Nota.— Por su enorme relevancia en estos últimos años, y por sus implicaciones nada baladíes de cara al futuro, la pandemia de covid-19 es una de las temáticas que más hemos abordado –ex professo– en Kalewche. Escorbuto, nuestra sección de salud, ha girado mayormente en torno a la problematización crítica de este fenómeno, tanto en materia de diagnósticos epidemiológicos como en materia de políticas sanitarias, sin dejar de lado sus consecuencias socioeconómicas y culturales. Hemos difundido análisis y reflexiones radicalmente disidentes, que contradicen e impugnan frontalmente el relato y la gestión dominantes. Un relato y una gestión que, grosso modo, podríamos resumir en dos puntos: «catastrofismo» en la evaluación, «talibanismo» en la gestión. Como botón de muestra, podemos mencionar “El maltrato a la infancia y adolescencia durante la pandemia”, de la médica y doula española Teresa Escudero Ozores.
Nuestra heterodoxia, nuestra disidencia con la ortodoxia covidiana, nada tiene que ver con el negacionismo anticientífico ni con las teorías conspirativas de la derecha libertariana. No negamos la existencia del virus SARS-CoV-2 ni la pandemia de covid-19. No ponemos en tela de juicio que hubo –y todavía hay, aunque muchos parecen haberlo olvidado– un serio problema sanitario que debe ser tratado con suma atención y responsabilidad. Lo que discutimos, siempre basándonos en datos estadísticos y argumentos científicos, es la real magnitud o dimensión epidemiológica de ese problema, y la manera más eficiente –y menos perniciosa– de gestionarlo. ¿Somos «covidiotas» fascistas o fascistoides, «antivacunas» egoístas u oscurantistas, por pensar y decir estas cosas? Pensamos que no, y entendemos que lo hemos demostrado en nuestros artículos y libros.
Hemos ido de un extremo de la iatrogenia al otro: de un tremendismo hiperactivo y draconiano sin ton ni son, cual elefante en un bazar, a una inacción peligrosamente triunfalista e irresponsable, so pretexto de una «endemización» de la covid-19 prematuramente declarada en sordina (las cifras de exceso de mortalidad poco y nada han descendido respecto a los niveles excepcionales –no catastróficos, pero sí preocupantes– de 2020). Ni antes era el fin del mundo, ni ahora estamos en una calma chicha. Mesura crítica es lo que ha faltado, y esa ha sido siempre nuestra apuesta, costara lo que costara.
No renegamos de la ciencia crítica y la sanidad pública. Renegamos del pánico colectivo, del irracionalismo ciego, del tremendismo cuasi-apocalíptico, del cientificismo tecnocrático, del paternalismo estatal, del salubrismo individualista, del solucionismo tecnológico, del capitalismo que halló en la pandemia una ocasión inmejorable para hacer negocios y acelerar sus peores tendencias: concentración económica, virtualización a ultranza, oligopolios high-tech omnipotentes (GAFAM, grandes laboratorios), expansión de las plataformas, precarización laboral, desigualdad creciente, atomización del tejido social, enfrascamiento en una vida solitaria e hiperconsumista… Y también, desde luego, un capitalismo de vigilancia –al decir de Shoshana Zuboff– que ha llegado a su paroxismo, en lo que constituye una variante casi distópica del biopoder. Todos estos cambios ya se venían operando, pero la pandemia los intensificó. Les imprimió un ritmo mucho más rápido, para regocijo de los aceleracionistas prometeicos.
En este artículo que nos honra presentar, el médico hispano-uruguayo Juan Diego Areta Higuera (véase noticia biográfica en sección Autores) dialoga con tres obras fundamentales para la crítica de la ortodoxia covidiana en lengua castellana: Obediencia imposible: la trampa de la autoridad, del biólogo y ensayista Eduardo Wolovelsky (Libros del Zorzal, Argentina, 2021), Una pandemia sin ciencia ni ética. Covid-19: fracaso sanitario, desastre social y económico, y manipulación política, del médico José Ramón Loayssa y el historiador Ariel Petruccelli (Ediciones El Salmón, España, 2022) y Consideraciones pandémicas (aforismos para el pasado mañana), del pensador y escritor Carlos Herrera de la Fuente (Neolog Eds., México, 2022). La segunda obra ya la hemos reseñado oportunamente en “Del catastrofismo a la iatrogenia”, por Federico Mare. La primera y la tercera tenemos previsto recensionarlas en los próximos meses, aunque nuestro público lector más asiduo seguramente recuerde que publicamos una entrevista a Carlos, intitulada “Contra la ideología inmunitaria: pensar la pandemia y más allá de ella”, donde este camarada mexicano ya nos había hablado de su libro. Por lo demás, tanto Herrera y Wolovelsky como Loayssa y Petruccelli han colaborado con Kalewche y/o Corsario Rojo como articulistas, con una agenda que de ningún modo se ha reducido a la pandemia. El mes pasado, por ejemplo, publicamos “Un mundo cordial. Sobre el recordatorio escolar del levantamiento del Gueto de Varsovia”, ensayo que nos hiciera llegar Eduardo.
No está de más señalar aquí que Ariel y Joserra ya habían escrito –en coautoría con la jurista Paz Francés– un libro sobre la pandemia. Nos referimos a Covid-19: la respuesta autoritaria y la estrategia del miedo, también editado en España por El Salmón, pero en 2021; el cual fue reeditado ese mismo año con un nuevo prólogo, amén de un epílogo sobre la cuestión candente y controversial de las vacunas.
De este libro o del que lo sucedió –Una pandemia sin ciencia ni ética– participaron varios autores y autoras que luego habrían de colaborar con Kalewche: no solo Loayssa y Petruccelli, sino también Alexis Capobianco Vieyto, Juan Gérvas, Isabel Canales Arrasate y Manuela Contreras García, además de Federico. De hecho, en septiembre de 2022 reprodujimos el capítulo VIII completo de Una pandemia sin ciencia ni ética: “Herodes al mando. Niños y jóvenes víctimas de la gestión, no del virus”, de Isabel y Manuela.
Además de libros, Joserra y Ariel han coescrito varios artículos sobre la pandemia. Mencionamos aquí los últimos dos: “La capitulación de la izquierda durante la pandemia”, publicado en la sección Escorbuto de Kalewche el 11 de diciembre de 2022; y “Crónica de una pandemia, año III. Un virus a lomos de los gobiernos, sus políticas y sus vacunas”, que engrosa el segundo número (verano austral 2023) de Corsario Rojo.
Areta Higuera, el médico trotamundos que ha escrito el texto que aquí damos a conocer, trabaja actualmente en Camerún. Es un profesional de la salud con una sólida formación intelectual y una dilatada experiencia laboral, dotado de una sensibilidad social y unas inquietudes humanistas poco frecuentes. Su experticia técnico-científica, sus saberes teóricos y prácticos en medicina, van de la mano con una conciencia reflexiva y un espíritu crítico de amplias miras, y con una destreza literaria que pocos galenos hoy poseen. Es autor del libro Mi carrera no progresa. Recuerdos y aventuras de un médico errante, que acaba de ser lanzado en España por la editorial Uno. Nos complace anunciar que próximamente publicaremos una reseña de esta obra, a cargo de Teresa Escudero.
No más preámbulos. Que disfruten la lectura.


Ya lo sabemos,
todos tenemos un poco de miedo
Árbol

Creemos en la ciencia

Eran los primeros momentos de la pandemia. Desayunábamos en la sala de reuniones. Nos sentábamos tan separados que incluso a veces debíamos gritar para poder escucharnos, aunque alguno no hablaba para disminuir el riesgo de contagio. Había también quien se ponía la mascarilla entre bocado y bocado. El ambiente no era tan animoso como lo era semanas antes, y el tema de conversación solía ser el mismo, el único posible.

Una mañana, alguien (médico) decía de forma algo vehemente que le parecía muy bien que se prohibiera salir de sus casas a todos los que dieran positivo a un test, tuvieran o no síntomas. Me atreví a decir que no parecía haber datos que sugirieran que los asintomáticos fueran el principal problema. Osé añadir que no sólo era ésa la cuestión, sino que no podíamos limitar los derechos más básicos de una persona porque pudiera tener un virus en la nariz.

La respuesta me dejó estupefacto: “si se muriera tu madre porque un sinvergüenza así la contagia, no dirías lo mismo”. Creo que fue ese el momento en el que empecé a comprender que, por mucho que habláramos de virus, por mucho que utilizáramos un lenguaje en apariencia científico, por mucho que ofreciéramos argumentos… en realidad, de lo que tratábamos era de otra cosa. Comprendí que la pandemia era mucho más que un virus y una enfermedad, y que, por tanto, argumentar y apelar a la razón no era tan fácil como parecía.

El miedo impide a menudo que quien lo sufre pueda pensar con serenidad y que pueda tomar las mejores decisiones. El grupo argentino Árbol cantaba con tino hace unos años que todos tenemos un poco de miedo, pero hemos de reconocer que una vez que apareció el famoso coronavirus, no teníamos un poco de miedo, sino que el pánico y el terror nos inundaban.

Se suele decir que las personas religiosas suelen acordarse de Dios más en los momentos difíciles que en los felices. Suelen recurrir a Dios para que les ayude y salve cuando están desesperadas y perdidas. Por eso, no es de extrañar que recurriéramos en masa a la fe. Pero claro, la cosa es más compleja en este caso, porque nos encontramos ante una fe que no es reconocida como tal, sino cuyo credo inadvertido es precisamente la ausencia de toda fe.

Todas las sociedades tienen mitos. Esto es, creencias o convicciones que se dan por sentado y que son incuestionables porque a menudo son invisibles para nosotros. Es a partir de ellas que se construye todo el entramado cultural y el corpus de conocimiento de una sociedad. Parece que hoy podemos afirmar que nuestro mito mayor es el de que no quedan mitos. Y es esa paradoja la que nos impide precisamente reconocer el mito y, por ello, cuestionarlo.

Así, encontramos maravillosas contradicciones que nos hacen afirmar que «creemos» en la ciencia; y aceptar como verdad de fe que sólo la ciencia nos hará mejorar y que, si seguimos sus indicaciones, llegaremos a resolver todos los misterios del universo y, como consecuencia, a vivir vidas plenas y felices.

En una época así surgió el SARS-CoV-2 y, como no podía ser de otra forma, nos refugiamos en los científicos y en los expertos, reconfigurados en sacerdotes. Ellos siempre han sabido qué hacer (¡son expertos!) y sólo hacía falta obedecerlos y cumplir con los ritos purificadores. Unos ritos que, por cierto, ya no incluían incienso, agua bendita, oraciones ni viacrucis; sino geles químicos, tomas de temperatura, extraños saludos con el codo o caminar por circuitos siguiendo unas flechas.

Si se nos pedía, además, hacer algún sacrificio, era siempre por nuestro bien y por el de todos. Nos cuidábamos a nosotros mismos y a los demás. Creímos con firmeza en nuestros expertos sacerdotes y nos sentimos solidarios, y nos aplaudimos. Hacíamos lo correcto y deseábamos que todos lo hicieran.

Toda religión tiene vocación de universalidad. Todo verdadero creyente quiere que sus semejantes sientan la felicidad que lleva aparejada su fe. El problema es que hay siempre algunas personas que se niegan a aceptar un credo y que preguntan. Hacen preguntas muy incómodas, que cuestionan lo más profundo, lo que nos hace sentir más seguros. No sólo sus preguntas son incómodas: su mera presencia lo es. Nos desestabilizan, intentan romper nuestra unidad y nos apartan del camino recto. Siempre hay herejes, y durante la pandemia también los hubo.


Los herejes

El virus comenzó a expandirse y cada vez había más casos graves de covid-19. Todos los días veíamos en nuestras pantallas situaciones horribles, y se nos informaba del inaceptable número de muertos. Entendimos pronto que había que hacer algo. Ante una situación sin precedentes, nos repetían, teníamos que tomar medidas sin precedentes. Sí, ¿pero cuáles?

China nos dio un ejemplo, pero había quien podría dudar de cercenar de forma tan brutal derechos y libertades. Las dudas se disiparon cuando el equipo de un sumo experto como Ferguson, del Imperial College de Londres, dio sustento teórico a ese ejemplo. Según sus predicciones, la mortalidad podía ser tan catastrófica, que la única estrategia a considerar era la más drástica: encerrarnos en casa, higienizarnos de forma permanente y limitar casi toda actividad hasta que surgiera una vacuna que nos sacara del atolladero. Se nos pidió, de nuevo, confiar en la ciencia. ¿Había otra posibilidad?

Las gráficas, los modelos matemáticos, las curvas, las tasas, los porcentajes… todo lo que nos mostraban encajaba y, como en una ecuación perfecta, sólo había una solución posible. Los datos que veíamos eran claros, y la solución también lo era. ¿De dónde surgieron entonces esos que pronto empezaron a dudar? ¿Por qué dudaban?

Fue para muchos una sorpresa descubrir que había quienes ponían en cuestión los datos en los que se basaba el trabajo de Ferguson y sus consecuencias. Decían que la mortalidad probablemente no fuera tan elevada, y que además se concentraba sobre todo en personas especialmente vulnerables. Ponían en duda la eficacia de las mascarillas y aseguraban que el encierro de la población en sus casas era una medida tan extrema que sus consecuencias podrían ser aún más devastadoras que las de la enfermedad causada por el coronavirus.

Ahí supimos que había propaganda, porque hubo censura. Porque quienes intentaron plantear esas dudas fueron silenciados y, en no pocos casos, atacados. Se hizo ver que esas personas, muchas de las cuales hasta entonces también habían tenido el estatus de «expertas», eran un peligro para la salud y la vida.

Pero resulta que las preguntas que hacían estos herejes eran razonables, y que no todo encajaba, que parecía haber grietas en el discurso que escuchábamos repetidamente. El problema no sólo fue que hubiera propagandistas y censores cuyos intereses habrá que dilucidar. El problema fue también que no estábamos preparados para escuchar que esas fisuras existían. El miedo nos atenazó de tal manera, que optamos por huir en masa hacia adelante, por no dudar, por no escuchar siquiera.

Incluso los propios herejes tuvieron miedo, y muchos callaron. Tenían miedo de las consecuencias que, sobre sus vidas, pudiera tener alzar la voz. Nadie sería quemado en la hoguera, pero verse sometido al escarnio público, o poder incluso ser sancionado en el propio trabajo, no es algo agradable.

Podemos imaginar la soledad que debieron sentir muchos de los que, sin caer en absurdidades como la negación de la existencia del virus o la creencia de que todo fue un plan magníficamente diseñado, estaban al mismo tiempo convencidos de que entrábamos de lleno en una espiral higienista autoritaria que tendría consecuencias muy negativas. Podemos imaginar también su frustración al comprobar que muchos de los que sabían, callaban o eran callados; su tristeza, al constatar que sus colegas, alumnos, amigos y familiares ni siquiera estaban mentalmente preparados para afrontar las cuestiones que querían poner sobre la mesa.

Podemos imaginar cómo desde esa soledad surge el impulso de buscarse y encontrarse. Y así comienzan a establecerse lazos y a tenderse puentes. Se dan cuenta de que no están realmente solos, de que hay en la sombra muchos que se hacen las mismas preguntas y que tienen las mismas preocupaciones. Y comienza a ser imperiosa la necesidad de hablar, de decir algo, de alzar la voz a pesar de las posibles consecuencias.


Los valientes

Y hubo valientes que nos alertaron, y a los que no quisimos o no pudimos escuchar. Pero ahora han pasado tres años. Ya el pánico no es la norma, aunque haya quienes lo sigan estimulando. Quizá ahora estamos preparados para sentarnos y pensar. Para analizar todo lo ocurrido. Es de justicia hacerlo, pero requiere también mucha valentía, porque puede que las propias certezas se tambaleen y que el temblor interno nos haga sufrir.

Si alguien está dispuesto a dar ese paso, hay tres libros imprescindibles por los que pueden comenzar: Obediencia imposible (Eduardo Wolovelsky), Una pandemia sin ciencia ni ética (Ariel Petruccelli y José R. Loayssa) y Consideraciones pandémicas (Carlos Herrera de la Fuente). Son libros escritos por autores de distintos países (Argentina, España, México) y que se aproximan al fenómeno pandémico desde distintas especialidades (medicina, biología, historia, filosofía y economía).

Es Wolovelsky quien lo afirma, pero creo que todos suscribirían que sus textos nacen “de la urgencia de los tiempos actuales”, que obligan “a sentar una posición desde la cual rasgar las certezas impuestas para abrir un debate, ese que jamás es estéril”.

Leer estos trabajos nos hará comprobar, o tal vez descubrir, que mucho de lo que se nos dijo resultó no ser cierto. En estos tiempos es tristemente necesario hacerlo, así que insisto: ninguno de los autores niega que el SARS-CoV-2 exista, ninguno niega que haya que tomar medidas para disminuir los daños de una pandemia, ninguno afirma que todo haya sido un plan malévolo de los poderosos.

Pero eso no les impide examinar críticamente todo lo ocurrido y concluir que los confinamientos no salvaron vidas (y sus consecuencias han sido y serán muy dañinas), que el uso indiscriminado de mascarillas no tiene beneficio demostrado, que las vacunas contra la covid-19 no impiden la transmisión del virus (lo que hace que los pasaportes sanitarios sean absurdos) y que puede que su uso en determinados grupos de población tenga un balance beneficio/riesgo negativo, que hacer test en masa sin criterio clínico no fue una estrategia útil, que el cierre de las escuelas nunca sirvió para disminuir los contagios…

Todo lo afirmado en el párrafo anterior –y mucho más que queda colgado de esos tres puntos suspensivos– es cierto y, como verán los lectores especialmente en el libro de Petruccelli y Loayssa, está basado en conocimiento científico de alto nivel. Como ya se ha dicho, leer esto puede hacer que se tambaleen nuestros cimientos. ¿Acaso la ciencia mintió? ¿Acaso la ciencia se equivocó?

Cabe aquí preguntarse algo más: ¿qué es la ciencia? Cualquiera puede buscar una definición oficial de «ciencia», pero tal vez proceda recordar sólo una cosa: la ciencia no puede fundamentarse en certezas, porque precisamente su forma de llegar al conocimiento es la duda y el cuestionamiento de lo que creemos cierto. Así, no es que la ciencia se equivocara o mintiera; es que no estuvo presente en nuestra respuesta a la pandemia.

Pero –y esto es quizá más grave– tampoco estuvo presente la ética. En base a supuestas certezas disfrazadas con lenguaje científico, se implantó de forma súbita un autoritarismo sanitario extremo. En los tres libros a los que nos referimos sobrevuela de fondo la pregunta clave que no nos hicimos cuando debimos: aunque todos los argumentos «científicos» que se nos dieron hubieran sido ciertos, ¿estaría justificado hacer lo que se hizo? ¿Estaría justificado el sometimiento de los individuos en pos de un beneficio higiénico?

Los autores –y yo con ellos– se posicionan con claridad: no. La vida es más que la supervivencia biológica. Sí, es cierto que la enfermedad nos acecha a veces con más intensidad y que debemos intentar que no haya muertes evitables. Pero en ningún caso eso puede justificar la conculcación de los derechos más básicos de las personas, ni tampoco debería ser óbice para que, intentando alargar nuestra vida biológica, anulemos de facto mucho de lo que hace que la vida humana se enriquezca y engrandezca.

Estos valientes de los que hablamos nos han dejado tres libros que son, además, un testimonio y una prueba de que es posible desembarazarse del miedo que nos atenaza y volver a retomar la vida y el gusto por la misma. Sí, es posible; y es, además, necesario, porque si seguimos dejando el control de nuestras vidas en manos de los expertos y de la ciencia, por muchas que sean las promesas de salvación con las que nos seduzcan, todo volverá a repetirse, como dice Herrera, pasado mañana, y encontraremos que habremos dejado de vivir antes de morir.

*                              *                              *

Aunque, ahora que lo pienso, tal vez ahora que escribo estas frases, empiezo a entender dónde está la genialidad de la propuesta experta. Sí, puede que… ¡eureka! No hagan caso a nada de lo que acabo de escribir, los expertócratas tienen razón: sólo la ciencia nos traerá la desaparición de la muerte, somos nosotros los que no habíamos comprendido que la clave no es vivir eternamente, sino hacer la muerte indistinguible de la vida. Aún nos queda un largo camino por recorrer, pero llegaremos a tan grandiosa meta. ¡Adelante!

Juan Diego Areta Higuera