Ilustración: Duniyana Al-Amoor. Fuente: Scalawag Magazine.



Nota.— Dos semanas atrás, en nuestra sección de política Brulote, publicamos un extenso dossier sobre la escalada del conflicto israelí-palestino (la guerra de Sucot), al que dimos en llamar “Tambores de guerra en Medio Oriente”; y al que le añadimos debajo, sobre el cierre, en PDF, la estupenda entrevista que Jacobin le hiciera a Bashir Abu-Manneh, traducida del inglés por nosotros: “Una mirada lúcida sobre la situación en Palestina” (que recomendamos encarecidamente leer, porque no tiene desperdicio). Hoy sumamos al análisis, la reflexión y el debate un nuevo artículo, que nos parece superlativo, de lo mejor que hemos leído sobre la temática hasta ahora. El texto, escrito en castellano, se titula “Una tragedia colonial”, y salió publicado en el sitio medium.com con fecha martes 24/10.
Pertenece a Samuel Pulido, un analista español freelance oriundo de las islas Canarias, muy sagaz e informado, con buena pluma y perspectiva de izquierdas. Es licenciado en derecho con especialización en política europea y relaciones internacionales. Tiene un rincón digital propio, una suerte de «blog» personal: medium.com/@quilombosfera. Allí ha publicado, desde 2017 hasta hoy, más de treinta artículos sobre política canaria, española, europea y global; acerca de temas tan variados como crisis migratoria, democracia, movimientos sociales, nuevas derechas, guerra de Ucrania, pandemia de covid-19, renta universal básica, racismo, UE, África, Estados Unidos y Medio Oriente (incluyendo “Una tragedia colonial”, su último escrito). Participó, asimismo, de la obra colectiva Familia, raza y nación en tiempos de posfascismo, coordinada por la Fundación de los Comunes (Madrid, Traficantes de Sueños, 2020), con el capítulo “Migración y derechas radicales en Europa” (pp. 79-97). Ha colaborado con diversos medios de prensa: Rebelión, El Salto, CTXT, elDiario.es, Diagonal y Tamaimos.
“Una tragedia colonial” es una perla valiosísima de criticidad y parresía. Pero también una aguja en el pajar de la cada vez más babélica internet, donde todo lo bueno tiende a perderse o volverse imperceptible, y todo lo malo queda sobreexpuesto hasta las náuseas, por acción de los algoritmos con que opera el capitalismo de vigilancia. Descubrimos la perla de Pulido por nuestro camarada ibérico –hoy residente en Manila, Filipinas– Carlos Valmaseda, el hacendoso editor de las “Misceláneas” para la página web de Salvador López Arnal, otro querido camarada español que vive en Barcelona, Cataluña. Nuestra gratitud con ambos.
Las aclaraciones o acotaciones entre corchetes son nuestras, no del autor. Varias de ellas obedecen a razones de actualización, tanto en materia de novedades militares (Israel finalmente ha invadido la Franja de Gaza, en su zona norte) como de estadísticas humanitarias (mortandad de civiles gazatíes causada por los bombardeos israelíes). Recuérdese que el texto fue originalmente publicado hace doce días, y mucha agua ha pasado por debajo del puente desde entonces.



Una de las grandes canciones del cancionero norteamericano es “This Land Is Your Land” (“Esta es tu tierra”) de Woody Guthrie. Como se sabe, existen al menos dos versiones de la misma. La primera es la escrita originalmente en 1940, que contiene por ejemplo una crítica al cercado de la tierra común: “There was a big, high wall there that tried to stop me/ A sign was painted said ‘Private Property’/ But on the backside, it didn’t say nothing/ This land was made for you and me”. La versión de 1944 eliminaría la referencia a la propiedad privada y matizaría estas tonalidades socialistas. Entre un año y otro el bueno de Woody había añadido una etiqueta a su guitarra: “This machine kills fascists”. Sea como fuere, la canción constituye todo un himno para los sectores más progresistas de Estados Unidos, y muchos lo plantean como alternativa al himno oficial. Y sin embargo, pocos suelen percatarse de su significado oculto, que quizás se le pasó por alto al propio autor cuando la compuso. Esta tierra fue hecha para ti y para mí sólo en la medida en que fue conquistada y expropiada a los habitantes que poblaban la misma antes de la llegada de los colonizadores europeos. Los pueblos nativos fueron erradicados, pero no por completo, y –esto también se suele ignorar– quedaron segregados, sometidos a un régimen legal en el fondo subalterno, lo que les deja como una presencia en cierto modo fantasmagórica.

Otra canción que apela a la tierra es “אין לי ארץ אחרת” (“No tengo otro país”), compuesta por el israelí Ehud Manor durante la primera guerra del Líbano y lanzada por la cantante Gali Atari en 1986. Considerada por muchos como la canción más popular en Israel, a derecha y a izquierda, resurgió con fuerza en 2023, después de que en enero comenzaran las que probablemente hayan sido las mayores protestas multitudinarias en la historia de Israel. Los manifestantes rechazaban la propuesta de reforma judicial propuesta por el gobierno de coalición de Benjamín Netanyahu –procesado por corrupción– y que, entre otras cosas, limita el control de constitucionalidad de las leyes aprobadas por el parlamento (Knesset) por parte de la Corte Suprema de Israel y da al gobierno un control efectivo en el nombramiento de los jueces. Las masivas protestas fueron presentadas como una muestra inequívoca de la unidad y vitalidad de la sociedad israelí y de su compromiso mayoritario con los valores democráticos. Había que detener una reforma que alteraba sustancialmente el equilibrio de poderes, restaurar la democracia. “No me quedaré callada porque mi país haya cambiado de cara”, cantaban los manifestantes, siguiendo la letra escrita por Manor años atrás.

Y, sin embargo, tanto en las manifestaciones israelíes como en su democracia añorada faltaban millones de personas, árabes palestinos cuya existencia, entre verjas y checkpoints, desbarata el mito reconfortante que los manifestantes habían interiorizado. Mientras los presentes, ciudadanos de pleno derecho, reclamaban su democracia, los ausentes eran tiroteados y desplazados por colonosencerrados en prisión (más de la mitad sin condena), humillados a diario por el aparato de seguridad israelí, bombardeados de tanto en tanto, o encerrados tras una valla o un muro grande y alto. El gobierno de coalición ultraderechista formado a finales del año pasado ha intensificado como nunca la represión contra los palestinos y ha promovido sin pudor los ataques de unos colonos que, desde sus asentamientos ilegales, matan y agreden con total impunidad. En Cisjordania, solo entre enero y mediados septiembre de 2023, 179 palestinos habían muerto a manos de colonos o soldados israelíes, una cifra que supera con creces los 151 muertos de todo el año 2022, que ya doblaba el número del año anterior. Entre las víctimas, 38 niños palestinos, todo un récord desde que empezaron a registrarse tales sucesos en Cisjordania. También hay que incluir los 29 palestinos muertos –entre brigadistas y civiles– durante las tres incursiones militares israelíes en el campo de refugiados de Jenín (Cisjordania) en enero, junio y julio de 2023.

Los palestinos también protestan, pero corren distinta suerte cuando lo hacen. Entre marzo de 2018 y abril de 2019 decenas de miles de palestinos se manifestaron frente a la valla de Gaza, para protestar por el bloqueo y reivindicar el derecho de retorno como refugiados que son. Las fuerzas israelíes respondieron disparando desde el otro lado de la valla, matando 279 palestinos y dejando heridos a más de 31 mil. En total, si sumamos Cisjordania y Gaza, entre 2008 y el 31 de agosto de 2023, 6.047 palestinos de los territorios ocupados murieron de forma violenta a manos de las fuerzas de seguridad israelíes, más de la mitad por los bombardeos en Gaza, frente a 308 israelíes muertos. En el mismo período, más de 150 mil palestinos recibieron heridas o afecciones por gases lacrimógenos que precisaron tratamiento médico. Según un estudio realizado en 2020, antes del gran bombardeo israelí de 2021, un 53,5% de los niños de Gaza sufrían trastorno de estrés postraumático. “No tengo otro país/ Incluso si mi tierra está en llamas”. La estrofa de Manor, dirigida a los judíos israelíes, expresa otra realidad que prefieren ignorar. Los árabes de Palestina tampoco tienen otro país.

La cuestión palestina, enquistada en la rutina de la ocupación militar y de la segregación, y en los pasillos de la ONU en Nueva York y Ginebra, había quedado relegada prácticamente al olvido cuando el denominado Movimiento de Resistencia Islámica, más conocido por su acrónimo árabe Hamás, lanzó un cruento ataque sin precedentes contra Israel el sábado 7 de octubre de 2023, en el aniversario de la guerra del Yom Kippur. Esta vez era una organización no estatal (o cuasi-estatal) palestina, apoyada en brigadas como las de Al Qassam (Hamás) o Al Quods (Yihad Islámica) la que atacaba por tierra, mar (con menor fortuna) y aire. Hamás es una organización islamista creada por la sociedad de los Hermanos Musulmanes en Palestina al inicio de la primera Intifada (1987–1993), cuando abandonaron el quietismo que le reprochó la escisión de la Yihad Islámica. Sus orígenes están vinculados a su matriz egipcia, enfrentada con el estado egipcio. Aunque Israel –y Benjamin Netanyahu en particular– lo haya promovido por momentos para debilitar a la Autoridad Palestina y para justificar una perspectiva exclusivamente antiterrorista, lo cierto es que Israel ha asesinado a varios de sus líderes e impuso el bloqueo de Gaza como respuesta a la victoria de Hamás en las elecciones al consejo legislativo palestino en 2006.

El ataque relámpago de Hamás del 7 de octubre, planificado desde hacía meses, sorprendió a las fuerzas israelíes que controlan y vigilan la Franja de Gaza desde la «desconexión» de 2005, en un clamoroso fallo de sus servicios de inteligencia y de su comando militar. Bajo la cobertura de miles de cohetes, entre dos mil quinientos y tres mil milicianos palestinos, muchos de ellos jóvenes que no han conocido otra cosa que el bloqueo, los bombardeos israelíes y el zumbido de sus drones, neutralizaron los sensores de la verja, con medios electrónicos y con bombas, y atravesaron varios puntos de la misma con viejos bulldozers, o la sobrevolaron con parapentes motorizados, penetrando kilómetros en las tierras de donde fueron expulsados sus abuelos. Con su incursión, las milicias palestinas asestaron el mayor golpe que se recuerda contra el ejército (306 muertos) y la policía israelíes (58 muertos).

Pero no se limitaron al personal en activo de las fuerzas de seguridad. Los militantes de Hamás y Yihad Islámica atacaron los pueblos y kibbutzim que rodean la Franja, cuyas calles acondicionadas y ajardinadas contrastan con las torres en las que se amontonan los palestinos en Gaza, y con los escombros que dejaron bombardeos de años recientes. Que una parte de la propaganda israelí no sea cierta no puede obviar otros hechos que sí han podido ser verificados. Los milicianos palestinos mataron a cientos de civiles, incluyendo niños, con una violencia brutal. Algunos grupos llevaron a cabo torturas con un gran ensañamiento. Hubo víctimas que fueron quemadas vivas en sus casas. Las mayores masacres se produjeron en el kibbutz Be’eri (118 muertos) y en el festival Supernova, evento que tanto disonaba de la dura realidad que los palestinos viven a apenas seis kilómetros, con 260 muertos. En total, unos 1.400 israelíes fueron asesinados. Doscientas veinte personas –incluyendo ciudadanos de una veintena de países– fueron secuestrados en esta ofensiva, con la intención de intercambiarlos por presos palestinos.

Toda una sacudida para una sociedad israelí militarizada (la mayor parte de la población adulta judía debe realizar entre dos años y dos años y ocho meses de servicio militar obligatorio, y permanecer en la reserva hasta la edad de los cuarenta años), tan segura de la subordinación de los palestinos. El gobierno ultraderechista, que a nivel interno se encontraba contra las cuerdas pero que en política exterior estaba afianzando el status quo tras los acuerdos alcanzados con varios estados árabes, ha tratado de aprovechar este shock ampliando su apoyo político, incluyendo al opositor y ex ministro de Defensa, Benny Gantz, en un gobierno de unidad nacionalEl Estado de Israel convertirá el estupor y el dolor en más violencia, con el objetivo principal de restaurar su capacidad de disuasión, en Palestina y en la región.

Hasta ahora, la aviación israelí ha arrojado más de 10 mil bombas sobre el gueto más densamente poblado del mundo, cuya media de edad es de veinte años. Es una cifra enorme para tan poco espacio de tiempo, un tercio de lo que lanzaron Estados Unidos y Reino Unido sobre Irak entre marzo y abril de 2003, lo que evidencia una clara intención de asesinar civiles, familias enteras. Uno de los misiles israelíes podría haber alcanzado el hospital de Al-Ahli, provocando 470 muertos según las autoridades palestinas, aunque Israel haya desplegado toda una operación de relaciones públicas para desmentirlo. Según el ministerio palestino de Salud, en dieciocho días los misiles israelíes han matado a más de 6.600 personas [la cifra actualizada es más de 9 mil], esto es, más que todos los bombardeos efectuados sobre Gaza desde 2008, incluyendo más de 2.700 niños, y dejado heridas a más de 17.000 [estas cantidades han sido superadas luego de que el autor publicara su artículo]. Todo ello con el beneplácito estadounidense y europeo, que transmiten al mundo el mensaje de que unas vidas valen más que otras. 4.000 trabajadores palestinos residentes en Gaza que se encontraban en Israel en el momento de los ataques han sido detenidos para ser interrogados. La magnitud del número de heridos en Gaza en tan poco tiempo es tal, que los hospitales y clínicas que quedan en pie, afectados además por cortes de electricidad y agua, no pueden atender a muchos de ellos, que morirán de forma agónica o quedarán con graves secuelas.

A ello hay que sumar un centenar de muertos en Cisjordania en el mismo período, entre represalias, enfrentamientos y persecución de militantes sospechosos. Según la ONG israelí Yesh Din, entre el 7 y el 22 de octubre los colonos israelíes atacaron a palestinos en más de 100 incidentes en al menos 62 ciudades y pueblos de Cisjordania, en ocasiones acompañados de soldados. La distribución de miles de armas, incluyendo rifles automáticos, entre la población civil israelí, alimentará los abusos.

No se trata de cualquier tipo de violencia. Al margen del objetivo oficial –liquidar Hamás– la violencia masiva que despliega Israel es aquella que reafirma la misión colonial fundacional del proyecto sionista, lo cual requiere la deshumanización del colonizado. La operación militar y el estrechamiento del cerco de Gaza, con cortes de electricidad y agua, el bloqueo del paso de alimentos y combustible, ha venido acompañada de continuos mensajes de incitación al genocidio por parte de las más altas instancias. “Combatimos animales humanos, y actuamos en consecuencia” declaró el ministro de defensa israelí Yoav Gallant. “Una nación entera es responsable”sentenció el presidente de Israel Isaac Herzog, que recuerda a la declaración de Gaza como “entidad enemiga” allá por 2007. Otras voces israelíes han reiterado propósitos similares. Para convencer a la opinión pública internacional, el gobierno israelí equipara absurdamente el islamismo político-social de Hamás con el salafismo revolucionario del Estado Islámico, que el primero ha sofocado hasta ahora. La orden israelí de desalojo de 1,1 millones de personas del norte al sur de Gaza por parte de Israel, preludio de una ofensiva terrestre [la invasión ya se concretó], supone en la práctica una limpieza étnica a gran escala. En estos momentos, más de la mitad de la población de la Franja de Gaza, 1,4 millones de personas de un total de dos millones, ya se encuentra desplazada, huyendo de las bombas, con medio millón acogida en los precarios refugios de UNRWA, organización internacional que lleva prestando asistencia allí desde 1949, antes de la adopción de la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951.

La mayoría de los palestinos residentes –ahora desplazados– en Gaza son refugiados o descendientes de refugiados, nietos de la Nakba, cuando 750 mil árabes fueron expulsados de forma violenta –y organizada– de sus tierras. Cuando el parlamentario Ariel Kallner reclama una segunda Nakba –en realidad, sería la tercera, después del éxodo de 1967 [con la guerra de los Seis Días]– “que haga sombra a la Nakba de 1948” reitera sin complejo lo que la extrema derecha israelí lleva años propugnando. Sin embargo, Egipto –que controló indirectamente la Franja entre 1948 y 1959, y de manera directa entre 1959 y 1967– ya ha avisado que no está dispuesto a aceptar la expulsión de palestinos a su territorio. Los palestinos, por su parte, solo aceptan salir de Gaza para retornar a los territorios ocupados en 1948. Las intenciones de Israel no están del todo claras, y más allá de sembrar destrucción, sus opciones son limitadas. Si Egipto y otros países árabes no aceptan la instalación de nuevos campos de refugiados palestinos en sus territorios, como los que se pudren en Líbano o Siria, toda ocupación militar de la Franja implicará la administración directa de la población que permanezca en ella, algo que Israel ha tratado de evitar. De ahí que una opción consista en dividir Gaza y vaciar completamente su parte septentrional [es decir, la zona al norte del río Habesor, territorio que representa solo un 37% de la Franja, pero donde se concentraba la mayoría de la población gazatí, puesto que allí se encuentra la ciudad de Gaza, capital y mayor núcleo urbano de la Franja], lo cual no va a evitar el reinicio de futuros ciclos de violencia.

Esta tesitura concentra todas las contradicciones del Estado de Israel, derivadas del objetivo esencial del movimiento sionista: la formación de un estado judío en Tierra Santa, que gobierne una mayoría de población judía. Las tesis sionistas surgen como consecuencia de las nefastas consecuencias que tuvieron para los judíos europeos el desarrollo de los nacionalismos durante el siglo XIX y su reducción a minorías bajo constante amenaza. Su propuesta política reivindicaba para los judíos una vía nacionalista equivalente, mediante un estado propio, etnocrático, edificado sobre territorios ajenos, que solo podía justificarse sobre las mismas bases ideológicas modernizadoras, imperiales y racistas que en Europa conducirán a la Shoá. Theodor Herzl escribió en 1896:

“Entonces, si las potencias están dispuestas a conferir al pueblo judío la soberanía de un territorio neutral, la Sociedad deliberará sobre el país a ser ocupado. Dos países pueden ser tomados en cuenta: Palestina y Argentina. En ambos países se han llevado a cabo notables ensayos de colonización según el falso criterio de la infiltración paulatina de los judíos. La infiltración tiene que acabar mal, pues llega siempre el instante en que el gobierno, presionado por la población que se siente amenazada, prohíbe la inmigración de judíos. Por consiguiente, la emigración sólo tiene sentido cuando se asienta sobre nuestra afianzada soberanía”.

Cuando Herzl escribió este pasaje la República Argentina hacía una década que había concluido la «Campaña del Desierto», por la cual inmensas extensiones de tierras fueron arrebatadas a los indígenas pampa, ranquel, mapuche y tehuelche, mientras en Palestina se desarrollaba la primera Aliyá (1881-1903), cuando judíos de la Europa oriental y de Yemen se asentaron en el mutasarrifato [otomano] de Jerusalén. Aquí Herzl criticaba la forma en que la inmigración judía en Palestina se estaba produciendo entonces, dado que los judíos se integraban en la comunidad política y social preexistente, sin actuar como colonos. La propuesta sionista de construcción de un estado de hegemonía judía en Palestina, en cambio, convertirá a sus habitantes árabes no en ciudadanos sino en algo menos que nativos.

Y es que si la «cuestión judía» remitía a la situación de las minorías en los estados-nación europeos en formación, la «cuestión palestina» que la reemplazó remite a la construcción del «nativo» en contexto colonial. El padre ideológico de la derecha israelí, el judío nacido en Odesa (actual Ucrania) Vladimir (Ze’ev) Jabotinsky, reconocía en 1923 que

“Las poblaciones nativas, civilizadas o incivilizadas, siempre han resistido de manera obstinada a los colonizadores, sean civilizados o salvajes. (…) Los Padres Peregrinos, los primeros pioneros reales en Norteamérica, eran gente de la mayor moralidad, que no querían hacer daño a nadie, y menos que todo a los indios pieles rojas, y pensaban honestamente que habría espacio en las praderas tanto para los caras pálidas como para los pieles rojas. Y sin embargo, la población nativa peleó con la misma ferocidad contra los buenos colonizadores como contra los malos (…) Lo mismo pasa con los árabes. (…) ellos saben lo que queremos, del mismo modo que nosotros sabemos lo que no quieren. Al menos sienten el mismo amor celoso e instintivo por Palestina, como los viejos aztecas sintieron por el antiguo México, y los sioux por sus praderas onduladas. (…) Cada población nativa del mundo resiste a los colonizadores mientras tengan la menor esperanza de deshacerse del peligro de ser colonizados”.

Jabotinsky proponía un “muro de hierro” que separase el poder soberano de los nativos árabes. Este texto lo escribió después de los ataques árabes contra los –ahora ya sí– colonos judíos en Jerusalén (1920) y Jaffa (1921), respuesta violenta contra la apropiación de tierras –desahucios incluidos– por parte de instituciones cuasi-soberanas como el Fondo Nacional Judío (creado en 1901) y el Histadrut (1920), el sindicato pilar del sionismo laborista.

Para el sionismo, el estado judío requiere una población de mayoría judía, entendiendo por «judío» aquello que dicho estado define como tal, lo cual de entrada no es evidente y ha necesitado una sucesión de leyes y sentencias judiciales, incluyendo la Ley de Retorno (1950, modificada en 1954 y 1970) que asegura que cualquier judío del mundo pueda asentarse en Israel como ciudadano israelí. La limpieza étnica de 1947-48 y la ley de retorno forman parte de un necesario proceso de «judaización» de Israel, tal y como lo entienden los sionistas. El sionismo, supuestamente secular, no duda en apelar a referencias bíblicas para justificar una particular manera de abordar las relaciones entre colonizador y nativo. En 2011, Benjamin Netanyahu declaró ante el Congreso estadounidense que “en Judea y Samaria [Cisjordania] el pueblo judío no son ocupantes extranjeros. No somos los británicos en India. No somos los belgas en Congo. Esta es la tierra de nuestros ancestros”. Los judíos askenazíes europeos de las tres Aliyás y quienes llegaron tras el Holocausto, así como sefarditas, mizrajíes o etíopes, serían de este modo «nativos retornados», más indígenas que los árabes palestinos, reducidos a nativos de segunda aunque su arraigo en la tierra se remonte a siglos.

Que ante la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América, Benjamín Netanyahu negase el carácter colonial de la expansión israelí en Cisjordania, comparándola con las colonizaciones europeas de la era de los imperialismos, soslaya precisamente la experiencia de la expansión de la frontera estadounidense durante el siglo XIX. Efectivamente, tanto en el caso norteamericano como en el palestino, no se trata de la extracción de recursos naturales o de trabajo forzado en beneficio de una potencia imperial lejana, sino de una continua apropiación territorial acompañada de un vaciamiento o exclusión de una población preexistente por parte de estados soberanos. En 1937 David Ben-Gurion dejó claro que “un estado judío solo en una parte de la tierra; no es el fin, sino el principio”. Aunque miembro de Naciones Unidas y reconocido por la comunidad internacional, Israel carece de fronteras definidas en sus leyes básicas o mediante tratados con los estados vecinos: la llamada línea verde es una línea de demarcación temporal fijada en el armisticio de 1949.

En este sentido, la principal misión militar israelí ha sido la demográfica. “Desde el principio del movimiento sionista, la esperanza de expulsar a los árabes de Palestina ha sido una constante”, recuerda el historiador israelí Tom Segev. Como esto no ha sido posible salvo de forma parcial, y como Israel ha ido ampliando la construcción de asentamientos de colonos judíos en Jerusalén Este y en Cisjordania (Judea y Samaria en el relato bíblico del mítico reino de Israel), hasta el punto de hacer inviable cualquier opción de estado palestino con una soberanía equivalente, los gobernantes sionistas han desarrollado diversas técnicas legislativas y administrativas de expulsión, desposesión, represión, segregación y fragmentación de las poblaciones árabes residentes en todos los territorios controlados directa o indirectamente por Israel.

Algunas de estas técnicas se inspiran en precedentes coloniales. Los permisos que controlan la movilidad palestina en Cisjordania recuerdan el sistema del pass sudafricano, que se basó en los pass indígenas aplicados antes en Estados Unidos y Canadá. Los enclaves de «autogobierno palestino» resultantes del acuerdo de Oslo II (1995) fueron comparados con los bantustanes sudafricanos, que a su vez desarrollaron la experiencia pionera de las «reservas indias» de Estados Unidos. Las poblaciones árabes que quedaron al interior de la línea verde –que hoy denominamos árabes israelíes– fueron sujetas a administración militar entre 1948 y 1966, en una forma sencilla y temprana de apartheid cuya conclusión no redundó en una igualdad plena de derechos.

De hecho, hoy cabe calificar a Israel como un régimen de apartheid [segregación, como en la vieja Sudáfrica] sui generis. Es lo que describieron sendos informes publicados en 2021-2022 por las organizaciones de derechos humanos B’TselemHuman Rights Watch, y Amnistía Internacional , confirmando lo que ya muchos asumían desde hace tiempo. Y es visto como modelo social para las fuerzas reaccionarias del mundo, desde América hasta la India. Según la organización israelí B’Tselem, se trata de un régimen “de supremacía judía” que se extiende desde el mar Mediterráneo hasta el río Jordán. Israel concede a los palestinos un conjunto de derechos diferenciados según las distintas unidades administrativas controladas por el estado israelí: Israel (territorio definido en 1948), Jerusalén Este, Cisjordania y Gaza. En todos ellos, sus derechos son inferiores a los derechos concedidos a los ciudadanos judíos. Una cuestión clave es la de la propiedad de la tierra:

“En el interior de su territorio soberano, Israel ha promulgado leyes discriminatorias, la más destacada de ellas es la ley sobre la propiedad de los ausentes que autoriza a expropiar grandes extensiones de tierra de propiedad palestina, incluidos millones de dúnams en comunidades cuyos residentes fueron expulsados o huyeron en 1948 y se les impidió regresar. Israel también ha reducido considerablemente las zonas designadas para los consejos y comunidades locales palestinas, quienes tienen hoy acceso a menos del 3% de la superficie total del país. La mayor parte de los terrenos designados están ya saturados de construcciones. Como resultado, más del 90% de la tierra en el territorio soberano de Israel se encuentra actualmente bajo control del Estado. Israel ha utilizado esta tierra para construir cientos de comunidades para ciudadanos judíos, pero ni una sola para ciudadanos palestinos”.

Otra forma de apropiación es mediante la demolición de casas, por carecer de los papeles adecuados, por motivos militares, o como castigo por acciones armadas.

Este aspecto supremacista quedó explicitado en la última ley básica (constitucional) de 2018, impulsada por las derechas israelíes, y cuyo título no deja lugar a dudas: “Israel como el estado-nación del pueblo judío”, con “Jerusalén, completa y unida” como su capital, lo que por otra parte contraviene el derecho internacional. Atrás quedó la definición legal del estado como judío “y democrático”, de textos legales anteriores. La referencia a la “Tierra de Israel como patria histórica del pueblo judío” es lo suficientemente ambigua como para admitir una eventual incorporación completa de Cisjordania al marco jurídico general. La necesidad de adoptar semejante ley declarativa se debe a que, en palabras de Netanyahu, “en los últimos años hubo quienes intentaron poner esto –Israel como estado nacional judío– en duda, socavar el núcleo de nuestro ser”. Con ello respondía a las crecientes críticas del apartheid, también entre los israelíes, a unas movilizaciones palestinas cada vez más unitarias, incluyendo la minoría árabe en Israel, y a lo que los sionistas consideran como amenaza demográfica palestina.

Y es que, a pesar de todo, la población árabe crece a un ritmo más rápido que la judía, algo difícil de asumir desde el sionismo más recalcitrante. Desde el año 2000, los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza han pasado de tener 3,1 millones de habitantes a 5,5 millones, de los que cinco millones son palestinos. En 23 años, la asediada población de Gaza, mucho más empobrecida que la de Cisjordania, se ha multiplicado por dos (de 1,1 a 2,3 millones de personas). En Cisjordania, aunque el número de colonos israelíes en asentamientos ilegales haya más que doblado (pasando de 198.300 colonos en 2000 a 465.000 en 2021), la población palestina sigue siendo mayoritaria con un 86%. Si incluimos Jerusalén Este, el número de colonos israelíes se eleva a 700 mil (frente a 512 mil en 2012). Tomado el sistema de apartheid israelí en su conjunto, en 2022 los palestinos y árabes-israelíes residentes en Israel y los territorios ocupados constituían una ligera mayoría: 7,5 millones, o el 51% de la población total. Mientras, la población judía con derecho de ciudadanía plena supone el 47%. Un porcentaje inferior, pero no tanto como para hablar propiamente de minoría. Esta es una relación muy diferente a la de Sudáfrica, donde el fin del apartheid se dio con un 77% de población negra y un 11% de población blanca (si nos atenemos al Censo de 1996), según las categorías raciales heredadas del apartheid [el 12% restante estaba conformado por las minorías mestizas y asiáticas].

He aquí el embrollo, la tragedia en la que nos encontramos, con la contribución de la comunidad internacional y sobre todo de las potencias occidentales, cuya responsabilidad (o, más bien, irresponsabilidad) es enorme. Y no es el descenso al abismo lo que va a resolverlo. Lo urgente es que haya un alto el fuego lo antes posible. No parece que vaya a ocurrir, ni que la carnicería vaya a detenerse en breve. Los Estados Unidos han pedido a Israel que retrase su operación terrestre [la invasión ya comenzó], porque tiene que terminar de desplegar dos portaaviones, dos mil marines, e instalar misiles Patriot en sus bases de Medio Oriente, para cubrir a Israel sin que tenga que preocuparse por Hezbolá o Irán, y contener el conflicto en la Franja. Por su parte, Israel ha movilizado nada menos que a 360 mil reservistas, una cifra a escala rusa o ucraniana.

Lo impostergable es algo diferente. Israel no puede sojuzgar indefinidamente a todo un pueblo “sin pagar un precio cruel”, en palabras del periodista israelí Gideon Levy. Al mismo tiempo, Hamás no puede emular al Frente de Liberación Nacional argelino, como asegura Jaled Meshal, ex líder de Hamás en el exilio y uno de los responsables del documento político de 2017, porque no hay metrópolis de la que zafarse. Y nada cabe esperar de la opción de los «dos estados», que tanto repiten Al Fatah como las cancillerías que pretenden mostrarse como ecuánimes, porque, como ha quedado demostrado, el Estado de Israel realmente existente no puede tolerar un estado palestino que no sea subordinado y desarmado, y porque los palestinos no aceptan convalidar la Nakba, ni la discontinuidad territorial, ni tampoco la discriminación.

Si partimos no de la retórica y de la condena moral, sino de la realidad del apartheid y de la colonización, así como de las resistencias que inevitablemente generan, entonces el camino por recorrer es otro: el camino del desmantelamiento del apartheid, el de la democratización de la tierra que va del río Jordán al mar Mediterráneo, con libertad para todos. No el del binacionalismo estricto, o el del confesionalismo libanés, sino el de la deconstrucción de ese nacionalismo importado de Europa, asociado a una identidad étnica dominante, inaplicable en esa tierra abigarrada donde las distancias son tan cortas que solo los muros pueden generar una ilusión de homogeneidad. El futuro estado Israel/Palestina, no podrá ser exclusivamente judío, como tampoco podrá ser exclusivamente árabe. Las aspiraciones nacionales palestinas no tienen por qué basarse en la identificación férrea con un estado unitario, pero esto precisa cambiar los términos de la conversación. La descolonización no consiste, pues, en una nueva inversión de roles, con víctimas transformadas en victimarios a la cabeza de un estado post-sionista o poscolonial –islámico o nacionalista secular– construido sobre nuevas expulsiones y que reproduzca las peores taras de aquello que se pretende reemplazar. Judíos israelíes y árabes palestinos están obligados a convivir en la misma tierra, y ello solo resultará posible en paz si es bajo un mismo régimen político democrático, quizás federal.

Esta tarea política, que hoy se antoja imposible, es ciertamente ingente, tardará en iniciarse –si algún día lo hace– y requerirá décadas. El dolor, la rabia y el miedo ciegan y cierran alternativas sensatas. Dicha tarea necesitará una movilización social israelo-palestina que anule el racismo, el antisemitismo [mejor dicho, antijudaísmo, ya que los árabes también son semitas] y la islamofobia. Que trabaje, en múltiples niveles y con apoyo internacional, una transformación constituyente, que aborde la propiedad de la tierra, la justicia transicional, el desarme, las respectivas memorias, el retorno de los exiliados y la política de inmigración, el desarrollo de una cultura de paz, el diálogo interconfesional. Implica acallar las armas, abandonar el enfoque antiterrorista que despolitiza y deshumaniza, llevar a cabo negociaciones sustanciales entre diferentes facciones políticas, también político-religiosas (judías y musulmanas), con una fuerte implicación de potencias regionales con capacidad real de mediación, como Turquía o Catar, si los Estados Unidos no cambian de orientación. Para que un horizonte compartido, en lugar del exterminio, pueda vislumbrarse como factible, es necesario que los judíos israelíes, cuya posición es dominante y a la vez frágil, asuman que su seguridad en su «hogar nacional» no depende de un estado supremacista, sino de todo lo contrario, del reconocimiento mutuo con sus vecinos árabes.

“No tengo otro país/ incluso si mi tierra está en llamas” (Manor). “Había un muro grande y alto que intentó detenerme” (Guthrie). Hoy la tierra está en llamas y el odio erige el mayor muro imaginable. Esperemos que caiga, como tantos otros.

Samuel Pulido