Ilustración: fotograma de Ladrones de bicicletas (1948), de Vittorio De Sica.


Nota.— Este artículo surge de un borrador para una clase sobre neorrealismo italiano en la literatura y el cine, que el autor, Nicolás Torre Giménez, dictó en 2020 con su compañera, Laura Martín Osorio, como parte del curso de extensión “Literatura y cine. Interacciones, intersecciones, superposiciones” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina). La tercera parte del curso tendrá lugar en 2023. Los videos de la clase virtual fueron subidos a internet y pueden visitarse aquí: “Neorrealismo italiano: contextualización histórica”, “La narrativa en el neorrealismo italiano: el caso de Italo Calvino”, “La narrativa en el neorrealismo italiano: el caso de L’Agnese va a morire de Renata Viganò”, “Neorrealismo italiano en el cine: parte I”, “Neorrealismo italiano en el cine: parte II” y “El memorialismo en el neorrealismo italiano: el caso de Cristo se detuvo en Éboli de Carlo Levi”.



…el cine sólo consigue ser expresión artística,
lenguaje humano y social universal, cuando
ofrece la significación de los acontecimientos,
de los dramas colectivos de su tiempo.
Cesare Zavattini


El neorrealismo italiano es una corriente literaria y cinematográfica, cuya época de producción más característica podemos circunscribir entre 1945 y 1950, aunque es posible reconocer algunos antecedentes del movimiento desde 1943 y extender su duración hasta 1956 aproximadamente1. El neorrealismo hunde sus raíces en la experiencia partisana de resistencia contra el fascismo y su ocaso está ligado al desencanto político provocado por la radicalización de la Guerra Fría y el alineamiento de Italia con el bloque capitalista. Es posible establecer un paralelismo más estrecho entre la cronología del movimiento neorrealista y la historia social y política de Italia y Europa, ya que en 1943 comienza la Resistencia propiamente dicha y 1945 es el año de la Liberación. Si bien la postulación del año 1950 como fin del “neorrealismo puro”2 corresponde a criterios de demarcación interna de la propia corriente, dicho momento de inflexión está vinculado con la expulsión de comunistas y socialistas del gobierno (1947), la derrota del Frente Popular (1948) y un paulatino desencanto frente a las esperanzas que habían despertado la lucha contra el fascismo y la reconstrucción del país, provocado por la deriva pronorteamericana del régimen político italiano. El año de 1956, que se señala como fin del neorrealismo, está signado por la invasión a Hungría por parte del ejército soviético, que marcó el fin de un intento de desestalinización del socialismo húngaro.

Como toda corriente artística, el neorrealismo italiano se nutre de la tradición, a la vez que reacciona contra ella. Siguiendo a Arónica, es posible distinguir una influencia literaria de otra extraliteraria sobre el movimiento. Como modelos extraliterarios menciona la autora toda una serie de producciones orales y escritas que surgen de la experiencia partisana misma: la prensa clandestina, llamamientos y proclamas, crónicas, informes y boletines, apuntes, cartas, diarios, necrológicas y relatos de partisanos, canciones y poesías de la Resistencia. En cuanto a los modelos literarios, el neorrealismo abreva en el verismo de Giovanni Verga (en especial, Los Malavoglia de 1881), Los indiferentes (1929) de Alberto Moravia, Gente en Aspromonte (1930) de Corrado Alvaro, Tres obreros (1934) de Carlo Bernari, Conversación en Sicilia (1941) de Elio Vittorini, De tu tierra (1941) de Cesare Pavese, en el plano nacional, y en algunos autores tanto del realismo ruso (Babel, Fadeiev) como del estadounidense (Hemingway). Estos escritores comparten una cierta ruptura con el formalismo literario, además de la introducción de temáticas nuevas en sus obras, como el tratamiento casi documental de la vida de las clases populares o la recreación literaria de la decadencia moral de las clases acomodadas. Hay en todos estos autores una tendencia a retratar la realidad que, sin embargo, es posible distinguir de la producción neorrealista posterior. Tanto el verismo (vinculado con el naturalismo francés, aunque con características propias), como el realismo de los años treinta y principios de los cuarenta, carece del denuncialismo y una cierta postura ideológico-política que tiende a hacer foco en las condiciones materiales de existencia y la división de la sociedad en clases para echar luz sobre la narración –que sí podemos encontrar en el neorrealismo–, y se inclina a presentar, de manera más o menos abstracta, problemas de índole moral, ambiental, existencial, o vinculados con los impulsos y los instintos. De manera un poco esquemática, y asumiendo el riesgo de pecar de cierta parcialidad, podemos decir que la transición del naturalismo al realismo de los años treinta y finalmente al neorrealismo, puede caracterizarse como el paso de una concepción antropológica centrada en la noción de “naturaleza humana” a otra vinculada con el concepto de “condición humana”, para finalmente arribar a una mirada que pone el foco sobre las relaciones de producción, y el poder vinculado a ellas, para presentar a individuos, libres pero ligados a su comunidad de origen (o incluso excluidos de ella) y representativos de colectivos sociales, que sufren a causa de las concretas condiciones sociales e históricas de existencia en las que viven, y no por mor de abstractos impulsos instintivos, fuerzas ambientales, problemas existenciales como la soledad estructural y la imposibilidad de establecer un vínculo significativo con la otredad. En el caso específico del cine neorrealista, además de nutrirse de los mismos modelos que la literatura, recibe una influencia directa del realismo soviético (Eisenstein, Pudovkin) –aunque abandona el simbolismo propio de este–, del realismo poético francés (Jean Renoir) y del documental bélico.

El tema propio del neorrealismo es la vida de las clases subalternas, las injusticias sociales y sus consecuencias, el heroísmo que surge de situaciones extraordinarias; así como los ambientes retratados son las calles, los barrios populares, los campos, el mar, la dura realidad del sur, los escenarios de la Ocupación, la Resistencia y la guerra. En cuanto a lo formal, tanto en el cine como en la literatura se prioriza el habla popular y el dialecto por sobre el italiano literario, la experiencia directa y la inmanencia interpretativa por sobre la narración de lo acontecido, la sintaxis clara y directa por sobre el esteticismo. En el cine, a causa de la carestía propia la guerra y la posguerra, se opta por una puesta en escena despojada: espacios abiertos, iluminación natural, actores no profesionales, uso de la improvisación, tomas largas, etc. En esto, el neorrealismo hace de una carencia material una virtud estética. Si hay lirismo y esteticismo en las imágenes, estos se desprende de las acciones de los personajes, o de los paisajes mismos, pero siempre en relación con aquellas.

Si bien el neorrealismo ha pasado a la historia principalmente por las producciones cinematográficas de sus directores más destacados –Lucchino Visconti (1906-1976), Roberto Rosellini (1906-1977), Vittorio de Sica (1901-1974) junto con su guionista Cesare Zavattini (1902-1989), Giuseppe de Santis (1917-1997) y Carlo Lizzani (1922-2013)–, su producción literaria hoy es menos recordada fuera de ámbitos académicos. Dentro de la vertiente narrativa del neorrealismo podemos mencionar a Vasco Pratolini (1913-1991) con sus obras Crónicas de pobres amantes (1947) y Crónica familiar (1947); Renata Viganò con Agnese va a la muerte (1947); Francesco Jovine con Las tierras del Sacramento (1950); Italo Calvino (1923-1985) con El sendero de los nidos de araña (1946) y Por último el cuervo (1949); Beppe Fenoglio (1922-1963) con Los veintitrés días de la ciudad de Alba (1952); Elio Vittorini (1908-1966) con Conversación en Sicilia (1939) y Hombres y no (1945); Cesare Pavese (1908-1950) con El camarada (1947), La cárcel (1948) y Antes de que cante el gallo (1948); y Alberto Moravia (1907-1990) con La Romana (1947) y La campesina (1957). Hay que mencionar también el memorialismo dentro del neorrealismo italiano, por ejemplo, las obras Cristo se detuvo en Éboli (1945) de Carlo Levi (1902-1975), Si esto es un hombre (1947) de Primo Levi (1919-1987), además de numerosas memorias escritas por partisanos, como Guerrilla en los Castelli Romani (1945) de Pino Levi Cavaglione (1911-1971) y Bandidos (1946) de Pietro Chiodi (1915-1970). Incluso se habla de poesía neorrealista en los casos de Salvatore Quasimodo, Alfonso Gatto y Rocco Scotellaro. Eduardo de Filipo, por su parte, sería exponente del teatro neorrealista (la enumeración de autores fue extraída del libro de Arónica).


Contextualización histórica del neorrealismo italiano

Para entender el neorrealismo italiano es imprescindible situarlo histórica y geográficamente. Si bien es cierto que esto es algo válido para cualquier manifestación de la cultura humana, lo es de manera mucho más patente para la corriente artística que nos ocupa.

1) Fascismo y antifascismo.— El neorrealismo italiano se nutre de la experiencia antifascista de la izquierda italiana, y principalmente del PCI, partido que –junto con el movimiento anarquista– resistió de manera más o menos activa contra el régimen fascista, desde el ascenso mismo de Mussolini al poder, a diferencia de otras fuerzas políticas y sociales, cuya conciencia política tardó años en despertarse. El fascismo surge a comienzos de la década de 1920 como reacción nacionalista y pequeñoburguesa contra la experiencia de los consejos de fábrica en el norte de Italia y el poder obrero nacido del llamado Biennio rosso (1919-1920).

El ascenso del fascismo es una reacción, en última instancia, contra la revolución bolchevique de 1917 y el contagio que ésta podía generar en Italia. Por lo tanto, el enemigo declarado del fascismo fue el comunismo y el anarquismo, cuyos militantes fueron perseguidos de manera sistemática con la fuerza de todo el aparato estatal desde 1922. Por ende, los obreros, campesinos e intelectuales de la izquierda italiana se ven obligados a pasar inmediatamente a la clandestinidad.

En 1929, Mussolini y la Iglesia Católica firman los Pactos de Letrán, que representaron para el Vaticano la independencia como estado libre y la declaración del catolicismo como religión oficial en Italia y, para el fascismo, la legitimación del régimen por parte de la Iglesia Católica. A partir de 1926, la Italia fascista había emprendido su campaña colonial en África, y entre 1935 y 1936 se desarrolla la guerra de Etiopía.

En 1939 comienza la Segunda Guerra Mundial. La Italia fascista y la Alemania nazi, a los que después se sumarán el Imperio de Japón (1940) y otros socios del Eje, se enfrentan contra las fuerzas aliadas del Reino Unido y Francia, y, a partir de 1941, la Unión Soviética y Estados Unidos.

2) Los comienzos de la lucha partisana.— El 25 de julio de 1943, el rey Víctor Manuel III, luego de veinte años de apoyo incondicional a Mussolini, destituye al dictador y ordena su detención. El rey nombra al mariscal Badoglio como jefe de gobierno del Reino de Italia. Oficialmente la guerra continúa, pero la diplomacia del rey mantiene conversaciones con los aliados que, mientras tanto, han desembarcado en Sicilia y avanzan hacia el Norte.

El 3 de septiembre de 1943, el rey firma el armisticio con los aliados, que recién se dio a conocer cinco días más tarde. El ejército italiano quedó sin órdenes claras y a merced de las fuerzas nazis que se encontraban en el país. Mientras el rey y el gobierno se ponían a salvo bajo la protección de los aliados, miles de soldados y civiles son pasados por las armas, encarcelados o deportados.

Entretanto, el 12 de septiembre de 1943, Mussolini es liberado por paracaidistas alemanes. El dictador funda la República Social Italiana, también llamada República de Salò, por estar situado su gobierno en la ciudad homónima. La RSI en realidad no es otra cosa que un gobierno títere de la Alemania nazi. Italia queda dividida entonces en dos: el llamado Reino de Italia, en las zonas tomadas por los angloamericanos, y la República Social Italiana en el centro y norte del país, ocupada por los nazis.

Los antifascistas, que desde hacía muchos años luchaban en la clandestinidad, empiezan a crecer en número con la firma del armisticio y la ocupación alemana del centro y norte de Italia. Para 1943, junto a los comunistas y anarquistas, también hay grupos católicos, socialistas y liberales que empiezan a enfrentarse al nazifascismo. El 9 de septiembre de 1943 se constituye el Comité de Liberación Nacional (CLN). Los aliados reconocen al CLN como gobierno provisional, por lo que el Primer Ministro Badoglio se ve obligado también a hacerlo. Empezaba así la Resistencia.

3) La Resistencia y la Liberación (1943-1945).— El Comité de Liberación Nacional coordina la lucha armada, a cargo de distintas brigadas al mando de diferentes fuerzas políticas. Las Brigadas Garibaldi, por ejemplo, se encuentran al mando del PCI, mientras que las Brigadas Matteoti están bajo las órdenes del PSI. Las brigadas leales al primer ministro Badoglio son llamadas Brigadas Badoglianas. Hasta la Liberación, se establece la colaboración de las diferentes fuerzas que constituyen el CLN e incluso, el 21 de abril de 1944, se forma un gobierno de coalición al mando de Badoglio.

Mientras los aliados tomaban Sicilia, el pueblo italiano llevaba a cabo su propia lucha partisana contra los nazifascistas. Por ejemplo, la ciudad de Nápoles fue liberada por los partisanos, tras cuatro días de violentos combates, sin esperar la llegada de los Aliados. La ocupación de Roma por parte de los alemanes fue particularmente feroz: contra ellos luchaban tantos los partisanos del CLN como el ejército del Reino del Sur, a cargo de los aliados, quienes liberaron la capital el 4 de junio de 1944.

Entretanto, en el Norte, Mussolini ordenaba alistar a todo aquel que estuviera en condiciones de luchar. Muchos, como el joven Italo Calvino optaron por sumarse a los partisanos y tomar las armas contra el nazifascismo. El 4 de agosto, el CLN liberó Florencia con la ayuda de la población local y posteriormente otras ciudades del Norte. Los Aliados, por su parte, veían con desconfianza los éxitos del CLN, en el cual tenían un rol protagónico los militantes del PCI, por el temor a la formación de un gobierno obrero y campesino de tendencia comunista. Las fuerzas conservadoras de Italia del centro y norte, es decir, la burguesía y la pequeño-burguesía, la Iglesia Católica y el rey, que en su momento habían apoyado a Mussolini en su lucha contra la izquierda, buscan ahora la intervención de los angloamericanos para frenar el ascenso del PCI.

La Democracia Cristiana será la fuerza política que en la posguerra agrupará a los otrora filofascistas para enfrentar electoralmente a los militantes comunistas, que representan los sectores más combativos y comprometidos en la lucha contra el nazifascismo. Los Estados Unidos, por su parte, condicionaban su ayuda económica a la exclusión de los comunistas del poder. La extorsión estadounidense, junto con el desinterés de Stalin por apoyar a los partidos comunistas que quedaban fuera del área de influencia de la URSS según el pacto firmado con EE.UU., contribuyeron para que las fuerzas del PCI y otros sectores de izquierda entregaran las armas después de la Liberación y apostaran por una salida electoral. Si bien en 1946, con ocasión de las elecciones administrativas y el referéndum constitucional, el PCI y el PSI juntos obtuvieron la mayoría de los votos, la Democracia Cristiana, gracias al apoyo del presidente Truman, se las ingenió para empezar a apartar a las fuerzas de izquierda del gobierno.

Al año siguiente, en la llamada Crisis de Mayo, se lleva a cabo, de la manera más vergonzosa y antidemocrática imaginable, la expulsión de los partidos comunistas de los gobiernos frentepopulistas de Italia, Francia, Luxemburgo y Bélgica por la presión de EE.UU. Un mes después, aterrizan las primeras ayudas económicas del Plan Marshall en Europa. La Guerra Fría está en marcha.

4) Intelectuales y PCI.— Después de la Liberación, el PCI emerge como la fuerza política más comprometida y combativa de la lucha partisana, el partido que más sacrificios hizo en vidas humanas contra la amenaza nazifascista. El aura casi mítica de entrega y compromiso por la causa fue la razón por la cual la gran mayoría de los intelectuales progresistas de la Italia de la posguerra se afiliaran o –por lo menos– apoyaran al Partido Comunista Italiano.

El PCI, por su parte, con Palmiro Togliatti a la cabeza, estableció desde 1945 una línea cultural de un profundo diálogo con los intelectuales. Ese mismo año, Elio Vittorini, comunista declarado, fundó la revista Il Politecnico, que representó, en palabras de Arónica, “el más ambicioso y original intento de renovar el panorama cultural italiano de la posguerra”. Vittorini clamaba por una ruptura con la cultura del pasado –léase filofascista o de evasión frente a la realidad social– y una redefinición del papel del intelectual en la sociedad. También defendía una absoluta autonomía de la cultura respecto de la política. Mario Alicata, principal exponente de la línea cultural del PCI, y Palmiro Togliatti, líder del partido, respondieron a Vittorini, intentando matizar la separación tajante, según ellos, entre cultura y política, que hacía Vittorini, y propugnaban por una literatura y un arte con una fuerte carga pedagógica. Este debate público sobre la función de la cultura en la sociedad, desde una perspectiva de izquierda, es la primera de una serie de discusiones al respecto, que ocupa a la intelectualidad italiana de posguerra. En los años siguientes, escritores y cineastas neorrealistas tomarán postura con respecto a este tema, tanto en sus obras como en sus declaraciones públicas a la prensa. Las diferencias que presentan artistas e intelectuales en aquella época con respecto a la función social de su producción es muy variada, y sería muy extensa para compendiar aquí. Lo importante, en cambio, es hacer hincapié en los puntos en común.

Narradores y cineastas neorrealistas, a quienes nos vamos a circunscribir, compartieron por aquellos años una misma concepción, que expresaron de manera más o menos explícita: la de la literatura y el cine comprometidos. Todos ellos y ellas tomaron partido en sus obras por el pueblo –y por los sectores postergados u oprimidos en general– contra el fascismo, la burguesía y los terratenientes. Narraron la experiencia del pueblo en la lucha partisana y denunciaron la pervivencia de la explotación, la opresión de los trabajadores y el olvido crónico de “los condenados de la tierra”, en términos de Fanon. Arónica habla de una literatura maniquea, en la que hay buenos y malos, pero no grises. Cabe aclarar, sin embargo, que fue el desarrollo histórico mismo el que polarizó y aglutinó el entramado social en dos sectores antagónicos: fascistas y antifascistas, opresores y oprimidos. Hay momentos históricos en los que todas las diferencias sociales parecen reducirse a dos sectores contrapuestos, y el resto de los antagonismos, si bien no desaparecen, quedan postergados. Fue lo que pasó en Italia entre 1943 y 1945. Y el cine y la literatura neorrealistas son deudores de esa dinámica histórica.


Cine neorrealista

En este cuadro mencionamos las principales películas neorrealistas:


El neorrealismo cinematográfico tiene dos de sus antecedentes más importantes en el año 1943: Obsesión, de Lucchino Visconti, y Los niños nos miran, de la dupla De Sica-Zavattini. El primero de ellos representa una ruptura con los films de evasión y propaganda que promovía el régimen fascista, centrados en familias burguesas adineradas y católicas. Visconti filma una historia de infidelidad y asesinato, en la cual los personajes más simpáticos de la película son un homosexual, “lo spagnolo”, y una prostituta.

En cuanto a Los niños nos miran, la novedad estriba sobre todo en que el film está centrado en la mirada de un niño que contempla la separación de sus padres, recurso que volveremos a encontrar en películas propiamente neorrealistas como Los limpiabotas, Ladrones de bicicletas y, en parte, Bellísima.

Durante los años de apogeo del neorrealismo, 1945-1950, se estableció una relación simbiótica muy particular entre la literatura y el cine. Tanto escritores como guionistas y directores de cine se inspiran en el verismo (especialmente el caso del escritor Giovanni Verga), y en la novela americana. Muchos guionistas de cine fueron a su vez literatos: Moravia, Pratolini, Bernari, Marotta, Zavattini. Pero el cine neorrealista, a su vez, también repercutió sobre algunos narradores. La difusión internacional de la obra de Pavese, por ejemplo, le debió mucho a la fama del cine italiano de posguerra. El mismo Pavese decía que el mayor narrador contemporáneo era De Sica.


El neorrealismo es un humanismo

Podría afirmarse que el neorrealismo es deudor de aquel proverbio latino que proviene de una obra de Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto, “soy humano, nada de lo humano me es ajeno”. O, en palabras de Cesare Zavattini, el guionista de las películas neorrealistas de Vittorio de Sica: “Todo lo que sucede alrededor nuestro, incluso la cosa más banal (…), tiene una significación y un sentido humano y social, dramático, y plantea grandes problemas. Problemas que son nuestros, puestos que nada de cuanto sucede a nuestro alrededor nos es ajeno, en la misma medida en que somos hombres, una parte de la Humanidad”. Al neorrealismo sólo le interesa el ser humano y su destino. Si se detiene en retratar tragedias humanas, lo hace con el fin de denunciar las condiciones económicas y sociales que las hacen posible, para incidir en la toma de conciencia por parte del espectador, con el fin más o menos mediato de transformar la realidad. Es por ello que André Bazin, en su libro ¿Qué es el cine? (2017), lo describe como “un humanismo revolucionario”. Patrice Holvald explica que el neorrealismo “nos ha dado distintas presentaciones sobre el sentido profundo de la vida y de los hombres, sobre las causas que motivan su acción y sobre las consecuencias que se derivan de esas causas”. El compromiso social del intelectual, eje ideológico fundamental del neorrealismo, está estrechamente vinculado al concepto de engagement (compromiso) del filósofo francés Jean-Paul Sartre, en algunos casos por influencia directa del autor, en otros, por compartir un cierto clima de época y un determinado posicionamiento ideológico.


El realismo no es un realismo

El realismo en el arte no es un reflejo de la realidad porque la representación «realista» de la realidad no equivale a la realidad. Es lo que André Bazin denomina la “paradoja estética” implícita en todo realismo: “no hay realismo en arte que no sea ya en su comienzo profundamente estético”. El realismo artístico no es más que un conjunto de convenciones reunidas bajo la pretensión más o menos explícita de ser un reflejo de la realidad. “El realismo en arte –señala Bazin– no puede proceder evidentemente más que del artificio” y, por lo tanto, de una “ilusión de realidad”. ¿En qué se diferencia entonces, desde el punto de vista formal, el neorrealismo de formas anteriores del realismo? Simplemente en un mayor éxito a la hora de lograr una “ilusión (…) más perfecta (…) de la realidad”, partiendo de abstracciones, recortes y un conjunto de nuevas convenciones estéticas. De manera inocente, y por lo menos provisional, digamos que «realidad» es eso que todos y todas entendemos por tal palabra —excepto quizás algunos/as filósofos/as—: aquello con lo que tenemos que lidiar todos los días, la realidad concreta a partir de la cual emergen y contra la cual se enfrentan nuestras ideas, nuestra cosmovisión, nuestros deseos, nuestra voluntad. La pretensión de que el arte sea un “reflejo de la realidad” nos conduce a la llamada “teoría del reflejo”, según la cual las representaciones de la realidad —y aquí incluiríamos al cine y la literatura— no son más que un reflejo, más o menos mecánico, de la realidad social de la que emergen, o, para hilar más fino, de las condiciones sociales de producción dadas. Si bien la realidad material repercute y, en última instancia, determina –en un sentido más bien débil del término– la conciencia –incluida la producción artística e intelectual de una época–, la relación que se establece entre las dos esferas debe pensarse de forma dialéctica y no mecánica, que es como la piensa la teoría del reflejo. En el arte mismo, el naturalismo y el realismo buscan presentar dicha relación. Pero, como dijo Brecht alguna vez, el naturalismo es al realismo lo que el materialismo mecánico es al materialismo dialéctico.


Naturalismo y realismo

Lukács, por su parte, explica esta diferencia de la siguiente manera: mientras que el naturalismo se limita a describir un suceso, de forma externa, desde el punto de vista del espectador; el realismo, en cambio, busca narrarlo, esto es, presentarlo desde el punto de vista del que forma parte de la acción, que la sufre, y que en sí contiene la clave interpretativa del suceso. El realismo narraría, según Lukács, la secuencia dramática completa y el destino de los individuos dentro de la trama, desde un punto de vista inmanente, contraria a la trascendencia descriptiva del naturalismo.

Cito a Lukács: “Las cosas sólo viven poéticamente por sus relaciones con el destino humano. Y por eso el verdadero épico no las describe. Narra la función de las cosas en la concatenación de los destinos humanos, y lo hace única y exclusivamente cuando participan en estos destinos, en las acciones y los sufrimientos de los individuos”3.

Por supuesto que, tanto Lukács como Brecht, se refieren a tipos ideales. Si analizamos casos concretos, la distinción tajante propuesta por ambos tiende a difuminarse.

André Bazin, en un artículo de 1952, también distingue el naturalismo que podemos encontrar en las obras de teatro y las novelas “de tesis” del siglo XIX, del neorrealismo italiano, en el que, según Bazin, la realidad no se subordina a ningún apriorismo, a ninguna tesis sociológica o política previa. Y es en esto, justamente, donde el crítico francés ve la originalidad del neorrealismo cinematográfico, que lo distinguiría ya no sólo del naturalismo literario, sino también del cine realista soviético.

“El neorrealismo –escribe Bazin– no conoce más que la inmanencia. Es tan sólo de su aspecto, de la apariencia de los seres y del mundo, de donde pretende deducir a posteriori las enseñanzas que encierran. El neorrealismo es una fenomenología”.


Ladrones de bicicletas de Zavattini y De Sica

El crítico francés está pensando, principalmente, en el caso de Ladrones de bicicletas, la cumbre máxima –según él– del neorrealismo italiano. Bazin nos explica que el acontecimiento que da origen al desenvolvimiento de toda la trama de la película, es decir, cuando Antonio sufre el robo de su bicicleta –de la cual depende que pueda salir de la situación de miseria en la que se encuentra junto a su familia–, “no posee en sí mismo ninguna valencia dramática. Sólo adquiere su sentido en función de la coyuntura social (y no psicológica o estética) de la víctima. No sería más que una desgracia banal sin el espectro de la desocupación, que la sitúa en la sociedad italiana de 1948”.

Más adelante, agrega que el mensaje social de la película “no es algo añadido, sino inmanente en el acontecimiento, pero al mismo tiempo resulta tan claro que nadie puede ignorarlo, ni recusarlo, ya que no se explicita jamás como mensaje. La tesis implicada es de una maravillosa y atroz simplicidad: en el mundo en el que vive este obrero, los pobres, para subsistir, tienen que robarse entre ellos. Pero esta tesis no es presentada jamás como tal, ya que el encadenamiento de los hechos es siempre de una verosimilitud a la vez rigurosa y anecdótica. (…) Un film de propaganda trataría de demostrarnos que el obrero no puede recuperar su bicicleta y que está necesariamente preso en el círculo infernal de su pobreza. De Sica se limita a mostrarnos que el obrero puede no encontrar su bicicleta y que, sin duda, tan sólo por ese motivo va a ser de nuevo un desocupado”.

Con un poco de suerte, Antonio podría haber recuperado su bicicleta. Incluso, si hubiera tenido más cuidado, podría no haber perdido su instrumento de trabajo y haber seguido ejerciendo su oficio y subsistiendo en un contexto de pobreza y desocupación generalizada: podría haberse «salvado solo», por lo menos por un tiempo. En el argumento, y a fortiori en todo el film, no hay nada de necesario, y podríamos creer que toda la obra está impregnada de contingencia. Sin embargo, no se trata de una desgracia producida por el mero azar o por el destino. En una sociedad clasista, fragmentada por profundas diferencias sociales, la desocupación y la pobreza, está dentro del horizonte de lo posible –para las personas más precarizadas es incluso una amenaza constante– quedarse sin trabajo, ser víctima de un robo, sufrir un accidente de trabajo o enfermarse y caer del lado de los que nada tienen. No hay, pues, ni necesidad ni mera contingencia, sino posibilidades, más o menos predeterminadas por un orden de cosas dado, dentro de las cuales puede moverse el personaje. Como no hay necesidad, aquí no hay nada que demostrar, que es lo que pretendería un film de tesis. Ladrones de bicicletas tan sólo se limita a mostrar la desgracia de un obrero singular. Pero como su desgracia se desprende de una situación social bien concreta, a uno no le queda más remedio –advierte Bazin– que concluir de la suerte de Antonio la condena de todo un “modo de relación entre el hombre y su trabajo”.

En la sociedad desintegrada en la que vive Ricci, que en el fondo es la misma que todos/as conocemos, prima el sálvese quien pueda, como pueda y a costa de quien sea. La libertad de mercado –que en última instancia no significa otra cosa que la libertad absoluta de quienes poseen dinero a costa de quienes no lo poseen– se impone por sobre aquellos que solo detentan una libertad jurídica –abstracta y meramente formal–, pero carecen de los recursos materiales para dotarla de contenidos concretos y autónomos. El capital es amo y señor, las personas se convierte en meros «recursos humanos» al servicio de aquel. Este orden de cosas, esta sociedad desintegrada, llevan al trabajador a competir con el trabajador para poder sobrevivir; y conducen a Ricci, el obrero honrado en-sí, a la deshonra de tener que robarle a otro trabajador para escapar de la miseria a la que ha sido fatalmente condenado. Si el film se llama Ladrones de bicicletas –y no “Ladrón de bicicletas” en singular, como fue traducido al español con el fin más o menos consciente de eludir la dimensión social implícita en el título– es porque el foco no está puesto sobre el culpable de un delito individual con el fin de dictar una condena sobre él, sino que la motivación es mostrar un drama social de dimensión colectiva con el fin de denunciar una forma de producción bien concreta, ligada a una organización social y política dada.

En el comienzo de Ladrones de bicicletas hay un recurso que se repite en Umberto D: la cámara toma a un grupo de obreros desocupados que se acercan a lo que parece ser una oficina de empleo. Un empleado público sale del edificio y lee en voz alta el nombre de una persona singular dentro de la masa de desempleados. Hay un trabajo para Ricci. La cámara se queda entonces con él, pero uno tiene la sensación de que podría haberse quedado con cualquier otro. También en el final de la película, padre e hijo se alejan de la cámara y terminan perdiéndose en la multitud. Ricci es un caso singular dentro de un colectivo social: los obreros desempleados de la Italia de posguerra. Ricci es, como todo ser humano, lo que Jean-Paul Sartre denomina un singular universal, un individuo que asume un conjunto de circunstancias históricas y biográficas dadas, y las concreta en su persona. Grosso modo, Antonio representa el colectivo social al que pertenece, pero no a la manera de un símbolo, sino de un elemento cualquiera de la serie, que vale –más allá de sus particularidades subjetivas– por el todo social del que forma parte.

Otro tanto pasa con los sucesos que afectan al protagonista: no son producto de la mera contingencia, sino que están determinados concretamente por sus acciones y las acciones de otros sujetos históricos, dentro de ciertos límites establecidos por las condiciones sociales de su existencia, o, en palabras de Sartre, lo “que alcanza a hacer de lo que hicieron de él”4. Antonio Ricci podría haber recuperado su bicicleta, pero dentro de sus posibilidades no está, por ejemplo, el heredar una fábrica. Ya se sabe que la meritocracia es la coartada de los miserables para esconder sus privilegios de clase. Los acontecimientos, dice Bazin, “no son esencialmente signos de alguna cosa, de una verdad de la que hemos de convencernos necesariamente; conservan todo su peso, toda su singularidad, toda su ambigüedad de hechos. De manera que, si uno no tiene ojos para ver, es fácil atribuir sus consecuencias a la mala suerte o al azar”. Y agrega: “…los acontecimientos y los seres no son jamás forzados en el sentido de una tesis social. Pero la tesis aparece con toda claridad y tanto más irrefutable en cuanto que sólo nos es dada como por añadidura. Es nuestro espíritu quien la decanta y la construye, no el film. De Sica se lleva toda la banca en una mesa de juego donde… no había apostado”.


El infierno es la mirada de los niños

El niño de la película, Bruno, ocupa un papel importantísimo en lo que podríamos llamar la economía emocional del film: hace las veces de mediador entre el protagonista y el espectador. En realidad, Bruno tiene algo de espectador de las desventuras de su padre y algo de protagonista de la historia. El hijo profesa una admiración absoluta por el padre hasta el clímax de la película, el momento en que Antonio roba una bicicleta, que para Bruno significa la caída del ídolo, la «muerte del padre», en sentido psicoanalítico.

Bruno comparte la felicidad de su padre hasta la identificación, y vela por cuidar esa felicidad de ambos: lustra la bicicleta paterna, cierra la ventana para proteger a su hermanita, trabaja para sostener a la familia. Como espectadores, no podemos menos que ver a Antonio a través de los ojos de su hijo: ya nos habíamos identificado con Antonio, pero la irrupción de Bruno ha terminado por sellar ese pacto emocional con el protagonista.

Cuando Antonio llega a buscar a Bruno a la salida del trabajo, quien espera verlo llegar en la bicicleta, la cara del padre junto con la ausencia de la “Fides modelo ligero 1935” provocan en el hijo un cambio que se manifiesta al nivel de la mirada. A partir de ese momento y casi hasta el final de la película, la mirada de Bruno se dirige todo el tiempo hacia su padre como esperando de él una respuesta, una solución.

Según Bazin, el niño “es el testigo íntimo, el coro particular” de la tragedia del padre: “la complicidad que se establece entre el padre y el hijo es de una sutileza que penetra hasta las raíces de la vida moral. Es la admiración que en tanto que niño le demuestra, y la conciencia que su padre tiene de esto, lo que le confieren al final de la película su grandeza trágica. La vergüenza social del obrero descubierto y abofeteado en plena calle no supone nada ante el hecho de haber tenido a su hijo por testigo”.

Ya en Los niños nos miran, la dupla De Sica-Zavattini había recurrido al punto de vista infantil para narrar una historia. En esta película, Pricò, de cinco años de edad, es testigo y víctima del drama burgués que protagonizan sus padres. Su mirada inocente registra e intenta dar un sentido a lo que sucede y no comprende del todo: la hipocresía de sus padres y su entorno social. Los limpiabotas también es una historia de dos niños que han perdido la inocencia a causa de la guerra y el maltrato sufrido a manos de los adultos: médicos, curas, abogados, policías y el director de la clase, un declarado fascista. La mirada de estos niños que sufren todo tipo de violencia social es una denuncia explícita de la sociedad burguesa, su hipocresía, sus costumbres y sus instituciones. El infierno que viven en carne propia se vuelve en forma de juicio contra toda la sociedad. Tanto del lado del que ve, como del lado del que es mirado, el infierno es la mirada de los niños.

Si bien Ladrones de bicicletas está ambientada en la posguerra y lo peor ya es cosa del pasado, el niño protagonista de esta historia es víctima de la desocupación y la pobreza, y la desintegración social que traen aparejada. Bruno también sufre su tragedia personal, al margen del destino del padre. Una sucesión de peligros, maltratos y abandonos amenazan al personaje mientras sigue como puede a su padre en la desesperada búsqueda de la bicicleta robada.

Bruno es maltratado por los vendedores del mercado; es acosado por un pedófilo mientras el padre está buscando los restos de la Fides; se tropieza en la calle y Antonio ni siquiera lo nota (aquí Bruno se enoja por primera vez); un seminarista austríaco que no percibe su presencia lo aplasta contra la pared (Bruno se enoja por segunda vez) y el padre tampoco se da cuenta; quiere orinar, pero el padre lo interrumpe; buscando al ladrón recibe un golpe de un cura; y, finalmente, de su propio padre.

En este momento, Bruno se larga a llorar, desahogándose de toda la bronca contenida. En esta película, como en otras de la dupla De Sica-Zavattini, niños y niñas aparecen maltratados, despreciados, ignorados, olvidados y abandonados por la sociedad y el estado. Si contrastamos este maltrato con la infancia de Totò el bueno, el personaje de Milagro en Milán –una película posterior de los mismos autores–, el mensaje parece claro: si no cuidamos a nuestros niñas y niñas, no esperemos adultos solidarios y felices.

Ladrones de bicicletas –como la mayoría de los filmes neorrealistas– está protagonizada por actores no profesionales. Lamberto Maggiorani, quien hace el papel de Antonio Ricci, era obrero y dejó de trabajar durante dos meses para filmar la película. Enzo Staiola, el niño que hace de Bruno, pertenecía a una familia de refugiados pobres. Ninguno de los dos tenía experiencia actoral previa. Sin embargo, el efecto de verosimilitud y ausencia de interpretación de las actuaciones es casi perfecto. Los actores y actrices –sobre todo el niño que hace de Bruno– logran transmitir emociones fuertes y casi universales, lo que genera una identificación inmediata por parte del espectador. La puesta en escena, que existe pero está muy bien disimulada, es austera pero muy efectiva. La composición está muy cuidada pero el artificio pasa desapercibido, dando una sensación de realidad muy viva. La película, de hondo contenido social, no descuida en un solo momento la dimensión estética, dotándola de una fuerza poética muy notoria. El montaje y la composición de escenas, si bien son herederos de la escuela soviética, son manejados con mayor sobriedad y sutileza. Baste un ejemplo para señalarlo: el momento en que el padre da la mano a su hijo al final de la película (momento de máxima emotividad) está precedido por tomas en las que las manos de ambos tienen una presencia muy palpable y provocan una tensión que será resuelta recién en aquella escena final. Zavattini declaró alguna vez a André Bazin que la realidad, para los primeros cineastas realistas soviéticos, no es más que una “materia prima necesaria para la verdadera operación estética: el montaje”. A Zavattini y a De Sica, en cambio, les interesa reflejar la realidad de una manera más «pura», o mejor dicho, lograr un mayor efecto de verosimilitud. Claro que se trata de la representación de una ficción, claro que entran en juego el recorte, el encuadre, el enfoque y la composición, pero se intenta que el artificio pase desapercibido. Es lo que André Bazin entendía por “cine puro”. Dice este autor: “El logro supremo de De Sica (…) consiste en haber sabido encontrar la dialéctica cinematográfica capaz de superar la contradicción de la acción espectacular y del suceso banal. Por ello, Ladrón de bicicletas es uno de los primeros ejemplos de cine puro. La desaparición de los actores, de la historia y de la puesta en escena desemboca finalmente en la perfecta ilusión estética de la realidad”.

La clave hermenéutica de la obra cinematográfica de De Sica y Zavattini –no sólo Ladrones de bicicletas– es la sensibilidad; y la identificación con los personajes es el efecto que produce en el espectador. En otra oportunidad tendremos la ocasión de comparar dichas características con las propias de las películas neorrealistas de Rossellini y Visconti. En palabras de Bazin, los tres directores presentan «bloques» enteros de realidad, previos a todo “análisis (político, moral, psicológico, lógico, social, etc.) de los personajes y de la acción”, pero en la mirada que se posa sobre ellos prima la sensibilidad en los primeros, la racionalidad en Rossellini, y la dialéctica de ambos en Visconti, sobre todo en La tierra tiembla. La identificación con los personajes es el efecto que logra De Sica mediante la trama y la puesta en escena. En Rossellini, en cambio, sobre todo en Alemania, año cero, el espectador tiende al distanciamiento. En las películas neorrealistas de Visconti, en cambio, uno se ve empujado a variar su postura con respecto a los personajes, para optar finalmente por una identificación más crítica. Pero dejamos el análisis de algunas películas de estos directores para otro artículo.

Nicolás Torre Giménez


NOTAS

1 La cronología está tomada del libro de Daniela Arónica El neorrealismo italiano. Madrid, Síntesis, 2004, pp. 33-34.
2 Patrice Holvald, El neorrealismo y sus creadores. Madrid, RIALP, 1962, p. 178.
3 Geog Lukács, “¿Narrar o describir? A propósito de la discusión sobre naturalismo y formalismo”. En Lukács, Problemas del realismo. México, FCE, 1966. p. 197.
4 Jean-Paul Sartre, Critique de la raison dialectique, t. I. Mayenne, Gallimard, 1960. p. 63. La traducción es mía.