Ilustración: Giambattista Piranesi, «Vista del Arco de Tito» (aguafuerte, 1748-74, Vedute di Roma, tomo II, lámina 22)
Nota.— el presente ensayo de nuestro compañero Federico Mare es una versión corregida y aumentada del que publicara originalmente en la revista de arte Ophelia, con el mismo título, a mediados de septiembre de 2018.
Todo pasa. Sólo el verdadero arte es eterno.
Théophile Gautier
…era ya recuerdo y, por lo tanto, algo que se defendería
de la muerte y de la corrupción, algo transparente, tenue
pero con cierta calidad de lo eterno e inmortal; (…)
Y todo eso lo sentía a través de su carne, de su suave
y palpitante carne que, aunque destinada a disgregarse
entre gusanos y grumos de tierra húmeda (…),
ahora le permitía entrever esa especie de eternidad;
porque (…) estamos de tal modo constituidos
que sólo nos es dado vislumbrar la eternidad
desde la frágil y perecedera carne. (…)
Todo era tan frágil, tan transitorio. Escribir al menos
para eso, para eternizar algo pasajero. Un amor, acaso.
(…) Además no sólo era eso, no únicamente se trataba
de eternizar, sino de indagar, de escarbar
el corazón humano, de examinar los repliegues
más ocultos de nuestra condición.
Ernesto Sábato
De todas las especies animales que habitan este planeta, solo una tiene conciencia del tiempo y su sigilosa omnipotencia destructora: la especie homo sapiens. Únicamente las personas sabemos que envejeceremos y moriremos. ¿Maldición? ¿Bendición? ¿Ambas cosas? De algo no tenemos duda: el memento senescere y el memento mori son ínsitos a nuestra condición humana. Pero, ¿qué hacemos con la decadencia? ¿Abominarla o asumirla? Y si se la asume, ¿qué debe venir después? ¿La pasiva resignación del olvido o la activa rebelión de la memoria?
Se ha escrito mucho acerca del pathos decadentista en el arte. A veces con originalidad y lucidez, otras sin ellas. En Occidente, el cenit de esta forma peculiar de sensibilidad estética se alcanzó durante el Sturm und Drang y el romanticismo, con sus artistas melancólicos y nostálgicos, fascinados por las ruinas: escritores como Lord Byron, pintores como Caspar David Friedrich…
Acaso haya sido un chileno, Alfonso Iommi, estudioso del Renacimiento, quien mejor ha captado la esencia del decadentismo. En un pasaje de su ensayo La orden infeliz (2015), aseveró: “La prolongación de una existencia más allá de su ciclo natural, la conservación de un hilo de continuidad con el origen más allá de transformaciones impredecibles, o más bien la sombra larga plagada de interrupciones hacia un pasado del que ningún vivo tiene memoria, es la causa del entusiasmo y de la fatalidad del anticuario: le maravilla la persistencia de las cosas cuando transgreden el límite natural de sus propias vidas; pero, al mismo tiempo, adora los finales y las muertes, para regocijarse en sus supervivencias a menudo ilusorias”. Retengamos esta idea en nuestras mentes. Volveremos sobre ella a su debido tiempo…
* * *
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, los jóvenes de las élites ilustradas de Occidente solían realizar un largo viaje «iniciático» por Italia. Querían admirar al fin, con sus propios ojos, luego de varios años de una educación clasicista altamente estimulante pero puramente libresca, los grandes monumentos arquitectónicos de la Antigüedad y del Renacimiento, así como sus pinturas y esculturas más sobresalientes. El Grand Tour, que por cierto no excluía intereses culturales más contemporáneos y pintoresquistas, rara vez se limitaba a las tierras itálicas. Solía iniciarse con un paso por la Francia de las Luces (muy especialmente París), y continuar con un recorrido por los Alpes suizos. Luego, sí, venía la Italia largamente soñada. Primero, las ciudades del norte: Turín, Milán, tal vez Padua y Boloña, o Rávena, o Verona; y por supuesto, la Serenissima Repubblica di San Marco, la Venecia de Casanova, libre aún de todo yugo extranjero. Después, el periplo obligado por la Toscana histórica, cuna del arte renacentista: Florencia, Pisa, Siena, Lucca. Y posteriormente, una visita al corazón de Italia, Roma, clímax de un itinerario que pronto acababa más al sur, en Nápoles, meca de la música y la ópera, desde cuyo puerto se iniciaba la travesía de regreso, no sin antes delectarse con las antiquísimas ruinas de Herculano y Pompeya.
Pero detengámonos en la urbe milenaria a orillas del Tíber, la mítica ciudad de las Siete Colinas. Otrora Caput Mundi o «Capital del Mundo» (recuperando el viejo adagio imperialista del poeta Lucano), para entonces era apenas la cabecera de los declinantes Estados Pontificios, el reino temporal que los papas seguían poseyendo en el Lacio y otras comarcas de la Italia central, y que retendrán (con crecientes dificultades políticas y pérdidas territoriales) hasta el 20 de septiembre de 1870, fecha culminante de la unificación italiana o Risorgimento.
Los edificios majestuosos de la vieja Roma republicana e imperial (foros, templos, anfiteatros, pórticos, arcos de triunfo, termas, fuentes, acueductos, puentes, mansiones, mausoleos, etc.), ya no eran los de antaño. Se hallaban, a la sazón, en estado decrépito, cuando no literalmente en ruinas. Construcciones grandiosas de piedra en avanzado proceso de deterioro, erosionadas por los vientos y las lluvias, cubiertas de moho y vegetación, ennegrecidas por los incendios (accidentales y vandálicos), saqueadas, infestadas de intrusos y alimañas, a medio derruir o reducidas por completo a escombros, refaccionadas y reutilizadas para fines vulgares o impropios que hubiesen escandalizado a los antiguos romanos… Nunca más pertinente la mentada sentencia latina de Virgilio: fugit irreparabile tempus, «el tiempo huye irreparablemente». Siempre. Incluso para la legendaria ciudad de los Gracos y los Césares. A veces con parsimonia, casi imperceptiblemente, y otras con la espectacularidad del vértigo y la violencia. Pero en ambos casos con efectos devastadores.
Para los jóvenes visitantes extranjeros (británicos, franceses, alemanes, holandeses, escandinavos, rusos, angloamericanos, españoles peninsulares y criollos), henchidos de expectativas y entusiasmo, el contraste entre un pasado glorioso y un presente mortecino, entre la rememoración erudita idealizante y la cruda inmediatez del paisaje, no podía ser más agudo y decepcionante. No había en ello, sin embargo, ninguna sorpresa: se sabía de antemano que el tiempo había hecho su faena, y que el daño resultante no tenía remedio.
Uno de aquellos visitantes fue Sir Edward E. Gibbon. En su monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano (seis vols., 1776-88), obra esencial del humanismo ilustrado dieciochesco, el historiador inglés reflexionaría: “El arte del hombre es capaz de construir monumentos más permanentes que el estrecho lapso de su existencia; sin embargo, esos monumentos, como él mismo, son perecederos y frágiles; y en los ilimitados anales del tiempo, su vida y sus obras deben ser igualmente medidos como un momento fugaz”.
Pero lo que la razón sabía comprender, el corazón se resistía a aceptar. ¿Acaso la Roma de Minerva, vencida por Saturno, merecía el sobrenombre de Ciudad Eterna? ¿Tanta magnificencia ayer, para tanta evanescencia hoy? De la euforia se pasaba así a la perplejidad, de la perplejidad a la desilusión, y de la desilusión a los lamentos del ubi sunt (otro de los grandes tópicos literariosde la latinidad clásica, correlato del tempus fugit).
Esta ligazón entre Roma y la literatura del ubi sunt de ningún modo es una invención del siglo XVIII. Las centurias anteriores ya la conocían. Pero hacer un inventario de todos los precedentes sería tedioso. Baste con citar uno barroco, de especial valor: Francisco de Quevedo y su Parnaso español, de 1648.
Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son, las que ostentó murallas,
y, tumba de sí propio, el Aventino.
Yace, donde reinaba, el Palatino;
y limadas por el tiempo las medallas,
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades, que blasón latino.
Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.
¡Oh Roma, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura!
Puede que haya justicia en la decadencia, parcialmente al menos, o en ciertos casos. ¿No fue la antigua Roma, sin ir más lejos, un estado porfiadamente belicoso y expansionista, atrapado por la desmesura de la hegemonía imperial, opresor de pueblos y esclavista a ultranza? ¿No se divertía, acaso, con sangrientos y sádicos espectáculos de circo? ¿No persiguió encarnizadamente a judíos y cristianos? Pero, nobleza obliga, en el otro platillo de la balanza hay que sopesar sus virtudes, que no son pocas: su idioma, su poesía y oratoria, su ciencia jurídica e instituciones republicanas (aun con bemoles), su historiografía, también su medicina e ingeniería civil; y desde luego (imposible olvidarlo), su arquitectura y urbanismo. De modo que siempre hay algo de injusticia, poca o mucha, en la decadencia de una civilización. También hay belleza en ella, cual tesoro escondido y olvidado hace largo tiempo. Esa belleza recóndita y enigmática, rara pero sublime, está a la espera de que un artista de especial sensibilidad e inventiva la descubra y plasme, perciba y exprese.
* * *
La Roma decadente del Settecento tuvo un decadentista genial: Giovanni Battista Piranesi (1720-1778), veneciano de nacimiento pero romano por adopción, humanista inquieto, arquitecto y arqueólogo, cartógrafo, anticuario e historiador del arte, diseñador de mobiliario, dibujante talentosísimo e infatigable, filorromanista apasionado, artista visionario. Las ruinas romanas eran para él parlanti ruine, «ruinas parlantes», ruinas que hablan. Supo escucharlas, entenderlas y amarlas. Y contar con imágenes todo lo que le susurraban.
Sus célebres Vedute di Roma y Antichità Romane, extensísimas series de estampas al aguafuerte consagradas a los monumentos y vestigios arquitectónicos de la Ciudad Eterna, retratan magistralmente la beldad melancólica (absurda y a la vez inefable) de su grandeza en declive, de su gloria envejecida y desgastada por el decurso de las centurias. Con todo el rigor técnico-descriptivo del neoclasicismo tan en boga por aquellos años, pero, a la vez, con una vivacidad dramática que se anticipa al romanticismo, los grabados de Piranesi, en lugar de recrear la perdida perfección original de los edificios romanos, exhiben con indisimulable regodeo su presente situación de vetustez y decrepitud, transmutando los estragos salvajes del tiempo en refinados objetos de goce estético.
En vistas a ello, el grabador italiano no vacila en apartarse de la estética neoclásica, valiéndose de recursos estilísticos típicamente barrocos. Apela una y otra vez al claroscuro, prescinde de la simetría, elige perspectivas heterodoxas (la oblicua, sobre todo), vigoriza y embrutece los elementos naturales del paisaje monumental, y hasta se atreve ocasionalmente a incluir en sus representaciones detalles pintorescos y costumbristas rayanos en lo grotesco.
No vaya a creerse que la procedencia veneciana de Piranesi es un dato irrelevante. En la Ciudad de los Canales, durante sus años juveniles de estudiante, tuvo oportunidad de familiarizarse con el vedutismo, género pictórico que había hecho del paisajismo urbano, las grandes vistas panorámicas (vedute) y la minuciosidad descriptiva, su sello de distinción. Los caprichos (capricci), notable derivación del vedutismo veneciano hacia una imaginación fantástica de tintes prerrománticos, también dejaron una huella profunda en su subjetividad, tal como habrían de revelarlo algún día sus alucinantes Carceri d’invenzione, o bien, sus exuberantes Grotteschi.
Su filorromanismo era cosa seria. Se enfrascó en acalorados debates con Winckelmann y otros sabios filohelenistas de su época, defendiendo con notable erudición y lucidez (aunque no poca vehemencia) la tesis de que la arquitectura latina superaba a la griega. Llegó incluso a sostener una posición tan controvertida como la de que sus orígenes no debían ser buscados en la Hélade, sino en la civilización etrusca. Su libro Della magnificenza ed architettura de’romani, publicado en 1761, es un hito en la historia y teoría de la arquitectura.
Se dice que Piranesi, en su lecho de muerte, habría apartado la biblia que le tendiera un amigo para aferrar contra su pecho un volumen de la Historia de Roma de Tito Livio, al tiempo que murmuraba non ho fede che in questo, “sólo tengo fe en esto”. Auténtica o apócrifa, la anécdota permite figurarnos cuán proverbial llegó a ser, entre los hombres y mujeres del siglo XVIII, el fervor del artista veneciano por la historia antigua de su patria adoptiva.
Paradójicamente, con su arte decadentista, con sus aguafuertes de fama imperecedera, Piranesi hizo de Roma, su amada Roma, la mítica Roma de los humanistas, una vez más, la Urbs Aeterna que osa desafiar, orgullosa de su legado civilizatorio, el suceder de los siglos y el devenir de las edades. Capturar la belleza agonal de la decadencia (la épica de una grandeza humana empeñada en una lucha numantina contra el olvido), y transmitirla a la posteridad, aplazando sine die el triunfo inexorable del tiempo, representa un noble acto de justicia poética; un noble acto que la conciencia existencialista, merced a la sabiduría de su filosofía, bien puede rescatar y aquilatar. La vida pasa rápido, la obra permanece. La muerte llega pronto, el arte la trasciende. Creando belleza, algo de nosotros (quizás lo mejor de nosotros) sobrevive a la cita fatal con la Parca. Trascendencia frágil e imperfecta, sin duda. Pero nuestra. Y por eso más valiosa.
A Piranesi le cabe, pues, el mérito de haber intentado contrarrestar el pesimismo ontológico del tiempo con el optimismo estético de la memoria. Quiso testimoniar la decadencia de Roma para salvar la eternidad de Roma. Notable paradoja.
Sus estampas, con su peculiar paisajismo neoclásico de reminiscencias barrocas y anticipaciones románticas, dan cuenta acabada de que logró su cometido. No en vano, quienes visitaban la Roma dieciochesca acostumbraban llevarse consigo, a modo de souvenirs, libros y láminas sueltas con reproducciones de las Vedute di Roma o de las Antichità Romane: el Coliseo, la Domus Aurea, el Foro de Nerva, la Porta Esquilina, el Templo de la Concordia, las Termas de Tito, el Puente Milvio, la Pirámide Cestia, el Arco de Constantino, la Tumba de Cecilia Metela, el Acueducto Neroniano y tantas otras. Existían también, desde luego, infinidad de reconstrucciones paisajísticas de dichos monumentos tal como habían sido (o se suponía que habían sido) primigeniamente, en el momento de su máximo esplendor, durante la República o el Imperio. Pero para los visitantes de la Ciudad Eterna, no había mejor recuerdo posible de ella que el arte decadentista, y a la vez eterno, de Piranesi.
Todavía hoy, casi trescientos años después, sus dibujos “a la luz lunar del aguafuerte” (remedando la certera metáfora del historiador Henri Focillon) siguen suscitando admiración y fascinación. Merced al arte piranesiano, la vieja Roma de Minerva aún continúa resistiendo la voracidad de Saturno, aunque muchos de los vestigios que subsistían en el siglo XVIII hoy brillen por su ausencia.
Porque siendo tú sola lo que has sido
ni gastar puede el tiempo tu memoria,
ni tu ruina caber en el olvido.
Estos versos que Gabriel Álvarez de Toledo –otro poeta español del Barroco– le dedicó a Roma, bien podrían haber sido del agrado de Piranesi. Tampoco para el italiano la decadencia era amnesia.
“Si utilizas al enemigo para derrotar al enemigo, serás poderoso en cualquier lugar adonde vayas”. La máxima de Sun Tzu vale también para cuando es la decadencia, y no un ejército, el adversario a enfrentar. Piranesi parece haberlo intuido: opuso a la decadencia de Roma el decadentismo de su arte; a las ruinas heredadas, sus ruinas embellecidas. Tuvo éxito.
Salvando las distancias, algo similar hizo Gibbon (contemporáneo del artista veneciano), en el campo de la historiografía. No es casualidad que innumerables ediciones de su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano hayan sido profusamente ilustradas con grabados piranesianos.
* * *
Hay otra paradoja notable en Piranesi: su pasión arquitectónica, su hambre obsesiva de arquitectura, muy rara vez la satisfizo como arquitecto. Más que construir su propia arquitectura en el presente, prefería dibujar –reinventar– la arquitectura pretérita de otros arquitectos. Su relación compulsiva con el arte monumental era por medio del grabado y la arqueología, a través de la técnica del aguafuerte y la afición por el anticuarismo. Una vía indirecta de sublimación, podría decirse.
Su mundo –mundo estético y solitario, todo su mundo, el único mundo que le parecía auténtico y que de veras le importaba– estaba hecho de ruinas y estampas, y nada más. Decadencia por doquier: exterior e interior, objetiva y subjetiva. Decrepitud por partida doble: la que contemplaba extasiado en sus largos paseos de arqueólogo y anticuario por Roma, y la que luego recreaba libremente como artista –también extasiado– en su fértil imaginación y exuberante producción. El cosmos piranesiano tenía, pues, dos niveles o dimensiones: un macrocosmos de paisajes decadentes –donde se camina y observa– y un microcosmos de paisajismo decadentista –donde se imagina y dibuja–. Se sentía un urbanista demiurgo: “Si me ordenasen proyectar un nuevo universo, tendría la osadía de llevarlo a cabo”.
Su mundo, decíamos, eran las ruinas de Roma y las estampas que hacía sobre ellas. Nada más le importaba. Desdeñaba su apetito, su comodidad y su salud. En sus exploraciones arqueológicas por la Ciudad Eterna y la campiña del Lacio, no llevaba sirvientes y se alimentaba solamente de agua y arroz frío. No dudaba en pernoctar entre las ruinas inhóspitas, sin más compañía que una fogata improvisada (y muchas veces sin ella). Eran lugares abandonados y olvidados, inseguros y malsanos, donde se corría serio riesgo de ser asaltado por bandidos o contraer malaria. Pero allí estaba su felicidad, y no quería renunciar a su felicidad. Las «ruinas parlantes» de la Urbs Aeterna lo eran todo para él.
Dibujó miles de edificios, pero, al parecer, solamente una vez emprendió un proyecto arquitectónico, y este –sintomáticamente– no se trató de una creación, sino de una remodelación: la reforma ornamental de la iglesia de Santa María del Priorato –un viejo templo medieval del siglo X, otrora un monasterio benedictino– en el barrio romano de Ripa, entre 1764 y 1766, para la orden de los Caballeros de Malta, por encargo de los Rezzonico, una opulenta y aristocrática familia papal dada al mecenazgo (de origen veneciano como él). Allí se encuentra, precisamente, la sepultura donde descansan los restos del incansable Piranesi, un workhaloic del grabado, un adicto al aguafuerte, un artista insólito que transformó su procastinación de arquitecto en ergomanía de dibujante. Tan pero tan platónico fue su amor por la arquitectura, que no pudo materializarlo en 3D. Cultivó siempre su philía arquitectónica en 2D, en la abstracción íntima e imaginaria de la miniatura sobre papel, tierra ubérrima donde la gran economía de costos y tiempos tienta al artista a volverse un cultivador prolífico. Una sola vez Piranesi se atrevió a transgredir el tabú del arte plástico tridimensional, monumental; y lo transgredió con modesta reverencia, ornamentando en vez de edificando. Bajo el ala de esa rara avis de su curriculum vitae que es la iglesia de Santa María del Priorato, en el corazón urbano de su idolatrada Roma, yace inerte su cuerpo, un cuerpo que en vida fue hiperactivo como pocos.
En un fascinante ensayo que vio la luz el año pasado en el blog del Museo Carmen Thyssen Málaga (España), Alberto Gil nos habla con erudición y perspicacia de lo que ha dado en llamar “la paradoja Piranesi” (así se titula su escrito, de hecho). Entre otras cosas, llama la atención sobre un curioso y sugerente detalle biográfico: “Como grabador –conviene apuntar que el grabado era una disciplina considerada entonces menor en la jerarquía artística–, Piranesi alcanzó una dimensión, en cantidad y calidad, superlativa, lo cual no impidió que siempre incluyera en su firma una apostilla muy relevadora sobre su identidad profesional: architectus venetianus”. Un arquitecto abstencionista que se salvó de la locura de su aporía dibujando, dibujando y dibujando sin parar.
Gil introduce también otro concepto para pensar la anómala singularidad de Piranesi: el síndrome de Bartebly, que toma de Vila-Matas. La metáfora es una alusión al personaje del cuento de Melville, aquel oficinista que va a la oficina, pero que se rehúsa obstinadamente a hacer su trabajo oficinesco. Como Bartebly, Piranesi elige no hacer lo que se supone que debe hacer. Pero la analogía termina ahí, porque Piranesi, al mismo tiempo que es un arquitecto que no edifica nada, es un dibujante hiperproductivo de panorámicas edilicias, que juega a ser un dios urbanista todopoderoso.
“Piranesi –señala Gil– dominaba los conocimientos técnicos esenciales que rigen la composición de un edificio tanto o más que la técnica de la estampación, en la que en muy poco tiempo se convirtió en referente internacional. Vasi, su maestro, se percató de que el veneciano era ‘demasiado pintor para ser grabador’. Ese talento para el dibujo técnico de arquitecturas, para la representación estructural y para la ambientación mediante dramáticos juegos de luces y sombras lo aplicó al aguafuerte, distinguiéndose de sus antecesores o coetáneos por un tratamiento revolucionariamente pictórico del grabado, aspecto fundamental para el éxito comercial de sus vedute”. El autor español acota: “Quizá la mayor baza como grabador de Piranesi fue la perfecta combinación de destreza como dibujante y la capacidad de trasformar las estructuras y los elementos arquitectónicos en representaciones bidimensionales. Sus láminas contienen una precisión y nivel de detalle asombrosos, que denotan la observación exhaustiva de los motivos, y una expresividad también fuera de lo común, surgida de su infatigable capacidad de trabajo”.
Moraleja: debemos estar agradecidos de que Piranesi haya sido un arquitecto procastinador sin cura, melancólicamente convencido de que la antigua arquitectura romana era de una perfección insuperable e irrepetible. Si no hubiera sufrido el síndrome de Bartebly combinado con el síndrome de la edad de oro, no tendríamos todo ese derroche de imaginación y belleza decadentistas que son sus estampas al aguafuerte. El perfeccionismo y la nostalgia, que para otros pueden significar la esterilidad y la perdición, para Piranesi fueron el camino a la fecundidad y la gloria.
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En su fascinante libro Barroco e Ilustración en Europa (1989), otro español, Delfín Rodríguez Ruiz, crítico e historiador del arte, ensayista y esteta, ha hecho apreciaciones muy lúcidas sobre la Roma del Setecientos y el arte de Piranesi. Cedo sin culpa a la tentación de citarlo en extenso, aun a riesgo de incurrir en una digresión:
“Al lado de Mengs y Winckelmann, y de su influencia en numerosos pintores y escultores, especialmente extranjeros presentes en Roma, como G. Hamilton o A. Kauffmann, la figura más apasionante y contradictoria de este período es, sin duda, Giovanni Battista Piranesi (1720-1776). Arquitecto de origen veneciano, dedicó casi toda su actividad a dibujar la arquitectura, como si en ese incesante proceso de producción de imágenes y tipologías pudiera por fin develarse el secreto de su grandeza, la razón última de los lenguajes y de las formas. Para lograrlo miró a la arquitectura moderna, a las colecciones de estampas y tratados, a los dibujos y escenografías de otros arquitectos, a la arquitectura moderna, del Renacimiento al Barroco, pero, sobre todo, se detuvo en la Antigüedad, unas veces con fidelidad de filólogo, otras con la erudición de arqueólogo, para por fin reconstruirla fantaseando o, simplemente, inventándola. En esos múltiples caminos iniciados y trazados, Piranesi no agotó el problema, aunque la apariencia final sea la de que extenuó las posibilidades de refundar un lenguaje, proporcionando una inquietante certeza, la de que era posible que todo estuviera ya dicho. De todos esos recorridos, casi verdaderos viajes arqueológicos, tan de moda por aquellos años, queda una de las colecciones de estampas, buscadas con afán por toda Europa, más impresionantes de la historia de la arquitectura. Las arquitecturas de Piranesi no eran sólo vistas, más o menos grandiosas o pintorescas de la arquitectura romana, de su magnificencia, sino que del poder evocador que, sin duda, tenían las ruinas, pretendió extraer un orden, que a la postre se revelaría inútil, compositivo y de los lenguajes. Para lograrlo no utilizó los procedimientos habituales de la geometría o de la simetría, no se atuvo a las normas descritas en los tratados, como tampoco le interesaba medirlas expresamente. Buscó, por el contrario, el drama de la construcción, se detuvo en exaltar la dimensión como característica de la arquitectura romana, aunque también de la etrusca y de la egipcia, trazando así una secuencia de la historia de la arquitectura que hacía a Roma no heredera de Grecia, sino de una tradición diferente”.
Hacer dibujos melancólicos de una arquitectura desecha por el tiempo. Estetizar la trágica ironía de un urbanismo monumental cuya decadencia contradice cruelmente su monumentalidad. ¿No es acaso la vana pretensión humana de invulnerabilidad y perennidad –afán contra natura que reniega de nuestra fragilidad y finitud constitutivas– lo que ha dado origen a la arquitectura monumental, desde las pirámides del antiguo Egipto hasta los rascacielos de la globalización posmoderna? Piranesi fue un humanista excepcional en muchos y variados aspectos. Pero hay un aspecto en que su humanismo alcanzó una radicalidad conmovedora: la estoica filosofía con que supo asumir la decadencia como una de las grandes claves ontológicas de la condición humana. ¿Por qué habría de ser antiestético el decadentismo, si somos seres destinados por naturaleza a envejecer y fenecer?
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Dice Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas, la misma novela de donde extraje uno de los epígrafes que preanuncian el tema esencial de este ensayo:
“…la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) vamos cambiando con los años, y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en nosotros, allá muy dentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso: la memoria, la misteriosa memoria de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que fuimos. Sin la cual […] esos hombres que la han perdido como en una formidable y destructiva explosión de aquellas regiones profundas, son tenues, inciertas y livianísimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo”.
Piranesi no fue uno de esos hombres desmemoriados, una de esas hojas volátiles. Creó todo su arte bajo la égida y la inspiración de Mnemósine. Ancló a Roma en sus grabados. La memoria es como un ancla: no puede evitar que el barco sufra los embates de las olas y los vientos, pero puede evitar que se extravíe.
La Roma de Piranesi no es, no quiere ser, una Roma incólume. Es nada más –y nada menos– que una Roma memoriosa. Memoriosa no es lo mismo eterna. Memoriosa significa decadente y resistente a la vez. Decadente en su condición, resistente en su intención. Fatalidad y heroísmo. La muerte y el olvido siempre ganan, pero es posible demorar su victoria.
Pero, ¿cómo la demoramos? ¿Con melancólica sinceridad o con fatuo negacionismo? ¿Reconocemos que vamos perdiendo y que perderemos, o fingimos que podemos vencer al tiempo? Piranesi optó por el primer camino: la honestidad. Por eso su arte es decadentista.
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El pensador Esteban Tollinchi, en su libro La metamorfosis de Roma (1998), ha escrito: “Es posible que nadie, después de 1750, logre separar del todo la Roma real de la de Piranesi”. Certera y aguda reflexión, sin duda. Pero el autor va más lejos: “Es posible también que sus aguafuertes hayan afectado a una mayor porción de la humanidad que la realidad de la ciudad”.
La tesis de Tollinchi no es nueva. Ya la encontramos en Marguerite Yourcenar, cuyo interés por la Ciudad Eterna es de sobra conocido gracias a Memorias de Adriano (1951), su célebre novela sobre el emperador romano. En su extraordinario ensayo The Dark Brain of Piranesi (1979), la escritora francoestadounidense señaló:
“Las Vistas y las Antigüedades de Roma fueron inmediatamente célebres, sobre todo fuera de Italia, en donde, al principio, encontraron menos entusiasmo. Puede decirse que reflejaron, para siempre, cierto aspecto de Roma en un momento determinado de su historia. Hicieron más aún: como no poseemos, de épocas anteriores a la de Piranesi, ninguna documentación que las iguale en abundancia ni, sobre todo, en belleza, y que, en particular, nunca conoceremos el aspecto físico de la Roma antigua a no ser por frías e hipotéticas reconstrucciones arqueológicas, la imagen que él nos dejó de las ruinas romanas de su tiempo se ha ido extendiendo poco a poco retroactivamente en la imaginación humana y cada vez que se nombra tal o cual edificio de Roma, nos sorprendemos pensando maquinalmente en sus ruinas tal como las pintó Piranesi“.
“A partir de los últimos años del siglo XVIII, no ha habido probablemente en ningún sitio ni un solo alumno de arquitecto que no se haya visto influenciado directa o indirectamente por los álbumes de Piranesi, y puede afirmarse que, de Copenhague a Lisboa y de San Petersburgo a Londres […], los edificios y las perspectivas urbanas dibujadas en aquella época y durante los cincuenta años siguientes, no serían lo que son si no hubieran ojeado sus autores las Vistas de Roma. Piranesi tuvo seguramente mucho que ver con la obsesión que acabó arrastrando a Goethe hacia Italia en donde encontró una segunda juventud, así como a Keats, que allí murió. La Roma de Byron es piranesiana, como piranesianas son también las de Chateaubriand y aquella, más olvidada, de Mme. de Staël, y lo mismo pasa con la ‘ciudad de las tumbas’ de Stendhal. Hasta 1870, por lo menos, y la oleada de especulaciones inmobiliarias siguiente a la elección de Roma como capital del nuevo reino de Italia, la apariencia de la ciudad seguía siendo piranesiana, y es aún en gran parte el recuerdo de esa Roma medio antigua, medio barroca, el que hoy nos arrastra irresistiblemente hacia esa ciudad más cambiada cada día“.
Yourcenar llega a afirmar, en otro pasaje de su escrito, que Piranesi “fue el intérprete y casi el inventor de la trágica belleza de Roma”. ¿Quién podría contradecirla?
Las citas de Tollinchi y Yourcenar me dan pie para concluir este ensayo con una confesión personal: nunca viajé a Roma, nunca estuve en Roma, nunca vi sus ruinas. La Ciudad Eterna es para mí un cúmulo de textos literarios y académicos, una telaraña de párrafos leídos y releídos, un constructo conceptual de saberes e ideales. Pero más aún, mucho más aún, Roma es para mí la urbe decadente del Settecento dibujada en aguafuertes lunares, con maestría y pasión, por Giambattista Piranesi.
Federico Mare