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Nota.— Este texto de nuestro colaborador español Salvador Cobo fue originalmente publicado en el blog China, ayer el 22 de abril de 2018.
Quien pasea por las calles de Hong Kong a veces tiene la sensación, parafraseando a Arturo Barea, de que hasta aquí navega la civilización, y aquí se acaba. La jungla de rascacielos y asfalto hierve de coches y personas que caminan con la atención fija en las pantallas de sus móviles, en calles atestadas en constante movimiento sin apenas resquicios para detenerse o encontrar sosiego. En hora punta, su metro es un universo concentracionario de trabajadores y estudiantes envasados al vacío. Sus pisos y apartamentos tienen el dudoso honor de poseer el precio de alquiler por metro cuadrado más alto de todo el planeta. Tiendas, bares, restaurantes se suceden en un vasto centro comercial abierto que no tiene tregua.
Pero a mediados del siglo XIX, Hong Kong no era más que un humilde pueblo pesquero del sur de China cuya población apenas ascendía a siete mil habitantes. Tras la primera Guerra del Opio, empezó a ser incorporado a los territorios de ultramar de la Corona Británica, naciendo así la colonia de Hong Kong, transformada con el paso del tiempo en uno de los puertos comerciales más importantes del mundo. En 1997, tras siglo y medio en manos británicas, la soberanía regresó a manos chinas, pero el acuerdo de devolución contemplaba que durante cincuenta años, hasta 2047, la excolonia habría de gozar de un estatus de cierta autonomía respecto a Pekín en materia económica, política y social.
En la actualidad, Hong Kong es una vasta megalópolis de más de siete millones de habitantes, uno de los mayores focos de riqueza y desigualdad del planeta.
La isla de Hong Kong alberga el corazón financiero y empresarial de esta ciudad-estado, con su interminable fila de rascacielos de oficinas refulgentes de vidrio, esa exhibición de fuerza –propaganda por el hecho industrial– que Lewis Mumford consideraba como las pirámides de nuestro tiempo. A los pies de estos edificios, se alinean un sinfín de tiendas y bares cuyo público principal lo compone la vanguardia juvenil del capitalismo global, una especie de kapitaljugend procedente principalmente de países anglosajones. Una tarde paseo con J. y S. por esas calles. Son las 6 ó 7 de la tarde, momento en que muchos de esos jóvenes ejecutivos salen de trabajar y acuden a los bares a desfogar en dos o tres horas de consumo frenético de alcohol la temprana carga de estrés y responsabilidad que descarga sobre sus cabezas la globalización.
«Uno de los méritos del neoliberalismo es haber hecho creer a mucha gente que la lucha de clases ha desaparecido, que es cosa del pasado», dice J., a quien le gusta citar las palabras de Warren Buffett, uno de los empresarios más ricos del planeta: «La lucha de clases continúa existiendo, y vamos ganando nosotros». Y es que mientras deambulamos por el corazón financiero de Hong Kong, J., S. y yo no podemos contener el odio y el asco subiendo a nuestros ojos y a nuestras bocas. Contemplando a esos jóvenes, creemos comprender quién es el enemigo, dónde habría que confrontarlo.
Durante nuestra estancia en Hong Kong, mi cuenta bancaria está prácticamente a cero; estoy esperando el ingreso de una suma de dinero por un encargo laboral, pero aún no lo he recibido y debo apurar mi presupuesto de turista. Mientras mis amigos desayunan en una cafetería, yo finjo no querer tomar café ni comer una pieza de bollería. Pero el último día de nuestra visita, poco después de que J. y S. hayan partido para su vuelo y yo aún tenga por delante varias horas para coger el mío, veo que en unas horas voy a recibir la transferencia y que la cifra supuestamente pactada se reduce en realidad a una cuarta parte.
La rabia y la impotencia se apoderan de mí. Un sentimiento de odio y de indignación ante el mundo de la empresa, del trabajo asalariado, del dinero, del capital. Deambulo por las calles de Hong Kong, matando el tiempo errando sin rumbo, con apenas unas monedas para comprar un sándwich y coger el autobús que me lleve al aeropuerto, y mis ojos dirigen su odio contra todo lo que contemplan: joyerías, tiendas de móviles, restaurantes, hombres trajeados, mujeres con tacones. Entonces, veo caminar hacia mí a una anciana empujando con parsimonia un carro. Es una de las cientos de cardboard grannies, abuelas que recogen basura y cartones día y noche para revenderlo después por una miseria, exponiéndose además a las multas de la policía e incluso a penas de cárcel.
Nadie parece reparar en ella. En esta megalópolis superpoblada de aceras estrechísimas, se abre un vacío en torno a ella y su carro. Los transeúntes pasan a su lado casi a un metro de distancia (¿de seguridad?). Yo voy aminorando el paso (sólo minutos más tarde seré consciente de haberme detenido del todo). Veo que su rostro está desfigurado desde la mejilla hasta el cuello a causa de un bulto enorme (¿un tumor? ¿Un ganglio infectado?). Al pasar junto a ella, busco sus ojos. Tiene la mirada clavada en un punto fijo indeterminado. La indiferencia es el tono predominante en sus pupilas. Por un instante, desvía su atención hacia un extranjero que, parapetado detrás de sus gafas de sol, busca en ella un gesto de complicidad y empatía para con el odio de clase que desde hace días le aprieta la garganta. Pero lo que su mirada refleja apenas arroja unos átomos de rechazo y antipatía, y el joven occidental comprende entonces lo que la chispa de odio en los ojos de la anciana le está diciendo: si hay una lucha de clases, tú estás en el bando contrario.
Salvador Cobo