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El sistema económico que llamamos “neoliberalismo”, en su fase tardía, lleva tiempo derrumbándose a nuestro alrededor. Las políticas del FMI pocas veces han sembrado tanto descontento desembozado en cuatro continentes. La escasez de alimentos se multiplica en el mundo, mientras el establishment político estadounidense –encarnado por políticos como Biden y Mitt Romney, que están en sintonía con los contratistas de defensa– siguen la lógica del análisis costo-beneficio (máximo rendimiento para una inversión mínima) y continúan fomentando y protegiendo la lucrativa guerra de Ucrania, mientras trivializan la creciente amenaza de una guerra nuclear.

Uno pensaría que este sería un momento en el que las ideas económicas de izquierdas –el socialismo en particular– recuperarían su atractivo y relevancia. Y, sin embargo, habitamos una contradictoria situación donde la depresión y el desorden económicos atizan un resurgimiento global de la derecha abrumador, a medida que la gente de los sectores más pobres, junto con las humilladas clases medias bajas (el segmento social que representó la mayor explosividad durante la primera Gran Depresión de los años 20 y 30 del siglo pasado), defienden a actores y movimientos políticos que azotarán a sus partidarios con una austeridad cada vez mayor. Los movimientos fascistas de los años 30 prometieron a sus electorados étnicamente homogéneos que disfrutarían de un estado de bienestar en toda regla. Los «populistas de derechas» de hoy en día son comparativamente estériles: no ofrecen ningún caballo de Troya ni remotamente similar a un estado nacionalista de los trabajadores. Lo que anuncian es sólo escasez, la esperanza de participar en la «mesa de casino» de una economía de especulación con puñados de dólares estadounidenses, y una redistribución de puestos de trabajo precarios y mal pagos.

En 2023, los líderes más exitosos de las «rebeliones» populistas en todo el mundo son los que piden una aplicación mucho más agresiva de estas políticas económicas. Un caso es Javier Milei, muy popular en las barriadas argentinas llamadas “villas miseria”, quien quiere acabar con los «tiránicos» controles de precios sobre los alimentos básicos, con las vacaciones de los trabajadores, y diciendo también adiós al fin de semana y a la sanidad pública, al tiempo que propone disminuir drásticamente los gastos en servicios públicos mediante la eliminación de los subsidios a la electricidad y el agua. En un momento donde, a nivel mundial, el dólar genera la mayor desconfianza pública y se ve debilitado, Milei aboga por una dolarización radical. Semejante «rebeldía» anacrónica lo ha convertido en un candidato presidencial rockstar, a pesar de no haber demostrado ninguna capacidad de gobierno ni tiene la menor experiencia a la hora de frenar los estragos sociales que sus políticas desatarían de inmediato.

En las zonas meridionales y occidentales de Asia, el populismo al menos se disfraza de religiosidad: el nacionalismo hindú de Modi, el islamismo de Erdogan y el fundamentalismo judío de la coalición de Netanyahu son compañeros de cama en un ménage à trois de economía política, felizmente unidos por su celo por la privatización y la austeridad sin fin, y cuentan con el apoyo de los creyentes de los sectores de clase trabajadora más afligidos de cada uno de sus países. Estos diferentes estilos de hacer política entre Oriente y Occidente, aunque defienden un mismo modelo económico, hablan de la habilidad del neoliberalismo para salvar las inmensas diferencias culturales entre las regiones del mundo que están siendo gobernadas por un modelo financiero bastante homogéneo. Los neoliberales de América Latina, como Milei y sus compañeros de viaje, se identifican abiertamente como liberales radicales y abogan por campañas de recortes económicos sin atenuantes.

En Medio Oriente, Rusia y el sur de Asia el neoliberalismo sólo se acepta alegremente cuando quienes ofrecen destruir el sector público prometen compensarlo anunciando una metástasis de reorganización «basada en la fe» de la sociedad, con instituciones y normas religiosas reforzadas y envalentonadas que pretenden convertir el espacio público en sagrado, en lugar de meramente laico. Ponen un poco de incienso a la austeridad. Y lo que es más importante: estos movimientos también permiten que la religión organizada recupere el territorio que perdió hace tiempo frente a la modernidad secular, asegurando que el clero pueda reconquistar las simpatías populares ofreciendo un cuasi-monopolio de los servicios que antes se encontraban en los espacios seculares del estado de bienestar y en los centros comunitarios de las organizaciones económicas nacionalistas. Si Milei y sus aliados ganan en América Latina, es probable que acabe produciéndose un revival religioso, pero no será tan inmediato ni tan visible como en los estados confesionales neoliberales de Asia, que hasta ahora han rechazado o contrastado con el modelo chino de capitalismo de estado.

¿Por qué el descontento mundial con un sistema neoliberal que fracasa conduce a tanto apoyo popular a una derecha que sólo ofrece más sufrimiento económico, mientras apenas suaviza la austeridad con o sin ungüentos o ceremonias sagradas? ¿Por qué la hegemonía del neoliberalismo mantiene su adhesión, mientras que la izquierda se ha ganado un mayor rechazo a pesar de la oportunidad y la urgencia de proclamar de nuevo la visión socialista de la redistribución y del internacionalismo?

Una respuesta puede encontrarse, inevitablemente, en cómo el extremo centro, compuesto por instituciones neoliberales como la Unión Europea y el Partido Demócrata, adoptó de forma camaleónica muchas de las ideas culturales centrales de la contracultura popular de los años sesenta. Los centristas del establishment neoliberal (o el extremo centro del establishment político de la era Blair-Clinton) y sus adversarios de la izquierda representan dos flancos marcadamente opuestos, que a veces suenan confusamente igual, en una especie de misofonía. Figuras como las sedicentes feministas Christine Lagarde y Ursula von der Leyen, o como los apologistas de la administración Biden, adoptaron con éxito el lenguaje de la izquierda en cuestiones identitarias. Cuando dos carpas de circo que compiten en la feria de carnaval de la política contemporánea suenan demasiado parecidas en determinadas cuestiones –un lenguaje político indiferenciado y pedante utilizado para hablar de sexo, raza, inclusividad frente a disparidad y género–, el público suspicaz empieza a confundir consciente e inconscientemente estas fuerzas políticas antagonistas como si fueran la misma cosa. Los oprimidos están sujetos a una forma de efecto Pavlov.

Los movimientos de derechas con portavoces inmensamente populares como Tucker Carlson –que muy recientemente visitó Argentina para entrevistar efusivamente a Milei ante millones de telespectadores online–, como el político estadounidense y frecuente peregrino a Budapest Christopher Rufo, hablan de una conspiración izquierdista casi bolchevique, cuando en realidad se están refiriendo al cártel de departamentos de Recursos Humanos que surgió y aumentó metastásicamente sus poderes en los últimos años de la administración Biden. A pesar de que los Recursos Humanos son, en todo caso, la institucionalización de la lógica neoliberal por excelencia –considerando grotescamente a los seres humanos como «recursos», como el cobalto o la leña–, también es innegable que el lenguaje empleado por Recursos Humanos es un mosaico de préstamos infantilizados de la vieja reserva de conceptos y símbolos de la izquierda. Ha habido una constelación de libros, podcasts y ensayos de autocrítica de la izquierda hacia la política identitaria, como el reciente volumen de 600 páginas de Norman Finkelstein I’ll burn that bridge when I get to it. Pero estos análisis no se detienen en la importante cuestión de cómo los grupos socialistas asediados han quedado completamente asociados, dentro del imaginario popular, con el lenguaje de los partidos y movimientos neoliberales que se burlan, ridiculizan y calumnian incesantemente a los portavoces socialistas de estos progresistas, como se puso de manifiesto en el descarrilamiento de las campañas de Sanders y Corbyn.

Una fuente relacionada de autoderrota puede encontrarse en cómo la izquierda ha renegado de la importancia de defender la libertad de expresión, incluido el derecho a lo que se denomina discurso del odio, durante una época en la que las fuerzas reaccionarias están haciendo lo que Walter Benjamin observó en la década de 1930: “El fascismo intenta organizar a las masas proletarias recién creadas sin afectar a la estructura de la propiedad que las masas se esfuerzan por eliminar. El fascismo ve su salvación en dar a estas masas no su derecho, sino la oportunidad de expresarse”.

El odio es una emoción perturbadora, y su expresión se considera vulgar o infantil en muchos círculos conservadores de la élite. En algún momento, las legislaciones contra el odio de clase seguirán inevitablemente a los esfuerzos por erradicar otras formas de odio (condenadas como «discursos del odio» por la izquierda latinoamericana). Una militancia impaciente, más dedicada a las políticas de sexo, género y color que a las de clase, se ha negado a escuchar el descontento, el dolor, las pasiones y los conceptos erróneos del pueblo, y ha boicoteado así los primeros pasos en el proceso de cambiar los paradigmas entre las clases excluidas, para educar y organizar mientras se revelan los adversarios genuinos de arriba. Se requiere paciencia para ayudar a los ciudadanos empobrecidos a superar viejos prejuicios, para que finalmente vean a los inmigrantes indocumentados como personas trabajadoras con una situación muy similar.

Sobreviene la desconfianza. Lo viejo se adopta como lo nuevo. Hay, por supuesto, muchas explicaciones de refuerzo para los éxitos de las plataformas económicas antipopulares y antisociales, en una época en la que los países supuestamente socialistas son escasos. Incluso la Venezuela de Maduro ha abandonado la palabra socialismo en favor de una simbología sentimental más patriótica, mientras que el gobierno insular de Díaz-Canel fue objeto de protestas por su chapucera dolarización de Cuba.

A lo largo de la pandemia, gran parte de la izquierda mundial apoyó firmemente los encierros, y pidió más y más duros encierros, mientras trivializaba la idea del derecho –incluso de los científicos– a cuestionar a Fauci y a la OMS.

Seguimos en la encrucijada visualizada por Gramsci: lo viejo no puede morir, y lo nuevo y no probado no logra nacer, a medida que una serie de síntomas mórbidos salen a la luz, pareciendo tanto más inflamables. Los aullidos se multiplican, imitándose unos a otros, mientras nos encontramos bajo una luna lupina que crece pero no puede menguar.

Arturo Desimone