Ilustración: Gabriela Maturano


Nota.— El demonio Titivillus, fiel servidor de Satanás y terror de los escribas, propagador incansable de erratas y errores, ha estado haciendo de las suyas a bordo del Corsario Rojo, cuando faltan pocos días para que este buque pirata, hermano mayor del barco fantasma Kalewche, vuelva a hacerse a la mar y emprenda una nueva travesía. ¿Cuál fue la diablura de Titivillus? En horas nocturnas del conticinio, se introdujo en el camarote a oscuras del escriba, mientras este dormía profundamente. Con sumo sigilo, Titivillus se acercó al escritorio, donde estaban apilados los manuscritos de todos los textos del número 2, «verano austral 2023», del Corsario Rojo. En cada uno de ellos sustrajo un párrafo o pasaje que le interesó, o que eligió al azar; y con estos fragmentos confeccionó una suerte de «popurrí», que luego dejó tirado en la cubierta del Kalewche, con un mensaje lacónico que decía “Publíquenlo el próximo domingo. Atentamente, Titivillus”. Aunque debemos lealtad fraternal al Corsario Rojo, no nos atrevemos a desairar a un demonio tan malévolo y poderoso (vengativo también, damos por descontado) como Titivillus, quien, por si fuera poco, suele cumplir órdenes directas del mismísimo Lucifer.

SECCIÓN BITÁCORA DE DERROTAS

En La razón populista, Laclau va a encontrar las unidades más pequeñas –a partir de las cuales es posible identificar la práctica articulatoria populista– en la categoría de “demandas sociales”; y, dentro de ella, la de “demandas populares”, que, en vez de permanecer aisladas, pasan a articularse con otras demandas, dando lugar a una subjetividad más amplia. Con la articulación de las demandas populares, dice el autor, se “comienza así, en un nivel muy incipiente, a construir al ‘pueblo’ como actor histórico potencial”. Cada demanda insatisfecha posee, como si dijéramos, dos partes: una parte que refiere a un contenido particular –corporativo, podríamos decir– que la distingue del resto, y otra que refiere a la promesa de una comunidad más plena implicada en la satisfacción de cada demanda en cuestión. La primera daría origen a una lógica de la diferencia, que remite a lo que las demandas tienen de distinto; la segunda, a una lógica de la equivalencia, que remite a lo que tienen en común. A partir de esta segunda lógica, se haría posible la articulación de demandas –se constituiría una cadena equivalencial–, en tanto estas son vistas como opuestas a un determinado sistema de poder que las rechaza. Dentro de esta cadena, un significante potencialmente cualquiera (por ejemplo, “interés nacional”, “patria”, o el propio nombre de un líder como Perón) se eleva sobre el resto como equivalente general. De esta forma, va surgiendo un “campo popular”, en principio indeterminado, y también una frontera interna antagónica que separa al pueblo del poder establecido.

Una característica de este enfoque es que, limitada a su dimensión simbólica, la diferencia entre demandas diferentes y antagónicas tiende a diluirse. Lo que encontramos teorizado en Laclau –no críticamente, por cierto– es una especie de fetichismo de las demandas, donde estas se independizan de quienes las formularon y parecen adquirir la capacidad de articularse por sí mismas. Quedan así en las sombras los intereses de las clases y fracciones de clase, los enfrentamientos entre estas (con sus victorias y derrotas), todas las luchas políticas –e incluso físicas– dentro del proclamado “campo popular” y las determinaciones estructurales de las crisis. Es decir, todo aquello que, en un momento histórico determinado, está por detrás de la emergencia de una particular articulación política contingente. Bajo este tipo de fetichismo, los agentes históricos que sostienen las “demandas populares” tienden a disolverse.

Matías Maiello, “Procesos de movilización y desmovilización en América Latina: un debate de estrategias”


(…) la inmensa mayoría de las personas ya no quiere hablar de la pandemia. La ven como un mal trago que es preferible olvidar, una fatalidad ante la que no hay mucho que hacer, un momento doloroso que hay que superar. Y, sin embargo, debemos hablar sobre lo sucedido. Debemos hacerlo no solo por las enormes consecuencias sociales y políticas que ha engendrado, sino por el peligroso precedente que ha establecido de cara a los fantásticos desafíos que, como humanidad, deberemos afrontar en el siglo XXI, el siglo de la gran prueba, al decir de Jorge Riechmann. La crisis pandémica dejó al desnudo varias cosas. Una de ellas es el poder político del miedo. Cuando sienten miedo, las personas son capaces de hacer o aceptar lo que en otras circunstancias les resultaría inaceptable. A decir verdad, esto no es nuevo; de hecho, es algo muy viejo. Pero la escala que alcanzó el miedo pandémico, y la velocidad con que se diseminó, no tienen precedentes ni remotamente cercanos. La segunda cosa que esta crisis dejó al desnudo es la capacidad de las élites políticas, y sobre todo económicas, para beneficiarse de cualquier evento. Nuevamente, esto no es nuevo, pero la magnitud no tiene parangón. Naomi Klein ya había alertado sobre la “doctrina del shock”: el aprovechamiento de crisis reales, por parte de las élites económicas, para imponer «recetas» muy favorables a ellas y socialmente desastrosas. En nombre de la urgencia, las masas aceptaban ponerse la soga al cuello. Pero los ejemplos clásicos del uso de la doctrina del shock –de la hiperinflación en la Argentina del 89 a la devastadora inundación de Nueva Orleáns en 2005– parecen un juego de niños en comparación con lo acontecido durante la pandemia. Otra cosa que ha quedado al desnudo es la capacidad performativa de los nuevos medios de comunicación y de las redes sociales. No es que no haya habido una pandemia, pero se la vivió con un horror que poco tenía que ver con la realidad sanitaria; para pasar luego, casi sin transiciones, a una sensación de «normalidad» cuando la situación sanitaria, medida en mortalidad y exceso de mortalidad, poco se había modificado. El relato de la pandemia tuvo un impacto muy superior a su realidad epidemiológica. Y el relato vino acompañado de viejas y nuevas formas de censura, que fueron aceptadas casi sin protestas en las que –se suponía– eran democracias que colocaban a la autonomía personal, el derecho a la información y la libertad de expresión como pilares fundamentales. De manera insólita, reconocer la fragilidad y la incertidumbre de la vida fue masivamente asociado con un pensamiento de derecha. Y para muchas personas de pensamiento «progresista», incluso la libertad quedó bajo sospecha. Entre libertad y seguridad, la mayoría eligió la seguridad: ¿pero no era el anhelo de seguridad, precisamente, una de las marcas más claras de pensamiento derechista y contrarrevolucionario? Lo más sensato, por lo demás, que era negarse a contraponer burdamente libertad a seguridad o salud a economía, para analizar los muchos matices de formas concretas, relativas (histórica y socialmente específicas) de libertad, salud, seguridad y economía, tendió a ser rechazado en un clima de polarizaciones maniqueas. El pensamiento crítico, lo decimos con dolor, fue masivamente arrojado a la basura, incluso por quienes se suponía que debían ser sus cultores: universitarios, científicos, docentes. El miedo fue más fuerte.

José R. Loayssa y Ariel Petruccelli, “Crónica de una pandemia, año III. Un virus a lomos de los gobiernos, sus políticas y sus vacunas”


Hay despedidas que no terminan de finalizar. La del proletariado parece ser una de ellas. Cíclicamente, emergen los «adioses» a la clase trabajadora. De manera recurrente, y más aún, en periodos de crisis del capitalismo en que los empleos no abundan (y este es uno, y bastante prolongado) suelen aparecer distintas narrativas que señalan que el trabajo humano tiende a volverse prescindible. Hay diferentes formas de fundamentar esto.

A grandes rasgos, podríamos señalar que hay narrativas pesimistas y optimistas. Las primeras señalan que el actual «capitalismo de las finanzas» –y de las deudas– ya no requiere, para acumular capital, la explotación de la población disponible, y que, por lo tanto, vamos a un escenario ineluctable de desempleo masivo, donde el «adiós al proletariado» se consuma por la vía de que el proletariado pasaría a ser una minoría insignificante de la población, y el resto sería un como quieras llamarlo («multitudes», «masa marginal»; «precariado»; «nuevas masas»; etc.). La otra visión pone el énfasis en que el capitalismo ha avanzado tanto en su desarrollo tecnológico, que el trabajo humano será desplazado por nuevas tecnologías que tienden a reemplazarlo. En este escenario, también vamos hacia una sociedad de desocupación masiva, pero subproducto de un «avance de la humanidad». Ambas narrativas ofrecen un diagnóstico ante el cual sólo podemos contraponer medidas de redistribución, como es la renta universal, ya sea en formulaciones más de derecha o más de izquierda.

[…] de 1980 a 2018 –según la OIT– la población económicamente activa, tanto asalariada como no asalariada, creció un 75%. Esto implica que se sumaron más de 1.500 millones de personas a los mercados de trabajo mundiales, constituyendo un total de poco menos de 3.500 millones de personas. Basándose en esos datos de la OIT, Kim Moody señala que alrededor de dos tercios de ellos, o sea poco más de 2000 millones, pertenecen a la clase trabajadora, ya que comprende asalariados y «trabajadores independientes» o «por cuenta propia». Por su parte, según las investigaciones de Marcel van der Linden (también en base a la OIT), entre 1991 y 2019 el porcentaje de personas que viven de sus salarios no perfora nunca el piso del 44% y, por el contrario, asciende al 55% de la población económicamente activa.

[…] no parece sostenible, desde ningún punto de vista, la idea de una desaparición «empírica» de la clase trabajadora. Sin embargo, eso no salda el debate, sino que recién le da comienzo: porque esta clase trabajadora que tenemos delante –y de la que formamos parte– no tiene los mismos rasgos de la añorada «clase obrera de posguerra», extraña encarnación de la «clase obrera clásica», pese a que los 30 Gloriosos son una excepción, y no una norma, en la historia del capitalismo.

No hay desaparición de la clase trabajadora, pero sí hay «crisis del trabajo»: extendida y creciente precarización laboral; progresiva feminización de la fuerza de trabajo en nichos de bajos salarios; aumento de la subocupación y la sobreocupación; fluctuaciones con piso alto del desempleo; impacto de algunos cambios tecnológicos que, sin reemplazar el trabajo humano, lo someten a nuevas formas de control y gestión de la relación capital-trabajo; y, consecuencia de lo anterior, proliferación de «trabajadores pobres» como condición cada vez más extendida, tanto en los países periféricos como en los centrales, aunque con distinto ritmo e intensidades.

Gastón Gutiérrez Rossi y Paula Varela, “¿Hacia dónde va el trabajo? Apuntes sobre la clase trabajadora global”


Ni positivismo estrecho, ni antifilosofía, ni fobosofía, ni antimetafísica generalizada, ni hablar por hablar, ni pensador neoliberal enemigo del pensar verdadero, ni colaborador conspicuo del sistema para aniquilar con todo germen de pensamiento crítico, ni desde luego, como algunos autores han afirmado sin el más mínimo conocimiento de causa, viaje desde el totalitarismo falangista al totalitarismo comunista. “Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores” fue otra cosa: tesis metafilosóficas largamente meditadas, que incorporaban, sin ruptura y cambios de perspectiva, reflexiones previas, junto con inusuales y nada corporativistas propuestas organizativas (la concreción como aspiración filosófica).

Sin duda, la situación de las facultades de filosofía españolas de finales de los sesenta influyó decisivamente en las consideraciones del autor. Pero es también innegable, que las críticas, conjeturas, sugerencias y argumentos del traductor de Heráclito y Platón trascienden esas coordenadas espacio-temporales y tienen un alcance más general, menos dependiente de época y circunstancias.

Tras la dedicatoria, el índice y el prefacio , Víctor Méndez Baiges abre La tradición de la intradición con una canción mexicana y unos versos de Petrarca a los que ya hemos aludido: “Pobre y desnuda vas, Filosofía,/ dice la muchedumbre aplicada a la vil ganancia./ Puesto que pocos compañeros tendrás por tu otro camino./ tanto más te pido, espíritu gentil,/ que no abandones tu magnánima empresa”. La canción mexicana, Malagueña salerosa, está casi a la altura del gran poeta italiano: “Si por pobre me desprecias,/ yo te concedo razón;/ yo te concedo razón,/ si por pobre me desprecias./ Yo no te ofrezco riquezas,/ te ofrezco mi corazón,/ te ofrezco mi corazón/ a cambio de mis pobrezas”.

Tampoco Sacristán ofreció (ni aspiró a) riquezas (o a ensoñaciones gnoseológicas y filosóficas) sino a un filosofar sin trampas, pobre y desnudo, modesto, crítico y autocrítico, auténtico, nunca servil, asentado y conocedor de la tradición, que intentó estar siempre a la altura en las difíciles circunstancias que amordazaron al país en el que fue asesinado Federico García Lorca en un tiempo de duro silencio y represión, pero también de resistencia y esperanza. Un filosofar que ayudara, en la estela de Ortega, a bien protagonizar el drama que es la vida (especialmente para los sectores más vulnerables e indefensos, la apuesta poliética de Sacristán), a vertebrar con justicia el cuerpo que es la sociedad, a construir fraternalmente y en armonía con la Naturaleza el organismo que es nuestro mundo y a vitalizar creativamente todo lo que es vida en común.

Salvador López Arnal, “Se despertó… y el buen filosofar seguía allí. En torno a las posiciones metafilosóficas de Manuel Sacristán Luzón”


[…] voy a proponer algunas consideraciones filosóficas en torno a la posibilidad de un giro materialista en las teorías críticas. Desde mi punto de vista, ese giro es necesario por razones tanto prácticas, dadas por la situación histórica, como teóricas, relacionadas con avances y descubrimientos en las ciencias naturales. Creo que las teorías críticas, como las humanidades de conjunto (al menos en el mundo “continental”) han sido, por lo general, limitadamente materialistas, al menos en lo que concierne a la relación con las ciencias naturales, en especial con respecto al conocimiento de los seres humanos en términos de las ciencias de la vida. Ningún materialismo consecuente e intelectualmente honesto puede ser hasta el final antinaturalista y anticientífico. Sin embargo, las teorías críticas tendieron a relacionarse con las ciencias naturales de maneras generalmente defensivas, más preocupadas por preservar la autonomía intelectual de las humanidades que por construir puentes explicativos con la biología, las neurociencias, la teoría de la evolución, etc. Va siendo tiempo de desandar esa fisura intelectual, hacia formulaciones de la teoría crítica capaces de dialogar de manera productiva, y no solo defensiva, con las ciencias de la naturaleza.

Las razones para el giro al materialismo-como-naturalismo son, de vuelta, tanto históricas como teóricas. Históricamente, asistimos a una situación enredada o enmarañada, que demanda una clarificación intelectual más allá del enquistado dualismo de sociedad y naturaleza. Desde mi punto de vista, en este contexto enredado se pueden reconocer tres dimensiones: 1) la creciente modificación técnica del organismo humano; 2) la crisis ecológica; 3) la interacción entre tecnología y sociedad.

[…] algo como una teoría social crítica, pero que ya no sea solo social. Las complicaciones sociedad-tecnología-naturaleza de nuestro presente parece que demandan superar el enquistado antinaturalismo de la tradición recibida. Esta revisión intelectual de calado habilita una pregunta: ¿por qué las teorías críticas han sido tan antinaturalistas? ¿Por qué esa hostilidad y desconfianza hacia las ciencias naturales, en especial a la biología? La respuesta radica, creo, en que asumimos un profundo dualismo de naturaleza y libertad. No hay teorías críticas (marxistas, feministas, poscoloniales, ambientalistas, lo que se nos ocurra) sin presuponer la realidad de la agencia. Solamente si hay agencia incorporada, situada en una primera persona, cobra sentido hablar de dominación, emancipación, explotación, etc. La «carga normativa» de las teorías críticas presupone la realidad efectiva de la agencia.

Facundo Nahuel Martín, “Agencia incorporada: materialismo, subjetividad, naturaleza”


SECCIÓN MAR DE LOS SARGAZOS

Digámoslo con claridad: casi todos los jugadores afrodescendientes de Francia son europeos, 100% franceses, pues nacieron y se criaron en Francia. No en la Francia de ultramar, precisemos, sino en la Francia metropolitana o europea.

Entre los 26 Bleus seleccionados por Deschamps para este último mundial había ocho blancos (Lloris, Pavard, Rabiot, Griezmann, Giroud, los hermanos Hernández y Veretout) y 17 afrodescendientes (incluyendo los dos que tienen ancestros magrebíes, a saber: Guendouzi, hijo de un marroquí; y Benzema, último balón de oro, nacido en el seno de una familia inmigrante argelina, quien finalmente no viajó a Catar por una presunta lesión). Sin embargo, solo había dos africanos nacionalizados: Mandanda, el arquero suplente, oriundo de la República Democrática del Congo (ex Zaire); y Camavinga, el mediocampista del Real Madrid, que nació en Angola. ¿Marcus Thuram? El hijo del legendario Lilian Thuram, es extranjero nacionalizado, aunque no nació en África, sino en Italia, en el seno de una familia afrocaribeña procedente de Guadalupe y Martinica (cuyos habitantes, por lo demás, gozan de la ciudadanía francesa por nacimiento). El resto nació en la Francia europea: Mbappé, Koundé, Konaté, Coman y Fofana en París; Disasi, Saliba, Guendouzi y Kolo Muani, en localidades aleñadas o cercanas a la capital francesa (dentro de lo que tradicionalmente se conoce como Île-de-France); Varane, en Lille, Hauts-de-France, aunque de todos modos su ascendencia es afrocaribeña, no africana; Upamecano, Tchouaméni y Dembélé, en Normandía.

¿Entonces? El ius soli, el derecho de suelo, la nacionalidad en función del lugar de nacimiento es, para el chovinismo futbolero argento, un privilegio de la raza blanca. No se lo explicita, desde luego. Pero está implícito. Sobrevuela. A nadie se le ocurriría discutir la nacionalidad argentina de los jugadores de nuestra selección aduciendo que muchos de ellos tienen –de hecho es así, como reflejan sus apellidos– ascendencia gringa o europea: italiana (Tagliafico), polaca (Foyt), irlandesa (Mac Allister), etc. Si nacieron en territorio argentino, son argentinos y punto, porque «la tierra manda». En cambio, a los futbolistas afrodescendientes de Francia parece no corresponderles el ius soli, sino solamente el ius sanguinis. No importa dónde hayan nacido ni dónde se hayan criado. Siempre serán «africanos nacionalizados» o «negros de las colonias», porque «la sangre tira». Tal es la creencia tácita. Resulta difícil no entrever detrás de este absurdo y repudiable criterio de doble vara, una reminiscencia, un eco lejano e inconsciente, del ideologema bíblico de la maldición y marca de Caín, uno de los pilares tradicionales del racismo blanco en el Occidente cristiano.

¿Cuántos jugadores de la selección argentina de fútbol que salió subcampeona en el primer mundial (Uruguay 1930) eran hijos o nietos de inmigrantes? Con toda seguridad la mayoría, teniendo en cuenta que el censo de 1914 había arrojado un 30% de población extranjera, y que entre los apellidos del plantel predominaban con holgura los de origen italiano. ¿De esto se colige que Argentina logró el subcampeonato mundialista del 30 haciendo trampa o de modo ventajero, nacionalizando gringos? Claro que no. Con excepción de Pedro Suárez, el mediocampista español de Boca Juniors, todos los jugadores del seleccionado eran argentinos por nacimiento. Descendientes de europeos muchos de ellos, sí. Pero argentinos al fin de cuentas. Lo que importa es el ius soli

Federico Mare, “Racismo albiceleste. Mundial de fútbol, rivalidad con Francia y polémicas sobre afrodescendencia”


SECCIÓN AL ABORDAJE

Parece claro que el interés a largo plazo de EE.UU. es el que determina el proceso. Sostener el mundo unipolar surgido tras 1989, que en economía se denominaba globalización y se basaba en un enorme conjunto de leyes internacionales draconianas que someten el comercio mundial, la circulación del capital financiero y la producción, al dictado del capitalismo, un nuevo orden impuesto por los EE.UU. Hemos visto, en estos dos decenios últimos, lo que parecía imposible: que los EE.UU. comenzaran a flaquear y a entrar en decadencia. Su economía, su tecnología… y que el gigante tenía que recurrir una y otra vez a su carta fundamental, su desapoderado poder militar. En esta situación, doblada por el agotamiento de recursos energéticos y minerales del planeta, la gran potencia imperial siempre había tenido como proyecto el control de las riquezas naturales de ese vastísimo territorio que es Rusia (…). Además, la política impulsada por EE.UU. ha tenido como objetivo volver a supeditar por entero la economía europea a la suya, imponiendo la liquidación de lazos comerciales con Rusia y convirtiendo a la UE en dependiente de los caros suministros energéticos producidos en EE.UU., como el gas licuado. Lo que llevo escrito implica que la posición de Ucrania en este conflicto es, a mi juicio, residual. Ucrania, desde el golpe de estado del 2014, promovido por los EE.UU., no es sino un instrumento en manos ajenas. (…) La mayor parte de los países –los que abarcan, además, la mayoría de la población mundial– se ha negado a alinearse con los EE.UU. Asia, África, Iberoamérica. Se ha rechazado el boicot económico a Rusia, y la aplicación de sanciones a la misma. Y se han producido movimientos de tipo económico que buscan romper los mecanismos financieros internacionales, impuestos en los anteriores decenios por el poder global. Nuevas formas de comerciar al margen del dólar, etc. La guerra ha precipitado una nueva situación internacional, que estaba larvándose, sin duda. Pero que, al menos para quienes estábamos metidos en la burbuja informativa de eso que se denomina «Occidente», ha sido una sorpresa insospechada. La mayor sorpresa es que esta guerra precipita la aparición de un nuevo orden multipolar, en contra de los deseos, y de los fines, que promovieron esta guerra.

Carlos Valmaseda, en respuesta a la pregunta “¿Cuáles son –o eran– los objetivos de los contendientes a corto, medio y largo plazo?”. En AA.VV., “Visiones de Ucrania a contracorriente (conversaciones)”.


En La Naturaleza contra el Capital, Saito aborda cuestiones muy complejas de la teoría marxista con rigor y lenguaje preciso, algo que apunta a la comprensibilidad del texto, combinación que no siempre es sencilla de lograr. Lejos está el japonés de una forma de escribir abstrusa y ambigua, práctica bastante común en algunos escritores y corrientes contemporáneas. Por el contrario, su apuesta es expresar lo complejo en la forma más legible posible.

Desde la Introducción de La naturaleza contra el capital, Saito se propone una tarea ambiciosa: un abordaje más sistemático de la ecología en Marx que el de los aportes de marxistas anteriores como Bellamy Foster o Buckett (a los que tiene como claros referentes). Un abordaje que pueda dar respuesta a muchas de las críticas a Marx por su supuesta despreocupación por la problemática ecológica, sobre todo a aquellas que provienen del ecosocialismo. Su objetivo es demostrar que la visión ecológica de Marx no son simples ideas casuales y desconectadas de sus desarrollos teóricos, o con relaciones superficiales con estos, sino que –por el contrario– se encuentran fuertemente imbricadas con los elementos centrales de su concepción materialista de la sociedad y su teoría del valor. Dicho de otra forma, su concepción ecológica no es un mero agregado, sino que es un elemento esencial de su entramado teórico, desarrollado particularmente en El Capital, donde la crítica ecológica ocupa un lugar central y no meramente marginal. En palabras de Saito: “Sostengo que no es posible comprender el alcance total de su crítica de la economía política [se refiere a Marx] si se ignora su dimensión ecológica”.

Esto implica que las críticas que acusan a Marx de «prometeísmo», en el sentido de un optimismo tecnológico industrial que apuntaba a un desarrollo ilimitado, no son sostenibles si se estudia en conjunto la obra del pensador alemán y las implicancias y elementos más profundos de su teoría del valor. Menos aún la crítica –que se repite una y otra vez– de que Marx nunca consideró a la naturaleza como fuente de riqueza, sino solo al ser humano. En el caso de la primera crítica, podemos encontrar expresiones de Marx y Engels que pueden avalar la lectura «prometeica», pero en el segundo caso no. Por el contrario, Marx siempre sostuvo que la naturaleza y el ser humano son las fuentes de la riqueza, lo que no abona su supuesto «antropocentrismo extremo».

Alexis Capobianco Vieyto, “Noticias del Lejano Oriente. Reflexiones sobre La naturaleza contra el capital, de Kohei Saito”