Fotografía: Cristina Pérez junto a su escultura El velorio de la cruz. Serie “La Cruz, el Cuerpo y el Rito“, 2002, técnica mixta, 195 x 155 x 15 cm. Así la describe la autora en su página web: “Esta obra forma parte de una serie de trabajos inspirados en los sincretismos religiosos. Nacida de los cruces entre las creencias populares religiosas y el folclore andino junto a elementos de la cosmovisión de los pueblos originarios en relación a los conceptos de la vida, muerte, femenino, masculino, rural y urbano. Recrea los estilos decorativos que habitan los santuarios populares, cementerios, ermitas y altares en las fiestas campesinas de la cordillera de los Andes extrapolando elementos de ese lenguaje para interpelar las ideas de lo sagrado y lo pagano“.




El lunes 20 por la tarde, en Mendoza, al grito de “¡Viva Cristo Rey!” y “¡Viva la Virgen!”, una horda fanática y filistea del integrismo católico destruyó con saña las obras que Cristina Eliana Pérez y otras artistas plásticas habían llevado al Espacio de Arte Luis Quesada del CICUNC, Universidad Nacional de Cuyo. Entre ellas, El velorio de la cruz, la bellísima escultura de Pérez que puede apreciarse en la fotografía de portada (para más detalles, véase también el epígrafe).

La muestra colectiva 8M: Manifiestos Visuales ha sido organizada por la Facultad de Artes y Diseño con motivo del Mes de las Mujeres y el Mes de los Derechos Humanos, teniendo como finalidad visibilizar –desde una perspectiva de género abierta al pensamiento crítico y la praxis emancipadora– la opresión patriarcal y las luchas feministas. Fue inaugurada el 7 de marzo, la víspera del Día Internacional de las Mujeres. Más de treinta artistas de la FAD –profesoras, alumnas y graduadas– se sumaron a la convocatoria. Dadas las circunstancias, quisiera mencionarlas a todas, por el orden alfabético de sus apellidos: Verónica Analía Aguirre, Luciana Altamiranda, Verónica Arguello, Mariana Baizán, Cecilia Bielli, Viviana Carrieri, Claudia Castello, Janet Castro, Celia Chiarpotti, Liliana Cimino, Patricia Colombo, María Paula Funes, Rocío Funes, Ida Ana Gajardo Trapp, Stella Maris Galdeano, Paulina Gervasi, Andrea Lorca, Marcela Manzur, Carolina Eva Martínez, Laura Migliore, Melisa Montenegro, Mara Morón, Luisa Olguín, Ivana Palma, Daiana Pavéz, Marta Paz, Ana Silvia Peralta, Fabiana Pereira, Cristina Pérez, Ana Clara Picco Hoses, Clara Ponce, Rosana Quiroga, Yamila Quiroga, Verónica Sguazzini Ana Paula Soto y Ailén Vera.

Tras varios días de intenso agite y tropelías en las redes sociales (ultimátum de remoción de todas las “imágenes blasfemas”, recolección de firmas para nota de reclamo, exigencia de “pronta renuncia de la rectora” y “pedido público de disculpas”, arengas impacientes a la «justicia por mano propia», comentarios injuriosos y calumniosos de toda laya, amenazas veladas y explícitas), los trolls y haters del ultramontanismo menduco decidieron pasar a la acción. Los Católicos Autoconvocados de Mendoza por Imágenes Blasfemas en la UNC –así dieron en llamarse– irrumpieron en la muestra colectiva como los vándalos de Genserico en Roma. Me rectifico: primero, coparon el lugar en tensa calma (la calma que precede a la tormenta); luego, rezaron el Santo Rosario y la Coronilla de la Misericordia “en reparación y desagravio”, tal como habían anticipado que harían; y finalmente, alcanzando el clímax de su dantesco espectáculo de fetichismo religioso (fetichización del arte disidente feminista en términos de demonización literal, vale decir, en términos de «posesión diabólica» lisa y llana), desataron su barbarie devastadora redentorista-punitivista, entre vítores y aplausos. Tarea cumplida: la Virgen María estaba vengada.

Que la UNCuyo sea una universidad pública y no una universidad privada confesional, les importó un bledo. Derribaron y destrozaron siete obras de arte simplemente porque no les gustaban, porque «ultrajaban» sus creencias religiosas. O sea, porque no aceptan convivir en una república laica, porque sienten nostalgia por la teocracia, porque se arrogan una misión de «policía de la moral». Sin ninguna representatividad democrática, asumen tener un «poder de veto» sobre la sociedad civil y el estado. A título ilustrativo, mencionemos que uno de los cabecillas intelectuales del Beeldenstorm cuyano-tridentino (Santiago Hernán Vázquez, docente de Filosofía y Letras e investigador del CONICET) clamó por la “protección de nuestra patria católica”, una consigna que remite a los mitos conspiranoicos estructurantes del nacionalismo argentino de derecha, «gendarme espiritual» de una argentinidad esencializada y confesionalizada.

En esto consiste la «libertad religiosa» que reivindica la derecha ultramontana: la vandalización del arte en nombre de la ortodoxia de la fe, la censura a través de la violencia simbólica y la intimidación mafiosa, el amordazamiento de la libertad de expresión por medio del accionar de una turba anacrónica de inquisidores en «guerra santa» contra la «modernidad impía». Como buenos agentes del Santo Oficio que son, ven «herejía», «satanismo» y «blasfemia» hasta en la sopa. Salidos de una máquina del tiempo, pugnan por resucitar el Concilio de Trento y restaurar la Contrarreforma, como en la España franquista.

Es el mismo sector reaccionario que, en San Rafael y Malargüe, ha protagonizado la cruzada antimapuche, súmmum del racismo patriotero. Y es el mismo sector que combate a muerte la ESI, el aborto legal, la laicidad escolar, el matrimonio igualitario y la conmemoración del 24 de marzo. Su intolerancia, su oscurantismo, su fundamentalismo religioso, son dignos de Torquemada y el Medioevo. En ese sector, descuellan personajes inefables como Daniel Giaquinta y Andrea Greco, aparte del ya mencionado Santiago Vázquez.

Giaquinta, quien encabezó la ceremonia religiosa «antiblasfemia» en el CICUNC, quien dijo “¿Vieron que la provocación blasfema nos mueve a la reacción que están buscando: la violencia física?”, es un profesor de la UCA (Mendoza) formado en la Universidad de Navarra, institución privada católica que funge como uno de los grandes bastiones educativos del Opus Dei a nivel internacional. Se dedica también al coaching corporativo en «comunicación interpersonal», en el marco de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa de Mendoza. Más inquietante aún es saber que ha dado muchos cursos de Retórica en la Facultad de Derecho de la UNCuyo, y que al día de hoy es empleado de la Legislatura provincial, donde se desempeña como capacitador de planta en la Escuela de Gobierno. Peronista ortodoxo, autor del libro La oratoria en Perón (2019), al menos hasta hace unos días mantenía excelentes relaciones con el bloque del PJ y trabajaba en la oficina del senador justicialista Rafael Moyano (una «minucia» que el kirchnerismo mendocino ha preferido cubrir con un manto de piedad, para concentrarse en las críticas a la inacción y tibieza de las autoridades radicales de la UNCuyo respecto a la vandalización de 8M: Manifiestos Visuales). Moyano habría resuelto despedir a Giaquinta, según trascendió. Pero en todos estos años, nadie podía ignorar en la Legislatura –ni peronistas, ni radicales– su ideología cavernícola, que militaba a plena luz del día y con estridencia. Es penoso constatar cómo la lógica de la politiquería, el faccionalismo y la demagogia conducen a una «criticidad» ventajeramente selectiva: al adversario se les cuentan todas las costillas, y ninguna al sector propio.

Pero volvamos a Giaquinta y su incitación flamígera al castigo iconoclasta, en nombre de Jesucristo Nuestro Señor y su Santa Madre Iglesia: “Hay un exorcismo. La Iglesia los divide en dos: los sacramentales y los oficiales. Los oficiales los hacen los curas por mandatos del obispo. Y hay unos sacramentales para el papá y la mamá en la casa, cuando hay ciertos males, cuando hay tortura de niños, aborto, cuando hay blasfemia oficial instituida por la autoridad”. Más claro, échenle agua (¡pero que sea bendita!). Colabora con Adelante la Fe, una página web recalcitrantemente católica y antimodernista. Allí ha publicado artículos como “Lo blandengue dentro de la Iglesia”, “La tibieza como sustancia del catolicismo moderno”, “Tecnología y magia en las manos del Anticristo” y el premonitorio “La herejía de la imagen. A mayor necedad, mayor manipulación”. Leer sus invectivas –saturadas de dogmatismo teológico, moralismo maniqueo y profetismo apocalíptico– es un auténtico descensus ad inferos. Para él, no hay un solo resquicio de la modernidad donde no aceche la Bestia de la depravación y perdición.

Otra de las «luminarias» del integrismo católico mendocino que instigó el ataque vandálico a la muestra 8M: Manifiestos Visuales es Andrea Greco, profesora de Historia, quien ejerce la docencia en San Rafael. Vinculada al tristemente célebre Instituto del Verbo Encarnado, ha adquirido notoriedad en estos últimos meses por su enconado activismo racista y patriotero antimapuche, tanto como columnista pseudoexperta y divulgadora estrella de la prensa hegemónica, como conferenciante predilecta de las «fuerzas vivas». El domingo pasado, publicamos un artículo de Florencia Roulet donde esta historiadora –reconocida académica y especialista en el estudio de la frontera austral de Cuyo durante el período colonial– refuta con gran solvencia los sofismas negacionistas de Greco al servicio del lobby terrateniente-empresarial antimapuche. Lo cierto es que, desde San Rafael, Greco movió el avispero, contribuyendo a caldear los ánimos con este tuit: “La Universidad Nacional de Cuyo, en el Rectorado (ciudad de Mendoza), ha organizado esta exposición que, con la excusa del arte y los derechos de las mujeres, en realidad agravia atrozmente las creencias religiosas de gran parte de la población”. A los efectos de viralizar su mensaje, agregó los hashtags victimizantes #cristianofobia y #anticatolicismo. Al parecer, Greco fue también una de las autoras de la prepotente nota presentada al Rectorado. No está de más mencionar que Greco también colabora con el sitio Adelante la Fe, con catilinarias antimodernistas similares a las de Giaquinta. Como dice el refrán, Dios los cría y ellos se juntan.

El brote de histeria colectiva del lunes 20 fue una especie de «hoguera de vanidades» a lo Savonarola, con mucha furia pacata y mojigata contra el arte «decadente» y «pecaminoso», pero sin metodología incendiaria, y sin nada de rebeldía antisistema, u hostilidad plebeya hacia la riqueza concentrada (no hubo aquí ningún popolo minuto enemistado con el popolo grasso, como sí lo hubo en la Florencia renacentista del siglo XV). La iconoclastia cuyana de hace unos días tuvo aditamentos tragicómicos verdaderamente grotescos. Por ejemplo, histriónicos rezos en latín (¿solo tradicionalismo preconciliar, o también un poco de sobreactuación victimista?), enardecidas invocaciones a San Miguel Arcángel para que descienda de los cielos con su espada vindicatoria y sus huestes angélicas, e incluso un improvisado rito arcaizante de –cito textualmente a los protagonistas– “exorcismo sacramental”. Todo eso debidamente sazonado con exhortaciones inflamadas a “romper el demonio de la blasfemia”, o “quitarnos de encima al demonio de la blasfemia”, como informara El Otro Diario. Una ideología y un modus operandi que hacen recordar a los talibanes que dinamitaron a los Budas de Bamiyán en Afganistán, o a los yihadistas de Estado Islámico que destruyeron a mazazos todo cuanto hallaron en los museos y sitios arqueológicos –museo de Mosul, ruinas de Palmira, etc.– asociados al patrimonio histórico «pagano» del Cercano Oriente (léase: politeísta preislámico).

En broma, o no tanto, podemos preguntarnos: ¿qué era lo que estaba «poseído por el mal»? ¿El arte feminista o la sed iconoclasta de sus detractores? ¿Cuál era el «demonio» a «exorcizar»? ¿El de la «blasfemia» o el de los vándalos? ¿El de la «ideología de género» o el de Genserico y su soldadesca barbárica?

Como era de esperarse, el Arzobispado de Mendoza, luego de haber contribuido –y no en poca medida– a soliviantar el rebaño de fieles con sus quejas tremendistas, desautorizó los destrozos y el exorcismo, calificándolos de extremistas, a través de un comunicado de la Pastoral Social. La típica duplicidad: tirar la piedra y después esconder la mano. Por lo demás, el repudio del hecho consumado tuvo esa escasa contundencia de todo lo que se hace a destiempo y a desgano, amén de que incluyó «atenuantes» rayanos en la justificación (leyendo entre líneas, algo así como un ¿Qué esperaban? Esas feministas se la buscaron con su arte obsceno y sacrílego…). Una amiga me dijo: les escandaliza más una Virgen desnuda que un cura pedófilo. Tiene razón.

Vázquez, otro de los personajes que engrosaba la patota inquisitorial declaró a la prensa: “El general San Martín ordenaba castigar con azotes a los que blasfemaban a la Virgen María, incluso traspasarles la lengua con un hierro candente. De manera que exigimos a las autoridades que retiren la muestra blasfema”. Say no more… Una digresión: recuerdo que hace varios años, en uno de los tantos debates por la laicidad escolar en Mendoza, donde había intervenido con una columna de opinión, la profesora Greco me salió al cruce desde San Rafael –baluarte del Verbo Encarnado– con una diatriba que remató con una alusión «sanmartiniana» casi idéntica, claramente intimidatoria (la perforación punitiva de la lengua «con hierro candente» por el «pecado de blasfemia», algo que prefiero considerar virtud de parresía).

Cuando suceden hechos tan graves, ominosos y aciagos para la libertad de expresión como los del lunes 20 en la UNCuyo, me acuerdo cuando las agrupaciones progresistas de Filosofía y Letras nos trataban de locos izquierdistas a quienes decíamos que no era buena idea eso de estar militando la re-re-reelección de un decano de derecha (Adolfo Cueto) en alianza non sancta con el catolicismo ultramontano (AEFyL). No entendíamos las sutilezas de la «guerra de posiciones» de Gramsci, nos sermoneaban (y los sermones fueron lo de menos, entre todo lo que nos espetaron: chicanas, agravios, calumnias, etc.). El tiempo nos va dando la razón… Ojalá algún día hagan autocrítica: seguirle el juego al tokenismo no era el camino. Cada vez que la serpiente de la ultraderecha católica hace de las suyas en la UNCuyo, como pocos días atrás, no nos olvidemos de cuándo, dónde y cómo se incubó el huevo, y quiénes lo incubaron con sus acciones y omisiones de Realpolitik. Lo ocurrido el 20 de marzo es el resultado de años de «lavado de cara» político-institucional a los grupos católicos fascistoides enquistados en la UNCuyo, en nombre del «pluralismo democrático», la «construcción de consenso» y la «articulación transversal». Todo por alguna que otra migaja, alguna que otra secretaría… ¿Escucharon hablar del greenwashing, del purplewashing, del pinkwashing, del blackwashing? Bueno, en la UNCuyo llevamos muchos años de yellowashing, si me permiten el neologismo. Lo que pasó la tarde del lunes 20 es, en buena medida, el corolario de un progresismo pragmático y acomodaticio que hizo mucho yellowashing durante mucho tiempo. Le dieron alas a la extrema derecha, y la extrema derecha –¡eureka!– está volando. ¿Las serpientes vuelan? Esta parece que sí…

En cuanto a las autoridades de la UNCuyo, su primera reacción dejó mucho que desear… El comunicado de la rectora y el vicerrector fue tan tibio, tan timorato, tan edulcorado, tan salomónico, tan funcional a la impunidad de la derecha católica integrista, que dio vergüenza ajena. Tratándose de un texto brevísimo, prácticamente un telegrama, podemos citarlo completo: “La rectora Esther Sánchez, el vicerrector Gabriel Fidel y autoridades de la Universidad Nacional de Cuyo condenan todo tipo de violencia y llaman al diálogo. La UNCuyo, con su pluralidad de ideas, visiones y pensamientos ofrece su espacio para la reflexión. Llama a la escucha y a aceptar las diferencias en paz. La misión de producción de conocimiento y formación de personas sólo puede llevarse adelante en un ambiente pacífico y de debate sincero donde el reconocimiento del otro y de sus ideas permita innovar y aportar soluciones que unan y no que distancien”. ¿Se acuerdan de lo que decía acerca del yellowashing? Bueno, aquí tienen otra prueba más, recién salida del horno… El rectorado de la UNCuyo se asemeja a esos liberales blancos biempensantes de Estados Unidos que, en los años 50 y 60, cuando había un atentado terrorista contra una iglesia bautista o un micro escolar de la comunidad negra del Sur, y morían o resultaban heridas decenas de personas inocentes, llamaban a los dos bandos a «reconciliarse» y «aprender a convivir en paz y concordia», equiparando a Martin Luther King con el Ku Klux Klan.

La postura inicial del Rectorado de la UNCuyo podría definirse, pues, como una suerte de teoría de los dos demonios, igual que la del Arzobispado de Mendoza. Luego, ante las críticas recibidas por izquierda, fue evolucionando con oportunismo hacia una posición no tan escandalosamente equidistante, algo más progre, aunque tampoco lo suficientemente enérgica en la condena del ataque fundamentalista contra la libertad de expresión. La rectora se reunió con la decana de la FAD y las artistas damnificadas, se solidarizó con ellas y anunció en conferencia de prensa que se iniciaría un sumario administrativo y acciones judiciales contra los responsables del atentado. También manifestó que la muestra seguiría adelante a pesar de los daños sufridos, en consonancia con lo que ya habían acordado las artistas. Sin embargo, no hubo ningún cuestionamiento o pedido de explicaciones del Rectorado –público al menos– a la Iglesia católica, cuando es vox populi que diversos grupos e instituciones de dicha organización fogonearon durante días el estallido iconoclasta, incitación vehemente que merece –como mínimo– los calificativos de intolerante e irresponsable.

Toda la verdad sea dicha: Sergio Rosas, secretario de Extensión y Articulación Social de la FAD y curador de la muestra, declaró a la prensa que, horas antes del ataque, había alertado a sus superiores del peligro que acechaba, y les había solicitado que la seguridad fuera reforzada. Circulaban rumores, existían indicios de que Cristianos Católicos Autoconvocados podían extralimitarse, ir más allá de un rezo pacífico. Evidentemente, las autoridades universitarias no le hicieron caso. Y hasta ahora, que yo sepa, no hubo ningún mea culpa en tal sentido. Podemos conjeturar si hubo «zona liberada» por complicidad ideológica (hipótesis pesimista) o solo por desidia burocrática (hipótesis «optimista», por llamarla de algún modo), pero, en cualquier caso, esa actitud pasiva de laissez faire merece reprobación. Acotemos un «detalle»: las obras de la muestra no estaban aseguradas… La UNCuyo debió hacerlo, pero no lo hizo.

Cuando Rosas, enterado de los destrozos, llegó presuroso al Espacio de Arte Luis Quesada, le vociferaron “negro”, “puto” y “cuca”. También lo amenazaron con frases como “ya sabemos dónde vivís”. Entrevistado por Página/12, el curador de la muestra aportó otro dato surrealista: el guardia uniformado de seguridad privada, que en su soledad –es cierto– poco podía hacer para frenar a medio centenar de iconoclastas exaltados, optó por sumarse a sus plegarias. Su inacción es disculpable, hasta cierto punto; no así su participación espontánea en un rito religioso que, más allá de violar la laicidad de la UNCuyo (Estatuto Universitario, arts. 1 y 2), fue pergeñado para incitar y justificar un delito violento como el de vandalizar una exposición artística en un espacio público (daño agravado, art. 184 del Código Penal).

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Al día siguiente del atentado, el periodista y escritor Fernando Toledo publicó en el diario Los Andes una columna de opinión, intitulada “Arte y religión: cuando la polémica es habitual y la blasfemia es selectiva”. La deriva de Toledo hacia la derecha parece no tener fin. Las feministas lo han padecido y mucho, por ejemplo, durante el debate sobre la despenalización del aborto. Él insiste en subrayar su condición de ateo y partidario de la laicidad en las discusiones públicas donde se ventilan directa o indirectamente cuestiones religiosas, como si quisiera insinuar que eso –su ateísmo, su laicismo– es una garantía de verdad u objetividad, o al menos de «progresismo» en unas opiniones que, prima facie, «parecen» ser bastante conservadoras. Pero a mí, siendo ateo y laicista como él (aunque de izquierda), nunca me ha convencido esa idea de que, con solo sincerar la percepción ideológica que uno tiene de sí mismo, se lograría un blindaje político-intelectual a prueba de cualquier crítica o refutación.

Toledo cumple en condenar la violencia simbólica contra la muestra artística (la corrección política se lo exigía), pero lo hace con apuro, de forma express, con displicencia y casi indulgencia, pues su propósito es otro: aprovechar la ocasión para ajustar cuentas con un feminismo que odia visceralmente. Su inquina machista, su rencor patriarcal (por momentos, con cierto tufillo a misoginia), es lo que lo impulsó a escribir lo que escribió.

Dice: “El reciente escándalo en la UNCuyo por una muestra de arte devela una vieja tensión entre el arte y lo sagrado, donde aparece el concepto de blasfemia”. Tampoco “es nueva ni es inédita en la Argentina. Por eso el escándalo suscitado en la UNCuyo por la muestra de arte a propósito del ‘8M’ no resulta una extravagancia”. Y añade una comparación histórica: “En su momento, con piezas aún más sutiles y refinadas, Ferrari provocó las quejas de la Iglesia y sufrió el ataque de grupos radicalizados”. En efecto, allá por 2004, “un cardenal argentino” repudiaba con palabras enérgicas “dirigidas a sacerdotes, pero abierta a toda la comunidad, (…) una muestra de arte que consideraba blasfema”, inaugurada en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires. Se trataba de una Retrospectiva de cincuenta años (1954-2004) con las obras de León Ferrari, “considerado en su momento por el New York Times –señala Toledo– como uno de los artistas plásticos más provocativos del mundo. Y quien firmaba la carta de repudio era nada menos que Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, quien nueve años más tarde iba a ser ungido como papa Francisco, máxima autoridad mundial de los católicos”. En la Mendoza de estos días, “se vio un eco de aquello, con obras pictóricas o escultóricas que representaban, por ejemplo, una versión femenina y con cabeza de vaca del Cristo crucificado o una vagina que transmutaba en la imagen popular de la Virgen María. Y se vio la queja de la Iglesia local por lo que consideraban una ofensa, de parte de una universidad pública que debería velar por el respeto general. Y se vio luego lo peor de todo: el ataque vandálico de los fundamentalistas, con acciones que fueron rechazadas hasta por el propio arzobispado”.

Luego de recordarles a sus lectores que resulta ingenua o imposible la pretensión de que el arte esté “exento de otro contenido que su propia estética (el arte por el arte)”, lanza su estocada artera contra el feminismo: “el afán blasfemo del arte en nuestro ámbito tiende a ser selectivo”. ¿Por qué? Porque “Lo que se observa aquí es una blasfemia selectiva: se practica con la iconografía de una religión particular, pero se evita con sugestivo cuidado hacerlo con otras. Así, una muestra catalogada como ‘feminista’ apunta su blasfemia, subjetiva u objetiva, más usualmente contra el catolicismo, pero no contra el judaísmo o el Islam”. Colofón: “Si la blasfemia, o la ‘crítica’, se emprende con selectividad contra el cristianismo, tal vez (sólo tal vez) ello sea producto de una miopía ideológica traducida en arte”.

Toledo incurre en una falacia muy corriente en el pensamiento conservador (y no solo en él, por desgracia): el argumentum ex silentio. Si no se expresa todo, si algo queda en el tintero, esa omisión conlleva necesariamente tendenciosidad y –peor aún– complicidad. Esto es absurdo. Nadie puede abarcarlo todo, sin dejar ningún hueco. Las representaciones humanas de lo real nunca pueden cubrir la totalidad de lo real. Son, inevitablemente, recortes. Pero en esa selección subjetiva, puede haber circunstancias y razones que resulten atendibles. No se puede hacer abstracción del contexto social donde se produce el arte. Las artistas de la muestra 8M: Manifiestos Visuales viven, crean y exponen sus obras en una sociedad que es mayoritaria y tradicionalmente cristiana, católica, no en Israel o en un país de cultura islámica. Un arte que busca cuestionar la opresión religiosa patriarcal en una provincia como Mendoza, en un país como Argentina, en una región como América Latina, inevitablemente habrá de lanzar sus flechas contra el cristianismo católico. Si las artistas del 8M: Manifiestos Visuales vivieran en Inglaterra o Escandinavia, seguramente sentarían en el banquillo de acusados al anglicanismo o el luteranismo. Si habitaran en Nepal o Tailandia, harían lo propio con el budismo. Si moraran en Japón, el blanco sería el sintoísmo. Si su patria fuera la India, tendrían mucho que decir del hinduismo. Pero lo cierto es que viven y hacen arte en una sociedad católica. Lo que les incumbe directamente, lo que más las interpela desde su experiencia concreta de artistas feministas situadas en Mendoza, es el sexismo de la cultura católica. Hay mucha malicia, mucha mala fe, en el mansplaining de Toledo. Pontifica que la «blasfemia» del arte feminista, para ser válida, debe ser abstractamente ecuménica. ¡No se olviden de criticar al taoísmo, al zoroastrismo, al jainismo, al sijismo, al bahaísmo, al tengrianismo, al umbandismo, al mandeísmo, al rastafarismo, al yazidismo, al movimiento Hare Krisna y a todos los neopaganismos, porque si no, no vale! O se critica todo, o no se critica nada. Es ridículo.

La otra falacia de Toledo es la falsa analogía: “En 2018, y con el fin de asegurar la ‘laicidad’ de la institución, la UNCuyo decidió retirar todos los símbolos religiosos (algunos, en sí mismos, también obras de arte) de sus edificios. A pesar de ello, ahora propició una muestra plagada de imágenes religiosas, aunque fueran blasfemas”. Y se interroga: “¿por qué entonces se exhiben en un lugar donde la simbología religiosa fue excluida? También aquí, al parecer, hay selectividad, y unas simbologías son más simbólicas que otras”. Toledo mezcla peras con manzanas. Su noción de laicidad es muy simplista, o la aplica demasiado mecánicamente. La laicidad no consiste en la prohibición indiscriminada de imágenes religiosas o símbolos confesionales en los espacios públicos. Lo que la laicidad impide es la exhibición de tales imágenes o símbolos en contextos donde asumen una significación determinada: el confesionalismo de estado. Si un estudiante va a un aula de la UNCuyo con una cruz colgada en su cuello, eso no atenta contra la laicidad, porque es una elección personal, un acto privado. Pero si el crucifijo está instalado en la pared del aula, arriba del pizarrón, deja de ser un mero símbolo religioso individual y se convierte en un símbolo institucional, oficial. Eso sí viola la laicidad. La escultura mariana removida frente a la rotonda de ingreso de la UNCuyo hace unos años por un grupo de estudiantes, independientemente de las valoraciones estéticas e ideológicas que tengamos de ella, era un símbolo político del confesionalismo católico. No lo era per se, como obra de arte u objeto de culto, sino en función de su ubicación y monumentalidad. Esa misma escultura, exhibida en el contexto de un museo o exhibición de arte sacro organizada por la UNCuyo, no hubiera representado ningún problema para la laicidad universitaria.

Pero volvamos a nuestro asunto: la muestra 8M: Manifiestos Visuales. Tiene razón Toledo cuando señala que las obras de Cristina Pérez tienen en parte –solo en parte– una inspiración religiosa. La espiritualidad de Cristina –la conozco a ella y a sus obras– es muy libre y heterodoxa, nada dogmática. Se nutre sincréticamente de las tradiciones católicas de los pueblos latinoamericanos y de la espiritualidad ancestral de las comunidades originarias andinas. Cristina no es atea, ni anticristiana. Tras la destrucción de sus obras, declaró a la prensa: “No me interesa ofender a la Iglesia, yo soy creyente”. Pero claro: para la derecha ultramontana, la religiosidad de Cristina es herética, y debe ser cancelada. Lo que Toledo no entiende –o hace de cuenta que no entiende, para confundir a la opinión pública y llevar agua al molino de su antifeminismo– es que las obras «religiosas» que Cristina sumó a la muestra colectiva de la FAD no eran exhibidas en tanto objetos de culto o símbolos oficiales. No estaban allí para ser veneradas, ni para proclamar la idea de que la UNCuyo es una institución confesional, sino para ser apreciadas como creaciones artísticas. La incompatibilidad con la laicidad que plantea Toledo solo existe en su imaginación.

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No es la primera vez que Cristina Pérez sufre la violencia simbólica de grupos católicos de extrema derecha. En la madrugada del 2 de agosto de 2009, un comando de tres encapuchados irrumpió a punta de pistola en la Municipalidad de Godoy Cruz, y luego de intimidar y maniatar al sereno, pintó todo de negro el Mural de la Memoria, escribiendo sobre él la leyenda “Viva Cristo Rey – Malvinas volveremos”. El mural, que hacía referencia al golpe militar del 76, había sido realizado por Cristina y un grupo de jóvenes (aquí el problema no fue la «blasfemia», sino la «subversión»). La artista también sufrió censura en una exposición que hizo en la Sala de Arte Juan Scalco del Banco Credicoop, hacia el año 2005.

Hablamos mucho de intolerancia, pero hay que decir algo sobre el filisteísmo. La vandalización de la muestra 8M: Manifiestos Visuales delata no solo autoritarismo, sino también ignorancia, mucha ignorancia, una ignorancia supina. Peor que eso: una incapacidad absoluta para comprender y aceptar que el arte no puede ser reducido a la mera literalidad. El lenguaje estético, las representaciones estéticas, demandan una hermenéutica más compleja, una sensibilidad más sutil y matizada. ¿Qué hay del sentido figurado? ¿Qué hay de las metáforas? ¿Qué hay del simbolismo? Anular esta dimensión tan importante es, poco más o poco menos, firmar el acta de defunción del arte. La apreciación estética supone un esfuerzo que va más allá de la simple experimentación de sensaciones reactivas –positivas o negativas– ante una obra de arte, en base a las propias ideas o creencias previas. Es también preguntarse, por ejemplo, qué quiso expresar el o la artista. ¿Descubro la pólvora si digo que el arte no es unívoco, que la interpretación del público puede ser diferente –incluso diametralmente opuesta– a la de quienes lo producen, que la sociedad puede no tener razón en lo que supone que dicen sus artistas?

La obra El velorio de la cruz, por ejemplo, no tiene nada de atea o irreligiosa en su concepción. Es un testimonio estético de la religiosidad sincrética y mestiza de la América Latina. El cuerpo desnudo de una mujer con los brazos extendidos en cruz, colocado dentro de un ataúd con esa misma forma, entre un montón de flores de colores, con la cabeza cubierta por una calavera de vaca. Solo una interpretación obtusamente autorreferencial, literalista, mal pensada y paranoide puede ver «satanismo» o «cristofobia» en esa imaginería.

Por otra parte, el arte necesita de la transgresión como el pez necesita del agua. A veces esa transgresión puede incomodarnos, dolernos, molestarnos, enfurecernos. Pero ese no es un buen motivo para prohibir o censurar. Permítaseme esta reducción al absurdo: sin libertad de expresión, no habría más arte que las pinturas rupestres de la prehistoria. La relación arte-sociedad siempre ha conllevado conflictos o tensiones.

Afortunadamente, las artistas de la muestra colectiva 8M: Manifiestos Visuales no se resignaron. No aceptaron el despedazamiento de su trabajo. Juntaron cuidadosamente los restos de sus obras con el propósito de integrarlos en una nueva obra de autoría colectiva. En medio de la adversidad, en medio del horror y el dolor, sobreponiéndose a una realidad traumática o cuanto menos shockeante, volvieron a dar testimonio de su creatividad. Arte de la resiliencia. Arte renaciendo de sus cenizas, como el ave Fénix. Cuánta belleza y sabiduría palpitan en ese acto de resistencia, de perseverancia, que es estético a la vez que ético y político. Si conmueve nuestros corazones, si inspira nuestras mentes, si moviliza nuestras voluntades, no habrá sido en vano.

No hay democracia sin libertad de expresión. No hay libertad de expresión con arte censurado. Si la pulsión teocrática le gana la batalla a la imaginación disidente y transgresora, el futuro no será de utopía, sino de pesadilla: una pesadilla autoritaria, una pesadilla oscurantista, una pesadilla de fanatismo y filisteísmo.

Federico Mare