Ilustración: Puritan and Cavalier, de Edgar Bundy (1862-1922). Fuente: www.mutualart.com
Nota.— El presente artículo de nuestro compañero Federico Mare, que publicamos en la sección Jangada Rioplatense el mismo día en que se lleva a cabo en Argentina el balotaje Massa-Milei, es una versión actualizada, corregida y aumentada de sus “Apuntes sueltos sobre corrupción y honestismo”, incluidos en su libro Ensayos misceláneos (Mendoza, El Amante Universal, 2021, pp. 111-117). El nuevo texto guarda estrecha relación con “Milei el mesías y la palingenesia neoliberal” y “Argentina volátil: del voto bronca al voto miedo”, dos recientes artículos de Federico que también vieron la luz en el semanario Kalewche.
Las películas de Hollywood, igual que las series estadounidenses de TV o streaming, abundan en retratos muy negativos de la política, donde las personas que ejercen alguna función en el estado están podridas hasta el tuétano por la codicia, la ambición, el servilismo, la tiranía, la venalidad, el maquiavelismo, los negociados con el hampa y otras miserias humanas: El informe Pelícano, de Alan Pakula; House of Cards, de Beau Willimon; JFK, de Oliver Stone; Boss, de Farhad Safinia; Scarface, de Brian De Palma… Mostrar la corrupción y los abusos de poder en el gobierno, el Congreso, la judicatura, la policía y el FBI es un lugar común: sobornos, extorsiones, fraudes, peculado, prevaricato, nepotismo, impunidad, clientelismo, cooptación, asesinato o intimidación de opositores, espionaje ilegal, operaciones clandestinas de las agencias de inteligencia, negocios sucios con la mafia y los cárteles, etc. Todo ello sazonado con intrigas conspiranoicas, tan gratas al paladar de una derecha neoliberal obsesionada con el achicamiento del sector público.
No resulta tan corriente, en cambio, mostrar el flagelo de la «cleptocracia» al interior de las fuerzas armadas. Las instituciones militares del Tío Sam gozan de indulgencia debido al patrioterismo imperialista que existe en amplios sectores de la sociedad estadounidense. El ideologema del Destino Manifiesto, la creencia en que los Estados Unidos son el gendarme universal de la democracia y los derechos humanos, han calado muy hondo en el imaginario cultural, y los estamentos castrenses se benefician de ello. El Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea por lo general están a salvo de la corrupción. Tienen blindaje. La mística heroica del pro patria mori los protege mágicamente de la tentación del dinero mal habido, que hace estragos en las ramas civiles del estado.
¿Y la burguesía? En las películas y series made in USA más taquilleras no faltan capitalistas malhechores. Las grandes empresas privadas y sus fechorías también están presentes. Esto es muy cierto. Pero su villanía o inmoralidad está restringida a cierta gama previsible de opciones: estafas, abusos de posición dominante en el mercado, evasión fiscal, contaminación ambiental, incumplimiento de normativas sanitarias o de seguridad, fraude bancario, delitos bursátiles, lavado de dinero, medios de comunicación que desinforman y, por sobre todas las cosas, corruptelas y contubernios con el poder político (coimas, tráfico de influencias, etc.). ¿Quiénes son las víctimas de este capitalismo salvaje? Consumidores, usuarios, pymes, deudores de hipotecas, el estado, la ciudadanía, la opinión pública, la naturaleza, la salud pública…
Casi nunca la clase asalariada, casi nunca el proletariado. Si hay algo a lo que el cine, la TV y el streaming yanquis son renuentes, hostiles, es a visibilizar el antagonismo trabajo-capital, los conflictos obrero-patronales. No tienen problemas en mostrarte a ricachones avaros que –como el Mr. Scrooge de Dickens– rehúyen de sus deberes cristianos de caridad en tiempos navideños, familias de clase media desahuciadas o acosadas por los bancos, pueblos damnificados por el extractivismo de las mineras, madres y padres de niños o niñas gravemente enfermos que lidian con la mezquindad de las prepagas, vecindarios amenazados por consorcios inmobiliarios, y otras injusticias de la plutocracia contra «la gente» en tanto consumidora de bienes, usuaria de servicios, o habitante de un ecosistema rural o urbano. Pero muy rara vez te muestran a «la gente» en tanto masa desposeída de los medios de producción, asalariada, precarizada, explotada por el capital, pauperizada por los recortes salariales y los despidos, expuesta a accidentes de trabajo o al mobbing de capataces y jefes de personal; en tanto trabajadores que producen plusvalía y que, en ciertas ocasiones, luchan por sus intereses de clase creando sindicatos de base y haciendo huelgas. ¡Eso sí que no! Vade retro Satana.
Un buen botón de muestra es la tercera temporada de Stranger Things: la protesta pueblerina de Hawkins contra la inauguración del Starcourt Mall no está protagonizada por trabajadores en relación de dependencia, sino por comerciantes minoristas que padecen la competencia del shopping. Se trata de un conflicto entre la pequeña burguesía rural y el gran capital de procedencia foránea, urbana. Seamos indulgentes con los hermanos Duffer, y no digamos nada –aquí– sobre su folclorización condescendiente del anticomunismo reaganista…
Por supuesto que existen honrosas excepciones, como el clásico Las uvas de la ira, de John Ford; o los largometrajes Odio en las entrañas y Norma Rae, de Martin Ritt. Pero hay una tendencia general que es muy clara: ocultar o minimizar la lucha de clases, que ocupa un lugar básico, central, en el entramado de las sociedades capitalistas contemporáneas. ¡Nada de proletariado vs. burguesía!
Vivimos en un mundo donde campea a sus anchas el discurso facho o fascistoide de la «antipolítica», según el cual la madre del borrego es siempre la corrupción estatal, jamás la explotación y acumulación capitalistas. A la hora de entender este fenómeno ideológico tan propio de nuestra época, no olvidemos tener en cuenta la influencia poderosa, omnímoda e insidiosa que ejercen sobre las subjetividades la industria hollywoodense y las grandes cadenas como HBO, Fox y Netflix.
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Permítaseme garabatear esta «ley de hierro» de la política contemporánea: La madurez democrática de una sociedad es inversamente proporcional a la intensidad del prejuicio según el cual la corrupción es la causa única o fundamental de todos los males. Nada revela más la idiotización de un pueblo que la propensión a reducir el análisis de algo tan complejo como la política, que presenta infinidad de aristas relevantes, a la dicotomía moralista roba o no roba.
Una aclaración al pasar: cuando hablo de «idiotización», lo hago no en referencia al sentido coloquial o psiquiátrico de la palabra «idiota», sino en referencia a su acepción griega primigenia. En la Atenas de Pericles y otras poleis democráticas de la Hélade clásica, se le decía idiotes a la persona enfrascada en sus negocios o asuntos privados, renuente al compromiso público. Hablo de idiotización, pues, en un sentido estrictamente político-sociológico, no en un sentido peyorativo o descalificatorio.
Retomo lo que decía: si el hablar de política excluye la salud, la educación, el empleo, la distribución de la riqueza, las relaciones exteriores, el medio ambiente, la cultura, la equidad de género, los derechos humanos, la cuestión de la vivienda, el conflicto de clases y otros ítems no menos relevantes, y todo se lo simplifica con la disyuntiva penal de juzgar con cinismo –es decir, con descreimiento cáustico y jactancioso– si fulano o mengana es culpable o inocente del latrocinio que la prensa hegemónica le atribuye, estamos en serios problemas, máxime en estos tiempos de fake news y lawfare.
La corrupción es un problema entre decenas de problemas. Y definitivamente no es algo privativo del «Tercer Mundo». Quienes hayan visto series como House of Cards y Trapped, se habrán percatado de que «la política» tiene pésima fama también en EE.UU. y Europa. El intelectual liberal-positivista argentino Agustín Álvarez, anglófilo como pocos, hubiese quemado su Manual de patología política acerca de la Argentina, de haber conocido de primera mano el Birmingham mafioso que destapa Peaky Blinders…
La creencia de masas según la cual el ejercicio de la función pública está irremediablemente asociado al desfalco (coimas, malversación de fondos, tráfico de influencias, prevaricato, nepotismo, etc.) se halla universalmente extendida. Esto es así porque el abuso de poder es un problema estructural, inherente a la delegación del poder, a la representación política. Solo en un contexto ideal de democracia directa a lo Rousseau, de soberanía popular no transferida, podría acaso erradicarse totalmente el problema de la corrupción. De ahí la necesidad de que el análisis y la reflexión, sin negarlo o minimizarlo, lo trasciendan, sopesando todos los aspectos que hacen a la cosa pública. El fenómeno de las alt-rigths o «nuevas derechas» (Trump, Bolsonaro, Le Pen, Vox, Meloni, Kast, Milei, etc.) ilustran cuáles son los riesgos que entraña la demagogia de anular la complejidad del debate político mediante la opinología beocia y biempensante del «se robaron todo».
Debiéramos discutir más de otras cosas: la estructura profunda del capitalismo como sistema económico, la materialidad contradictoria de las clases y fracciones de clase en pugna o en alianza. Habría que poner la lupa sobre los lobbies empresariales que, desde las sombras y a veces a plena luz del día, condicionan –limitan o inducen– a legisladores, gobernantes y jueces en su función pública. Necesitamos examinar a fondo las ideas o propuestas –económicas, educativas, sanitarias, ecológicas, etc.– que hacen que las fuerzas partidarias se diferencien o asemejen, se enfrenten o aglutinen en la arena de la política. Tendríamos, pues, que pontificar menos sobre corrupción o transparencia, y hablar más de intereses de clase e ideologías. Esa debería ser, sin dudas, nuestra brújula intelectual en política, tanto a nivel ético como estratégico.
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Suelo discrepar con el escritor Martín Caparrós, pero no tanto en el tema que aquí nos ocupa. En su libro Argentinismos (2011), incluyó diversos neologismos muy fecundos para pensar críticamente la cultura política de la Argentina. Uno de ellos es el honestismo.
¿Qué es el honestismo? Caparrós lo definió así: “la convicción de que –casi– todos los males de la Argentina actual son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular”. Vayamos al desarrollo de esta idea: “El honestismo es un producto de los noventa: otra de sus lacras. Entonces, ante la prepotencia de aquel peronismo” (el menemismo), “cierto periodismo –el más valiente– se dedicó a buscar sus puntos débiles en la corrupción que había acompañado la destrucción y venta del estado, en lugar de observar y narrar los cambios estructurales, decisivos, que ese proceso estaba produciendo en la Argentina”.
El autor acota: “La corrupción fueron los errores y excesos de la construcción del país convertible: lo más fácil de ver, lo que cualquiera podía condenar sin pensar demasiado. Es como los juicios a los militares: aquellos militares empezaron a cambiar las estructuras sociales del país, destruyeron las organizaciones sociales, produjeron la deuda externa que todavía nos siguen cobrando pero los juzgamos por haber robado una cantidad de chicos. Es terrible robar chicos. Pero frente a lo que construyeron como país es un hecho menor. Sus torturas, sus asesinatos incluso son, frente a eso, un hecho menor: un hecho espantoso acotado frente a un efecto global que se extiende en el tiempo, que dura todavía. Pero es mucho más fácil acordar en lo horrible de sus torturas y robos que en lo definitorio de su reestructuración del país –entre otras cosas, porque los que se beneficiaron con esa reestructuración son, ahora, los dueños de casi todo. Lo mismo pasó, con menos brutalidad, con la misma eficacia, con las reformas del peronismo de los años noventa”.
Y luego, Caparrós remata su reflexión con estas palabras: “La furia honestista tuvo su cumbre en las elecciones de 1999, cuando elevó al gobierno a aquel monstruo contranatura [el político radical Fernando de la Rúa], pero nunca dejó de ser un elemento central de nuestra política. Muchas campañas políticas se basan en el honestismo, muchos políticos aprovechan su arraigo popular para centrar sus discursos en la denuncia de la corrupción y dejar de lado definiciones políticas, sociales, económicas. El honestismo es la tristeza más insistente de la democracia argentina: la idea de que cualquier análisis debe basarse en la pregunta criminal: quiénes roban, quiénes no roban. Como si no pudiéramos pensar más allá”.
El error de Caparrós, en mi opinión, fue haber sido un tanto voluble, inconstante, en el uso de su bisturí analítico durante los gobiernos kirchneristas. A veces, planteó reparos o críticas a la moralina anticorrupción de la derecha antiperonista, distanciándose de ella. Pero en otras ocasiones, tendió a mimetizarse con ese honestismo gorila que tanto había cuestionado. Ciertamente, el kirchnerismo no ha sido inmune al flagelo de la corrupción, como tampoco lo había sido el alfonsinismo. Pero Caparrós parece no haber tenido en cuenta las nuevas circunstancias históricas post-2008, muy distintas a las de la década del noventa: un gobierno peronista enemistado con el Grupo Clarín, con toda –o casi toda– la prensa hegemónica en contra, en un contexto de activismo troll –mercenario o ad honorem– y fake news viralizadas a través de las redes sociales. No parece haber comparación posible entre los niveles de corrupción del menemato –de los más altos de toda la historia argentina contemporánea– y los del kirchnerismo y el albertismo, probablemente inferiores a los del macrismo, un régimen obscenamente nepotista y plutocrático.
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En las elecciones primarias y generales de 2023, Argentina ha vuelto a sufrir una tremebunda fiebre honestista. Tanto la centroderecha neoliberal tradicional (Juntos por el Cambio) como la nueva derecha libertariana o ultraliberal (La Libertad Avanza) exacerbaron hasta las náuseas la demagogia gorila de la anticorrupción, obsesión tóxica que el analista Jorge Asís ha llamado con sorna “exceso de antikirchnerismo en sangre”.
Patricia Bullrich redujo maniqueamente su campaña electoral a una catarata de vehementes acusaciones de latrocinio contra el oficialismo y promesas puritanas de regeneración republicana: “No podemos ceder ni un milímetro ante los delincuentes”, “Para avanzar hay un solo camino: hay que sacar estas mafias de la Argentina. Massa no puede porque es uno más de ellos”, “Hace veinte años que la mafia política y sindical del kirchnerismo se lleva todos a su casa”… En un spot publicitario, llegó a prometer que construiría, en caso de ser presidenta, una cárcel de máxima seguridad sarcásticamente bautizada “Unidad Penal Dra. Cristina Fernández de Kirchner”, a la que caracteriza como un “un penal modelo que será el destino final para narcos, corruptos y asesinos que gozan de impunidad y protección de los políticos kirchneristas”.
Ni hablar de Javier Milei. Toda su verborrea moralista-libertarista de “la motosierra” contra “la casta” es de sobra conocida: “parásitos”, “corruptos”, “chorros”, “mafiosos”, “ladrones”, “delincuentes” y muchos más epítetos de este tenor. Su mesianismo económico (dolarización, clausura del Banco Central, recortes al gasto público) tiene un fortísimo componente de moralina cívica en clave de cruzada-palingenesia republicana. “Hemos logrado construir esta alternativa que no solo dará fin al kirchnerismo, sino a la casta política parasitaria, chorra e inútil que hunde a este país”. “Estamos frente al fin del modelo de la casta. Ese modelo basado en esa atrocidad de que ‘donde nace una necesidad, nace un derecho’, pero se olvida de que ese derecho alguien lo tiene que pagar. Cuya máxima expresión es esa aberración llamada ‘la justicia social’, que es injusta porque implica un trato desigual frente a la ley, pero además está precedida de un robo”. “Le temen al modelo de la libertad porque es el modelo que termina con el robo de los políticos ladrones, los empresarios prebendarios y los sindicalistas que entregan a los trabajadores y se termina el curro de los micrófonos ensobrados hijos de la pauta y los profesionales truchos que venden sus servicios a los sicarios de la política”.
Tanto Bullrich como Milei, con bendición y padrinazgo del expresidente Macri, «embellecieron» su programa y discurso de ajuste fiscal –minarquista o neoliberal– con engañosas promesas ad populum de restaurar la prosperidad perdida de los noventa aplicando a rajatabla el Código Penal contra los políticos y sindicalistas kirchneristas, contra la cleptocracia “K”. Eso también es populismo, a su modo. Un populismo de derecha, como el de Trump y Bolsonaro.
Robar o no robar del erario, esa es la cuestión. No importa lo que hagan o dejen de hacer los capitalistas con la clase trabajadora y el medio ambiente: explotar, precarizar, saquear, contaminar… ¡Cuánto embrutecimiento ético e intelectual de la política! ¡Cuánto moralismo fariseo!
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Circulan muchos prejuicios burgueses acerca de la corrupción. Uno de ellos es culpar al chancho y no al que le da de comer. Cuando se habla de la venalidad de la dirigencia política, se soslaya casi siempre la responsabilidad de las élites empresarias. Sin embargo, la corrupción es una autopista de doble vía: no siempre es el poder político el agente corruptor, no siempre es el poder económico el agente corrompido. En infinidad de casos es al revés: quien corrompe es el sector privado, quien se deja corromper es el estado. Dicho así, parece una verdad de Perogrullo. Pero eso que llamamos sentido común –ideología dominante naturalizada– consigue velarla, ocultarla.
Otro prejuicio sobre la corrupción es el siguiente: ella constituye la causa principal de la pobreza y la desigualdad. Falso, muy falso. Según las estadísticas del Banco Mundial, la corrupción solamente representa el 2% del producto bruto global. Lo que más genera pobreza y desigualdad es la apropiación de plusvalía, la explotación de la clase trabajadora por parte de la clase capitalista. En su mayor parte, la concentración de la riqueza se lleva a cabo por canales legales, no por conductos clandestinos.
Tercer prejuicio: la corrupción es un obstáculo insalvable para el desarrollo capitalista. Falso también. Si así fuese, ¿cómo se explicaría el fenomenal crecimiento industrial de Estados Unidos durante los roaring twenties? ¿Acaso no fueron también aquellos felices años veinte –como bien me lo hizo notar un historiador amigo–el cenit de Al Capone y otros gánsteres de la ley seca? Evidentemente, y mal que les pese a las luminarias del neoliberalismo, no existe ninguna correlación significativa entre corrupción y «subdesarrollo». China, un país que dista bastante de ser «transparente», tiene un crecimiento económico anual que cuadruplica al de Dinamarca, una de las naciones menos corruptas del mundo. Japón, célebre por su legalismo (aunque no deja de tener su Yakuza), está creciendo diez veces menos que Bangladés, donde el latrocinio es endémico.
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“La guerra es la continuación de la política por otros medios”, afirmó Clausewitz. La criminalización propagandística del adversario también: calumnias, injurias, fake news, lawfare…
Reducir la política, sin más, a la lógica penal binaria decente/delincuente, sobre la premisa implícita de que todo contrincante es –en acto o en potencia– corrupto, constituye un síntoma ominoso, inquietante. Pone de manifiesto el deterioro galopante, la degradación profundísima, que está sufriendo la democracia bajo el capitalismo neoliberal y digital.
No es necesario creer que el peronista Sergio Massa es el jefe de una banda mafiosa para criticarlo y no votarlo. Tampoco es menester creer eso de Javier Milei para cuestionarlo y denegarle todo apoyo. Corrupción hubo, hay y habrá siempre en los regímenes representativos donde el pueblo delega su soberanía a –o ha sido usurpado de ella por– un autócrata o una oligarquía, desde el capitalismo liberal, iliberal o desembozadamente autoritario o totalitario, hasta el socialismo burocratizado o realmente existente (esa es una de las muchas razones por las cuales el ideal de la democracia directa me sigue resultando tan atractivo, a pesar de sus dificultades prácticas en sociedades tan populosas y complejas como las actuales). La disidencia con el peronismo gobernante o con su oposición de derecha (vieja, nueva o «viejinueva») puede ser estrictamente ideológica: no concordar con sus programas y métodos, no coincidir con sus fines y decisiones, no simpatizar con sus bases sociales de apoyo (clases y fracciones de clase).
No es preciso imaginarse que nuestros rivales son maleantes como Alí Babá, o hampones como Don Corleone, para oponerse con intransigencia a sus políticas. Con el disenso ideológico basta y sobra. Terminemos de una vez, por favor, con la farsa de querer hacer del Código Penal la panacea de los problemas argentinos. Lo que importa son los proyectos de país en danza, las medidas de gobierno que se toman o no toman, las alianzas que se tejen y destejen, los sectores sociales e intereses económicos que se benefician o perjudican, las promesas electorales contrastadas con los resultados concretos de gestión… La política es algo muchísimo más vasto y complejo que la denuncia puritana o la querella judicial contra tal o cual malversador anecdótico de fondos públicos.
Más allá de todos sus matices o diferencias en materia de programa macroeconómico y agenda cultural, los dos candidatos que compiten hoy en el balotaje de Argentina –el candidato moderado y el candidato ultra–pertenecen al extremo centro neoliberal. Ambos son de derecha. Aceptan por igual –más que aceptan, promueven– el capitalismo. Los dos son funcionales a los intereses del establishment burgués nacional e internacional: precariedad laboral, extractivismo, pago de la deuda externa, visión tecnocrática de la educación como «capital humano»… Políticos corruptos debe haberlos tanto en Unión por la Patria como en La Libertad Avanza (y también en la derrotada coalición de Juntos por el Cambio, que ha implosionado tras el Pacto de Acassuso). También políticos honestos. Margaret Thatcher, una de las estadistas más nefastas que tuvo el mundo en el último medio siglo, llevó siempre –por lo que se sabe– una vida austera, alejada del latrocinio. Y sin embargo, sus principistas políticas neoliberales (recortes, privatizaciones, flexibilización laboral) hicieron estragos en el tejido social de Gran Bretaña, como bien lo ha reflejado Ken Loach en numerosas películas que hoy ya son clásicos indiscutidos del cine realista proletario, no solo británico y europeo sino también mundial, desde la señera Riff-Raff hasta la reciente The Old Oak.
Insisto: la madre del borrego no es la corrupción por fuera de la ley. La madre del borrego es el capitalismo, tan o más inmoral que la corrupción, aunque sea estrictamente legal. Mientras las clases trabajadoras y las mayorías populares no lo comprendan, mientras sigan oyendo los cantos de sirena del honestismo burgués, continuarán votando a favor de los candidatos de la patronal, en contra de sus propios intereses.
Federico Mare