Ilustración de Matías Tolsà (2023). Fuente: www.cartoonmovement.com
Otro texto punzante, provocativo y polémico de nuestro colaborador arubeño-argentino Arturo Desimone, ensayista y poeta. Más allá de nuestros acuerdos y desacuerdos con él, tanto descriptivos o explicativos como interpretativos y valorativos (de fondo o de énfasis), sus artículos siempre nos parecen estimulantes, valiosos. Arturo es un intelectual de mente aguda y buena pluma, que piensa con cabeza propia y que habla con lengua de parresiasta en un mundo donde la estandarización ideológica y la “corrección política” están haciendo estragos.
A veces, como aquí, sus abordajes de la cuestión de género y sus críticas al feminismo de la Cuarta Ola nos parecen en parte desacertados. Decimos “en parte” porque reconocemos que en sus planteos hay algo de razón, de verdad, por muy incómodo o antipático que resulte admitirlo. Las derivas identitaristas y punitivistas del feminismo (igual que del movimiento LGBT+ y el antirracismo) se han vuelto un problema. No nos parecen reivindicables desde la izquierda revolucionaria. Pero juzgamos necesario evitar las generalizaciones excesivas y matizar la crítica, en el sentido de que no todo el feminismo es liberal o «progre», y en el sentido de que muchas feministas no son misándricas ni woke, ni tampoco insensibles o indiferentes a la lucha de clases y la resistencia anticapitalista.
Exista hoy o no patriarcado en sentido estricto, antropológico (eso depende de las distintas sociedades del mundo, porque claramente no es lo mismo Arabia Saudita que Ámsterdam, la India que Hong-Kong, Paraguay que Cuba, Finlandia que Afganistán), el machismo, el sexismo, no han desaparecido en ninguna parte aún, ni tampoco la violencia de género. La cultura de la cancelación no es el camino para superar esos males, pero esos males existen, persisten. Van menguando por varios factores, entre ellos –factor decisivo– el propio activismo feminista. Creemos que es necesario, imperioso, urgente, afianzar el vínculo entre las izquierdas anticapitalistas y los movimientos de mujeres, como en tiempos de la Primera y Segunda Ola del feminismo.
Más allá de todo esto, diferimos con la tesis de Arturo –quizás más implícita que explícita– de que ciertas derivas del feminismo de la Cuarta Ola sean la causa principal del ascenso meteórico de Milei al sillón de Rivadavia. Aunque los resultados electorales y varias encuestas sugieren que detrás del fenómeno Milei hay un componente de «reacción masculinista» contra las estridencias o sobreactuaciones de la agenda de género del gobierno anterior, nos parece que el factor preponderante ha sido el malestar de los sectores populares y medios con el desmadre de la inflación, el deterioro de los ingresos reales, la pauperización y el aumento de la desigualdad social con una gestión peronista que, más allá de su retórica, no modificó, en lo sustancial, el rumbo neoliberal de la política macroeconómica heredado del macrismo. No es que Arturo niegue la incidencia de estos otros factores, no. Nuestra discrepancia con él tiene que ver con la jerarquización de esta multicausalidad: qué es fundamental y qué es secundario.
El presente texto de Desimone es una autotraducción corregida, ampliada y actualizada de “Milei as the Argentine Messiah After the Failure of the Intellectuals”, artículo originalmente publicado en CounterPunch el 12 de julio de este año. Le agradecemos al autor la deferencia de haber elegido nuestro semanario dominical para difundir su escrito versionado en castellano.
La cultura argentina ha tendido a menudo hacia el mesianismo. Diego Maradona fue el Mesías, como lo es hoy Messi. La juventud popular argentina, en un país estratificado y enorme, vio en Maradona alguien pobre como ellos, que ascendió desde la barriada hasta convertirse en multimillonario, parte del jet-set y líder de opinión mundial. Por eso le llamaron “Barrilete Cósmico”. Él es Perón y es Cristo. Con un equipo redentor como el nuestro, ¿por qué iba a mirar un joven de Jujuy hacia Bolivia o Perú?
Durante la gloria efímera de su victoria inicial hace un año, Javier Milei fue igualmente mesiánico. Los votantes de Milei no le ven como un político, sino más bien como un alienígena antipolítico que usurpa la nave estelar de la dirigencia política: un infiltrado eficaz que hackea la Matrix de la máquina. Para su –ahora menguante– base de seguidores, es un héroe folclórico: un duende apocalíptico que aparece tras el colapso total del sistema de símbolos políticos, llenando el vacío de la pospolítica. Pero ¿quién ha creado ese vacío en la vida sociopolítica argentina en primer lugar?
El hambre crece en Argentina, y el espectro de Milei también. Todo lo demás se estanca. Tardó medio año, hasta el invierno pasado, pero consiguió que su primera ley se aprobara en el Congreso, tras siete meses en el cargo. Muchos votantes de la clase trabajadora, así como argentinos de clase media baja que veían cómo se deshacían sus ahorros, seguían creyendo que la terapia de choque o shock del político performativo daría resultado. En mayo, Milei, rechazado por el director de la Feria Internacional del Libro de Argentina, se desquitó llenando el estadio Luna Park de Buenos Aires con una presentación de su libro que agotó todas las entradas.
Con una gabardina inspirada en The Matrix, Milei tocó la guitarra y pronunció un jocoso discurso en el que invocó nombres de oscuros economistas austríacos que sonaban divertidísimos: Ludwig tras Ludwig, nombres impronunciables para el argentino medio, que evocaban imágenes de germanos con grandes pelucas y corbatas, mirando fijamente y vociferando abstracciones esotéricas. Lo que Maradona simbolizaba para los jóvenes de los barrios marginales, es lo que Milei representa para los intelectuales de café de la clase media baja, que constituyen una parte no pequeña de la población argentina, y que se cansaron de ver mermados sus ingresos y esperanzas bajo las dos administraciones anteriores, que supuestamente diferían radicalmente entre sí.
Durante las últimas décadas, los intelectuales argentinos habían tomado distancia del pensador outsider, y las recientes manifestaciones por la salvaguarda de la universidad pública han llegado a despreciar la noción misma de autodidactismo asociándolo en memes con el caprichoso Elon Musk, y con la derecha, afirmando que tales inventores solitarios son parásitos de las relaciones institucionales y respetables de producción del conocimiento. Esa actitud predomina a pesar de que Argentina es el país de pensadores autodidactas como Borges, anarquistas como Osvaldo Bayer, provocadores under como Fontanarossa y Laiseca, y pintores outsiders como Berni. La era del autodidacta fue declarada muerta y condenada como fálica. Durante “la década ganada”, la nueva intelectualidad inauguró un período de escolasticismo y totemismo alrededor de los títulos universitarios, y la hiper-academización de los intelectuales, cuyos principales protagonistas suelen ser en su mayoría mujeres y feministas, y cuyos principales críticos son ellos mismos académicos (vienen a mi mente Beatriz Sarlo y Martín Kohan, entre otros).
Era tal la puesta en escena cuando apareció Milei.
El dominio de los datos económicos de Milei es semejante a su dominio de la música, a sus dudosas habilidades en sus ya lejanos días en el fútbol semiprofesional o a sus enseñanzas sobre el cosmos-orgasmo durante su etapa como gurú del sexo tántrico. Es un aficionado a todo, que pasa por Nostradamus o por los videntes que se anuncian en la puerta de un lavadero de coches; un antiguo incel, hasta que se aseguró la fama en los estudios del oligopolio mediático que motorizó las campañas de la familia Macri. Milei no entiende de lo que habla y suena más como un astrólogo de la tele, pero también por eso es querible, por razones parecidas a las que hacen de Trump un entrañable teatro kabuki de la obscenidad a los ojos de la descorazonada espectacularidad norteamericana adicta al fentanilo. Cuando se trata de política, dos décadas después de la Evita de Madonna, la autoestima argentina en cualquier área que no sea el deporte está tan destrozada como la psiquis norteamericana: la creencia en la política está muerta, gracias a la insípida pospolítica de cierta izquierda woke “políticamente correcta” y de la derecha, pero quizás particularmente debido al extremo centro, cuyos agentes de prensa se han dedicado a colonizar el discurso político tanto de «izquierda» como peronista en Argentina.
Entonces, ¿quién asesinó a la política en Argentina? La elección de Milei se basó en un sentimiento antipolítico preexistente. Primero se hizo «viral» como comentarista anti-Estado durante la pandemia, cuando Argentina tenía los confinamientos más largos del hemisferio occidental bajo la administración de Alberto Fernández. Milei se perfilaba como un «anarquista» de derechas en un país que había olvidado y enterrado las raíces anarquistas de izquierdas de gran parte de su población inmigrante y criolla; un país donde las figuras más icónicas de la izquierda mainstream, como Rita Segato, invocaban el “Estado maternal” al describir los aislamientos en la crisis pandémica. Fue durante el confinamiento, e inmediatamente después de él, cuando la alianza de base peronista, excesivamente confiada tras la humillante derrota del movimiento conservador (Juntos por el Cambio) de Mauricio Macri en 2019, empezó a perder toda coherencia interna. La familia calabresa Macri y aquellas otras que forman parte del cartel Macri volvieron a la carga, montados en los fluctuantes éxitos mediáticos sociales del gobierno de Milei. ¿Cómo ha vuelto la centroizquierda al casillero de partida? En junio de 2024, pregunté en la revista CounterPunch si esto presagiaba lo que iba a ocurrir en las próximas elecciones estadounidenses. En los últimos meses, el debate público sobre la izquierda se ha visto adornado con una gran cantidad de libros de expertos, intelectuales célebres, augures porteños de confianza y susurradores que intentan hacer la autopsia de cómo hemos llegado hasta aquí. Un ejemplo claro de esta literatura es Está entre nosotros. De dónde sale y hasta dónde puede llegar la extrema derecha que no vimos, de Pablo Semán. Semán es un oráculo que habla a los incrédulos con un tono compartido de aversión y condescendencia hacia los que estaban frustrados y echaban espuma por la boca en los años de la presidencia de Alberto. Vaticinadores biempensantes como Semán intentan responder a la pregunta de cómo la derecha dura se gestó y despertó, como un demonio, en medio de la muchedumbre. Pero hay otro examen menos cómodo que emprender: ¿por qué una versión tan diluida de la centroizquierda peronista había primero recuperado el poder, sólo para ser destruida por Milei?
Estas preguntas requieren que hagamos una regresión en el tiempo hasta las elecciones de 2019. La aplastante derrota de Macri –celebrada durante días por eufóricas movilizaciones de masas– tenía varias fuerzas impulsoras:
1) Inicialmente, los votantes habían expresado una disidencia, no «de género» sino contra el autoritarismo de Macri. Por ejemplo, el hecho de que Macri recurriera a la agencia tributaria para clausurar a los críticos de la prensa, como el Buenos Aires Herald; que tratara de reescribir los libros de historia y las exposiciones de los museos, con el objeto de borrar las condenas a la pasada dictadura; y que legislara mediante vetos y decretos para eludir el Congreso. Durante esos años, una policía militarizada reprimió con balas de goma a los manifestantes que se oponían al recorte de las pensiones. Todo esto está teniendo ahora una réplica en Argentina con el encarcelamiento arbitrario de activistas por parte de Milei. Fernández hizo entonces campaña como restaurador de las libertades civiles democráticas, aunque reculó en materia de libertad de expresión. En ese punto, el lenguaje del antimacrismo perdió su coherencia inicial de antiautoritario.
2) Milei encabezó la única rebelión en contra del “gradualismo” neoliberal. Los votantes rechazaron la receta de la austeridad como antídoto adecuado para la crisis financiera, sin saber que Fernández continuaría esa política de la centroderecha a una escala más suave, obedeciendo al FMI, mientras insistía a lo Thatcher en que “no hay alternativa”. Esto reforzó la afirmación de Milei de que la raíz de la miseria en Argentina no es la austeridad neoliberal en sí, sino el “gradualismo” o los “guantes de seda” con que sus predecesores habían aplicado las fórmulas neoliberales, careciendo de suficiente “terapia de shock” (lo que Milei popularizaría como “la motosierra”).
3) Una revuelta contra la insipidez del discurso de gestión. La pulida derecha de Macri pretendía desplazar a la política, utilizando la tecnocracia para forzar el fin de la era de las luchas ideológicas, un periodo que había muerto en el resto del mundo, pero que persistía con vestigios en Argentina. Fernández se limitó a sustituir el discurso gerencial macrista por un lenguaje «políticamente correcto y posmodernista, que apenas sonaba distinto.
4) Tras conseguir la victoria en 2019, los peronistas de centro no supieron seguir canalizando estas energías de descontento popular. Milei aprovechó con acierto estas reservas.
Post-ideología y regreso al mapamundi precolombino
Parte del proyecto neoliberal de la derecha de “insertar de nuevo a Argentina en el mundo”, desde Macri a Milei, consiste en eliminar la “burocracia” de las políticas económicas proteccionistas del peronismo. El proteccionismo nacionalista argentino está reñido con el moderno proyecto internacionalista latinoamericano del Mercosur (un mercado común sudamericano). El sistema concebido por Perón en la década del 40 fue aplicado por generaciones posteriores de dirigentes que soñaban con establecer algún día en Argentina una autarquía cerrada en sí misma, encabezada por una burguesía nacional que el peronismo había intentado fundar, sin conseguirlo, mediante la elevación de los obreros domésticos a niveles de bienestar y educación de clase media. Hubo proyectos comparables a este paradojal «encapsulamiento modernizante» en la Turquía de Atatürk. La esperanza del peronismo era convertir a los obreros peronistas en dirigentes empresariales conscientes y patriotas argentinos, que a su vez fueran pioneros de nuevas industrias nacionales, creando así empleo digno de masas y una alternativa al modelo económico agroexportador, cuyos intereses habían defendido tradicionalmente los militares golpistas y los terratenientes neofeudales.
Esta visión –no una cosmovisión– tiene sus raíces en una época en la cual la mayor parte de América Latina estaba tecnológicamente muy por detrás de una Argentina en pleno proceso de industrialización, por lo que tenía sentido no pensar en términos de una economía de intercambio industrial pan-sudamericana. Pero hoy eso es posible: tener un Mercosur que sea más que una pomposa declaración sobre papel podría contribuir a bajar los precios, sin sacrificar la calidad de los productos en nombre de un proteccionismo estrictamente argentino.
En última instancia, el ensimismamiento anacrónico ha expuesto a Argentina a una mayor dependencia de fuerzas ajenas: China por un lado, el FMI y los prestamistas occidentales tradicionales por otro. El kirchnerismo se contentó con un impotente proyecto de cruzada legal totalmente simbólico de «cazar» las cuevas ajenas donde Macri había escondido el dinero del préstamo del FMI a pesar de que la centroizquierda no dispone de servicios de inteligencia para llevar a cabo tal trabajo de detective. Diputadas como Natalia de la Sota acabaron pidiendo al FMI que se investigara a sí mismo.
El más dominante rasgo del proyecto neoliberal argentino de «reinserción» de Argentina en el amplio mundo globalizado, era forzar a Argentina a aggiornarse con lo que se llama la “era post-ideológica”: en la que el proceso político democrático y los debates son inútiles, impotentes frente al ímpetu y los deseos de una oligarquía tecnológicamente alfabetizada. El partido de Macri, que hoy respalda e influye en Milei, se esforzó por lograr una «actualización» en la que Argentina se sumara por fin al consenso mundial posterior a la Guerra Fría, donde los países no deben ser gobernados, sino «administrados», preferentemente con la ayuda de diferentes ONG, policías militarizadas, departamentos de RR.HH., drones, IA y otros dispositivos que desactivan los desafíos planteados por sindicatos y votantes.
A pesar del papel innovador de Argentina en el subcontinente latinoamericano, y como productor mundial de alimentos (precisamente en un momento en que Ucrania ya no puede funcionar como “granero del mundo”), el Estado no tiene, en este momento, una política exterior discernible. Argentina también sigue siendo uno de los pocos países donde el progresismo de centroizquierda suele identificarse con los adjetivos «nacional» y «nacionalista» en lugar de «internacionalista» Todo el debate aquí se reduce al enfrentamiento local entre fuerzas peronistas y antiperonistas, de las que Milei no es más que la última emanación TikTok.
El fracaso de los intelectuales de centroizquierda anteriores a Milei
Los intelectuales de la era kirchnerista habían intentado colmar las lagunas de una sociedad desgarrada por las luchas partidistas. Renovaron el peronismo aplicando una política de apaciguamiento de las clases medias secularizadas de Argentina, basada en la imagen, apelando a ese sector social principalmente a través del lenguaje de la política sexual y del género, al tiempo que infravaloraban las realidades de clase. Esto dio lugar a una sensación de orfandad experimentada por las capas más pobres, que en su día fueron atendidas tradicionalmente por las organizaciones sociales militantes del peronismo. Ese desamparo político, causado por el nuevo matrimonio del peronismo con un electorado de clase media urbana ilustrada que en el pasado había apoyado con vehemencia a los Estados policiales antiperonistas, allanó el camino para el auge de Milei entre los resentidos. Los mismos que antes se veían en Perón y en Maradona, ahora se veían en Milei. En la pandemia, cuando el Estado-nana dio un giro draconiano, feministas como la antropóloga argentina Rita Segato –cuyas citadas palabras desplazaron a las de Jorge Luis Borges en los edificios ministeriales– empezaron a hablar en los medios de comunicación de un “Estado maternal”, o de un «Estado maternal» del confinamiento, al elogiar la aplicación de cuarentenas prolongadas, en contraste con el rudo individualismo y el machismo de hombre Marlboro del libre mercado (encarnado por Milei, Musk y otros). La izquierda ya no tiene ninguna asociación positiva con ninguna figura masculina como en su día la tuvo con Ernesto Guevara, que hoy habría sido destruido por las acusaciones feministas de haberse acostado con adolescentes cuando era un joven mochilero en moto por Centroamérica. Figuras como Segato debían sus tribunas a los medios de comunicación partidistas peronistas. Aquí, un Estado nominalmente justicialista, que funcionaba como el inverso del Estado de bienestar «obrerista» de Perón, oprimía a la masa proletaria precarizada que sobrevive mediante el trabajo informal, negándoles el derecho a ganarse la vida dentro de las zonas blancas –o al menos grises– de la economía, todo ello mientras los medios oficiales denunciaban la “masculinidad tóxica” de quienes cuestionaban el consenso Fernández-Fauci. Fauci, asesor de siete presidentes estadounidenses y director de los institutos nacionales de salud de EE.UU., ha desempeñado hasta cierto punto un papel fundamental, al haber moldeado las vidas de los argentinos durante la pandemia. Conocido por su declaración cristológica “Yo soy la ciencia”, Fauci es defendido por los demócratas estadounidenses como una égida moral desde que los comités republicanos han intentado investigar y procesar al inmunólogo. Como principal investigador del mundo en estrategias de “biodefensa” –implicadas con el ahora infame laboratorio de Wuhan–, Fauci ha sido durante mucho tiempo ampliamente temido como una figura que hace o deshace las carreras de científicos alrededor del mundo que necesitan solicitar subvenciones. Alberto Fernández tomó su estrategia de respuesta covidiana al pie de la letra del modelo recetado por Fauci, quien simultáneamente promulgó campañas persecutorias contra los científicos biomédicos de Oxford y Stanford –como los doctores Sunetra Gupta y Jay Battarcharya– que recomendaron una respuesta diferente que hubiera tenido más en cuenta las necesidades materiales de la población del Sur Global empobrecido (incluyendo América Latina). Estos científicos no llegaron a tener eco en nuestro rincón del Sur, entre tanta centroizquierda peronista que había empezado a abrazar los valores de la clase media tecnocrática «de buen gusto» (similar a los demócratas estadounidenses que se unieron detrás de Fauci, a quien ensalzaron y elevaron como ícono anti-Trump a pesar de que había sido funcionario de Reagan). Por supuesto, para muchos en la izquierda, (incluidos algunos editores argentinos de Le Monde Diplomatique) la respuesta pandémica de Fernández fue demasiado suave y flácida, y las cuarentenas muy escasas como para terminar de leer todo Hegel. El kirchnerismo argentino durante la pandemia estaba convencido de que, si Macri hubiera ganado, habría tenido una respuesta a la pandemia idéntica a la de Bolsonaro, y contraria a la de aquellos demagogos que explotaron la peste por su potencial autoritario: como hicieron Netanyahu y Macron en sus respectivos países. En esta moralización y especulación partidistas de la sanidad, los peronistas de centro argentinos y los demócratas estadounidenses –normalmente rivales geopolíticos– comenzaron a parecerse.
El discurso moralista de Fernández y sus partidarios contra los jóvenes que transgredían las reglas covídicas también engalanó el atractivo de Milei, que extrañamente perdura. Sin embargo, el autoritarismo de Fernández no se limitó a los cierres patronales durante una crisis que ningún gobierno del mundo sabía cómo afrontar. En un intento desesperado por impresionar a la juventud, el anterior gobierno dio cabida a la peor tendencia de la izquierda identitaria, que es anular la cultura. El antiguo Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad (desechado por Milei), que entonces recibía el 3,4% del PBI, aplicó una nueva ley literalmente esotérica contra la “violencia simbólica” que podía utilizarse fácilmente para censurar el arte y la palabra en el espacio público y en la prensa. Surgieron disidentes como la influencers de YouTube Valentina Ortiz (del podcast La Entropía de Valen) y Roxana Kreimer, cuyas series masivamente populares explicaban a una audiencia de –en conjunto– más de un millón de suscriptores (Kreimer tiene alrededor de 666.000) cómo se estaban erosionando las garantías constitucionales del debido proceso una vez que las feministas radicales comenzaron a aplicar una versión argentina del activismo legal estadounidense de los años ochenta, al estilo Catharine Mackinnon y Andrea Dworkin. Una gama de artistas populares fueron cancelados, mientras que el castellano «de género neutro» se convirtió en el idioma oficial de las burocracias. Era como si intelectuales comprometidos estuvieran tomando recetas de un libro de cocina de Weimar: fomentando la paranoia sexualizada en sociedades rurales conservadoras cuyos miembros ya sentían que el futuro estaba perdido en un caos inflacionario.
El feminismo ha reconfigurado los espacios políticos en Argentina, a veces de forma necesaria. Pero es impopular señalar que esto probablemente alienó a algunos obreros que luego se convirtieron al mileísmo. El feminismo argentino fue uno de los pocos movimientos opositores que pudo atemperar las tácticas represivas de la era Macri y aún dominar las calles mientras otras protestas –de periodistas de Télam, de obreros, de jubilados y trabajadores estatales despedidos– recibían balas de goma y a veces perdían sus globos oculares en las barricadas. Las marchas contra la austeridad macrista se saldaron más a menudo con participantes hospitalizados. (Considérese, por ejemplo, la represión en contra de las movilizaciones contra los recortes masivos a los jubilados, que fueron manifestaciones que no defendían exclusivamente a la ciudadanía que propugnaba la nueva ideología de reformar las relaciones entre varones y mujeres o el género en el lenguaje)
Esta disparidad se debió al simple hecho de que las mujeres no son una cuestión estrictamente partidista. La policía que mató a activistas patagónicos como Rafael Nahuel, estaba demasiado sigilosa y cauta ante la alta probabilidad de que la hija de un juez, un terrateniente o un legislador estuviera entre las mujeres que coreaban “¡muerte al macho!” en múltiples manifestaciones. Ese cálculo provocó una mayor cautela del aparato represivo a la hora de disparar: una rara tolerancia que fomenta aún más la primacía de la política sexual sobre todas las demás culturas de protesta. Se trata, por supuesto, de una tesis muy impopular, de las que rara vez se oyen en el discurso público de un país donde los intelectuales blancos de izquierdas (personas que han leído a Lacan y Žižek en el subterráneo desde la escuela secundaria y que han frecuentado el Teatro Colón) compiten por que se les oiga citar a un Diego Maradona semianalfabeto para ganar popularidad y demostrar que están en la onda. Muchos de estos intelectuales encontraron empleo y fama durante el gobierno de Alberto Fernández. Para ellos, la gloria estaba garantizada, siempre que se cumplieran algunas salvedades:
1) Que no se cuestionara la naturaleza jerárquica de la organización política peronista.
2) Que el estatus sacrosanto de los confinamientos faucistas quedara incuestionado.
3) Que la utilidad de las políticas identitarias –que en el caso argentino tienen que ver sobre todo con la sexualidad, el género y el feminismo– como medio para asegurar las simpatías de la clase media por el peronismo, siguiera siendo vista como la panacea que nunca fue.
4) Que la tendencia repetida de Cristina Fernández de Kirchner de elegir siempre a un liberal de centroderecha (pro-austeridad) como su sucesor en la dirección del movimiento peronista, se consideraría sabia, y nunca se debatiría, a pesar de que condujo a una derrota catastrófica tres veces seguidas.
5) Existe un «artículo de fe» aún más inquebrantable en el peronismo contemporáneo: cuando se trata de la política de la memoria en relación con la última dictadura, uno debe empezar a contar los desaparecidos y los crímenes de las juntas sólo a partir de 1976, y nunca empezar a contar a partir de 1974, cuando Isabel Martínez de Perón, viuda del difunto general heterodoxo, dirigió junto a López Rega su implacable campaña para eliminar a los elementos marxistas y rojos del movimiento mediante censuras, desapariciones forzadas, torturas y asesinatos selectivos que sirvieron de ensayo general para el golpe de Videla del 76.
Todo ello constituye una larga lista de ortodoxias que hay que digerir antes de ejercer las funciones de «intelectual público» dentro de unos límites asfixiantes. Sin embargo, la aclamada Universidad de Buenos Aires ha logrado inculcar precisamente ese «nuevo sentido común» generalizado entre los progresistas. Como resultado, los intelectuales ya no resuenan entre el público plebeyo como antes, en un país conocido por prodigar artistas vanguardistas y escritores autodidactas de todos los estratos sociales. Dada la autocensura y el progresismo del «intelectual público» hegemónico-académico argentino, no es de extrañar que un fanfarrón free-lance e ignorante como Milei haya tenido la ocurrencia de presentarse como un nuevo Galileo Galilei.
Antes de ser elegido presidente, Milei logró convertirse en el equivalente sudaca de lo que Jordan Peterson es para el Norte Global: el intelectual que nos merecemos, un hombre de traje, experto en medios de comunicación y redes sociales, que aprovecha los miedos de las élites y las frustraciones populares sobre el giro autoritario de la meritocracia, un flautista de Hamelin que no te preguntará tu pronombre y que se basa eficazmente en una paranoia creciente en la imaginación popular, y que ahora asocia el poderoso «extremo centro» con la izquierda marginal. A figuras como Chris Rufo, Milei y Peterson se les oye echar humo contra un establishment tecnocrático censor, mientras pretenden que los comisarios de Recursos Humanos –todos ellos capitalistas hasta la médula– encarnen hoy un espectro de la pasada, muerta y enterrada izquierda marxista-gramsciana.
Estos animadores se guían por ilusiones. Hoy en día, los conservadores quieren creer que aún hay una batalla significativa contra un auténtico enemigo “comunista” ahí fuera. Son como el soldado israelí que pretende que los pibes hambrientos de Gaza son el equivalente del monolítico Tercer Reich que acabó con sus antepasados. Es un ansia desesperada de un enemigo desalentador que ya no existe. La centroizquierda populista del peronismo se ha estado matando y castrando a sí misma desde los días de Isabel Martínez de Perón. Este proyecto se ha cerrado recientemente: hacia el final de la administración anterior, apareció Una casa sin cortinas, un documental pro-peronista sobre “Isabelita”, que apenas menciona cómo fundó el escuadrón de la muerte de la Alianza Anticomunista Argentina (la Triple A), que más tarde se volvió contra ella en 1976. El film concedió a Isabel un rol de camafeo tardío y, como era de prever, recibió críticas muy favorables en festivales y en la prensa de centroizquierda, por lanzar a una exdictadora como víctima incomprendida del patriarcado. Sin duda, hay más factores que propulsaron el ascenso de Milei que solamente los excesos victorianos del feminismo argentino del siglo XXI (aunque éste último es el factor que más cuesta abordar dentro de ámbito progresista). Explayarse en cada faceta del mayor fracaso en la historia peronista –que permitió la «primavera libertaria» tras el balotaje de 2023– requiere mucho más que una nota. Sin embargo, falta problematizar las afirmaciones sostenidas por un sector muy visible de la progresía: el mismo que intenta explicar la génesis de Milei como una simple revancha machista de jóvenes mezquinos en contra del feminismo. En la Argentina de hoy pulula el eco corrosivo de los demócratas estadounidenses, que buscaban reivindicar a Hilary Clinton después del fracaso previsible del 2016, y a Kamala Harris después de la aún más devastadora derrota ante Trump de este año, culpando a la “masculinidad tóxica” y a la “desinformación online” que circula gracias al supuesto “exceso” de libertad de expresión.
La derecha radical desea creer que la izquierda aún prospera, y que somos más grandes, mejores y más serios de lo que somos. Si tan sólo pudiéramos estar a la altura de su fantasía, si tan sólo encontráramos la manera de ser lo que Mariátegui y Gramsci habrían querido que fuéramos… Si así fuera, ¿habríamos oído hablar de Milei?
Arturo Desimone