunque hace fuerza para ver quién va en el colectivo, no logra distinguir ninguna de las caras detrás de las ventanillas. Más tarde, cuando hagan el recambio de personal y el camino de la costa sea una culebra que repta la negrura, ya no habrá nada que ver.

Vuelve a la reposera. Escucha desde la pieza al otro, el más joven, preguntar si falta mucho para que vuelvan. En realidad, apenas le llegan unas palabras sueltas. El Niño arma la frase en su cabeza y decide que mejor no, todavía no. Si está con fuerzas para gritar, es porque puede mantenerse al margen y esperar a que lo atiendan los otros tres.

Camina hasta el galponcito en el que los dueños de la casa guardan las herramientas. Revuelve entre los cacharros, al tanteo, y agita un tarro. Se lo acerca al oído como si pudiera descifrar aquello que contiene. Desanda el camino con el aceite en la mano, lo único que podría servirle entre tanta basura que guarda el galpón, y una vez que llega a la reposera busca la juntura que molesta. Demasiado óxido en los caños como para darse cuenta de dónde viene el chirrido, así que decide volcar unas gotas en los bordes, los remaches que unen el respaldo al asiento y el engranaje que sirve para recostarse. Esta vez, en cambio, no puede ignorar el grito del otro, el que está adentro, el más joven de los cuatro: un grito seco que se parece a un “eh, eh”, como si quisiera llamar la atención o hacerle saber que no puede estar esquivándolo toda la tarde.

El Niño dice que ya va, que se espere quieto. Los otros tres estarán por llegar en cualquier momento. Lo dice desde la reposera, balanceándose para descubrir de dónde viene el ruido y volteando la cabeza hacia la oscuridad de la casa, como si hablara a las paredes.

Hace un rato nomás, antes de que los tres salieran en su chata por el camino de la costa y lo dejaran solo con el otro, el más joven que está en la pieza, el Niño había dicho que lo mejor era no hacer tanto espamento porque la gente podría empezar a quejarse. Quedarse quietos. También, quién los mandaba a andarse por ahí, con una mano atrás y otra adelante, los cuatro como si nada y sin conocer a nadie. Por eso suceden las desgracias. Las cosas no son así. Los males pasan. El mayor, mientras apoyaban al otro, el más joven, en una de las sillas, a punto del desmayo, dijo que sí, sólo por decir. El más joven no hacía otra cosa más que balancearse hacia adelante y atrás, sosteniendo la mano a la altura del pecho. Miraba, pálido, el remolino de vendas, alzaba los ojos y se quedaba tonto queriendo leer los labios de los que estaban en la cocina, como si no pudiera entender las palabras y tuviera que valerse del gesto. Pasaron unos segundos en los que sólo se oyó el rechinar del balanceo. Bueno, pero no se va a curar solo, agregó el mayor, como si no pudiera aguantar todo aquel ruido de la tarde cayendo sobre ellos. El Niño entendió que lo que decía el mayor tenía sentido y se puteó para adentro por haber llegado tan temprano a echarle un vistazo a la casa. Podría haberse demorado un poco más con el tanque de agua y ayudar, aunque sea, a subirlo al techo y después dar unas vueltas por el pueblo o pasar a saludar a alguno. Todo menos eso. Menos esa casa que ahora tenía un hombre herido, el más joven, y el otro, el mayor, que decía a uno de los otros que la cosa pinta fea. El corte fue limpito, dijo, y se señaló tres de los cinco dedos de la mano.

Silba otra vez y la tarde pica en los brazos. No sirve para tapar el quejido del más joven, que pide un poco de agua. Algo para tomar, si es que hay. El de la aceitera los dejó tirados, es verdad, pero qué otra cosa podía hacer. Demasiado había hecho. Pidió que aguantaran hasta que bajara la inflamación. El mayor, por lo bajo, no queriendo faltar el respeto, dijo que no creo que esto sea cuestión de hinchazón, y señaló los mismos tres dedos de la misma mano. Un corte limpito.

El otro, el de la aceitera, nunca sacó el pie del estribo de la camioneta en la que había devuelto a los cuatro. Encontró una excusa sobre algo que había sucedido en la oficina y que él ahora tenía que salir volando, pero que ya, en cualquier momento, aguanten un poco, y saludó y balbuceó algo y dijo que intentaría volver pronto con alguno de la salita para que atendiera al más joven y le hiciera las curaciones.

Qué va a traer, piensa el Niño, a esta hora no hay nadie en la salita. Silba una canción que aprendió cuando era chico, no sabe muy bien cómo se llama, pero es porfiado con las melodías: cuando se le mete una canción en la cabeza no deja de repetirla una y otra vez. Desde la reposera, ve que uno de los perros del vecino asoma el hocico. Debe de haber cruzado por la parte en la que falta alambrado. El Niño eleva el respaldo, hace equilibrio en el borde del asiento, estira la mano y agarra un cascote que tira sin piedad en dirección al animal. A ver si rompe las plantas y la dueña se le queja.

Hace rato que se fueron los tres por el camino de la costa. Algo debe de haber complicado a los hombres. A estas horas es difícil dar con alguien que los pudiese ayudar con el otro, el más joven, el que está en la pieza del fondo. No quiere pensar en la posibilidad de que los tres, pero sobre todo el mayor que le había pedido por favor si les prestaba la chata para buscar a alguno de la aceitera que les diera una mano, hubieran, en realidad, decidido salirse del pueblo y dejar atrás los desperdicios, esta suciedad del más joven, el que ahora está en la pieza pidiendo agua y preguntando insistentemente si ya están por volver porque duele y late y duele y late cada vez más. No quiere pensar, pero el Niño vuelve a putearse, con lo sencillo que hubiese sido esperarse un poco y caer a la tardecita a echar una mirada, cuando todo esto hubiera pasado.

Deja el silbido, ladea la cabeza hacia la casa y se da cuenta de que, desde hace unos cuantos minutos, no se escucha nada desde la piecita del fondo. Otra vez se levanta. El mismo esfuerzo. La reposera chilla, aunque un poco menos que antes, y camina hasta la reja que llega casi hasta el camino de la costa. Nada. Ni un rastro de la chata. El mayor se le desdibuja. Ya no sabe cómo era su cara. Una cara igual a la de tantos otros que pasaron por esa casa. La misma cara que la de los otros dos que apenas si dijeron algunas palabras antes de subirse a la chata. O la tonada. De dónde sería esa tonada. Todos iguales estos bichos.

Apura el paso y asoma el cuerpo en la cocina. Adentro quedó el fresco prendido a las paredes. No quiere mirar para el lado de la pieza. Atento a los quejidos de la casa, se da cuenta de que una de las canillas del baño gotea. Siente el golpe del agua acompasado con el segundero del reloj de pared. Habrá que ver si en el galpón hay alguna herramienta, o si tendrá que comprar un repuesto y esperar que la canilla ceda sin tener que hacer tanta fuerza. Ni pensar en el riesgo de romper y después qué, quién tendría que hacerse cargo de ese gasto. Debió haberse avivado antes, hace un rato nomás, cuando los otros tres estaban en la cocina, péndulos sus cuerpos de un lado al otro, y recordarles que el mantenimiento de la casa corría por cuenta del inquilino. Así que a ver si revisaban la canilla, que así no estaba cuando ellos llegaron.

El Niño camina hasta el pasillo. Patea los bolsos y los zapatos y la roña tirada en medio del paso. No quiere pensar, pero cuánto se va a putear si los tres no vuelven con la chata como prometieron. Esas cosas le pasan por confiado. Ahora ve muy claro que ese tipo de gente nunca vuelve a juntar sus porquerías.

Acerca la oreja a la puerta y escucha la respiración agitada del otro, el más joven, y entonces él también respira aliviado.

Qué hay, pregunta con la oreja todavía pegada a la puerta de la pieza. El otro, el más joven, se sobresalta por la cercanía del Niño y pega un gritito agudo que cae en la tarde al mismo tiempo que la gota de agua y el segundero del reloj. Qué cosa es lo que hay, responde el otro. El Niño se echa atrás y patea las ropas tiradas en el pasillo. Amontona la suciedad. Abre la puerta de la pieza y encuentra al más joven de los cuatro tumbado en la cama con el brazo sobre el pecho, la misma palidez que hace unas horas y el vendaje precario que hicieron los peones de la aceitera: un vendaje que había pasado del blanco al rojo y del rojo al marrón.

Qué hay, vuelve a preguntar, pero esta vez el otro, el más joven, no responde. Presiona la muñeca derecha, la de los dedos que se fueron limpitos, con la mano izquierda. La presión debe aminorar el dolor. El Niño entra en la pieza y se da cuenta del olor a encierro, sangre y cuerpo. Lo que va a costar sacar todo este tufo, piensa. Y a medida que se acerca a la cama, nota las gotitas que hacen camino hasta el más joven de los cuatro.

Qué es ese asco, pregunta el Niño cuando se da cuenta de que el vendaje no sirve para contener la sangre y el otro, el más joven, empieza a chorrear. Disculpe, dice el muchacho. No, no, no, dice el Niño y se pone en movimiento: qué disculpe. Esto no es así. Qué falta de respeto, ustedes. Un asco, repite. Y a mí los dueños me matan. Me van a matar. Levantá el brazo. Levantate, vos. No vaya a ser cosa que los otros tres, piensa, pero sobre todo el mayor, estén ahora rumbo a Corrientes o Santiago del Estero y le hayan dejado a él esta carga que hiede y chorrea.

El otro, el más joven, se pone de pie y unas gotas de sangre caen al piso. Rápidamente las aplasta como si se tratara de un bicho, y arrastra el zapato para ocultar el desastre. El Niño le dice qué hacés, no arrastrés, e imagina la sangre metiéndose entre las costillas de la cama y amenazando las paredes y los zócalos. El Niño empuja al otro, el más joven, hasta la puerta de la pieza y lo arrea hasta el zaguán. Te quedás ahí, le dice. El otro, el más joven, obedece. Vuelve a pedir disculpas y se mira los pies con un gesto idiota colgado de la cara. Late mucho, dice, y levanta el brazo con el vendaje completamente tomado por la suciedad.

El Niño sacude el trapo de piso para quitar los restos de barro que dejaron los otros tres cuando se limpiaron los borcegos. En la pileta del baño enjuaga el trapo y ve los pelos, las manchas de jabón y la costra de tierra en la bañera. Una cosa por vez, piensa. El colchón es lo más complicado. Más tarde verá cómo hacer. Intenta borrar las marcas de sangre del piso. Abre las ventanas para orear el cuarto.

En la entrada de la casa está el otro, el más joven, sentado en la reposera. Descansa la vista en el camino de la costa.

Una vez repasadas las esquinas de la pieza, el Niño sale de la casa con el odio a cuestas: no vaya a ser cosa que el mayor decidiera seguir por el camino de la costa hasta la ruta nueve, y de ahí rajarse para Corrientes o Santiago del Estero, o de dónde sea que vengan estos tipos. No vaya a ser cosa que le toque limpiar a él todo este rastro que han dejado los otros tres como si fueran babosas.

El más joven atina a pararse. Se marea. Queda tendido. Esta vez la reposera no chilla ante el peso del muchacho. Hizo lo que pudo con la casa. Apenas unos manchones en el colchón, que mañana verá. Ahora los dos, el Niño y el otro, el más joven de los cuatro, dejan que la tarde caiga en sordina por el camino de la costa. Mastica el odio. Los ojos atentos, los oídos alertas a la chata. Porque no vaya a ser cosa. Si le entran ganas, tal vez arregle la canilla del baño y pase un trapo en la pieza para quitar los últimos restos de sangre. Pero sólo eso nomás, si de esas tareas yo no tendría que hacerme cargo. Los dos ahí, esperando que vuelva la chata o que pase el colectivo que lleva a la aceitera. Y detrás de ellos, la casa limpia y ordenada.

Ezequiel Pérez


Nota.— Ezequiel Pérez (Villa Ramallo, provincia de Buenos Aires, Argentina, 1987) es escritor y docente de Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Hay que llegar a las casas (Libros de Unahur, 2021), su primera novela, ganó el premio especial del Concurso de Letras 2020 del Fondo Nacional de las Artes y fue seleccionada entre las cinco finalistas del Premio Medifé/FILBA 2022. En 2023, se publicará su segunda novela, Mandarino, por el sello Eterna Cadencia.