Ilustración: Diomedes lanza su lanza contra Ares, de John Flaxman. Litografía a color, 1793. Fuente: www.meisterdrucke.us
En las últimas dos semanas, el analista internacional Rafael Poch-de-Feliu se puso al día con la guerra de Ucrania, maratónicamente. El 19 y 20 de noviembre, publicó en CTXT de España “Yeltsin en Washington” y “La espiral de los dementes”. El martes 26, dio a conocer desde Globalter “La carrera de Kursk”. Y el viernes 29, reapareció en CTXT con “Oreshnik visita Yuzhmash”. Los cuatro artículos del periodista catalán también están disponibles en su blog personal. Con su generoso permiso, los hemos unificado en nuestra sección de política internacional Brulote, bajo el título “Puesta al día con la guerra de Ucrania”. Nuestra gratitud con él.
Pueden complementar la lectura de esta serie con la de las dos entrevistas que le hicieran Diario Socialista (30/11) y Mundo Obrero (2/10). Creemos que aportan mucho a la comprensión actualizada de la guerra de Ucrania, a casi tres años de iniciada la “Operación Militar Especial” de Rusia.
Mientras en Moscú, Teherán y Pekín tenemos en el puente de mando a gente que parece saber jugar al ajedrez, en Washington se dibuja un elefante en la cacharrería. La combinación del propósito que encierra la guerra de Ucrania (que no es la defensa de ese país agredido por Rusia, sino debilitar a Rusia infringiéndole una “derrota estratégica” y cambiando su régimen), con la respuesta nuclear que advierte Moscú para el caso de una “amenaza existencial” a su régimen, y un presidente gagá con sus facultades mentales mermadas en Washington que va a ser sucedido por un sociópata, configura un escenario absolutamente inquietante para el mundo.
Los ucranianos y la OTAN quieren mantener Kursk, su baza territorial de negociación; mientras que los rusos quieren arrebatársela antes de que Trump jure el cargo, para así fortalecer aún más la posición negociadora de Moscú. En paralelo, el Kremlin demuestra que puede incrementar su disuasión sin usar armas nucleares y responder a la escalada de sus adversarios, ampliando de paso las grietas en las instituciones europeas que juegan a la ruleta rusa.
Yeltsin en Washington
Como Boris Yeltsin en la Rusia de los noventa, Donald Trump es un líder con gran instinto e intuición. No ganó las elecciones en su país por casualidad. Supo aunar el interés de los megamillonarios atraídos por las bajadas de impuestos, con el descontento popular por el deterioro del nivel de vida regado con los bajos instintos xenófobos y anti-woke del populacho y el hartazgo hacia la pijería de Biden, que Harris reivindicaba y prometía mantener con una irritante y hueca risita.
El olfato y el instinto le han venido bien a Trump para ganar, pero, como Yeltsin, es un perfecto inútil para gobernar. Está nombrando a gente tan dispar y contradictoria, que el resultado seguramente decepcionará a todos y puede crear un gran desastre en el país, como el que Yeltsin creó en Rusia en los años noventa. Mencionando todo eso, el cineasta ruso Karen Shajnazarov, un habitual de la tele rusa, concluía esta semana: “…y eso nos puede venir muy bien a nosotros”.
Muchos observadores occidentales se equivocan cuando dicen que en Moscú están encantados con la victoria de Trump. Hay demasiada imprevisibilidad en este Yeltsin norteamericano carente de toda estrategia. Sus nombramientos auguran, ciertamente, más presión contra América Latina. También en Oriente Medio, donde, como dice David Hearst, el editor de Middle East Eye: “en su primer mandato Trump creó las condiciones para el ataque de Hamás del 7 de octubre, al trasladar su embajada a Jerusalén, bendecir la anexión de los Altos del Golán e inventar los acuerdos de Abraham; y ahora, en su segundo mandato, y con un gobierno compuesto por tipos que repiten como loros los planes de Israel para extender su guerra a Siria e Irán, es perfectamente capaz de desencadenar un conflicto regional que escape al control tanto de Estados Unidos como de Israel”. Pero lo de Ucrania, que sin duda es lo que más importa en Moscú, está mucho menos claro.
Alguien que pretende “solucionar el problema en 48 horas”, “entendiéndose con Putin”, es que no comprende el asunto. Trump no entendía por qué los norcoreanos se hicieron con la bomba y lanzaban misiles de vez en cuando, y no logró nada pese a su insólita reunión con Kim Jong-un de junio de 2018. Que en julio de aquel mismo año se reuniera en Helsinki con Putin, no impidió que poco después se retirara del acuerdo sobre fuerzas nucleares intermedias (INF, por sus siglas en inglés), creando las condiciones técnicas para el despliegue de armas nucleares tácticas en Polonia y Rumania, autorizara la entrega a Ucrania de armas pesadas en grandes cantidades, metiera a la OTAN en Ucrania –aunque Ucrania no estuviera en la OTAN– y aprobara una nueva estrategia de seguridad nacional con la que cambió la prioridad de “lucha contra el terrorismo” por la “competición entre grandes potencias” como foco principal. Seguramente, como Yeltsin cuando firmaba los decretos de reforma económica preparados en Harvard, Trump no entendía demasiado las consecuencias de todo aquello, pero eso cambia poco el asunto. Su escalada en Ucrania fue continuada por su sucesor en la Casa Blanca con maniobras militares sin precedentes de 32 países en el mar Negro, la bendición de la “Plataforma de Crimea” del gobierno de Kiev (un programa para la recuperación de la península anexionada por Rusia en 2014, por cualquier medio, incluido el militar) y la firma con Kiev de los Acuerdos Marco de Defensa Estratégica (agosto de 2021) y la Carta de Asociación Estratégica (US-Ukraine Strategic Defense Framework y Charter on Strategic Partnership, respectivamente). Es decir, la guinda del pastel de la seguridad europea, primero sin Rusia y luego contra Rusia, cocinado a lo largo de tres décadas y que acabaría provocando la invasión rusa de Ucrania de febrero de 2022.
Con todo eso en el alero, me parece que las esperanzas en Trump que hay en Moscú tienen más que ver con el follón, la trifulca y el desorden que el futuro presidente de Estados Unidos puede crear en su propio país (en especial la guerra comercial contra todos, que creará más inflación y más descenso del nivel de vida para la mayoría), que con sus veleidades para poner fin a la guerra de Ucrania. Si Trump desordena los Estados Unidos y sumerge al país en un paralizador desbarajuste, bienvenido sea, deben pensar.
Mientras tanto, en Rusia, se barajan distintas interpretaciones sobre el “permiso a Ucrania” para atacar con misiles norteamericanos y europeos la retaguardia rusa. Una es la de hacer ver a Moscú que el costo de prolongar la guerra será elevado, con miras a lograr unos términos menos desfavorables para Occidente en una futura negociación. En ese caso, se trataría de una táctica consensuada por Biden y Trump en el marco del pacto de transición que rige el interregno de dos meses en Washington. Los rusos están ganando militarmente, avanzan lenta pero inexorablemente y creen que el tiempo está de su parte. De lo que se trata es de romper esa confianza, algo en lo que los dos presidentes estarían de acuerdo.
Otra interpretación del permiso de Biden a usar los misiles es la contenida en el tuit del hijo de Trump, Donald jr., sugiriendo una conspiración del Deep State contra su padre: “El complejo militar-industrial parece querer garantizar el inicio de la Tercera Guerra Mundial antes de que mi padre tenga ocasión de lograr la paz y salvar vidas”, escribió el lunes. Es decir, se trataría de un golpe bajo de Biden contra Trump, poniéndole zancadillas y rompiendo el pacto de transición, según el cual ni el electo ni el saliente deben obstaculizarse. Al fin y al cabo, Trump le preparó en 2021 a Biden el «honor» de aquella retirada vergonzante de Afganistán. Ahora se trataría de lo mismo: complicarle las cosas al sucesor.
En cualquier caso, después de que Putin anunciara en septiembre que la utilización de esos misiles (que solo pueden ser operados por militares técnicos y recursos de la OTAN) contra Rusia, significaría la “implicación directa en la guerra de Ucrania” de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, y que eso determinaría una respuesta militar rusa contra ellos, está claro que esta vez no puede no haber una respuesta. Obviamente, mucho depende de la escala y el nivel del ataque, porque la respuesta rusa deberá ajustarse al daño recibido…
Los rusos dicen que hace meses que retiraron sus bases aéreas y demás infraestructuras sensibles fuera del radio de acción de 300 kilómetros de los misiles de la OTAN (Atacms, Scalp y Storm Shadow), por lo que esas armas no cambiarán nada. Si se quiere superar ese alcance lanzando los misiles desde aviones que se internen aún más en territorio ruso, la defensa antiaérea “mejor del mundo” dará buena cuenta de ellos, dicen. Puede que esto sea mera chulería, pero, sea como sea, se trata de un paso peligroso, sobre todo en el contexto internacional de tensión en aumento en tres frentes (Europa, Medio Oriente y Asia oriental) que uno de los portavoces imperiales escritos de Estados Unidos, la revista Foreign Affairs, glosa así en su último número:
“La era de la guerra limitada ha terminado; ha comenzado la era del conflicto total. De hecho, lo que el mundo está presenciando en la actualidad se asemeja a lo que los teóricos del pasado han denominado ‘guerra total’, donde los combatientes recurren a ingentes recursos, movilizan a sus sociedades, dan prioridad a la guerra sobre todas las demás actividades estatales, atacan una amplia variedad de objetivos y remodelan sus economías y las de otros países”.
Esta espiral puede escapar fácilmente al control de sus autores y adquirir vida propia (pese a la voluntad de los dirigentes), e imposibilitar toda negociación para acabar el conflicto. En una entrevista con el politólogo ruso Fiodor Lukianov, el lúcido embajador norteamericano Chas Freeman, rara avis, se preguntaba “¿cómo resolverán ustedes, los rusos, la crisis ucraniana y qué destino aguarda a los territorios ucranianos ocupados? ¿Qué propuestas de paz presentarán?”. Y él mismo se respondía: “Creo que no se discutirá la pertenencia de Crimea (a Rusia), pero tal vez exista la posibilidad de que las regiones de Zaporiyia y Jersón, las repúblicas de Donetsk y Lugansk, y, posiblemente, la región de Járkov, reciban un estatus de autonomía dentro de Rusia, con la posibilidad de celebrar referéndums dentro de 20-25 años. En tal caso, se votará sobre el futuro estatus de los territorios, con la posibilidad de permanecer dentro de Rusia y convertirse en sus sujetos de pleno derecho, conservar el estatus de autonomía dentro de Rusia, reunificarse con Ucrania o independizarse. Si los habitantes expresan su deseo de independizarse, aparecerá una entidad estatal colchón en las fronteras rusas, lo que sin duda convendría a Rusia. Si estos territorios aceptan seguir formando parte de Rusia, entonces la guerra estaba justificada. Si prefieren el estatuto de autonomía, Rusia demostrará su magnanimidad a los ucranianos. Si las regiones quieren reunificarse con Ucrania, tendrán que exigir el cumplimiento de los acuerdos de Minsk (en materia de respeto a las minorías)… Hay muchas formas ingeniosas de tratar los territorios, pero sospecho que el daño emocional que dejará la guerra impedirá una resolución muy magnánima del conflicto”.
Con un tipo como Trump en la Casa Blanca es muy difícil imaginar que esta cristalería fina se abra paso. Parece más probable todo lo contrario: que el Yeltsin de Washington dispuesto a arreglarlo todo en 48 horas acabe de romper los frágiles equilibrios que nos separan de una sucesión encadenada de desastres en Europa, Medio Oriente y Asia, contra Rusia, Irán y China. A los adversarios de Estados Unidos les basta con ser fuertes en uno solo de esos escenarios de conflicto para ganar, mientras que Washington tiene que imponerse en los tres simultáneamente. En uno de sus últimos pronósticos, la RAND Corporation –principal think tank del Pentágono– presenta un panorama bastante sombrío de la capacidad de Washington de salir airoso de este embate. Los Estados Unidos “no están preparados” para una “competición” seria con sus principales adversarios, y es vulnerable e incluso inferior en todos los ámbitos de la guerra, advierte la RAND. Si eso es así y le sumamos los efectos de la “guerra comercial contra todos” anunciada por Trump, la crisis financiera resultante podría abrir un boquete fatal en la línea de flotación del “Hacer de nuevo grande a América” (MAGA). Mientras en Moscú, Teherán y Pekín tenemos en el puente de mando a gente que parece saber jugar al ajedrez, en Washington está un Yeltsin norteamericano. Un elefante en la cacharrería.
La espiral de los dementes
Después de que Rusia advirtiera en septiembre de que el uso de misiles de la OTAN, imposibles de operar sin la supervisión de ésta, significa una guerra directa de los países de la OTAN contra ella, Estados Unidos y sus aliados europeos han dado ese paso.
Moscú ha respondido modificando su doctrina nuclear, abriendo el uso de armas atómicas al escenario de ataques, incluso con armas convencionales, “si tal agresión creara una amenaza crítica a su soberanía e integridad territorial”.
Pese a la evidencia no solo doctrinal, sino también histórica, de que el uso de armas nucleares es perfectamente real y creíble en caso de que Rusia se vea confrontada por un enemigo superior en recursos convencionales, como es la OTAN –esa fue, precisamente, la doctrina de la OTAN en Europa cuando la URSS disponía de esa superioridad en el continente–, los políticos europeos rechazan esas peligrosas advertencias de Moscú como “retórica” (el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell) e incluso proponen la entrada de tropas de la OTAN contra Rusia (Margus Tsahkna, ministro de exteriores de Estonia).
Desde la misma génesis del conflicto, cuando la OTAN se metió en Ucrania a finales de los noventa, invitó a su gobierno a ingresar en la alianza (2008), forzó un cambio de régimen en el país (2014), y financió y armó después a su ejército con miles de millones, infraestructuras y entrenamiento, esta escalada ha despreciado claramente la voluntad de la mayoría de la población ucraniana expresada en múltiples encuestas. La actual escalada mantiene esa misma pauta.
En Ucrania, el 52% de la población desea poner fin a la guerra lo más rápido posible, admitiendo gran parte de la sociedad concesiones territoriales al invasor ruso, frente a un 38% que quiere continuarla, según una encuesta de Gallup conocida esta semana. En el conjunto de Europa, una gran mayoría rechaza también esa política.
Hay que decir que, en la cima de esta última grave y temeraria decisión de escalada, se encuentra un presidente saliente errático y senil al que apenas le quedan dos meses al mando.
La combinación del propósito que encierra la guerra de Ucrania (que no es la defensa de ese país agredido por Rusia, sino debilitar a Rusia infringiéndole una “derrota estratégica” y cambiando su régimen, como han declarado repetidamente los máximos dirigentes de Estados Unidos y la Unión Europea), con la respuesta nuclear que advierte Moscú para el caso de una “amenaza existencial” a su régimen, y un presidente gagá con sus facultades mentales mermadas en Washington que va a ser sucedido por un sociópata, configura un escenario absolutamente inquietante para el mundo.
Sobre todo si se tiene en cuenta que la coalición occidental que está escalando la guerra en Ucrania es la misma que anima un genocidio en Gaza, permite el bombardeo israelí de Líbano e Irán, y calienta motores para un enfrentamiento con China en Asia.
La carrera de Kursk
Los últimos peldaños de la escalada que acabamos de presenciar en Ucrania, la implicación occidental en los ataques con misiles a territorio ruso y la respuesta de Moscú lanzando por primera vez, el 21 de noviembre, un misil hipersónico de alcance intermedio llamado Oreshnik con vehículos de reentrada múltiples e independientes (MIRVs), imposible de interceptar y con carga convencional, tienen una lógica clara y concreta: se trata de la carrera por definir las bazas para una futura solución negociada de esta guerra.
Con el apoyo de sus patrocinadores occidentales, Ucrania lanzó en agosto una operación militar en la región rusa de Kursk. No era la primera vez que Ucrania y la OTAN bombardeaban territorio ruso. Recordemos que se lanzaron drones contra el Kremlin de Moscú, se bombardearon instalaciones estratégicas como sistemas de alerta temprana y bases aéreas, e infraestructuras tan importantes como el puente de Crimea o la central nuclear de Zaporiyia, ésta en territorio ucraniano conquistado. La incursión en Kursk pilló de sorpresa a los militares rusos, y fue desconcertante porque no tenía un gran sentido militar. No frenó el lento pero constante avance militar ruso en la línea de frente, ni parecía sostenible dada la cada vez mayor desproporción en medios y efectivos de los dos bandos. Los rusos siguieron, imperturbables, machacando las infraestructuras energéticas ucranianas y avanzando en casi todos los sectores del amplio frente. ¿Cuál era entonces su sentido?
El presidente Zelenski explicó en septiembre que lo de Kursk estaba orientado a forzar a Rusia a negociar. Rusia ocupa el 20% del territorio ucraniano y no tiene la menor intención de cederlo. La ocupación militar ucraniana de territorio ruso en Kursk le daba a Kiev una baza para una futura negociación: “territorios por territorios”. El problema es que en las últimas semanas Rusia ha recuperado casi la mitad del territorio que Ucrania conquistó en agosto en Kursk. Y según fuentes militares occidentales citadas por The Wall Street Journal, lo peor está por venir, pues el ejército ruso está a punto de iniciar una ofensiva mayor allá. Los pronósticos citados por el diario son meridianamente sombríos: un comandante de pelotón confiesa que cada vez es más difícil “motivar a los soldados” que luchan allá en inferioridad de condiciones. Las transmisiones militares ucranianas son muy defectuosas porque el sistema Starlink de Elon Musk, que cubre toda Ucrania, no funciona en territorio ruso. “Al final nos van a echar”, dice un comandante de batallón de la 47ª brigada ucraniana citado por ese diario.
Quedan menos de dos meses para el traspaso de poder presidencial de Biden a Trump. En la decisión de atacar con misiles territorio ruso no parece haber rastro de ninguna zancadilla de la administración de Biden a los “propósitos de paz” de Trump. “El complejo militar-industrial parece querer garantizar el inicio de la Tercera Guerra Mundial antes de que mi padre tenga ocasión de lograr la paz y salvar vidas”, escribió en un tuit el hijo del presidente entrante, Donald Trump jr. Pero el propio Trump ha mantenido un significativo silencio. Su futuro consejero de seguridad nacional, Michael Waltz, ha dejado claro en sus conversaciones con su homólogo saliente, Jake Sullivan, que, para llegar a una negociación favorable, “hay que mantener la disuasión” y “proseguir la escalada”. “Nuestros adversarios que ven (en el cambio de administración) una oportunidad y creen que pueden enfrentar a una administración con la otra, están equivocados”, dijo Waltz en una entrevista con Fox News. “En esta transición, vamos mano a mano, somos un solo equipo”, añadió.
En Kursk hay una carrera. Los ucranianos y la OTAN quieren mantener su baza territorial de negociación; mientras que los rusos quieren arrebatársela antes de que Trump jure el cargo, para fortalecer aún más la posición negociadora de Moscú.
El Kremlin tiene cuatro objetivos: 1) expulsar a Ucrania de las cuatro regiones que se ha anexionado para disponer de ellas por completo, 2) que no haya fuerzas de paz de la OTAN ni occidentales en la frontera que resulte, 3) desmilitarizar Ucrania y restablecer el precepto constitucional de neutralidad en la carta magna de Kiev y 4) derogar las leyes antirrusas. Al mismo tiempo, eso debe lograrse sin que se haga clamorosamente evidente la debacle occidental. Eso es particularmente difícil, no tanto con Washington –que también– como con las potencias europeas de la OTAN, cuya estupidez y temeridad estratégicas superan todo lo razonable.
Los escenarios que se perfilan en Ucrania ya son inseparables de las otras guerras y masacres en Oriente Medio, con el genocidio de Gaza, las masacres en Cisjordania, la guerra en Líbano y lo que se prepara contra China en Asia. Todo está intercomunicado, como sugiere la economía de violencias (ahorrar en Ucrania para invertir más en el desastre israelí y el frente chino) que pregona el imprevisible Donald Trump.
Desde luego, el mundo nunca había estado tan cerca de una catástrofe nuclear desde la crisis de los misiles de Cuba (lo que no quiere decir que tal catástrofe sea inevitable). Desconocemos cuáles serán las consecuencias de una continuidad de la actual escalada bélica en Ucrania, porque son imprevisibles, y, además, las cosas pueden escapar fácilmente a la voluntad de quienes toman las decisiones. Pero las meras dudas e incertidumbres al respecto son demasiado terribles como para conformarse con ellas y seguir jugando a la ruleta rusa.
Oreshnik visita Yuzhmash
El 21 de noviembre, los diversos explosivos de un nuevo misil hipersónico ruso, el famoso “Oreshnik”, impactaron en la ciudad ucraniana de Dnipropetrovsk (rebautizada Dnipró por Ucrania). El objetivo era la fábrica de misiles Yuzhmash de esa ciudad. Desde entonces, ni Ucrania ni la OTAN han ofrecido imágenes de las consecuencias del ataque. Ningún periodista ha podido acercarse al lugar y el acceso a la zona está estrictamente vigilado.
En 1994, hace ahora treinta años, visité esa fábrica, centro neurálgico de una ciudad cerrada a los extranjeros hasta el fin de la URSS. En tiempos soviéticos, Dnipropetrovsk fue una “ciudad enchufada” del complejo militar-industrial, es decir, privilegiada desde el punto de vista del abastecimiento, con muchos menos problemas de consumo y servicios que la más que precaria media del país.
Yuzhmash fue la mayor fábrica de misiles del mundo. Había sido creada en la posguerra por Stalin para fabricar 2.000 unidades anuales de los V-1 de Hitler, pirateados a los alemanes tras la Segunda Guerra Mundial. En los años setenta y ochenta la fábrica de Dnipropetrovsk producía los temibles misiles pesados intercontinentales SS-18, a los que se conocía como “Satán”. Al igual que los SS-24, los SS-18 fueron proscritos en 1993 por el acuerdo bilateral de desarme estratégico con Estados Unidos, Start II. El recinto de Yuzhmash se extendía por 600 hectáreas y en él trabajaban 60 mil obreros, técnicos e ingenieros.
Decir que la Ucrania de 1994 era “un país en crisis” es no decir nada. Como en Rusia, se vivía de la economía sumergida y el trapicheo, mientras la élite se llenaba los bolsillos con la llamada “privatización” del patrimonio nacional y sus ingentes recursos. En aquellas condiciones, me interesaba la reconversión de gigantes como Yuzhmash y la lucha por la vida en una ciudad ex industrial de millón y medio de habitantes. ¿Cómo se las apañaban para seguir funcionando?
“¿Reconversión?, no me haga usted reír”, me dijo un obrero. “Antes aquí fabricábamos a Satán, y mientras Satán estuvo de guardia, a nuestro país se le respetaba en el mundo entero. Ahora hacemos bicicletas para niños y metralletas de juguete, y la CIA se ríe de nosotros. No digo que no hubiera que desarmarse, pero no nosotros solos, ni sin que ello significara malograr nuestra potencia científico-técnica”. El tono de la gente era más bien depresivo, pero se seguía tirando. Aleksandr Kochetkov, un ingeniero de cohetes que se había reconvertido en técnico de video y televisores en una de las empresas creadas en el interior de Yuzhmash, explicaba que allí se continuaba haciendo alta tecnología, por ejemplo, construyendo cohetes civiles Ziklon, basados en los SS-18 y utilizados para poner en órbita satélites civiles o militares de dieciocho toneladas. “Son mucho mejores que los Arianne que utiliza la Agencia Espacial Europea, pero no por ello los mercados europeos se abren a nuestra tecnología; al revés: nos temen y nos cierran todas las puertas posibles. No nos quejamos, pero ya hemos aprendido la amarga lección de lo que es el mercado”, decía el ingeniero.
En 1994, Yuzhmash seguía siendo algo muy importante para Ucrania. Su director general hasta 1992, Leonid Kuchma, fue primer ministro y luego presidente del país. Ignoro cómo evolucionó la fábrica en los años y décadas siguientes, pero al parecer, en años recientes, los norteamericanos metieron mano y en tres de sus enormes talleres subterráneos había actividad industrial militar importante. La fábrica, como la que el primer productor alemán de armas, el gigante Rheinmetall, está construyendo enterrada en las montañas de los Cárpatos, formaba parte del intento de la OTAN de potenciar la industria de defensa ucraniana. Según los rusos, en el ataque contra Yuzhmash del 21 de noviembre esos tres talleres han sido destruidos.
Los políticos y comunicadores rusos están eufóricos con Oreshnik. Las imágenes de la supersónica lluvia de explosiones sobre la fábrica de la OTAN en Dnipropetrovsk se han difundido hasta la saciedad en los medios de comunicación rusos. El volver a ser temibles les produce a sus amos verdaderas erecciones mentales. Más allá de geopolíticas y dialécticas de imperios combatientes, psicológicamente dar la sensación de que habían perdido la credibilidad de la apocalíptica amenaza que tenían con la URSS, les producía una acomplejada orfandad que llevaban muy mal. Este nuevo misil ha tenido en su organismo el efecto del sildenafilo, el componente del Viagra que activa su miembro viril. Oreshnik atraviesa hasta cuatro búnkeres subterráneos del más sólido hormigón; y desde su velocidad de impacto, diez veces superior a la del sonido, es capaz de crear una temperatura de hasta 4.000 grados, solo un poco menos que la de la superficie solar, que convierte en ceniza su entorno, explicó el jueves el presidente Putin en la cumbre de Astaná (Kazajkstán) de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), la alianza militar postsoviética.
En la cumbre de Astaná, Putin dijo lo siguiente: que él ya había advertido a la OTAN sobre el uso de misiles de largo alcance contra territorio ruso; que Rusia se había visto obligada a utilizar el Oreshnik en respuesta a las acciones del adversario; que los misiles hipersónicos rusos no tienen análogos en el mundo; que su producción se está incrementando tanto, que Rusia produce diez veces más misiles que todos los países de la OTAN juntos; y que, en caso de una utilización masiva de misiles Oreshnik, su potencia es comparable a la del arma nuclear, pero sin contaminación radiactiva.
Con estos anuncios, Rusia no solo reivindica su potencia viril ante sus inciertos socios de Astaná, sino que ha dejado claro que es capaz de proseguir la escalada militar en Ucrania; y que puede hacerlo creando una disuasión más que considerable, sin recurrir al arma nuclear. Además, la OTAN puede ser atacada sin necesidad de golpear países miembros. Reventar la fábrica Yuzhmash, o la que Rheinmetall está excavando en los Cárpatos, o atacar los centros logísticos de la OTAN en Moldavia desde donde se arma a Ucrania, no activaría el mítico artículo quinto de la Carta de la OTAN en materia de respuesta conjunta frente a la agresión de un estado miembro, porque ni Ucrania ni Moldavia están en la OTAN, aunque la OTAN esté en ellas. Llevadas las cosas aún más lejos, si los europeos presuntamente abandonados por Trump se empecinan en enviar tropas a Ucrania, Oreshnik les puede visitar en su territorio.
Ante todo esto, la gran pregunta para los mentecatos de Bruselas, de la Comisión y del Parlamento Europeo, es ¿cómo pueden dar marcha atrás sin perder la cara? Sobre todo cuando “perder la cara” puede significar el desmoronamiento de las instituciones con las que juegan a la ruleta rusa desde que decidieron utilizar a Ucrania como ariete para un jaque mate a Rusia que ha salido mal.
Rafael Poch-de-Feliu