Fuente de la fotografía: La Razón (España).
En la historia contemporánea de España, cinco años de frenesí y turbulencia median entre la proclamación de la Segunda República y el alzamiento militar que desencadenó la revolución y la guerra civil: 1931-1936. Durante este quinquenio, la conflictividad social y la inestabilidad política fueron escalando, aumentando en magnitud e intensidad. Esta volatilidad estuvo marcada a fuego por la radicalización de las izquierdas y derechas, tanto en objetivos como en métodos. El maximalismo y el fascismo, la lucha armada revolucionaria y la violencia represiva contrarrevolucionaria, crecieron impetuosamente. Al bienio inicial reformista de Azaña (1931-33) sobrevino otro de signo ideológico opuesto (1933-35), con el presidente Lerroux aliado a los católicos conservadores de la CEDA en el parlamento.
Contra el telón de fondo de este giro regresivo, se produjo la llamada “Revolución de 1934”: un gran movimiento huelguístico insurreccional en octubre de aquel año, impulsado por los socialistas y comunistas desde Cataluña, unidos bajo el pacto de la Alianza Obrera. Sin embargo, fue en otro polo industrial de la península, en Asturias –baluarte proletario, bastión de mineros y metalúrgicos–, donde la rebelión popular llegó más lejos, pues allí la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), la mayor central obrera de España, hegemonizada por los anarquistas, aceptó sumarse a la huelga general, igual que la Federación Anarquista Ibérica (FAI), en contraste con el proceder de los ácratas en las demás regiones del país. Durante dos semanas, Asturias tuvo una comuna revolucionaria, un sóviet socialista. Oviedo se asemejó a París y Petrogrado. La revolución española del 34 fue ahogada en sangre por el Ejército: millares de obreros heridos y torturados, al menos 1.500 muertos, decenas de miles de trabajadores detenidos y despedidos…
A noventa años de esta tragedia, en Kalewche queremos rendir homenaje a los mártires de la insurrección asturiana. Para ello, rescatamos del olvido una breve pero elocuente –y muy punzante– prosa de Rodolfo González Pacheco, un periodista y escritor anarcocomunista argentino de la primera mitad del siglo XX, que más de una vez hemos difundido en nuestra sección literaria. El texto lleva por título “Con los rebeldes siempre”, y hace alusión a los sucesos. No sabemos la fecha exacta de su redacción, pero todo indica que es coetáneo (finales de 1934) o apenas posterior (1935). Lo hemos extraído de Carteles, la antología póstuma de Pacheco (Bs. As., Américalee, 1956, vol. I, pág. 138).
Nosotros, anarquistas, no podemos olvidar, ni aun en aquellos momentos en que una negra derrota nos llama a la prudencia, al hombre valeroso y arrojado que cayó por la Anarquía. No debemos extraer de su caída otra cosa que voluntad solidaria. Afirmarnos en su acción para volver a pararnos.
Decir que cayó porque fue iluso, o porque, imbuido de un entusiasmo teatral, sacó el brazo o el pecho más allá de esta línea o de aquella experiencia es, no sólo cantar al desánimo, sino algo más feo: declararnos superiores. Derrotarlo más aún. Pegarle por que está caído.
No debemos hacerlo. Ni ante ese hombre ni ante las multitudes. Éstas también, muchas veces, avanzan sobre nosotros a destiempo. Juegan libertad y vida por causas que nos parecen mezquinas o de planteo inoportuno. Por el triunfo de una huelga que, al fin de cuentas, las dejará como estaban, asalariadas. O por reacción instintiva contra una vulgar infamia que les golpea la cara, atropellan y se hacen diezmar. Ir luego a los cementerios a plañir que estaban locas, o a las cárceles a dictarles cátedras de cordura es, más que feo, repugnante.
La rebelión, individual o del pueblo, no será, estamos de acuerdo, la revolución, pero es su nervio y su esencia. De ella hemos partido todos, partirán siempre el hombre y las masas, y no de nuestras consignas. ¿Qué podríamos reprocharles? ¿Que su caudal de indignación y coraje es más hondo e irrefrenable que el nuestro? ¿Que el dolor le duele más y la injusticia le es más injusta? ¡Linda cosa!
Nunca tenemos más jefes y catedráticos que cuando estamos en el suelo. Todos somos excelentes para acaudillar carneros; muy pocos para enseñarles que tienen cuernos como los toros; menos aún para atropellar con ellos y rompernos donde ellos se rompan. Los esperamos de vuelta para decirles, a los que llegan desangrados y deshechos, lo que alguien le dice a los obreros y campesinos de España: “la revolución perdió lo que tenía que perder”, que es decir: los que yacen en cementerios y cárceles por la intentona de Asturias, que revienten y se pudran por estúpidos.
¡Coño, sí! Hay que sacar lecciones de las derrotas; pero no de posibilismos y de consignas, sino de audacia y de conciencia. De solidaridad más firme con los caídos y de redoblada acción al lado de los que quedan. No para hacernos sus jefes, sino para ser, más que nunca, sus compañeros. ¡Con los rebeldes siempre!
Rodolfo González Pacheco