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Carlos Medina Gallego Naumaquia Nuevo

Las izquierdas latinoamericanas y el síndrome de Estocolmo

21 de diciembre de 202521 de diciembre de 2025
Kalewche

Detalle de Stockholm Syndrome, de Daniel Tidbury. Acrílico sobre lienzo, 2024. Fuente: www.danieltidbury.co.uk

Compartimos en Naumaquia, nuestra sección de polémicas, un nuevo y valioso artículo del camarada colombiano Carlos Medina Gallego –recientemente incorporado a nuestro colectivo– que lleva por título “Las izquierdas latinoamericanas y el síndrome de Estocolmo”. Si dos semanas atrás, en su primera colaboración, “Estados Unidos en el Caribe. Militarización, soberanías amenazadas y riesgo de conflicto global”, Carlos nos proponía una panorámica crítica de la escalada del conflicto que los EE.UU. de Trump mantiene con la Venezuela de Maduro y la Colombia de Petro, so pretexto del “narcoterrorismo” (un texto que dimos a conocer en Brulote, nuestra sección de geopolítica), en este segundo escrito nos invita fraternalmente a un imprescindible debate teórico y estratégico en torno a las derivas ideológicas posmodernas que tanto han socavado el arraigo proletario y popular de las fuerzas socialistas en América Latina, su perspectiva materialista y universalista, y su compromiso radical con la transformación anticapitalista del mundo. ¿Estamos en presencia de unas izquierdas o progresías latinoamericanas abducidas por el neoliberalismo hegemónico?
En el quincenario digital Kalewche no tenemos la usanza editorial de añadir bajadas a las publicaciones, a no ser dentro de las presentaciones, cuando las hay (no siempre las consideramos necesarias). En este caso, el autor nos había sugerido este copete que, por su sentenciosa concisión, bien podría servir de subtítulo: “Una izquierda extraviada en el laberinto de su propia incapacidad”. Pesimismo de la inteligencia, no de la voluntad, parafraseando a Gramsci.
El año próximo, a la vuelta de las vacaciones, seguiremos publicando prosas de Medina Gallego, no solo artículos breves en Kalewche, sino también ensayos de mayor extensión en Corsario Rojo, nuestra revista semestral en PDF, cuyo noveno número acaba de salir a la luz y que, con sus doscientas páginas de análisis y reflexiones, aguarda poder multiplicar, cual panes y peces, sus lectores y comentaristas (y también sus difusores en el ciberespacio).


Durante las últimas décadas, la izquierda latinoamericana –heredera de luchas obreras, campesinas, sindicales, estudiantiles, populares, democrático-radicales y anticoloniales– ha experimentado una transformación profunda, ambivalente y desconcertante.

El progresismo contemporáneo es, en gran medida, el producto de crisis sucesivas: la derrota del proyecto socialista, la ofensiva neoliberal, la mutación de los movimientos sociales, la irrupción de identitarismos globales y la creciente financiarización de la vida. Pero, además, es el resultado de un proceso de captura ideológica silenciosa, un desplazamiento cultural que ha neutralizado la potencia histórica de la izquierda hasta volverla, en muchos casos, un actor funcional al orden neoliberal que pretendía combatir.

La tesis central de este ensayo es simple pero contundente: una parte importante de la izquierda latinoamericana ha sido secuestrada ideológicamente por la derecha, no mediante coacción directa ni mediante golpes visibles, sino por una sofisticada intervención cultural y simbólica que alteró sus prioridades, sus lenguajes, sus horizontes y sus sujetos políticos.

Esta captura se dio a través de la moralización identitaria, el punitivismo woke, la profesionalización ONG, el fetichismo institucional y la fragmentación del sujeto popular.

En este ensayo se examina cómo se produjo este proceso, cuáles han sido sus consecuencias y qué horizontes emancipatorios pueden reconstruirse desde una perspectiva materialista, democrática, popular y universalista.


El giro histórico: del conflicto material al moralismo identitario

Tras la caída del bloque socialista, la derecha global –que ya había comprendido, como lo explicara Gramsci, que la hegemonía se disputa en el nivel cultural antes que en el material– desarrolló una estrategia silenciosa pero tremendamente eficaz. Esta estrategia consistió en dos movimientos complementarios:

1. Despolitizar la economía y presentar la desigualdad como un fenómeno natural.

2. Politizar las identidades para desplazar el conflicto hacia lo simbólico.

El neoliberalismo, como planteó David Harvey, no es solo un modelo económico; es una racionalidad que se infiltra en los lenguajes, en los deseos y en la vida cotidiana. Es una forma de producir subjetividades, de organizar las coordenadas del sentido común. Por ello, la derecha entendió que no necesitaba controlar únicamente los mercados; tenía que controlar, también, la imaginación política.

En este contexto, la izquierda sufrió un reacomodo forzado. Agotada por decenios de ofensiva conservadora, debilitada por dictaduras, fragmentada tras el colapso del socialismo real, terminó por aceptar un marco interpretativo que la situaba a la defensiva. El neoliberalismo triunfó no solo porque avanzó en privatizaciones y desregulaciones como la flexibilización laboral, sino porque logró instalar una gramática cultural que naturalizó la competencia, la individualidad, el mérito, la identidad personal como capital simbólico y la moralización del debate político.

El progresismo latinoamericano se encontró entonces ante una disyuntiva histórica: reconstruir un proyecto radical apoyado en la clase trabajadora o adaptarse al nuevo clima cultural. La mayoría optó por lo segundo. La lucha social se profesionalizó, la política se volvió técnica, la militancia se transformó en consultoría y la utopía se diluyó en la gestión administrativa. Esta retirada de la materialidad dejó un vacío que fue rápidamente ocupado por luchas identitarias desarticuladas, emocionalmente cargadas pero políticamente impotentes frente al avance del capitalismo financiero y tecnológico.


La absolutización de la identidad: cuando la diferencia se convierte en dogma

Los movimientos sociales identitarios –feministas, afrodescendientes, indígenas, ambientales, LGBT+, estudiantiles– han cumplido un papel histórico en la democratización de América Latina. Sin ellos, sería imposible comprender las luchas por derechos civiles y culturales en las últimas décadas. Sin embargo, un sector de estos movimientos comenzó, especialmente a partir de los años 2000, a adoptar orientaciones teóricas que absolutizaron la identidad como categoría central de interpretación.

Aquí radica el problema: la identidad es crucial, pero no debe convertirse en el eje absoluto de la política, como propugna el wokismo. Cuando la política se reduce a la administración de sensibilidades, la capacidad de articular mayorías se erosiona. La identidad deviene en moral, la moral en dogma, y el dogma en exclusión. En este clima, la izquierda dejó de producir análisis estructurales para concentrarse en microconflictos simbólicos. Se instaló una visión woke, según la cual la política es un campo de ofensas, traumas, heridas y microagresiones permanentes, donde el sujeto se construye desde su vulnerabilidad más que desde su potencia colectiva.

Nancy Fraser, la feminista marxista norteamericana, ha argumentado que esta mutación no fue accidental: el neoliberalismo logró canalizar demandas culturales e identitarias en una dirección funcional a su hegemonía, sustituyendo la lucha redistributiva por el reconocimiento cultural. Así, la izquierda comenzó a privilegiar el lenguaje inclusivo sobre la reforma tributaria, los protocolos sobre la sindicalización, los debates morales sobre la economía política.

La derecha solo necesitó observar y estimular. Mientras la izquierda se enfrascaba en disputas minúsculas, la acumulación de capital continuaba su curso, profundizando desigualdades sin resistencia significativa. Las grandes mayorías populares quedaron fuera de estos debates, cuando no fueron directamente culpabilizadas por “no actualizarse” a los códigos identitarios emergentes. El resultado fue una izquierda ensimismada, incapaz de construir alianzas amplias en sociedades profundamente desiguales.


El feminismo punitivista: moralización, industria de la víctima y cancelación

El campo de género es, quizás, donde la captura ideológica ha producido efectos más visibles. El feminismo latinoamericano ha sido históricamente plural: feminismos populares, comunitarios, decoloniales, sindicales, urbanos, campesinos. Sin embargo, un segmento específico, el feminismo radical-punitivista, logró posicionarse de manera dominante en instituciones, universidades y espacios culturales. Este feminismo privilegia una interpretación moralista del conflicto social y establece una división permanente entre «víctimas» y «victimarios», anulando matices, complejidades o procesos de mediación.

Desde esta perspectiva, cualquier discusión es una forma de violencia; cualquier pregunta, una revictimización; cualquier disenso, una amenaza patriarcal. La justicia deja de operar sobre la base de pruebas para transformarse en un mecanismo de sanción social inmediata: escraches, listas negras, expulsiones sumarias, tribunales éticos paralelos, linchamientos digitales. La subjetividad se construye desde el dolor y la sospecha. El hombre heterosexual es, por definición, un potencial agresor; la mujer, una víctima perenne cuya experiencia subjetiva constituye evidencia suficiente.

Lo más problemático es que esta corriente punitivista dentro del feminismo se ha convertido en una industria institucionalizada. La condición de víctima funciona como capital simbólico que permite acceder a fondos de cooperación, becas, consultorías, cargos públicos y visibilidad mediática. La narrativa del daño se transforma en moneda de intercambio en un mercado global de la sensibilidad. Así, la lucha feminista –históricamente vinculada a transformaciones estructurales– se degrada en un dispositivo moralizante, emocionalmente rentado, políticamente impotente y alineado, sin quererlo, con agendas conservadoras que promueven el punitivismo penal.

Paradójicamente, este modelo termina por reforzar el orden patriarcal o sexista al que dice combatir: transforma la política en trauma, la deliberación en miedo, la justicia en castigo automático y la subjetividad femenina en un espacio de fragilidad perpetua. La derecha, consciente de este efecto, no combate al feminismo punitivista: lo promueve indirectamente porque divide, paraliza y moraliza a la izquierda.


El ambientalismo desmaterializado: la naturaleza como fetiche moral

El ambientalismo latinoamericano surgió como una respuesta necesaria frente al extractivismo depredador, la violencia contra pueblos indígenas, la minería ilegal, la deforestación y la megacorporativización del territorio. No obstante, un sector del ambientalismo ha derivado en una versión desmaterializada y moralizante de la naturaleza. La convierte en una entidad pura, sagrada, aislada del conflicto social, casi siempre en oposición a las prácticas de subsistencia de las comunidades pobres.

En este marco, por ejemplo, las comunidades pesqueras son culpabilizadas por contaminar. Los campesinos son criminalizados por talar para sobrevivir. Los mineros artesanales son tratados como destructores ontológicos. Los pobres urbanos son señalados por su «consumismo». Se produce así una separación artificiosa entre naturaleza y sociedad. La responsabilidad de la crisis ecológica se desplaza desde las corporaciones extractivas hacia los sectores empobrecidos. El ambientalismo se vuelve un fetiche moral que denuncia comportamientos individuales, pero no cuestiona el modelo económico de acumulación. La derecha aprovecha estas tensiones: mientras comunidades y ambientalistas se enfrentan, el capital extractivo consolida su dominio mediante acuerdos con gobiernos débiles y políticas ambiguas. En suma, la ecología pierde su carácter político y se transforma en una estética de la pureza, desconectada de la economía popular y del conflicto de clases.

Los problemas ambientales no se pueden reducir a los conflictos ecológicos (deforestación, compactación de suelos, contaminación, efecto invernadero, cambio climático…). Hay que hablar, mejor, de problemas socioambientales, sin excluir el hambre, la pobreza, la desigualdad extrema, el paro forzado, la crisis migratoria, la xenofobia, la violencia y la guerra por recursos estratégicos del planeta.


El progresismo latinoamericano y su obsesión con el Estado

Uno de los fenómenos más persistentes del progresismo contemporáneo es el fetichismo del Estado. Tras decenios de neoliberalismo, la llegada de gobiernos de izquierda o centroizquierda entre 2000 y 2015 generó la ilusión de que la transformación social dependía exclusivamente de ocupar las instituciones. Sin embargo, como señaló René Zavaleta Mercado, el Estado latinoamericano es una “formación abigarrada”: una estructura atravesada por capas históricas heterogéneas, poderes fácticos, élites corporativas, mafias territoriales y burocracias impermeables.

El progresismo, al entrar al Estado, enfrentó un doble desafío: gobernar con estructuras reaccionarias y mantener viva la movilización social. En la mayoría de los países, eligió la primera tarea e ignoró la segunda. Ello produjo varias consecuencias: reproducción de prácticas clientelistas heredadas de la derecha; cooptación de movimientos sociales a través de contratos, cargos o favores; burocratización de líderes populares que perdieron contacto con sus bases; sustitución del conflicto social por la gestión tecnocrática; dependencia excesiva de los equilibrios parlamentarios y de la gobernabilidad neoliberal.

El Estado se transformó en un fin en sí mismo. La política dejó de ser lucha por el poder popular y se convirtió en lucha por posiciones en la administración pública. El progresismo, paradójicamente, terminó gestionando el neoliberalismo –a veces con rostro humano, otras veces con autoritarismo– sin modificar las estructuras de acumulación.


El vaciamiento del sujeto popular: adiós a la clase trabajadora

Quizás el daño más profundo ha sido la erosión del sujeto político de la izquierda: la clase trabajadora.

En América Latina, el campesinado pobre, las mujeres trabajadoras, los obreros, los transportadores, los mineros, los indígenas precarizados, los informales urbanos, las vendedoras ambulantes y las trabajadoras domésticas constituían la base material de los proyectos emancipatorios. Sin embargo, este sujeto fue desplazado por nuevos prototipos identitarios: el activista urbano hiperconectado, el emprendedor verde, la víctima performativa, el influencer político progresista, la ONG profesionalizada, la consultora feminista, el colectivo estudiantil fragmentado.

El resultado fue devastador: la izquierda dejó de hablar de salarios, tierra, propiedad, soberanía, industrialización, trabajo digno y vivienda. Abandonó los conflictos estructurales por disputas simbólicas. Esto dejó un terreno fértil para que la derecha capitalizara el malestar de sectores populares abandonados. El «sentido común» conservador llenó el vacío que la izquierda dejó abierto.


La academia, las ONG y la industrial del activismo

El mundo académico y la industria ONG –dos espacios que históricamente proveyeron análisis críticos y apoyo organizativo– han sufrido una transformación profunda. La investigación militante fue sustituida por papers performativos, teorías importadas sin arraigo y rituales de corrección política que privilegian la forma sobre el contenido.

En este proceso: La crítica al capitalismo fue reemplazada por análisis de narrativas. La historia obrera fue sustituida por estudios de sensibilidades. La organización territorial fue suplantada por “incidencias” de corto alcance. La militancia fue desplazada por consultoría técnica.

El lenguaje progresista se volvió un capital cultural administrado por expertos. La ética cedió terreno ante la lógica de proyectos. Los movimientos sociales se transformaron en proveedores de servicios para la cooperación internacional. Y la política se convirtió en un laboratorio discursivo desconectado de la vida real de las mayorías.


América Latina en detalle: cómo opera la captura país por país

En América Latina, los imaginarios neoliberales y las narrativas de la extrema derecha lograron, en las décadas recientes, infiltrar y reconfigurar incluso a sectores históricos de izquierda, capturando lenguajes, expectativas y formas de acción política país por país. Bajo la promesa de eficiencia, orden y modernización, se instauraron marcos mentales que naturalizaron la mercantilización de la vida, erosionaron la solidaridad y desplazaron proyectos colectivos.

Esta captura simbólica operó de manera silenciosa pero persistente: penetró partidos, desgastó movimientos sociales y redefinió lo posible en la imaginación popular.

En Argentina, el kirchnerismo combinó avances redistributivos con un gran aparato burocrático, redes clientelares y una creciente desconexión entre identitarismos urbanos y el mundo popular. Sectores progresistas defendieron políticas sociales, pero toleraron corrupción y reprodujeron lógicas del poder tradicional.

En Argentina hubo contradicciones profundas entre el discurso transformador y la práctica política. Mientras se reivindica la justicia social, la ampliación de derechos y la soberanía económica, se gestionó el Estado sin alterar de manera estructural el modelo extractivista, financiero y dependiente que se dice cuestionar. El progresismo defiende a los sectores populares, pero tolera niveles persistentes de pobreza, informalidad y desigualdad que erosionan su legitimidad. Proclama un “Estado presente”, aunque muchas veces lo subordina a los condicionamientos del FMI y a la lógica del endeudamiento externo. Invoca la participación popular, pero tiende a concentrar decisiones en élites políticas y tecnocráticas, debilitando la organización social autónoma. En el plano cultural, la izquierda disputa sentidos a la derecha, pero no siempre logra construir un relato coherente que conecte ética, economía y futuro. Estas tensiones han generado desencanto en parte de su base social y han abierto espacio al avance de discursos y movimientos reaccionarios que capitalizan el malestar, evidenciando una crisis de proyecto, más que solo de liderazgo. El triunfo de Milei en 2023 se inscribe en dicho proceso.

En Brasil el PT logró avances históricos en reducción de pobreza, pero su pacto con la élite empresarial debilitó la conciencia de clase. La expansión del consumo no fue acompañada por una expansión de organización popular. El identitarismo urbano creció a expensas de sindicatos fragmentados. Este vacío fue aprovechado por la derecha bolsonarista.

La centroizquierda en Brasil enfrenta profundas contradicciones entre su proyecto histórico y su práctica de gobierno. Mientras reivindica la justicia social, la reducción de la pobreza y la defensa de la democracia, ha debido apoyarse en alianzas con élites económicas, partidos conservadores y sectores del agronegocio para garantizar gobernabilidad, diluyendo su horizonte transformador. El éxito de políticas redistributivas convive con la continuidad de un modelo extractivista y reprimarizado, que reproduce desigualdades regionales y ambientales, afectando pueblos indígenas y comunidades campesinas. A ello se suma una institucionalización que desplazó la movilización popular, debilitando la organización de base que fue su principal fuerza. La gestión pragmática del Estado, necesaria para frenar a la extrema derecha, ha terminado normalizando prácticas clientelistas y compromisos éticamente problemáticos. Así, el progresismo brasileño oscila entre resistir el autoritarismo y administrar un orden que limita su promesa de transformación estructural, generando frustración en su propia base social.

En Chile la generación estudiantil de 2011 impulsó reformas necesarias, pero terminó absorbida por un wokismo moralizante. La Convención Constitucional se convirtió en un espacio performativo desconectado del Chile popular, incapaz de construir consenso. Este fracaso facilita el retorno conservador, con la reciente victoria de José Antonio Kast en el balotaje.

El progresismo en Chile enfrenta contradicciones. Llegó al poder prometiendo superar el neoliberalismo heredado de la dictadura pinochetista, pero ha debido administrar gran parte de sus reglas, priorizando la estabilidad macroeconómica y el consenso con los poderes fácticos. Proclama la centralidad de los movimientos sociales, pero en el ejercicio gubernamental los subordina a la lógica institucional y a los tiempos del Congreso. Defiende una nueva relación con los pueblos originarios, aunque mantiene respuestas securitarias frente al conflicto mapuche, como la militarización de Araucanía. Reivindica la democracia participativa, pero la derrota del proceso constituyente reveló desconexión con amplios sectores populares y dificultades para traducir demandas sociales en mayorías políticas. Apuesta por el feminismo, el ambientalismo y los derechos sociales, pero avanza de manera fragmentada y cautelosa, generando frustración en su base. Así, oscila entre la voluntad de cambio estructural y la gestión prudente de un modelo que prometió transformar, sin lograr resolver esa tensión.

En Colombia el progresismo es profundamente urbano, con fuerte presencia en universidades y colectivos identitarios. Los territorios rurales, atravesados por la guerra, el narcotráfico y la desigualdad, fueron simbólicamente incluidos, pero políticamente ignorados. La fragmentación interna ha dificultado la posibilidad de construir un proyecto popular de largo aliento.

La centroizquierda colombiana reivindica la justicia social, la paz y la superación del neoliberalismo, pero en el ejercicio del gobierno ha tendido a privilegiar la gobernabilidad institucional sobre la movilización social que la llevó al poder, movilización que instrumentaliza con frecuencia. Promete transformaciones estructurales, pero a menudo los traduce en reformas modestas, graduales, técnicas y negociadas que chocan con las expectativas populares, así reivindiquen derechos fundamentales que fueron recortados. Defiende la ética pública, pero convive con prácticas clientelistas heredadas del viejo sistema político y con disputas internas por cuotas de poder. Habla de participación popular, aunque muchas decisiones estratégicas se concentran en círculos cerrados y tecnocráticos. Asimismo, la coalición liderada por Gustavo Petro reivindica una transición económica justa y ambientalmente responsable, pero enfrenta tensiones entre el extractivismo, la urgencia fiscal y las promesas ecológicas. Estas contradicciones no anulan su proyecto histórico, pero sí revelan el desafío central: transformar el Estado sin ser absorbido por sus inercias, y gobernar sin perder el horizonte emancipador que le dio sentido político.

En México, MORENA representa un híbrido: retórica nacional-popular con prácticas clientelares y tolerancia a cacicazgos locales. Aunque desde 2018, con Andrés Manuel López Obrador de presidente, ha impulsado políticas redistributivas de mayor envergadura que otros progresismos latinoamericanos, logrando retener el gobierno en 2024 con el triunfo de Claudia Sheinbaum, mantiene pactos con élites regionales. Las luchas identitarias urbanas conviven con un campesinado abandonado.

El progresismo mexicano reivindica justicia social, austeridad y combate a la corrupción; ha reproducido dinámicas centralistas que concentran poder y debilitan contrapesos institucionales. Promete participación popular, pero suele sustituirla por una relación vertical entre liderazgo carismático y base social, donde la crítica interna es descalificada como traición. Defiende los derechos humanos, pero ha sido ambiguo frente a la militarización de la seguridad pública y al papel creciente de las Fuerzas Armadas en tareas civiles. Proclama una agenda ambientalista, pero impulsa megaproyectos extractivos y de infraestructura que afectan territorios indígenas y ecosistemas, sin consultas plenamente libres e informadas. En nombre del pueblo, ha tolerado alianzas pragmáticas con élites locales y prácticas clientelistas heredadas del viejo régimen del PRI. Así, MORENA oscila entre una retórica emancipadora y una gestión del poder que, en varios frentes, reproduce lógicas que decía querer superar.

En Bolivia, el MAS articuló de modo inédito a movimientos indígenas y populares, pero también desarrolló una burocracia propia que terminó desconectándose de sus bases. La disputa interna entre líderes generó fisuras que debilitaron el proyecto y permitieron el retorno de la derecha al poder.

El progresismo boliviano, hegemonizado durante años por el MAS, reivindica el Estado plurinacional, la descolonización y los derechos de los pueblos indígenas. Sin embargo, ha reproducido lógicas centralizadoras, extractivistas y caudillescas que tensionan esos mismos principios. La defensa del “proceso de cambio” ha servido, en ocasiones, para justificar la cooptación de movimientos sociales, la persecución de disidencias internas y la subordinación de la justicia a intereses políticos. El modelo económico, aunque redistributivo, sigue dependiendo fuertemente de la explotación de recursos naturales, afectando territorios indígenas y el medio ambiente. A ello se suma la dificultad para renovar liderazgos y aceptar la alternancia democrática, confundiendo proyecto histórico con permanencia en el poder. Así, una izquierda que nació desde lo popular corre el riesgo de distanciarse de sus bases y vaciar de contenido liberador su propio relato.

En Ecuador, la llamada “Revolución Ciudadana” combinó redistribución del ingreso con políticas extractivas que generaron conflicto con sectores indígenas y ambientalistas. Tras su caída, el progresismo se fragmentó en identitarismos urbanos sin anclaje popular. La derecha camuflada en la izquierda tomo el poder.

El progresismo ecuatoriano enfrenta contradicciones profundas. Reivindica la justicia social, el antineoliberalismo y la soberanía popular, sin embargo, en el ejercicio del poder ha mostrado una fuerte tendencia al personalismo y a la concentración de decisiones, debilitando la democracia interna y el pluralismo. Su apuesta por un Estado fuerte convivió con prácticas extractivistas que afectaron territorios indígenas y campesinos, generando tensiones con los movimientos sociales que inicialmente lo sostuvieron. Al mismo tiempo, mientras denunció a las élites tradicionales, terminó reproduciendo lógicas de clientelismo y cooptación institucional. La retórica de participación ciudadana contrastó con la criminalización de la protesta y el distanciamiento de las bases populares. Incapaz de renovar liderazgos y de procesar críticamente sus errores, parte de esta centroizquierda quedó atrapada en la nostalgia del poder perdido, más enfocada en disputas internas y en la defensa del legado que en la construcción de un proyecto ético, democrático y socialmente coherente.

En Uruguay, el Frente Amplio logró avances importantes, pero también enfrentó tensiones entre identitarismos urbanos y demandas materiales de trabajadores rurales. Aun así, es el país donde la izquierda ha sostenido mayor coherencia estratégica, lo que no significa que la derecha no esté operando de manera permanente.

El progresismo uruguayo, encarnado principalmente por el Frente Amplio, al mismo tiempo que reivindica justicia social, igualdad y derechos, ha mantenido una matriz económica fuertemente dependiente del extractivismo, la agroexportación y la inversión extranjera, reproduciendo lógicas del capitalismo que dice cuestionar. Defiende el Estado social, pero en la gestión aceptó límites fiscales y reglas de austeridad que frenaron reformas estructurales progresivas en educación, vivienda y sistema productivo. Promovió avances importantes en derechos civiles, pero fue más cauto frente a la democratización del poder económico y mediático. Además, la profesionalización de la política y la institucionalización prolongada alejaron a sectores del Frente Amplio de las bases populares y sindicales que le dieron origen.

En general, todos los progresismos de América Latina han mostrado contradicciones visibles entre su discurso transformador y su práctica de gobierno. Así, la centroizquierda terminó administrando el orden existente con cierta sensibilidad social, pero sin alterar de fondo las relaciones de poder que sostienen la desigualdad.


La derecha como beneficiaria: reconstrucción de su hegemonía

La derecha ha logrado reconstruir su hegemonía aprovechando el extravío progresista. Frente a una izquierda fragmentada, woke y dependiente del Estado, la derecha se presenta como defensora del «sentido común», del orden, del empleo y de la familia.

Su caricatura de la izquierda –como elitista, punitiva, improductiva, corrupta y desconectada de la vida cotidiana– ha calado profundamente. Pero no porque sea pura invención mediática: porque la izquierda ha contribuido a hacerla verosímil mediante sus propias prácticas.

Mientras la derecha promete seguridad, la izquierda promete protocolos. Mientras la derecha promete empleo, la izquierda promete lenguaje inclusivo. Mientras la derecha visita mercados y fábricas, la izquierda organiza festivales discursivos. La competencia es desigual porque las prioridades están desalineadas.


Reconstruir la izquierda desde la materialidad social

La reconstrucción emancipatoria debe partir de un retorno a la materialidad social. Ello implica: 1) recuperar la centralidad del trabajo y la lucha por la redistribución; 2) construir soberanía económica y productiva; 3) fortalecer la organización sindical y territorial; 4) promover poder popular y autogestión comunitaria; 5) comprender el Estado sin fetichizarlo ni renunciar a transformarlo; 6) articular luchas identitarias sin absolutizarlas; 7) combatir la corrupción interna con ética radical; 8) desconfiar del financiamiento externo que domestica la lucha social; 9) reconectar con campesinos, obreros, indígenas, informales y mujeres trabajadoras; 10) producir una narrativa universalista capaz de convocar mayorías, sin relegar minorías.

La izquierda necesita volver a responder preguntas esenciales: ¿Quién controla la riqueza? ¿Quién decide sobre los territorios? ¿Quién produce y quién se apropia del excedente? ¿De qué manera se garantiza una vida digna para todas las personas? ¿Cómo democratizar el Estado sin reproducir su lógica burocrática? Sin estas preguntas, no hay proyecto emancipador posible.


Una izquierda nuevamente universalista, popular y humanista

El horizonte no debe ser un regresismo nostálgico ni una suma de identidades fragmentadas, sino la construcción de una izquierda universalista, capaz de integrar luchas de género, ambientales y étnicas en un proyecto de igualdad material que reconozca el protagonismo de la clase trabajadora.

Para ello se requiere: despenalizar el debate interno y recuperar la deliberación democrática; reconstruir tejido social y organización popular; abandonar la estética activista vacía; superar el fetichismo del Estado; combatir el clientelismo y la corrupción; y reconstituir un sujeto popular amplio, plural y materialista. Una izquierda que vuelva a poner en el centro la dignidad humana y la vida concreta de las mayorías.


Ideas fuerza a manera de cierre

El secuestro ideológico de la izquierda fue el resultado de un proceso histórico complejo, marcado por: 1) la derrota frente al neoliberalismo, 2) la cooptación cultural, 3) la moralización identitaria, 4) el vaciamiento del sujeto popular, 5) el fetichismo institucional, 6) el ascenso del punitivismo moral o woke, 7) el abandono del análisis materialista, 8) la adaptación clientelar al sistema, 9) la burocratización interna y 10) la pérdida del horizonte emancipador.

Pero nada de esto es irreversible. América Latina sigue siendo una región profundamente desigual pero inmensamente creativa. Movimientos campesinos, indígenas, afrodescendientes, obreros, feminismos populares, redes comunitarias y experiencias de autogestión mantienen viva la llama de la emancipación.

La tarea histórica consiste en reconstruir una izquierda arraigada, ética, democrática, materialista y universalista. Una izquierda capaz de hablar con la gente real, no con los algoritmos; capaz de producir esperanza colectiva, no moralismos punitivos; capaz de disputar hegemonía cultural sin fragmentarse en microidentidades; capaz de transformar, no de administrar.

La izquierda clasista enfrenta hoy uno de los desafíos más complejos de su historia contemporánea: superar a esa izquierda desideologizada, pequeñoburguesa y desproletarizada que, atrapada en los juegos de poder institucional, ha ido perdiendo la brújula política que alguna vez la orientó hacia la emancipación social. En muchos países de América Latina, esta deriva se expresa en prácticas clientelistas, en negociaciones opacas, en alianzas que diluyen principios y en una creciente adaptación al orden vigente. Se ha confundido realismo con renuncia, gobernabilidad con domesticación y pragmatismo con claudicación ética. Así, una parte de la izquierda se ha vuelto apenas gestora de la desigualdad que prometió superar, administradora dócil de un modelo que continúa produciendo exclusión, miseria y violencia estructural.

La arrogancia en el ejercicio del poder ha profundizado estas grietas. Algunos sectores, seducidos por la retórica del liderazgo carismático, han sustituido el proyecto colectivo por el culto a la personalidad. Otros han reducido la política a un cálculo electoral permanente, olvidando que la transformación social requiere organización, coherencia y pedagogía política. En ese escenario, la desconexión con el mundo del trabajo, con los sindicatos, con las economías populares y con las luchas territoriales es cada vez más evidente. Una izquierda sin proletariado –o sin vínculos orgánicos con él– se vuelve una sombra teórica que camina sin cuerpo, sin fuerza material y sin pueblo.

Frente a esta crisis, el gran reto de la izquierda clasista es volver a las militancias de pies descalzos: aquellas que recorren barrios, veredas y fábricas; que escuchan antes de hablar; que reconocen al pueblo como sujeto y no como clientela; que conciben la política como trabajo paciente, cotidiano y colectivo. Se trata de retomar la ética de la entrega y no del privilegio, la vocación de servicio y no del ascenso personal, la claridad ideológica y no el oportunismo sin horizonte.

Volver a enraizarse en las comunidades implica reconstruir tejidos organizativos, revitalizar la formación política, promover liderazgos colectivos y reactivar la imaginación programática para pensar transformaciones estructurales más allá de las urgencias electorales. Solo así podrá la izquierda recuperar su sentido histórico: ser fuerza de ruptura y no de acomodo, abrir caminos de dignidad en vez de administrar la resignación. En ese retorno a la base, a la pobreza dignificada en lucha, reside la posibilidad de una izquierda que vuelva a merecer el nombre de transformadora.

En última instancia, la izquierda latinoamericana solo podrá renacer si reconoce críticamente su extravío, enfrenta sus deformaciones internas y vuelve a asumir su razón de ser: la lucha por la igualdad material, la libertad humana, la dignidad colectiva y la construcción de un mundo donde todas las vidas puedan florecer.

Carlos Medina Gallego

Etiquetado en: ambientalismo América Latina feminismo identitarismo izquierdas neoliberalismo posmodernidad progresismo reformismo wokismo

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