Detalle de la ilustración de Andrés Casciani para la portada de Corsario Rojo IX.
Un hombre había descendido del puente de mando y se dirigía hacia ellos con una mano apoyada en la culata de la pistola que llevaba en el cinto. Vestía completamente de negro, con una elegancia poco frecuente entre los filibusteros del golfo de México, hombres que se conformaban con unos calzones y que cuidaban mucho más de sus armas que de su indumentaria.
Llevaba una rica casaca de seda negra adornada con blondas del mismo color y con vueltas de piel, y calzones también de seda negra ceñidos a la cintura por una ancha faja listada. Calzaba altas botas y su cabeza estaba cubierta por un gran chambergo de fieltro adornado con una gran pluma igualmente negra que caía sobre sus hombros.
Lo mismo que en su indumentaria, en el aspecto de aquel hombre había algo de fúnebre. Su cara pálida, casi marmórea, resaltaba entre las negras blondas que rodeaban su cuello y las anchas alas del sombrero, y quedaba oculta en parte bajo una espesa barba negra, corta y algo rizada.
Sin embargo, sus facciones eran bellísimas. La nariz, regular; los labios, pequeños y rojos como el coral; la frente, ancha y surcada por una ligera arruga que daba a su rostro cierta expresión melancólica; los ojos, perfectos, negros como el carbón y coronados por espesas cejas, brillaban de tal forma que podrían turbar hasta a los más intrépidos filibusteros que navegaban en las aguas del gran golfo.
Era alto, esbelto, de porte elegante. Al ver sus aristocráticas manos se podía asegurar que se trataba de una persona de alta condición social y, sobre todo, de un hombre hecho al mando.
Al verle acercarse, los dos marineros de la canoa se miraron murmurando:
—¡El Corsario Negro!
—¿Quiénes sois y de dónde venís? –preguntó el corsario, deteniéndose ante ellos con la mano aún apoyada en la culata de la pistola.
—Somos filibusteros de La Tortuga, dos de los Hermanos de la Costa –repuso Carmaux.
—¿De dónde venís?
—De Maracaibo.
—¿Habéis escapado de manos de los españoles?
—Sí, comandante.
—¿A qué barco pertenecíais?
—Al del Corsario Rojo.
Al oír estas palabras, el Corsario Negro se sobresaltó. Luego permaneció silencioso durante unos momentos, con los ojos fijos en los dos filibusteros como si quisiera abrasarlos con la mirada.
—¡Al barco de mi hermano! –dijo luego con voz temblorosa (…)
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