La nena salta de la pileta, rellenita y con gracia. Emerge cayendo hacia la superficie. Repiquetea en un gesto inverosímil a la gravedad, mientras gesticula los varios idiomas que humedecen su lengua. Los pies salpican el acontecimiento del fondo: gotitas de cloro y grasa se abren paso del cemento y refrescan los cuerpos que sortean del camino, embutidos al sol. Sólo cuando se lleva puesta la boya siente algo de vergüenza; los hoyos de celulitis le llenan la panza, atrayendo la mirada del cardumen. No le sacan los ojos de encima a la pequeña maravilla curvilínea y su silueta desplegada, mientras salta y juega a no tocar las rayas de las baldosas, ¡si pisás te come un Tiburón! La miran embobados, qué más quisieran ellos que una porción de grasa en el abdomen, ser peces gordos. La madre come un pastelito frío con membrillo del otro lado de la reja. El membrillo brillante y la acidez libertaria pinchada por el césped medio radiante, medio seco. Tiene un jefe nuevo que la quiere hacer arrodillar para que le lime los talones y contarle cada mañana que el perro se niega a traerle el diario. ¡Al menos que me quiera abusar como es debido!; y pita el pucho y el humo se mezcla con el membrillo y el borde del hojaldre se le mete en la ranura del molar con provisorio. El diente se rompe, como cada vez que un pez gordo la ronda. ¡Igual quiero uno!, grita la nena desde la baranda. Ella le devuelve un no con el pucho levantado, ¡para qué si no sirven para nada!; los lanzaespuma ya no son lo que eran, están carísimos y se deshace enseguida la pompa y es agua que chorrea babosa, salpicando desde la palma. No hacen espuma, ni arden en los ojos. ¡Igual quiero uno!, con los ojos llorosos. Cuando la grasa excede, el cloro corroe la goma de los breteles, marcando la piel de la zona roja. Las putas ya no son lo que eran. No quieren la palmadita en la nalga, arrodillarse quejosas y que les cuentes que el perro no te trae el diario. Quieren divertirse, estamos perdidos, comenta el pez gordo y se limpia la boca con la remera; o quieren mostrar las tetas por fuera de la habitación. Saltaron las barandas, ¡mamá, mírame!, y a la reja verde caliente de la pileta le brillan los óxidos que manchan los dedos y provocan miedo de engancharse la uña o picar la lycra de la bikini a lunares membrillo. ¡Mamá!, grita de nuevo y no se le entiende lo que dice entre el sol y el humo y la espuma. Por suerte hay un perro cerca que le alcanza el diario y la nena logra decir un pie de página mojado; no entiendo, balbucea la madre y hace señas con la mano mientras frunce el ceño porque el sol le da justo en el hueco de las ramas y la posibilidad de leer. Esta noche se bautiza una cerveza artesanal, reza el titular. El agua bendita ya no es lo que era, hace demasiada espuma, y no alcanza a disolver los pecados. La infancia se reserva el derecho de admisión. Mira a la nena que ella misma fue, prendida a la baranda y escondiendo la vergüenza mientras aguanta el aire. La niña llama, pero no la deja entrar, no le permite el acceso a la adulta arrodillada. Los recuerdos se deshacen demasiado nítidos. La esperanza tiene los pezones duros, dice tu niño que empieces a correr. Te llevaría conmigo a la reunión, nena inquieta, pero la empresa se reserva el derecho de admisión; además, no vas a querer venir, te aburre el dogma. Siempre te quedás detrás de la puerta, con los pies mojados, transpirando cloro, queriendo forzar algún recuerdo para que no llegue a mi memoria. La alergia a las hormigas –eso sí– no perece, para eso me recuerda de pe a pa el cuerpo que era, las ronchas son las mismas, abren la piel y mueren de sangre no derramada. ¡Cara de roncha!, ¡cara de roncha!, le gritaban a la tía Petra; latía y latía para evitar el rascado mientras copiaba los gestos de las primeras damas. Rabia por la boca de televisar las fiestas patrias, cada vez que un presidente rinde culto al Rey: se arrodilla complaciente, le lleva el diario entre los dientes, mueve la cola, y la lengua afuera relame las noticias dibujadas de las instituciones pintaditas con brea, para poder verlas de verdad. La tía Petra le lleva el mate al tío, maté al tío y se ríe entre dientes de la fantasía en cuatro patas. Mientras, le pone el collar con brillante en los ojos, justito a medida, las pupilas reales resplandecen. Las alfombras rojas ya no son lo que eran, dice el tío muerto y la nalguea desde la cama; están gastadas y ya no resultan mulliditas para los principados. La nena regordeta llega desprevenida a la casa real, pisa el alfombrado y salpica cloro en la pupila del rey mientras se rasca, y la sangre se escapa de la contención. El líquido vital se escurre con consecuencias, sangre que se derrama para ser interpretada y la nena rasca y rasca la cascarita, dice ingenua. In-ge-nua, y le clava el mensaje al primer mandatario, justo en lo celeste del ojo corroído, tan oxidado en la baranda del párpado, que da miedo tocar. La madre supo tomarse del borde sin reparar en los detalles de ese miedo, después de todo son pocas las oportunidades de chupar de la saliva Real, querida, no seas quisquillosa, que no te importe cómo quede áspera la mano. Nena regordeta, cauta del hambre, clávales tus uñas, a ver si la sangre devuelve el rojo desteñido a la alfombra, ¿viste que siempre encontramos la solución? ¡Cara de roncha!, ¡cara de roncha!, grita la insolente y le meten otro periódico entre los labios, esta vez sin papel, letras sueltas y habla la lengua de las biblias, torres de babel y ojos reales que escupen membrillo con apenas una uñita hincada, ¡qué parodia!, mientras todos de pie cantando el himno a los dos lados de la alfombra. El cuarto queda chico. Detrás de la puerta no hay más que un shopping, lo descubren cuando cierran el telón y se ríen los perros angurrientos. Todos cantan más fuerte si el kiosco es 24 hs., ¡sí, sí!, es veinticuatro horas, dice el bulldog, esto debe ser la felicidad, ¿y un kiosco acá?, ¿en la orilla de la pileta? ¿Qué ganancia podría dar? ¡La de las voces, la de las voces!, dice el perro lanzaespuma; blanca la rabia por la boca. Vos buscala a la nena con los ojos cerrados, ¡dale, dale!, que haga ejercicio así le suben el precio, la celulitis tendría que desaparecer en unos diez minutos máximo. Acá, que se apoye arriba del ataúd del jardinero, la tía petra llora de emoción, están justito valuando a las sopranos; hacéla cantar, dale; que exaspere el humo del molar con vigilante, que se lime un poco las uñas con la voz, ya estuvo mucho rato sentada frente al televisor. Explícale, que se haga grande, que salte hacia la cicatrización. La infancia es para tontas y, además, se sigue reservando el derecho de admisión.

Analía Alonso


Breve autobiografía de la autora

Nací en Paraná, Entre Ríos. Crecí en Federación (siempre fascinada con la orilla del río). Estudié en La Plata y después me radiqué en Neuquén, hace ya más de 15 años. Soy licenciada en psicología, practicante del psicoanálisis.

El vientre de la flor (2022) es mi primera novela, publicada por Ediciones de la Grieta (San Martín de los Andes, Neuquén). Generalmente escribo prosa poética. Creo que la escritura es un lugar de diversión y de horror, al menos para mí (y agradezco que así sea).

Soy, además, mamá y fan de Amadeo y Simona.