Fotografía: Vista aérea de la ciudad de Bajmut (Artiomovsk) a mediados de mayo de 2023, finalizada la batalla entre los últimos contingentes ucranianos y las fuerzas sitiadoras rusas. Fuente: Sputnik.



Nota.— Por su relevancia estratégica, o en todo caso por su alto valor simbólico e impacto psicológico, la reciente toma de Bajmut por las fuerzas rusas –tras casi diez meses de intensos y cruentos combates– podría significar un punto de inflexión en la guerra de Ucrania, al menos para muchos analistas. En el bando ucraniano y otanista, no faltan los que le bajan el precio a la victoria conseguida por las tropas regulares del Kremlin y los mercenarios de Wagner en el norte de la provincia de Donetsk, en pleno corazón del Donbás, aunque este escepticismo podría tratarse –por enésima vez– de mendacidad propagandística, ya que, hasta no hace tanto tiempo, se afirmaba exactamente lo contrario: que Artiomovsk (nombre ruso de Bajmut) era un bastión de enorme importancia defensiva para Kiev, no solo para la moral del ejército y el pueblo ucranianos, sino también en términos militares más concretos, como barrera de contención al avance ruso. Habrá que ver qué sucede a corto y mediano plazo, pero, por lo pronto, la toma de Bajmut parece confirmar dos cosas: primero, que son los rusos quienes están ganando la guerra (lenta y esforzadamente, pero ganando al fin de cuentas); y segundo, que los ucranianos están sufriendo muchas más bajas que los invasores, sangría difícil de sostener indefinidamente (máxime si se tiene en cuenta que Ucrania posee una población mucho más pequeña que Rusia, inferioridad agravada por el masivo éxodo bélico).
De esto y mucho más –como la situación sociopolítica en ambas retaguardias, la creciente injerencia de la OTAN, la alianza de Moscú con Pekín, los atentados terroristas dentro de Rusia y el riesgo de una escalada nuclear– nos habla el analista catalán Rafael Poch-de-Feliu en su último artículo, “El curso de la guerra”, publicado el jueves 25 de mayo en su blog, de donde ya otras veces hemos extraído valiosos aportes a la dilucidación de la compleja geopolítica contemporánea, con su explosivo cóctel de potencias capitalistas emergentes (BRICS y otros, con China a la cabeza), declive hegemónico del Tío Sam –un declive que este se niega tercamente a asumir– y, en palabras del periodista barcelonés, “cierre en falso de la guerra fría”. Como siempre, Poch es garantía de información chequeada, claridad expositiva, solvencia analítica, visión panorámica, perspectiva histórica, mesura crítica y reflexividad política. Reproducimos a continuación el texto, con permiso del autor, a quien le agradecemos su gentileza. Este es el copete que
Aprovechamos la ocasión para darles una noticia que nos alegra y enorgullece mucho: hemos acordado una entrevista con Poch para cuando regrese de un viaje que tiene agendado, referida a la guerra de Ucrania y otros tópicos de actualidad internacional. Confiamos poder publicar la conversación dentro de algunas semanas, tan pronto como hayamos concluido el intercambio de mails y editado el material. En paralelo, tenemos previsto reseñar su último libro, Ucrania, la guerra que lo cambia todo, recientemente editado en España por Escritos Contextatarios –la editorial de la revista CTXT– como parte de la colección ¡Movilizaos! Se trata de la misma colección donde el año pasado saliera a la luz La invasión de Ucrania, otra obra candente de Poch acerca del conflicto bélico entre Moscú, Kiev y sus padrinos occidentales.


El ejército ruso, o mejor dicho el grupo Wagner a él asociado, ha concluido esta semana la conquista de Bajmut. Hasta 2016, esa ciudad del Donbás hoy convertida en ruinas se llamaba Artiomovsk, en honor al dirigente bolchevique Fiodor Sergeyev. Sergeyev fue el inspirador de la República de Donetsk durante la guerra civil y luchó en 1918 contra intervencionistas extranjeros, rusos blancos y nacionalistas ucranianos. Cuando la población del Donbás proclamó en 2014 la República Popular de Donetsk, como reacción al cambio de régimen auspiciado por Estados Unidos y la Unión Europea al calor de la revuelta popular en Kiev, la nueva república se declaró sucesora de aquella primera república de 1918. Así que, en 2016, el presidente ucraniano Petró Poroshenko cambió el nombre de la ciudad, en el marco de la campaña de anulación de nombres, monumentos y símbolos soviéticos, y su sustitución por la narrativa nacionalista del nuevo régimen.

En la actual guerra, la ciudad fue declarada “fortaleza inexpugnable” por el gobierno de Kiev, que construyó allí una de sus tres líneas fortificadas de defensa. La prensa occidental y ucraniana glosaba hace unos meses la “importancia estratégica” de Bajmut/Artiomovsk. Ahora que ha sido tomada por los rusos en un pulso militar iniciado el pasado febrero, los mismos medios y personas se refieren a la ciudad como “estratégicamente irrelevante”. Con Bajmut ha pasado lo mismo que con el periodista Seymour Hersh, “brillante y galardonado periodista” y “ganador del Pulitzer” hasta que develó con detalle cómo los Estados Unidos volaron los gaseoductos Nord Stream por orden del presidente Biden, momento en el que Hersh pasó a ser un “polémico periodista”. Ahora, la conquista rusa de Bajmut apenas ha sido noticia aquí.

La toma de Bajmut, donde Ucrania destacó unidades de élite que preveía utilizar en su anunciada “contraofensiva”, es un indicador de que Ucrania está perdiendo la guerra y registrando muchas más bajas en combate que el ejército ruso, según los análisis más fiables.

Los analistas rusos se toman muy en serio la anunciada –y no se sabe muy bien si ya iniciada– “contraofensiva” ucraniana. Saben que las cosas pueden torcerse, pero los números no les cuadran. A diferencia del año pasado, ahora Rusia tiene superioridad numérica en efectivos y en artillería, el arma que decide una campaña que se parecería más a las de la Primera Guerra Mundial que a las de la Segunda, si no fuera porque Moscú practica una clara economía de vidas humanas en sus filas. Naturalmente, no es eso lo que nos explica la propaganda de guerra occidental y su correa de transmisión mediática, con su imagen de la guerra como picadora de carne rusa. No nos equivoquemos, y menos aún lo celebremos: los que ahora están poniendo más muertos en esta dramática carnicería son los ucranianos. Y su disponibilidad de material humano es muy inferior a la rusa.

La actual Ucrania, con su éxodo de 8 millones al extranjero, más de 3 millones de ellos hacia Rusia (otro revelador dato oculto), debe tener unos 25 ó 30 millones de habitantes, frente a los 145 millones de Rusia. Ucrania está reclutando desesperadamente por la calle a ciudadanos sin ganas de ir al frente. En Járkov, ya hace meses que los hombres en edad militar evitan refugiarse en el metro cuando hay alarmas, como hacían el año pasado, por temor a que una redada les envíe a morir al frente en 48 horas. Muchos evitan salir de casa por el mismo motivo. Centenares de miles de jóvenes rusos se han ido del país para evitar ser llamados a filas, y lo mismo pasa en Ucrania, donde en diciembre el servicio de fronteras informó de 12.000 detenidos intentando cruzar ilegalmente la frontera hacia Rumania. Según informes de organizaciones antimilitaristas alemanas, hay más de 175.000 desertores y objetores conocidos en Ucrania. Y eso, en un país en el que la exención militar se compra con unos miles de dólares convenientemente entregados a la persona adecuada.

Es opinión bastante generalizada, tanto en Rusia como en Occidente –generalizada pero apenas publicitada–, que los tanques y aviones suministrados por la OTAN o pendientes de suministrar, cambiarán poco esa correlación de fuerzas. Estamos ante una guerra de desgaste para la que Rusia, pese a la manifiesta desproporción de fuerzas ante la OTAN, parece bien dotada desde el punto de vista industrial. Tiene un buen sistema de defensa antiaérea y un buen sistema de misiles que, por lo que parece, ya ha anulado alguna carísima batería “Patriot” americana, como sugiere, más allá de las respectivas propagandas, el hecho de que la cotización en bolsa de la empresa que fabrica esas armas haya caído este mes como reacción a las noticias sobre su ineficacia, lo que tendrá dramáticas consecuencias para la venta y exportación de esas armas vendidas como “infalibles”…

Todo eso no quiere decir que las cosas vayan bien para Rusia. Las nuevas armas occidentales –misiles ingleses, tanques alemanes y, algo más lejos, aviones americanos– alimentan la escalada bélica y seguramente harán posible ataques más concentrados contra Crimea. Por otro lado, las incesantes bravatas y acusaciones del jefe del Grupo Wagner, Evgeni Prigozhin, contra el ejército ruso, insultando a sus generales y al propio ministro de Defensa y echando en cara que no le suministran municiones, retratan muy bien los desbarajustes internos rusos.

Más allá de lo estrictamente militar, Rusia ha perdido el grueso del capital de rusofilia que había en Ucrania antes de la invasión. El nacionalismo étnico ucraniano, antes solo dominante en Galitzia y en las regiones occidentales del país, ha avanzado muchas posiciones en el conjunto del territorio. Fuera de Crimea y del Donbás, el resentimiento hacia Rusia de los ucranianos rusoparlantes ha crecido de forma irreversible. Esa es la única victoria conseguida por el nacionalismo ucraniano en esta guerra, y los rusos la han servido en bandeja.

La presión occidental, política y mediática, apoyando a los sectores más delirantes de Ucrania que sueñan con una “victoria completa”, con reconquista de todo lo que los rusos se han anexionado, Crimea incluida, es extremadamente peligrosa. Tal reconquista sigue pareciendo imposible sin una intervención militar directa de soldados de la OTAN en el conflicto; y en ese caso, la hipótesis nuclear rusa cobraría grandes posibilidades.

Respecto a la sociedad rusa, sigue sin estar en pie de guerra. El conflicto no se nota en Moscú y Petersburgo, más allá de la dureza de la represión contra una oposición marginal, en los raros casos en los que esta se manifiesta. En ese contexto, una mayor implicación militar occidental, así como las acciones y ataques ucranianos contra territorio ruso, como la razzia militar de “voluntarios rusos de extrema derecha” en la región fronteriza rusa de Bélgorod, no harán más que cimentar el apoyo de una sociedad en general muy poco apasionada hacia la guerra.

Los atentados ucranianos en Rusia contra personalidades civiles que apoyan la guerra ya son abiertamente reconocidos por sus autores. “Lo que ellos llaman terrorismo, nosotros lo llamamos liberación”, ha dicho el joven general responsable de esos atentados en el Ministerio de Defensa ucraniano, Kiril Budanov. “Eso no empezó porque yo me volviera loco y empezara a matar gente en Moscú, sino porque ellos invadieron nuestro país desde 2014. No me voy a extender sobre esto, pero mataremos rusos y seguiremos matando rusos en cualquier lugar del mundo, hasta la completa victoria de Ucrania”. En esa serie, han caído en atentados decenas de “colaboracionistas” en distintas regiones de Rusia: el escritor Zajar Prilepin, el 6 de mayo en Nizhni Nóvgorod, que sobrevivió al atentado con bomba en su coche, que costó la vida a su guardaespaldas y chófer; el bloguero ultra Vladlen Tatarski, muerto por bomba el 2 de abril en un café de San Petersburgo durante una charla en la que decenas de asistentes resultaron heridos; y la joven periodista Daria Dúgina, hija de un filósofo de derechas, el pasado agosto, por una bomba colocada en su coche. “Estos casos han ocurrido y continuarán; esa gente recibirá su bien merecido castigo, que solo puede ser su eliminación, que yo llevaré a cabo”, proclama Budanov, un ruso de Odesa de 37 años de edad.

El año pasado, la posición –declarada– de Estados Unidos era disuadir a los ucranianos de ataques a territorio ruso, mientras que los ucranianos no reconocían la paternidad de sus acciones. Este año, las cosas han cambiado. Budanov lo dice bien claro; y hasta el timorato ministro de Defensa alemán, Boris Pistorius, califica de “completamente normales” las operaciones ucranianas en territorio ruso.

“Sabemos muy bien que las decisiones sobre estos atentados terroristas no se toman en Kiev, sino en Washington”, ha dicho el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov.

Estos hechos, así como los diversos sabotajes contra líneas férreas y demás cometidos en Rusia, se volverán contra Ucrania y Occidente, porque van a ir estrechando el consenso social interno ruso hacia una guerra que hoy sigue sin provocar entusiasmo; y eventualmente, hacia una plena movilización con cierre de filas, caso de que la OTAN intervenga directamente. Al mismo tiempo, estos atentados son un anuncio de lo que le espera a Rusia en las regiones que ocupa de Ucrania, en caso de «victoria» militar con congelación del conflicto.

En el plano internacional, la última cumbre del G7 en Hiroshima ha insistido en la escalada: capitulación e incondicional y plena retirada militar rusa, más “inquebrantable apoyo a Ucrania durante el tiempo que sea necesario hasta llegar a una paz justa” y luz verde a la entrega de aviones de guerra modernos, mientras que por el otro lado se endurece la tenaza contra China. La respuesta ha sido una mayor cooperación industrial y militar entre Moscú y Pekín, con la visita a Pekín, esta semana, del primer ministro ruso, Mijaíl Mishutin, acompañado de la tercera parte de los ministros de su gabinete; y la visita a Moscú del responsable de seguridad del Politburó del partido chino (es decir el número uno en seguridad, mucho más que un ministro), Chen Wenqing.

Los chinos son muy conscientes de que Washington quiere “reproducir la crisis ucraniana en la región de Asia-Pacífico”, se lee en el diario chino Global Times. El objetivo es una guerra por procuración contra China y la formación de una OTAN de Asia, dice. Los chinos se preparan contra la extensión de la guerra que propugnan Estados Unidos con toda claridad, y han pedido a los rusos que les transfieran sus sistemas de defensa antiaérea más modernos, incluidos los modelos S-400 y S-500 recién fabricados y perfeccionados. Obviamente, Rusia recibirá a cambio apoyo industrial/militar de China, tanto más intenso cuanto más se implique militarmente la OTAN contra ambos.

Rafael Poch-de-Feliu