Fotografía: portaviones USS Gerald R. Ford (seapowermagazine.org)
Nota.— El presente artículo del italiano Enrico Tomaselli, buen conocedor y perspicaz analista de la geopolítica global de hoy y ayer, fue originalmente publicado en el sitio web de izquierda Sinistrainrete, el sábado 18 de marzo, bajo el título “La fine delle talassocrazie”. La traducción castellana que aquí reproducimos procede de la “Miscelánea 20/III/2023” de Carlos Valmaseda, en la página de Salvador López Arnal. Nuestra gratitud con ambos camaradas españoles por su perseverante y juiciosa labor de selección y difusión de textos, a contramano de las fake news y los discursos hegemónicos. Tal militancia y criticidad son muy necesarias en este laberinto babélico que ha devenido Internet, donde rastrear un escrito de calidad que valga la pena leer es –cada vez más– como buscar una aguja en un pajar.
El nacimiento del imperialismo naval
Históricamente, el comercio marítimo siempre ha sido importante, ya que las rutas marítimas eran las más rápidas y permitían transportar grandes cantidades de hombres y mercancías. Incluso la historia antigua relata innumerables batallas navales, desde la batalla de Ecnomo (256 a.C.) hasta la de Lepanto (1571). Pero es fundamentalmente a partir de la época de las conquistas coloniales europeas en África, Asia y América cuando se afianza el moderno imperialismo naval.
La posesión de territorios lejanos, con los que era necesario mantener un contacto constante, tanto por razones económicas como defensivas, llevó a los grandes estados europeos a desarrollar grandes flotas. La competencia entre las distintas casas reinantes (por otra parte, todas más o menos emparentadas entre sí) determinó en consecuencia que esas flotas asumieran un papel decisivo, tanto en la conquista y defensa de las colonias, como en las guerras entre estados. Y de este maremágnum, Inglaterra emergería entonces como la mayor potencia naval.
En sentido pleno, por tanto, fue Inglaterra la que pudo definirse como una potencia talasocrática1, es decir, capaz de asegurar el dominio naval sobre los mares. Aunque desde entonces se ha generalizado la creencia de que ser un estado insular es en sí mismo una condición de ventaja, en realidad, desde el punto de vista militar, esto sólo es cierto en la medida en que esta condición se añade al dominio talasocrático. Sin esto, de hecho, una isla no tiene ninguna ventaja significativa en términos defensivos (en épocas anteriores, de hecho, la isla fue invadida varias veces, por diferentes pueblos: romanos, vikingos, normandos…), mientras que obviamente tiene grandes desventajas en términos ofensivos. Sin embargo, la combinación de ambos factores funciona como un multiplicador de poder.
No es casualidad que, una vez adquirido el dominio marítimo, los anglosajones abrieran una larga temporada de imperialismo naval: con excepción de 22 países del mundo, todos los demás fueron invadidos por Gran Bretaña en algún momento de su historia. Esto equivale a una media de casi nueve de cada diez países de todo el planeta.
La condición histórica que hizo esto posible, sin embargo, no se debió al gobierno talasocrático, aunque este fue el instrumento que, dadas las condiciones generales, lo hizo posible. La condición previa necesaria fue la de una realidad dominada por las potencias europeas, en la que estas controlaban gran parte de los territorios de los demás continentes, y de ellos extraían las riquezas que les permitían –entre otras cosas– armar poderosas flotas y ejércitos. Este flujo de mercancías, desde las colonias hacia sus respectivos países europeos dominantes, pasaba esencialmente por las rutas marítimas. He aquí, pues, el contexto en el que la dominación naval se convirtió en el principal instrumento del imperialismo moderno: la centralidad política y económica absoluta de Europa; los mares como principal canal comercial y militar; la depredación de recursos de países no europeos como fuente primaria para alimentar la maquinaria bélica, necesaria para la dominación colonial y su expansión, así como para la competencia bélica entre los estados del viejo continente.
En esta condición, el Imperio Británico basó su fortuna durante siglos. Hasta que, al otro lado del océano Atlántico, surgió una nueva potencia –su antigua colonia, entre otras cosas– dotada de la fuerza económica, la ambición e incluso la convicción de poseer un destino manifiesto, que decidió suplantarlo. Los Estados Unidos de América, al ser una potencia continental (Canadá y México se consideran de importancia marginal), se perciben a su vez como una nación insular. En cierto modo, podría decirse que los Estados Unidos son un spin-off del imperio inglés, que en algún momento superó a su casa matriz y fue ocupando su lugar. Aunque los states son un país mayoritariamente multiétnico, de hecho, y a pesar de que los Padres Peregrinos del Mayflower eran refugiados que habían huido de Inglaterra debido a la persecución religiosa, el vínculo –lingüístico, cultural– entre ambos lados del océano siempre se ha mantenido fuerte. Tanto es así, que no hubo conflicto entre ambas potencias cuando el cetro del poder dominante cambió de manos. Sólo un intercambio de papeles.
El imperialismo stars & stripes
El nacimiento de la nación estadounidense pasó por una serie de guerras.2 De la guerra de Independencia a la guerra de Secesión, y después a las guerras indias (para someter a los nativos y despojarlos de sus tierras), y la de México (para conquistar lo que más tarde serían Texas, California, Nevada, Utah, Nuevo México, Colorado, Wyoming…), y la de España (por las Filipinas)… [Nota del Editor: la guerra hispano-estadounidense de 1898 también fue por Cuba, Puerto Rico y Guam]
Pero la verdadera transición del expansionismo al imperialismo tuvo lugar con la entrada en guerra, en 1917, en el primer conflicto mundial. Los Estados Unidos aparecieron, con un peso decisivo, en suelo europeo (que seguía siendo el baricentro político-económico del mundo), y al mismo tiempo en la escena internacional, como un actor que pretendía desempeñar un papel de primer orden. Aunque la contribución estrictamente bélica era relativa, de hecho, la económica (créditos de guerra concedidos a los países de la Triple Entente) y, sobre todo, la simbólica, eran bien distintas.
Aunque, como siempre en la historia de este país, la intervención se justificó oficialmente con nobles razones idealistas, había ambición política, e interés económico, detrás de la decisión de entrar en guerra. Y –una vez más– se manifestará otra constante de la política exterior estadounidense: la duplicidad. Lo que es lícito para Estados Unidos, no lo es para nadie más.
Hasta entonces, de hecho, las relaciones entre América y Europa habían estado marcadas por la estricta aplicación por parte de Washington de la doctrina Monroe3. Con la intervención de 1917, sin embargo, se inmiscuyó en los asuntos europeos, es decir, hizo exactamente lo que –en sentido contrario– consideraba intolerable.
Con la intervención en la Segunda Guerra Mundial, tan decisiva como la de la Unión Soviética, se completó finalmente la transición de fase, y los Estados Unidos se afirmaron como potencia global, proyectando su control tanto hacia el este (Europa) como hacia el oeste (Japón).
En ese momento, habiendo heredado plenamente no sólo el cetro del poder imperial, sino también la autopercepción que caracterizaba al británico, se abrió para Washington la larga temporada de la Guerra Fría, así como la de la proyección militar planetaria. Una expansión que, desde 1945 hasta nuestros días, no ha dejado de crecer, alcanzando más de 800 bases militares repartidas por todo el mundo.
Dentro de este diseño estratégico de dominio y control del globo, la capacidad naval ha tenido siempre una gran importancia: la US Navy cuenta con varias flotas, cada una de ellas dedicada permanentemente a la guarnición y control de un sector naval, y numerosas bases en el extranjero.
La idea que subyace a la estrategia talasocrática estadounidense se basa en una doble convicción: por un lado, el carácter insular del continente americano, que lo resguardaría de cualquier intento de invasión; y por otro, la casi total capacidad de proyección naval militar, que garantizaría la posibilidad de interdicción contra cualquier adversario potencial (o incluso simples alborotadores no alineados).
Quién rodea a quién
El despliegue militar estadounidense está estructurado según la lógica de la contención, y así, las bases y flotas se despliegan de forma que formen un cinturón alrededor de los países enemigos, que desde los años 40 fue Rusia, y desde los 60 se ha sumado China. Este despliegue está a su vez conectado con la estructura en forma de cebolla del poder político-militar, cuyo núcleo es Estados Unidos; la siguiente capa, los países anglosajones (Gran Bretaña, Canadá, Australia, Nueva Zelanda); la capa más externa, los países vasallos (OTAN, Corea del Sur, Japón); y finalmente, los clientes (países con los que existe una relación basada en el interés mutuo, como Arabia Saudita).
Todo este gigantesco aparato, sin embargo, tiene un coste desorbitado, y basta un elemento de crisis para que se dispare. La previsión del presupuesto de defensa se ha elevado a 886.000 millones de dólares, lo que supone un salto de cerca del 10% más, mientras la pobreza crece en el país y las propias infraestructuras empiezan a crujir ominosamente como consecuencia de la reducción del gasto.
Toda la estrategia de dominación imperial estadounidense se basa, pues, en el cerco del enemigo, identificado en la masa continental euroasiática. La limitación –gigantesca– de este planteamiento reside en el hecho de que ya no estamos en los tiempos de la reina Victoria, y el equilibrio de poder ha cambiado profundamente.
Por una parte, estamos muy lejos de los tiempos en que bastaba con enviar un par de cañoneras a las costas de un país para doblegar a su gobierno recalcitrante, o incluso de los de la operación Desert Storm, contra un ejército de cuarta categoría. Y por otro, es precisamente la naturaleza geográfica de Eurasia lo que hace que su capacidad de proyección naval –y aérea– sea esencialmente irrelevante, ya que este bloque tiene todos los recursos que necesita (para sí mismo y para gran parte del resto del mundo), y no necesita expandirse para adquirirlos.
Aunque la narrativa atlantista no cesa de presentar a Rusia y China como amenazas, lo que implica una voluntad imperialista, estos países no necesitan colonias –de las que extraer recursos–, sino socios comerciales. Todo el aparato militar de estos países es conceptualmente defensivo; está diseñado para proteger su seguridad e integridad.
Sólo por esta sencilla razón, el potencial militar ruso y chino puede concentrarse en un espacio –relativamente– limitado, mientras que el de EE.UU. debe mantenerse necesariamente disperso, en su dimensión global. Incluso si –por ejemplo– la Armada estadounidense es globalmente la más poderosa, esta fuerza ya no es, ni siquiera hoy, capaz de asegurar el nivel de dominio que podía garantizar hace veinte años. Y ello porque, naturalmente, los enemigos no solo han seguido reforzando la suya para hacerle frente, sino que pueden contar con una coordinación cada vez mayor, y con la posibilidad de concentrarse allí donde las necesidades de la seguridad nacional lo exigen.
En resumen, el equilibrio de poder cambia constantemente, y no solo los instrumentos militares de proyección a larga distancia son cada vez menos relevantes, sino que los enemigos acortan distancias. La Armada china, por ejemplo, ha superado a la estadounidense en número de unidades. Aunque la norteamericana tiene once portaaviones y la china solo uno, es evidente que no es Pekín (en la hipótesis de un enfrentamiento directo) quien tiene que atacar territorio estadounidense.
A todo esto, se añade el hecho de que la creciente presión estadounidense está empujando a los enemigos a unir sus fuerzas. Desde hace algún tiempo, Rusia, China e Irán están desarrollando ejercicios navales conjuntos, cuyo principal objetivo es precisamente alcanzar un alto nivel de coordinación. Y estos tres países no sólo tienen en común el dudoso privilegio de encabezar la lista de estados rebeldes, sino también el de ser los principales actores en el proceso de construcción de las nuevas rutas comerciales euroasiáticas, el Corredor Norte-Sur4 y la Belt and Road Initiative6. Por no mencionar el hecho de que Rusia y China (pero Irán les sigue de cerca…) dominan ahora el sector de los misiles hipersónicos, y Rusia posee la flota de submarinos nucleares más temible del mundo.
En resumen, aunque Rusia y China perciben –con razón y de forma comprensible– la continua expansión agresiva de las alianzas militares lideradas por Estados Unidos como una amenaza para su propia seguridad, también es cierto que este afán de cerco –especialmente para una potencia en declive como Estados Unidos– da lugar a un peligroso desequilibrio. Las necesidades económicas para sostener este elefantiásico sistema militar crecen día a día, mientras que los adversarios, con sus gastos militares infinitamente menores, erosionan sin embargo su primacía.
Y, sobre todo, la idea de que una potencia en declive (que, además, debilita miopemente a sus mejores aliados), y con una población de escasos 230 millones de habitantes, pueda cercar y asfixiar a un bloque continental con miles de millones de personas, dos o tres ejércitos enormes y poderosos, y una cantidad de recursos naturales sin parangón, es sencillamente una locura.
Los días de Francis Drake y Horatio Nelson han quedado atrás para siempre.
Enrico Tomaselli
NOTAS
1 Talasocracia s. f. [del gr. ϑαλασσοκρατία, comp. de ϑαλασσο- talaso– y -κρατία –cracia]: dominio del mar, poder que descansa en el señorío de los mares, y también el conjunto de factores que constituyen el poder marítimo. El término se utiliza principalmente con referencia a las grandes potencias que ostentaron tal poder en la época clásica: la talasocracia de Atenas, la t. de Roma, la t. de Bizancio; la t. de Cartago.
2 Los Estados Unidos son un país con poco más de 240 años de historia, pero han iniciado o participado en más de 200 guerras. Sólo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, de 1945 a 2001, de los 248 conflictos armados que se produjeron en 153 regiones del mundo, 201 fueron iniciados por EE.UU., lo que supone el 81%.
3 La Doctrina Monroe, resumida en la frase “América para los americanos”, fue ideada por John Quincy Adams, pero atribuida a James Monroe en 1823, y expresa la idea de que los EE.UU. no tolerarían ninguna interferencia o intromisión en el Hemisferio Occidental por parte de potencias europeas.
4 Véase https://www.startmag.it/mondo/instc-tutte-le-connessioni-tra-russia-e-india-con-la-partecipazione-iran.
5 Véase https://it.wikipedia.org/wiki/Nuova_via_della_seta.