Ilustración: presunto retrato de François Couperin, por artista anónimo. Óleo sobre lienzo, primera mitad del siglo XVIII, Palacio de Versalles.
Nota.— El presente ensayo de nuestro compañero Federico Mare es una versión ligeramente corregida, bastante aumentada y parcialmente reescrita del que saliera publicado en la revista de arte Ophelia, el 1° de octubre de 2018, bajo el mismo título que aquí. Federico conjuga en él cinco de sus mayores pasiones: la historia cultural, la música barroca, la narración biográfica, la crítica política y la reflexión filosófica. Hay también –como se verá– un componente testimonial y emotivo, asociado a remembranzas de juventud. Escritura fronteriza e híbrida, como toda su ensayística diletante (en el buen sentido de la palabra), tan alejada de la especialización académica. “Polimatía-caleidoscopio”, como gusta llamarla nuestro autor.
Resulta sintomático que el adjetivo «diletante» –y por defecto, el sustantivo derivado «diletantismo»– tenga, además de su significado primigenio, descriptivo-neutro (a saber, «conocedor de las artes o aficionado a ellas»; proveniente del italiano dilettante, «que se deleita»), otro significado peyorativo mucho más tardío, pergeñado por el homo academicus decimonónico: «carente de profesionalismo», «que cultiva una actividad de manera superficial o esporádica». Más revelador aún es que la segunda acepción haya desplazado casi por completo a la primera. Esta deriva semántica se inscribe en una cultura intelectual contemporánea donde cada vez más prevalece esa fragmentación del saber que Ortega y Gasset llamó “barbarie del especialismo”.
Voy a hablarles –sin poder ni querer ocultar mi nostalgia– de un artista extraordinario que descubrí hace mucho tiempo, allá por 1997, cuando era un gamer veinteañero que jugaba en su PC al Versalles: complot en la corte del Rey Sol, una aventura gráfica de intrigas palaciegas y pesquisas detectivescas ambientada históricamente en el largo reinado y la monumental mansión de Luis XIV, el más famoso de los Borbones y el epítome del monarca absolutista. Aquel videojuego, creado por la empresa francesa Cryo Interactive Entertainment con el apoyo y asesoramiento de la Reunión de Museos Nacionales (MNR) y Canal+ Multimedia, era estupendo en muchos sentidos. Por ejemplo, el repertorio de pinturas de época que volvía a poner en valor, como las de Charles Le Brun. Ni hablar la arquitectura, el entorno mismo del juego, que era nada menos que el palacio de Versalles. El Grand Siècle en su máximo esplendor…
Pero el soundtrack, la banda de sonido, era cosa seria: clásicas composiciones musicales del mejor Barroco francés, como las de Jean-Baptiste Lully. Pero no solo las de él, no. También las había de François Couperin, el Gran Couperin. Este ensayo está dedicado a él, aunque todavía no hablemos de él (ya lo haremos, ténganme paciencia).
Recuerdo algo más: aquel videojuego saturado de historia y pletórico de arte, inspirado en El siglo de Luis XIV de Voltaire, era el único que le gustaba a mi padre, especialmente por su música. A tal punto, que aceptaba jugar conmigo sin que le insistiera. Toda una rareza, pues él no era, precisamente, amigo de las nuevas tecnologías y la subcultura gamer. No podría reprocharle su selectividad. Entre mis más dulces remembranzas de juventud están esas largas tardes invernales del 97 en que juntos nos sumergíamos en Versalles: complot en la corte del Rey Sol. La experiencia tenía un valor intrínseco, sin duda, tanto en un sentido cultural como propiamente lúdico. Pero era también un pretexto para que padre e hijo compartieran tiempo y felicidad, evadiéndose de la rutina, el trajín y las obligaciones. Tantos años ha transcurrido desde entonces y, sin embargo, recuerdo todo aquello como si hubiese sido apenas ayer. No podría decir lo mismo de muchas otras vivencias pretéritas, anodinamente grises, que el tiempo, con piadosa sabiduría, ha ido sepultando en un irreprochable olvido.
Toda la verdad sea dicha: Versalles…, igual que otros videojuegos de Cryo, era un tanto rudimentario en términos de «jugabilidad», como se suele decir en la jerga gamer. A diferencia de Japón y EE.UU., Francia no estaba a la vanguardia de la industria de videojuegos en materia de high tech o alta tecnología. Pero de esa carencia Cryo había sabido hacer una virtud. ¿Cómo? Especializándose en las ventajas comparativas de la «francesidad»: su lugar central en el imaginario de la «alta cultura» del Occidente moderno y del mundo globalizado contemporáneo, la excepcional riqueza y prestigio universal de su patrimonio artístico e histórico. Vale decir, priorizando el desarrollo de aventuras gráficas con inusual sofisticación y originalidad en las tramas, los personajes, su psicología y sus diálogos; y también en la estética audiovisual (paisajes, interiores, música); todo lo cual las diferenciaba notoriamente del mainstream yanqui-nipón más convencional, más consumista y filisteo, asociado a la cultura posmoderna de masas (la historieta y los dibujos animados). El Versalles de Cryo tenía, pues, los claroscuros habituales del llamado French Touch o «toque francés» en los videojuegos: jugabilidad limitada por carencias tecnológicas, pero compensada con mayor belleza artística –gráfica y sonora– y mayor complejidad conceptual, narrativa, dialógica, psicológica, histórica o sociológica.
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En la Francia borbónica de los albores del siglo XVIII, antes de que las Luces comenzaran a desnudar las atávicas sinrazones e injusticias del Ancien Régime, el gran músico parisino François Couperin (1668-1733), organista del rey Luis XIV, compuso, a pedido de este, siete motets inspirados en el Salmo 85 (84) del Antiguo Testamento. Fueron interpretados por primera vez allá por marzo de 1704 en la Capilla Real de Versalles, ante la presencia del monarca, su familia y toda la corte.
François Couperin pertenecía a una prolífica familia de músicos oriunda de Chaumes-en-Brie, Île-de-France, con muchos clavecinistas y organistas de cierto renombre, entre otros, su padre Charles y su tío François el Viejo. Con ellos se formó cuando era niño. Durante su adolescencia, se perfeccionó junto a Jacques-Denis Thomelin, encargado del órgano de la iglesia de Saint-Jacques-de-la-Boucherie. En 1685, a los 18 años de edad, se convirtió en organista del templo parisino de San Gervasio, empleo heredado de su progenitor. En 1693 habría de suceder a su maestro Thomelin como titular del órgano de la Capilla Real de Versalles. Al servicio de Luis XIV se desempeñaría, asimismo, como profesor de composición del duque de Borgoña, nieto del soberano. Desde 1717 fue ordinaire de la musique de la chambre du Roi, menester cortesano que lo llevó a desplegar –pese a la fragilidad de su salud– una intensa labor como intérprete y compositor, tanto en la esfera de la música sacra como de la profana.
Couperin nos ha dejado numerosas suites para violín, viola da gamba, flauta traversa y oboe; y también para clavicémbalo, instrumento del que fue un eximio ejecutante. Hombre recto y austero, llevó una vida discreta, bastante alejada de la vida sibarítica, libertina y escandalosa de Versalles. Nadie en toda Francia rivalizaba con él en talento, salvo acaso Louis Marchand. Hay acuerdo general en situarlo en la cima del Barroco francés, junto a Jean-Philippe Rameau (1683-1764).
No revolucionó la música, pero supo desarrollar un estilo personal, con armonías de cierta osadía, e incluso también con algunas disonancias. Sus composiciones son elegantes y muy esmeradas, siempre fieles al espíritu galante del Barroco francés. El pathos elegíaco es otra nota distintiva de su obra, igual que una solvencia técnica desprovista de virtuosismo y efectismo.
Charles Bouvet, en su libro Les Couperin (1919), dedicado a todos los integrantes de esa notable dinastía de músicos franceses, dice acerca de François le Grand lo siguiente, en el capítulo V, a él específicamente dedicado:
“Su música, hecha de elegancia, distinción, orden y espíritu, está lejos de carecer de ciencia; al contrario, se percibe que François Couperin conoce a fondo las reglas de su arte; si se desvía de ellas, es porque, impulsado por la naturaleza del tema que trata, siente la necesidad de un colorido particular y original, de un relieve pintoresco. No busca la innovación, pero tampoco la rehúye. Sus audacias, que se encuentran a menudo en sus obras, no se alejan, en general, mucho de las reglas, que utiliza con una destreza tan perfecta que parecen desaparecer por completo en sus composiciones, que tienen un estilo flexible y una libertad encantadora, lo que no les impide tener un estilo y una forma impecables, en una palabra: un estilo admirable”.
En otro pasaje, Bouvet acota:
“Las composiciones vocales de François Couperin, bastante escasas y casi exclusivamente escritas sobre letra latina, demuestran que habría podido triunfar tanto en el arte dramático como en la composición de obras instrumentales, a las que prefirió dedicarse, según se dice, por modestia. ¿Fue la modestia la razón por la que François-Couperin decidió situar así su talento? ¿No era más bien que era perfectamente consciente de la dificultad de destacar en dos géneros que requieren aptitudes tan especiales para cada uno de ellos? Si, como creemos, es a la segunda hipótesis a la que debemos atenernos, nos vemos llevados a constatar que, al pensar de este modo, François Couperin estaba en la misma línea que Giuseppe Tartini, el ilustre Maestro de Padua, que se quejaba de que los compositores de música instrumental quisieran inmiscuirse en la fabricación de música vocal y viceversa: ‘Estos dos tipos de música’, decía, ‘son tan diferentes que quien es bueno en una no puede serlo en la otra’. Me pidieron que trabajara para los teatros de Venecia, pero nunca quise; y nunca quise, sabiendo muy bien que una garganta no es el mástil de un violín”. A Vivaldi, que quería practicar ambos géneros, siempre le silbaban en uno, mientras que triunfaba muy bien en el otro”. Afortunadamente, el célebre clavecinista no persistió, al menos para la música religiosa, en una decisión que nos habría privado de varias obras interesantes. Aparte de su gusto, que evidentemente le llevaba a escribir para la iglesia, su cargo de organista de la Capilla del Rey le obligaba a ello; así que dio rienda suelta a esta inclinación, con el resultado de que tenemos, de François Couperin, un número bastante considerable de composiciones musicales escritas sobre palabras latinas: Motets, Élévations, Leçons de Ténèbresy, etc. Sin embargo, se resistió al arte teatral: no nos ha llegado ni una sola ópera suya. Y ningún documento menciona una obra de su autoría. Sólo tres obras vocales fueron compuestas por François Couperin sobre letra profana”.
Pero volvamos a los motets que compuso para Luis XIV. El motet («motete» en castellano) era un género musical muy cultivado durante el Barroco, sobre todo en Francia. Se trata de una composición sacra de duración breve –por lo general– y estructura polifónica, que conjuga una o más voces solistas con diversas formas de acompañamiento instrumental (uno o más instrumentos de cuerda o viento); y que, en algunos casos, también incluye un coro. Los motets solían tener textos bíblicos y eran interpretados con gran devoción y solemnidad, principalmente en las iglesias.
Los Sept Versets du Motet de Couperin son todos de una belleza exquisita y cautivante. Cada uno de ellos condensa y expresa de modo minimalista la sensibilidad estética del Barroco francés en toda su grandeza y esplendor. Como ya señalamos, esos siete motetes dedicados al Rey Sol tienen letras basadas en el Salmo 85 (84) del Antiguo Testamento. Reza así:
Al maestro del coro. Salmo de los hijos de Coré.
Señor, has sido misericordioso con tu tierra,
has cambiado la suerte de Jacob;
has perdonado la falta de tu pueblo,
has ocultado todos sus pecados;
has contenido toda tu furia,
has calmado el ardor de tu ira.
Dios, salvador nuestro, renuévanos,
¡aparta tu cólera de nosotros!
¿Seguirás siempre enfadado?
¿Durará tu ira por generaciones?
¿No volverás a darnos la vida
para que tu pueblo en ti se goce?
Señor, muéstranos tu amor,
danos tu salvación.
Voy a escuchar lo que Dios dice:
Señor habla de paz
a su pueblo y a sus fieles,
¡que no vuelvan a ser necios!
Su salvación está cerca de quien lo venera,
la gloria va a morar en nuestra tierra.
El amor y la verdad se han encontrado,
la justicia y la paz se abrazan.
La verdad brota de la tierra,
la justicia surge del cielo.
El Señor traerá prosperidad
y nuestra tierra dará su cosecha.
La justicia caminará ante él,
sus pasos trazarán el camino.
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Couperin gozó en vida de un amplísimo reconocimiento público, dentro y fuera de Francia. Sin embargo, tras su fallecimiento, su estrella comenzó a decaer rápidamente. Aunque no en Alemania, donde Johann Sebastian Bach –quien profesaba una gran admiración e interés por su música– se encargó de preservar su legado. Otro tanto harían luego Johannes Brahms y Richard Strauss, cada uno a su modo.
El público francés recién habría de redescubrir el sereno arte barroco de Couperin le Grand en la primavera de 1919, tras los turbulentos años de la Primera Guerra Mundial, con la Paz de Versalles, cuando un joven pero talentoso músico que había combatido en el Frente Occidental, Maurice Ravel, estrenó en París la suite Le tombeau de Couperin, compuesta en homenaje a quien fuera, durante 40 años, organista del Rey Sol. Consta de seis partes. Cada una de ellas está dedicada a un amigo diferente de Ravel caído en la Gran Guerra: el preludio, al teniente Jacques Charlot; la fuga, al subteniente Jean Cruppi; la forlana, al teniente Gabriel Deluc; el rigodón, a los hermanos Pierre y Pascual Gaudin; el minueto, a Jean Dreyfus; la tocata, al capitán Joseph de Marliave. La paz y belleza apolíneas de esta música parecen buscar un contraste deliberado, premeditado, con la violencia y el horror de un mundo que ha perdido toda mesura, racionalidad y armonía. La tumba de Couperin es un remanso neobarroco, un locus amoenus hecho con remembranzas sonoras de los siglos XVII y XVIII. Ravel compuso casi toda esta suite hacia 1917, tras ser desmovilizado y operado por una peritonitis contraída en las trincheras infernales de Verdún, en medio del dolor y el trauma que le habían causado la muerte de siete amigos suyos en la guerra. Calvario pronto agravado –la parca no le daba tregua– por la sorpresiva noticia del deceso de su madre, que lo sumió en una profunda desesperación, angustia y depresión. La creación musical fue su consuelo y sanación, su salvavidas en el naufragio, el secreto de su resiliencia. No la victoria de Francia sobre Alemania, que el nazismo volvería trágicamente pírrica dos decenios después.
Una digresión, ma non troppo: el París de 1919, lugar y año del estreno de Le tombeau de Couperin, es también el lugar y año –¿feliz coincidencia o sentido de la oportunidad?– donde Charles Bouvet publica, por medio de la editorial Delagrave, y con prefacio del compositor y organista Charles-Marie Widor, su fascinante libro Une dynastie de musiciens français. Les Couperin. Organistes de l’Église Saint-Gervais. Es la obra que ya hemos citado y traducido. Lo volveremos a hacer.
Todo ese tóxico odio patriotero entre franceses y alemanes que los llevó a desangrarse entre sí en las trincheras del Marne, Verdún, Somme y otras batallas de la Gran Guerra; toda esa orgía fratricida del homo homini lupus –millones de muertos, heridos y lisiados– maquillada con la «épica nacional», con la mistificación del pro patria mori; todos esos viejos rencores y rivalidades chovinistas –pasiones tristes, en sentido spinoziano, es decir, pasiones que degradan y empequeñecen el alma– heredadas de la guerra franco-prusiana, la era napoleónica y mucho más atrás (¿hasta el tratado medieval de Verdún, tal vez?); toda esa barbarie militarista y belicista entre naciones vecinas, donde intelectuales y artistas de ambos bandos contribuyeron en gran medida al envenenamiento de las relaciones franco-germanas con mitos románticos de autobombo esencialista, excepcionalista y narcisista; en fin, toda esa ponzoña mezquina, facciosa y violenta contrasta fuertemente con el ecuánime, pacífico y fraternal cosmopolitismo cultural de Bach, Brahms y Strauss; tres músicos alemanes de enjundia a los que les importó un bledo que su colega Couperin haya sido un francés, y no un compatriota. Lo respetaron y admiraron igual, por su genio, por su talento; y no dudaron en difundirlo y emularlo con entusiasmo en tierras germanas, haciendo caso omiso de la frontera histórica del Rin. Su melomanía, su pasión alegre –nuevamente en sentido spinoziano– por la música, el arte y la belleza fueron más fuertes, más potentes, que todo patriotismo estrecho. Bien por ellos.
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Entre los siete Motets, se destaca especialmente el último, Verset 13: Etenim Dominus, una composición de aire melancólico y tono sublime que envuelve al espíritu en un ensueño profundo de delectación y misticismo, donde la intensidad del goce estético –tanto si hablamos de nuestro compositor barroco como de su audiencia cristiana– se funde totalmente con la intensidad de la fe religiosa, fenómeno cultural de lo más habitual en una sociedad de Antiguo Régimen todavía no impactada por la parresía de los philosophes ilustrados.
Una magnífica versión de Etenim Dominus fue grabada por Radio Francia en la iglesia maronita Notre-Dame-du-Liban de París, en 1993. La interpretación estuvo a cargo de la soprano Sandrine Piau y los instrumentistas Michel Henry y Daniel Dehais en oboe, y Marc Hantaï y Frank Theuns en flauta, del ensamble Les Talens Lyriques (dirección: Christophe Rousset). Aquí, el audio para quienes deseen escucharlo:
https://www.youtube.com/watch?v=1qmNHMWHV04
Etenim Dominus es parte de la banda sonora de Versalles: complot en la corte del Rey Sol, aquel viejo videojuego French Touch del que les hablé al inicio. El círculo se va cerrando…
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“La brillantez con la que François Couperin brilló bajo los reinados de Luis XIV y Luis XV, recuerda a esas estrellas lejanas cuya luz persiste mucho tiempo después de haber desaparecido”, poetizó Bouvet en el quinto capítulo de su biografía dinástica Les Couperin. François Couperin lleva muerto casi tres siglos, pero su gloria –parafraseando a su biógrafo– sigue brillando para nosotros.
En ese «nosotros» estaba yo, cuando era un joven de 20 años que jugaba al Versalles con su papá en la computadora, y que se deleitaba escuchando Etenim Dominus y otras composiciones de Couperin, o de Lully. En ese «nosotros» todavía estoy hoy, con casi medio siglo de vicisitudes y algunas canas, echando de menos a mi querido viejo, que falleció hace tres lustros; y acaso por esa razón, escribiendo este ensayo.
Un ensayo que aquí termina, en el mismo punto donde comenzó, como uno de esos uróboros de los bestiarios medievales, que se mordían la cola formando un círculo de eterno retorno. No descubro la pólvora si digo que la música es, quizás, la mejor máquina del tiempo, hasta ahora inventada, para regresar a la edad de oro de la juventud. El arte de los sonidos tiene un no sé qué –¿un atavismo, tal vez?– que lo hace excepcionalmente poderoso como catalizador de recuerdos y emociones. Eso me pasa con la música de Couperin le Grand. Me suena a juventud. Me suena a mi papá. Me suena a una dorada felicidad que nunca ha de volver. ¿Somo conscientes de cuánto hay de consuelo en la música? ¿Y qué me dicen de la escritura?
Federico Mare