Ilustración: Louis Jean François Lagrénée, Marte y Venus Alegoría de la Paz (óleo sobre lienzo, 1770)


Nota.— el presente artículo de Rafael Poch-de-Feliu fue originalmente publicado en su blog el jueves 2 de marzo, y casi en simultáneo salió en Globalter. El autor le antepuso como copete una frase extraída de la conclusión: “Crear las condiciones más favorables para que los ucranianos, todo ellos, decidan soberanamente y se pongan de acuerdo sin interferencias extranjeras, debería ser la prioridad del movimiento por la paz, más necesario y urgente que nunca en la historia humana”. Coincidimos con su diagnóstico de situación y hacemos nuestra su proposición pacifista.


Uno de los problemas de la guerra de Ucrania es que no estamos ante una guerra, sino ante varias. Hay una guerra reaccionaria de Rusia contra Ucrania, abierta desde la invasión de febrero de 2022 que buscaba la consolidación del régimen autocrático, en el interior y en el exterior, con una «corta guerra victoriosa». Hay elementos de guerra civil entre ucranianos desde la primavera de 2014, ocasionada por el no reconocimiento de la diversidad identitaria interna de los ucranianos en sus diferentes regiones, sin los cuales la invasión rusa habría sido muy difícil, sino imposible. Hay una guerra del hegemonismo entre la OTAN y Rusia, sin la cual las dos anteriores seguramente no habrían llegado a la violencia, auspiciada por Estados Unidos con su presión expansionista hacia el Este desde el cierre en falso de la guerra fría, hace treinta años. Y hay un precalentamiento de gran guerra global con China para neutralizar su ascenso como líder de un polo no occidental en el mundo, y del que la guerra de Ucrania es prolegómeno.

Esta múltiple dimensión de la guerra explica muchos de sus líos y complejidades a la hora de valorarla, entre ellos el hecho de que los papeles de David y Goliat, así como el título de «agresor imperial», sean intercambiables, dependiendo de qué guerra hablemos.

Por ahora, la invasión rusa, con su catastrófica y criminal factura humana, es lo más grave, pero cada vez es más evidente que los riesgos de la guerra –de momento por procuración– entre la OTAN y Rusia, así como el pulso con China que hay detrás, nos arrastran a escenarios de un conflicto global en el que el número de víctimas podría contarse no en decenas de miles como ahora sino en centenares de millones.

El Bulletin de los científicos nucleares, respetable institución fundada por Einstein en 1947, ha colocado su célebre «reloj del día del juicio final» en su cómputo más corto hacia el desastre desde que se creó, noventa segundos; y una de sus encuestas entre especialistas, entre ellos primeras figuras del Ejército de Estados Unidos y expertos internacionales, arrojó ya hace unos meses el inequívoco resultado de que toda esa gente se toma muy en serio la posibilidad de que el actual conflicto degenere en una guerra nuclear.

Aún más inquietante es el fenómeno de banalización de ese peligro que se observa en los medios de comunicación y entre los políticos, particularmente los europeos, cuyo ámbito geográfico es el primer escenario a sufrir el desastre. La idea de que “Putin va de farol” es demente y temeraria en su misma esencia: ignora toda la historia de las relaciones entre potencias nucleares de la guerra fría, así como el hecho central de que incluso si un intercambio nuclear fuera poco probable, su mera posibilidad es demasiado catastrófica y terrible para ser admitida como tal.

El 5 de diciembre, dos bases de la aviación estratégica rusa, en Riazán y Saratov, a 300 millas de la frontera ucraniana, fueron atacadas con misiles ucranianos modificados y modernizados por la OTAN. El ataque ucraniano era «legítimo», en el sentido de que, desde esas bases, han despegado aviones que han lanzado misiles contra Ucrania; pero hay que comprender que no se trata de legitimidad, sino de supervivencia. Imaginar que una base militar estratégica de Estados Unidos fuera atacada por México con la ayuda de Rusia o China, produce escalofríos. Pero en este caso la noticia pasó casi desapercibida en Occidente, no así en Rusia.

El envío de armas pesadas occidentales –incluida aviación– a Ucrania, que en marzo era descartado por el presidente Biden (“porque eso se llamaría tercera guerra mundial”, dijo), está ahora en todos los cálculos. El Parlamento Europeo ha llamado a arrollar a Rusia militarmente con esos recursos facilitados por la OTAN. Se ignora olímpicamente lo que era el propio plan de batalla en Europa de la Alianza militar occidental durante la guerra fría.

A causa de la superioridad convencional de la URSS, el plan de Moscú para el caso de una guerra era llegar en 48 horas al Paso de Calais con sus divisiones acorazadas, que entonces estaban destacadas en Alemania del Este, Checoslovaquia y Hungría. Para contener aquel previsto rodillo, el plan de guerra de la OTAN era detenerlo con armas nucleares tácticas para ganar las dos o tres semanas necesarias para que el grueso del ejército de Estados Unidos pudiera desembarcar en Europa y equilibrar la situación. Ahora, en la tele rusa se habla abiertamente de tal escenario, pero a la inversa: para el caso de que el ejército ruso sea arrollado por la OTAN, cuya superioridad militar es aplastante y su presupuesto militar, sumado, más de diecisiete veces el de Rusia.

Actualmente la iniciativa militar en el terreno de batalla la tienen los rusos, con un lento avance destinado a consolidar su ocupación de alrededor del 20% del territorio nacional de Ucrania. El gobierno de Kiev propugna la reconquista de todo eso y anuncia una ofensiva en primavera para reconquistar Crimea, algo del todo imposible a menos que la OTAN se implique directamente, como piden los socios más insensatos (Polonia a la cabeza) y como propiciaría una provocación, por ejemplo en Moldavia. En ese escenario, si caen misiles noratlánticos sobre Crimea o Moscú, hay que ser conscientes de que también podrían caer sobre Bruselas, Varsovia o Bucarest. Y a partir de ahí, cualquier cosa sería posible.

Todo esto dicta el sentido común de detener inmediatamente la actual espiral bélica y negociar, independientemente del juicio y diagnóstico que se haga sobre las responsabilidades de esta guerra.

¿Entonces, qué? ¿Resignarse a que Ucrania sea vencida en aras de impedir un desastre mayor? La respuesta es negociar un alto el fuego, como dicen los chinos, y a partir de ahí buscar un compromiso que garantizara la ulterior seguridad de Ucrania, es decir garantías de que Rusia no vuelva a invadir en el futuro. Para eso, la seguridad de Ucrania debería formar parte de un esquema de seguridad europeo integrado que incluyera a Rusia. Es decir: no hay más remedio que regresar, de una u otra forma, a la idea que se pactó al fin de la guerra fría y que se plasmó en la Carta de París para la nueva Europa firmada en el Elíseo, en noviembre de 1990, la cual quedó reflejada en una infinidad de promesas verbales hechas entonces a Mijaíl Gorbachov. Es difícil que Washington acceda a eso porque con tal fórmula de seguridad, Estados Unidos quedaría fuera del continente. Ese fue, precisamente, el motivo que determinó la provocadora expansión hacia el este de la OTAN de los últimos treinta años. Porque creando nuevas tensiones con Rusia, se justificaba la razón de ser de la OTAN y el dominio político-militar de Washington que esta lleva consigo.

Para que tal desarrollo fuera posible, Francia y Alemania deberían desmarcarse de la senda guerrera de Estados Unidos. Los americanos deberían retirarse de Europa, y la Unión Europea no debería dejarse arrastrar hacia la «guerra de civilización», con demonización de Putin y de la cultura rusa (algo sin precedentes en la guerra fría, ni siquiera contra Stalin). Tampoco debería la UE participar en el cerco militar a potencias nucleares adversarias como Rusia y China.

Ucrania debería ser neutral, su gobierno tendría que reconocer la diversidad del país y dejar de imponer como «única y auténtica» la identidad ucraniana dominante en Galitzia al conjunto del país, en especial al sur y el este de Ucrania, donde la población no la acepta. Incluso condenando rotundamente el desastre de la invasión rusa, esa población ucraniana no niega la cultura rusa, la lengua rusa y la religión ortodoxa como parte de su identidad ucraniana. Esa «otra Ucrania» debe ser reconocida por el gobierno de Kiev en pie de igualdad, cosiendo la fractura que el cambio de régimen de 2014 consumó, animado por Washington y la Unión Europea. La invasión rusa ha cambiado muchas cosas en las conciencias de todos los ucranianos, y ciertamente también en los sectores rusófilos del país. Pero ese hecho es fundamental, y si no se reconoce y resuelve, quedará como lastre para el futuro, sea cual sea el resultado de la guerra.

En esas condiciones, Rusia no tendría dificultad en aceptar una Ucrania integrada en la Unión Europea y no diseñada contra ella por sus adversarios, como no la tuvo en 1991 cuando su élite disolvió la URSS, después de su voluntaria retirada de Europa del Este.

Hay que hacerse a la idea de que en cualquier escenario de futuro que no implique una gran guerra, Crimea seguirá siendo rusa, aunque allí se podría celebrar un referéndum con garantías internacionales para legitimar ese cambio. También en el Donbás se podría dejar votar a la población, con garantías internacionales creíbles…

Hay que comprender que los diferentes y contradictorios anhelos populares que ha contenido la tragedia de Ucrania todo estos años, vienen unidos por el denominador común de su manifiesto desprecio, tanto por las oligarquías locales como por las grandes potencias que determinaron el desarrollo de los acontecimientos.

Es necesario atender a los intereses de la población concernida cuando esta se declaraba en las encuestas mayoritariamente contra el ingreso del país en la OTAN (2008, coincidiendo con la «invitación» de la Conferencia de Bucarest de la Alianza), contra la realización de maniobras militares de la OTAN junto a las fronteras de Rusia (enero de 2022), contra la privatización y venta de la tierra a extranjeros (repetidamente), a favor de la caída del corrupto gobierno del presidente Yanukovich (el Maidán de Kiev, en 2014), a favor de la anexión a Rusia (los habitantes de Crimea, 2014); o cuando tomó las armas, bien para defender sus casas y escuelas bombardeadas en el verano de 2014 por la «operación antiterrorista» del nuevo gobierno pro-occidental en Kiev, que envió contra el Donbás a sus batallones de extrema derecha; o bien para combatir la invasión militar rusa a partir de febrero de 2022, de resultados tan desastrosos. Todos esos genuinos anhelos populares han sido despreciados por la OTAN, por Rusia, por la oligarquía, por las multinacionales, y deberían poder volver a expresarse, una vez se establezca un alto el fuego y se recupere el mínimo de normalidad para ello. Crear las condiciones más favorables para que los ucranianos –todo ellos– decidan soberanamente y se pongan de acuerdo sin interferencias extranjeras, debería ser la prioridad de un movimiento por la paz, más necesario y urgente que nunca en la historia humana, particularmente en Europa.

Rafael Poch-de-Feliu