Detalle de Donzilla, Terror of the Caribbean, de Paolo Calleri (2025). Fuente: www.cartoonmovement.com
Es un honor presentarles a un nuevo colaborador: el intelectual de izquierda colombiano Carlos Medina Gallego, historiador y analista político, hasta hace poco profesor –se jubiló con 70 años– de la Universidad Nacional de Colombia en la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales con sede en Bogotá, miembro del Grupo de Investigación en Seguridad y Defensa, e integrante del Centro de Pensamiento y Seguimiento a Proceso de Paz. Como docente e investigador, se ha especializado en la historia contemporánea y reciente de su país, con énfasis en el conflicto armado y la problemática del narcotráfico, aunque incursionando bastante también en la temática del movimiento estudiantil y cuestiones de educación.
Carlos ha escrito numerosos artículos para revistas académicas y publicaciones periodísticas como Rebelión y El Comején, amén de una gran cantidad de libros: Violencia urbana y seguridad ciudadana en América Latina (2023), Ejército de Liberación Nacional (ELN). Historia de las ideas políticas, 1958-2018 (2020), Mafia, narcotráfico y bandas criminales en Colombia. Elementos para un estudio comparado con el caso de México (2017), Conflicto armado y procesos de paz en Colombia (2009), FARC-EP: notas para una historia política, 1958-2008 (2009), Elementos para una historia de las ideas políticas del Ejército de Liberación Nacional. La historia de los primeros tiempos, 1958-1978 (2001), Caja de herramientas para transformar la escuela (1996), Al calor del tropel: la UN, crónica de una década (1992), 8 y 9 de junio, “Día del Estudiante”. Crónicas de violencia, 1929 y 1954 (1983), entre otros. Este año dio a conocer Organizar la esperanza. Ensayos para subvertir el progresismo y Dónde nace la grieta. Ensayos para subvertir el mundo, además de Diálogos de paz gobierno-ELN. Crónicas de la incertidumbre (este último en coautoría con Carlos Arturo Velandia Jagua, alias Felipe Torres, exguerrillero del ELN).
Su ensayística, que es notablemente prolífica, reúne muchas de las cualidades que un lector o lectora exigente espera del género: erudición y rigor empírico, agudeza analítica con vuelo teórico, claridad y amenidad expositivas, esmero de contextualización y hambre de totalización, pulsión de actualidad con perspectiva histórica, juicios de valor además de juicios de hecho, hondura reflexiva, vocación humanista, sensibilidad social y compromiso político con franqueza crítica (léase: parresía). Y algo más, muy importante, aunque poco frecuente en estos tiempos posmodernos de fragmentación cognitiva o “barbarie del especialismo”, al decir de Ortega y Gasset: la polimatía o multiplicidad y variedad de temas explorados, vale decir, el anhelo y la capacidad –y también el coraje– de abordar múltiples disciplinas y tópicos diversos –a menudo de forma interrelacionada– que se disfrutan personalmente y/o se consideran en sí mismos valiosos, objetivamente relevantes, pero que pueden estar más allá del propio nicho profesional de experticia, que suele ser una zona de confort o una torre de marfil.
Le damos la bienvenida a Carlos, entonces, quien hace su debut autoral en Kalewche con un estupendo artículo de coyuntura al rojo vivo, para la sección de política internacional Brulote, sobre la escalada del conflicto de Estados Unidos con la Venezuela de Maduro y la Colombia de Petro en las aguas del Caribe, so pretexto del “narcoterrorismo”, pero que en realidad responde a causas y motivaciones más complejas y profundas: la exacerbación del imperialismo yanqui en América Latina con Trump reelecto y la creciente gravitación geopolítica de China y Rusia (económica, tecnológica, diplomática o militar) en el hemisferio occidental, que el Tío Sam percibe como una amenaza existencial a su hegemonía en declive, y que lo conduce a extremar su hostilidad e injerencismo contra los países con gobiernos progresistas que no se alinean con Washington, sobre todo si poseen recursos naturales en abundancia y de alto valor estratégico, como la República Bolivariana y sus reservas de petróleo, las mayores del mundo.
La política de EE.UU. en el Caribe
La actual presencia militar de Estados Unidos en el Caribe no es un episodio aislado ni una simple operación técnica contra el narcotráfico. Desde finales de agosto de 2025, Washington ha desplegado uno de los mayores dispositivos navales en la región desde la invasión a Panamá en 1989: grupos anfibios, destructores, submarinos y, más recientemente, su portaaviones más avanzado, acompañado de un grupo de combate completo con aviones de ataque y vigilancia de última generación.
De manera oficial, este despliegue se enmarca en “operaciones contra redes de narcotráfico” y en la defensa de la “seguridad hemisférica”. Sin embargo, los datos duros muestran otra cosa: al menos una veintena larga de ataques a embarcaciones acusadas de transportar drogas, con decenas de muertos, la mayoría sin investigación independiente ni pruebas públicas contundentes sobre su vinculación con organizaciones criminales.
Estos hechos, sumados a la presión explícita del gobierno de Estados Unidos para forzar un cambio de régimen en Venezuela, refuerzan la percepción de que el Caribe está siendo reconfigurado como un teatro de demostración de fuerza y disciplinamiento geopolítico. La narrativa de la “guerra contra las drogas” opera como cobertura discursiva de una estrategia más amplia: contener gobiernos progresistas, imponer límites a las autonomías regionales y enviar mensajes a otras potencias globales –China y Rusia– que han incrementado su presencia diplomática, económica y militar en América Latina.
Al mismo tiempo, el despliegue afecta directamente a comunidades costeras, pescadores artesanales y pequeños traficantes que constituyen los eslabones más débiles de las economías ilegales, sin que ello golpee de manera efectiva las estructuras financieras y logísticas globales del narcotráfico. Y, en un nivel más profundo, tensiona el proyecto de los gobiernos progresistas –incluido el de Colombia– de construir políticas exteriores soberanas, de paz y de no alineamiento automático.
Sobre este trasfondo, la posible respuesta de China y Rusia en defensa de Venezuela, ya visible en ejercicios y cooperación militar, convierte al Caribe en un punto neurálgico de riesgo de escalada entre potencias, con potencial de derivar en un conflicto de alcance global.
El trumpismo o la continuidad de la Doctrina Monroe
La presencia de un portaaviones estadounidense en el Caribe es, ante todo, un gesto político-estratégico. Un portaaviones no es un simple “activo” más: es una plataforma de guerra capaz de proyectar poder aéreo y marítimo a cientos de kilómetros, con un ala embarcada de decenas de aeronaves de combate, vigilancia y apoyo logístico, más un anillo de destructores y submarinos.
Desde el punto de vista de la teoría de la seguridad internacional, estamos frente a un dispositivo de proyección de fuerza ofensiva, no de mera disuasión técnica contra lanchas rápidas o embarcaciones artesanales. La desproporción entre el tipo de amenaza alegada (pequeños cargamentos de drogas) y el nivel de hardware desplegado es evidente. Diversos análisis señalan que el equipamiento –portaaviones, destructores, submarinos– excede con mucho lo que se requeriría para tareas de interdicción marítima y deja entrever objetivos políticos más amplios.
Históricamente, este patrón se inscribe en la larga sombra de la doctrina Monroe y sus reinterpretaciones: desde el corolario Roosevelt, que justificó intervenciones directas en América Latina, hasta la “guerra contra las drogas” lanzada a finales de los años ochenta, que incorporó a las Fuerzas Armadas estadounidenses en tareas de detección, apoyo logístico y entrenamiento en la región.
Lo que hoy vemos no es una ruptura, sino una actualización de esa matriz interventora:
1) Se redefine el enemigo (“narcoterroristas”, “carteles considerados organizaciones terroristas”).
2) Se amplía el margen jurídico mediante declaraciones unilaterales de “conflicto armado no internacional” contra actores no estatales, con el fin de legitimar el uso letal de la fuerza más allá del territorio estadounidense.
3) Se despliegan fuerzas letales en un espacio estratégico –el arco caribeño– donde confluyen rutas energéticas, comerciales y de comunicación, y donde además se ubican territorios de potencias europeas y socios clave.
El resultado es una región sometida a una presión militar desproporcionada, sin que exista una amenaza convencional que lo justifique. Es difícil sostener, desde criterios de necesidad y proporcionalidad, que un portaaviones y un conjunto de buques de guerra de alta gama sean herramientas racionales para “perseguir lanchas con droga”.
Derecho internacional, proporcionalidad y seguridad humana
Desde la perspectiva del derecho internacional, el despliegue plantea graves interrogantes sobre el respeto a la soberanía, la prohibición del uso de la fuerza y la protección de la población civil.
La Carta de Naciones Unidas establece que los Estados se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, excepto en legítima defensa o bajo mandato del Consejo de Seguridad. La extensión de una guerra unilateral contra carteles, invocando una suerte de “legítima defensa preventiva” frente a flujos de droga, es jurídicamente frágil y abre la puerta a interpretaciones arbitrarias.
La proporcionalidad –principio central del derecho internacional humanitario– obliga a que el uso de la fuerza sea adecuado y necesario respecto de la amenaza. Bombardear lanchas pequeñas con armamento de precisión lanzado desde plataformas aéreas o navales de gran escala, en zonas donde operan pescadores artesanales y trabajadores informales, difícilmente se ajusta a ese principio. Más aún cuando la información disponible indica que varias de las víctimas no eran combatientes armados, ni miembros comprobados de organizaciones criminales.
En el plano de la seguridad humana, la lógica militarizada prioriza la defensa de fronteras y la protección de intereses estratégicos de la potencia interventora por encima de la vida, los medios de subsistencia y los derechos de las comunidades costeras. Cuando un pescador artesanal muere bajo el fuego de un dron o un avión de combate, en función de una operación unilateral, lo que se vulnera no es solo un cuerpo individual, sino el tejido social de una comunidad que depende de esa economía de subsistencia.
Así, la “guerra contra las drogas” se convierte en una tecnología de gobierno que castiga cuerpos precarizados, mientras preserva el funcionamiento de las estructuras financieras, logísticas y políticas que sostienen el negocio a gran escala.
Colombia, Venezuela y la reconfiguración geopolítica regional
La situación actual no puede leerse con el mismo prisma que en los tiempos en que gobiernos de derecha en Colombia aceptaban sin grandes cuestionamientos la instalación de bases militares estadounidenses y la subordinación de su política de defensa a las prioridades de Washington.
El actual gobierno progresista colombiano ha buscado –con todas sus tensiones y contradicciones– afirmar una política exterior de mayor autonomía, apostar por la integración regional y defender el multilateralismo. Al mismo tiempo, ha cuestionado abiertamente el uso de la fuerza letal contra embarcaciones en el Caribe, denunciando la muerte de ciudadanos colombianos en estas operaciones y calificando ciertas acciones como agresiones que vulneran la soberanía nacional.
Esta postura coloca a Colombia en una situación compleja. Por un lado, sigue existiendo una relación densa de cooperación económica, militar y diplomática con Estados Unidos. Por otro, la estrategia de paz total, la búsqueda de un papel activo en la CELAC y la defensa de una agenda ambiental y de derechos humanos chocan con la lógica de escalada militar en el Caribe. La presencia de un portaaviones estadounidense frente a sus costas no puede interpretarse simplemente como una extensión de la cooperación, sino como un factor que tensiona la agenda soberana del gobierno y lo somete a presiones cruzadas respecto a Venezuela.
Venezuela, por su parte, enfrenta el despliegue desde una posición de vulnerabilidad estructural: crisis económica prolongada, polarización política e instituciones debilitadas. Sin embargo, su ubicación geográfica –con gran parte de la población y la infraestructura estratégica concentradas en la franja costera norte– hace que cualquier operación militar contra su territorio tenga un potencial devastador, tanto en términos de víctimas civiles como en términos de destrucción de capacidades básicas.
La combinación de sanciones económicas, operaciones navales agresivas y amenazas veladas de intervención configura un escenario de “coerción integral” que busca forzar cambios políticos internos sin asumir abiertamente la figura clásica de la invasión.
Criminalización de los márgenes
Las agresiones contra embarcaciones frágiles (pequeños botes, lanchas rústicas, cayucos), donde se movilizan pescadores artesanales o pequeños traficantes, ilustran la lógica de la criminalización de los márgenes.
En la base de esta política hay al menos tres problemas:
1) Confusión deliberada entre subsistencia e ilegalidad. En muchas comunidades costeras del Caribe, la frontera entre pesca artesanal, transporte informal y economías ilícitas es delgada, no porque los pobladores sean “criminales por naturaleza”, sino porque la ausencia de alternativas económicas, la precariedad estatal y la presión de redes de contrabando empujan a la población a actividades de alto riesgo.
2) Focalización en la “última milla” del negocio ilegal. Mientras los ataques se concentran en quienes transportan pequeñas cargas en embarcaciones vulnerables, las estructuras financieras que lavan el dinero, los intermediarios logísticos de gran escala y las redes de corrupción institucional que facilitan el negocio global quedan en buena medida intactas. La operación militar, así, produce espectáculo punitivo, pero no desmonta la economía política de la droga.
3) Negación de la condición de sujetos de derecho. La narrativa que denomina “narcoterroristas” a todas las personas que mueren en estas operaciones borra la posibilidad de distinguir entre mandos, operadores, obligados, engañados o simples pescadores confundidos en el teatro de operaciones. Esto choca frontalmente con los estándares de derechos humanos, que exigen individualización de responsabilidades y debido proceso.
Esta «guerra desde el aire contra cuerpos vulnerables en el mar» no reduce el flujo global de drogas –que sigue siendo un negocio multimillonario en manos de entramados complejos–, pero sí destruye embarcaciones, herramientas de trabajo y fuentes de ingreso de familias enteras. El Caribe se convierte, así, en un laboratorio de una nueva forma de castigo extraterritorial –tecnológicamente sofisticado– sobre los pobres.
China y Rusia en el tablero caribeño
El despliegue estadounidense no ocurre en un vacío geopolítico. China y Rusia han incrementado su presencia en América Latina en las últimas décadas, combinando inversiones, acuerdos energéticos, cooperación militar y respaldo diplomático.
En el caso venezolano, Rusia ha suministrado sistemas de defensa aérea, aviones de combate y asesoría militar. Además, ha participado en ejercicios conjuntos en el Caribe, como las maniobras con cazas de fabricación rusa en la isla de La Orchila, con miles de efectivos, en un claro gesto de disuasión frente a la presión estadounidense.
China, por su parte, ha expresado reiteradamente su “apoyo a la soberanía de Venezuela” y su rechazo a la injerencia externa, subrayando que América Latina y el Caribe deben ser una “zona de paz”. Declaraciones recientes de voceros de la cancillería china, emitidas tras los ataques estadounidenses a embarcaciones en el Caribe, han llamado a evitar la escalada y a respetar el derecho internacional.
Este contexto alimenta la hipótesis –plausible, aunque aún no realizada– de una mayor implicación china y rusa en la defensa de Venezuela, ya sea mediante el refuerzo de capacidades defensivas (radares, sistemas antiaéreos, asesoría técnica), la presencia de buques o aeronaves en ejercicios coordinados, o el apoyo político y diplomático activo en foros multilaterales para frenar una intervención abierta.
Desde el punto de vista de la teoría de relaciones internacionales, esto configura un triángulo de seguridad:
1) Estados Unidos busca mantener su hegemonía regional, impedir que un gobierno aliado de Rusia y China consolide un modelo alternativo, y enviar un mensaje a otras potencias sobre su capacidad de control en el hemisferio occidental.
2) Rusia y China, con capacidades distintas, ven en Venezuela un punto de apoyo para proyectar influencia, asegurar intereses energéticos y desafiar –aunque sea de forma limitada– la pretensión de exclusividad estratégica de Washington en la región.
3) Los países latinoamericanos y caribeños quedan atrapados en un tablero que no controlan, corriendo el riesgo de convertirse en escenario de una escalada entre potencias nucleares.
La presencia simultánea de un portaaviones estadounidense y de sistemas de defensa aérea de origen ruso en el mismo teatro, junto con una retórica cada vez más dura, aumentan el riesgo de incidentes, errores de cálculo o provocaciones que puedan desencadenar una escalada no prevista. En este sentido, el Caribe deja de ser solo un espacio de disputa por rutas de droga y se convierte en un posible punto de ignición de tensiones globales.
La extrema derecha latinoamericana
En este escenario, un actor particularmente inquietante es la extrema derecha latinoamericana que, desde posiciones mediáticas, partidarias y empresariales, promueve abiertamente la intervención extranjera como herramienta de lucha política.
Esta corriente retoma la retórica de la Guerra Fría –“lucha contra el comunismo”, “defensa de la libertad”, “salvación frente a dictaduras”– para legitimar sanciones económicas, bloqueos diplomáticos e incluso acciones militares contra gobiernos progresistas. Su apuesta no es construir alternativas democráticas internas, sino externalizar el conflicto político, buscando que una potencia extranjera haga el “trabajo sucio” de desestabilizar o derrocar gobiernos que no les son funcionales.
El resultado es doblemente pernicioso:
1) En el plano nacional, se debilita la cultura democrática, se normaliza la idea de que la soberanía es negociable y se fractura el pacto básico de que los conflictos se resuelven por vías institucionales y electorales, no llamando a una flota extranjera.
2) A nivel regional, se consolida un discurso que convierte a América Latina en un espacio disponible para la disputa entre potencias, donde las élites locales actúan como intermediarias y beneficiarias de la intervención.
Esta actitud –que puede describirse sin exageración como apátrida– contrasta con los esfuerzos de gobiernos progresistas en Colombia, México, Brasil, Honduras o Chile por afirmarse como sujetos activos en la escena internacional, rechazando tanto la militarización estadounidense como la instrumentalización de la región como simple ficha en disputas entre grandes potencias.
Una respuesta regional
Frente a un escenario tan cargado de riesgos, la alternativa no puede ser replicar la carrera armamentista ni buscar una “potencia protectora” que reemplace a otra. La clave está en construir una soberanía cooperativa y una defensa no ofensiva que reduzcan la probabilidad de conflicto y aumenten la capacidad de agencia regional.
Al menos seis líneas estratégicas se desprenden de este análisis:
1) Revitalizar la CELAC y otros mecanismos de concertación política. La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños puede ser el espacio idóneo para articular una posición común frente a la militarización del Caribe, reafirmar la región como zona de paz y establecer mecanismos de prevención de crisis. Ello exige superar divisiones ideológicas cortoplacistas y asumir que, más allá de las diferencias, ninguna fuerza política responsable debería apostar a que su país sea campo de batalla de otros.
2) Construir un sistema regional de vigilancia y seguridad marítima con enfoque civil. Se trata de articular capacidades de monitoreo, búsqueda y rescate, control pesquero y protección de rutas comerciales, bajo liderazgo regional y con criterios de transparencia y derechos humanos. Un sistema así puede coordinarse con agencias internacionales, sin delegar la autoridad última a una sola potencia.
3) Desarrollar doctrinas de defensa no ofensiva. La defensa no ofensiva implica dotarse de capacidades para resguardar infraestructuras críticas, controlar espacios propios y proteger a la población, sin estructurar fuerzas armadas pensadas para la proyección militar externa. Ello es compatible con reducir la dependencia de sistemas que obligan a alineamientos automáticos.
4) Fortalecer el multilateralismo jurídico. Los países de la región deberían impulsar, en Naciones Unidas y otros foros, mecanismos más robustos de control sobre las operaciones armadas extraterritoriales, incluyendo la exigencia de investigaciones independientes ante denuncias de ejecuciones extrajudiciales en el mar.
5) Involucrar a las comunidades costeras en la formulación de políticas. Las poblaciones que habitan las costas caribeñas deben participar en el diseño de protocolos de seguridad marítima, sistemas de alerta temprana y mecanismos de denuncia internacional. Sin alternativas económicas dignas y sin reconocimiento como sujetos políticos, cualquier política seguirá empujando a los márgenes hacia economías de riesgo.
6) Rechazar explícitamente las invitaciones a la intervención. Los gobiernos democráticos, sean progresistas o no, necesitan trazar una línea roja muy nítida: ninguna fuerza política interna puede legitimar la injerencia militar extranjera sin que ello sea denunciado como una violación del pacto democrático básico. La disputa política debe resolverse dentro de las reglas de la democracia, no mediante portaaviones ni misiles.
Ideas fuerza a manera de cierre
La militarización estadounidense del Caribe –expresada en el despliegue de un portaaviones, la realización de ataques letales contra embarcaciones civiles y la retórica de una guerra sin fronteras contra los carteles– constituye una amenaza grave a la estabilidad regional.
Para Venezuela, supone la posibilidad real de operaciones militares que, aunque se presenten como acciones selectivas, afectarían a una población ya golpeada por crisis económicas y sociales. Para Colombia y otros Estados progresistas, significa una presión directa sobre sus agendas de paz, autonomía y reorientación de sus relaciones exteriores, colocándolos ante la absurda disyuntiva de alinearse o ser castigados.
La potencial intervención de China y Rusia en apoyo a Venezuela –sea en clave defensiva o como señal de disuasión– introduce una nueva dimensión: el riesgo de que el Caribe se transforme en uno de los tableros donde se expresen las tensiones entre potencias nucleares. Lo que hoy se presenta como “operaciones contra narcotraficantes” podría devenir, en un contexto de errores de cálculo o provocaciones, en un episodio de escalada militar de alcance mucho mayor.
Frente a ello, la única respuesta responsable desde América Latina y el Caribe es fortalecer la cooperación regional, afirmar la región como zona de paz, construir capacidades propias de defensa no ofensiva y salvaguardar, de manera activa, el principio de que ninguna disputa política interna justifica invitar a fuerzas militares extranjeras a intervenir.
El Caribe no puede ser reducido a un corredor para la guerra contra las drogas ni a un tablero de ajedrez entre potencias. Es un espacio habitado por pueblos concretos –pescadores, trabajadores, comunidades afrodescendientes e indígenas, sectores populares urbanos y rurales– cuyo derecho a la vida, a la soberanía y a la autodeterminación debe estar en el centro de cualquier política de seguridad.
En última instancia, la disputa actual no es solo por el control de mares y rutas, sino por el sentido mismo de la seguridad: si seguirá siendo definida desde arriba, como resguardo de intereses geopolíticos y económicos de las grandes potencias, o si será reorientada hacia la protección de las personas, los territorios y los proyectos democráticos que hoy se empeñan en hacer del Caribe y de América Latina una verdadera zona de paz, justicia y dignidad.
Carlos Medina Gallego