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¿Quién no desea viajar? El turista es una de las figuras emblemáticas del capitalismo posmoderno. Pero el turismo es una actividad social y ecológicamente depredadora. En algunos lugares ya comenzaron a aparecer movimientos sociales que cuestionan el desenfreno turístico. En Aruba, por ejemplo, hubo hace poco una gran oposición social a la construcción de nuevos hoteles. El sociólogo francés Rodolphe Christin es una de las pocas voces críticas ante el fenómeno turístico. Ha publicado varias obras capitales al respecto, algunas de ellas traducidas al castellano, como Contra el turismo (España, El Salmón, 2023). Aquí ofrecemos uno de los capítulos de su obra Mundo en venta. Crítica de la sinrazón turística (El Salmón, 2018).
El sentimiento de libertad turística consiste en que, algunas semanas al año, el turista viva la ilusión de ser rentista, libre de emplear su tiempo como le dé la gana y –una vez al año no hace daño– hacerse servir por otros, por quienes trabajan. Esta delicada sensación alimenta sobremanera su hedonismo. El turista se encuentra impregnado por el espíritu rentista que se halla instalado en el imaginario social y que consiste en «acumular los recursos suficientes para hacer lo que nos plazca». Desde este punto de vista, el turista, al igual que el jugador, es un personaje emblemático que nos recuerda que en cada trabajador late su opuesto, y cuyo sueño sería «escapar de este sistema para organizar su vida con total independencia», en palabras del economista Pierre-Yves Gomez. El asalariado, esclavo de su trabajo, versus el rentista libre que se beneficiaría de unas vacaciones ad vitam. Para Gomez, el espíritu rentista consiste en querer beneficiarse de la riqueza creada sin sentirse obligado a participar en el esfuerzo productivo. Sus resortes psicológicos descansan asimismo sobre una necesidad de seguridad que aspiraría a disfrutar de unos ingresos desligados de cualquier tipo de actividad, lo que parecería legítimo en caso de vejez, incapacidad total o parcial, desempleo, etc. Pero por encima de todas las cosas, el espíritu rentista nace de un «potente deseo de libertad», el de disponer de manera indefinida de un tiempo libre susceptible de ser dedicado a lo que nos plazca, como por ejemplo al ocio. Gomez considera, además, que este apetito es representativo del auge de una economía basada en las rentas del capital.
Si el turista se cree falsamente emancipado del trabajo, lo hace únicamente durante el tiempo que duran sus vacaciones, ese paréntesis temporal que cada vez se vuelve más preciado. El turista, entregado de pies y manos a ingenieros sociales y planificadores, en nada puede decirse que se haya emancipado del «horror económico», ya que continúa comportándose, siempre en la medida de sus posibilidades, como un consumidor de la industria turística, industria cuyo crecimiento es más constante que el experimentado por la producción industrial y por los servicios en general, y con los servicios financieros y las comunicaciones en particular. Francia, como primer destino turístico mundial, es el sitio ideal para estudiar la ideología turística y su impacto en la organización de la sociedad. China, por su parte, se ha convertido en el primer emisor mundial de turistas, y prueba que dictadura y turismo no son excluyentes, y que en cuanto un país alcanza los estándares occidentales de desarrollo, genera turistas. El turismo, a pesar de sus aires de actividad simpática y cordial bañada de inocencia, no es en absoluto una industria amable; su impacto y sus problemas se inscriben en el corazón del liberalismo mundial. Si bien los operadores turísticos no cesan de declarar su amor a la naturaleza y de montar decorados idílicos y paisajes protegidos, el turismo es devastador para la ecología, tanto por la contaminación ligada al transporte como por la presión que ejerce sobre recursos locales como el agua, sin olvidar la alteración de los ecosistemas causada por el hormigón y la producción de innumerables desechos. Y esto es sólo una pequeña muestra del daño que este sector sumido en sus contradicciones causa a la ecología: el turismo, por así decirlo, es mundófago: mata lo que le da vida, destruye el mundo que dice amar.
Esto no parece acarrearle mayores problemas. El ethos turístico se ha difundido en diversos sectores sociales, ha impregnado las mentalidades contemporáneas y ha contaminado prácticas que no son stricto sensu turísticas. El sociólogo Zygmunt Bauman considera al turista una figura emblemática de lo que él denomina la posmodernidad. La estetización de la vida cotidiana en los países desarrollados es, según Bauman, una de las consecuencias de la difusión del imaginario turístico a toda la sociedad:
“La estructura del mundo turístico descansa exclusivamente sobre criterios estéticos (los escritores, cada vez más numerosos, que se lamentan de la estetización del mundo posmoderno en detrimento de otras dimensiones como la dimensión moral, describen el mundo, quizás de manera inconsciente, desde el punto de vista del turista; el mundo estetizado es un mundo habitado por turistas)”.
El turista ha reemplazado al flâneur de Walter Benjamin, quien veía tres condiciones para su aparición: la ciudad, la multitud y el capitalismo. Por mi parte, yo diría que el turista implica: en primer lugar, la existencia del asalariado y sus vacaciones pagas; en segundo, la capacidad logística indispensable para organizar desplazamientos a gran escala; y en tercer y último lugar, el capitalismo, modo de producción del que dependen las primeras dos condiciones, debe permitir la circulación de una multitud de bienes y servicios que representen la misma cantidad de estímulos.
Basta con ver lo que sucede en los centros comerciales para advertir cómo se combinan las funciones de consumo y de paseo (de la misma manera que basta con ver un lugar turístico en temporada alta para constatar algo parecido: las calles se transforman en centros comerciales al aire libre). Por la profusión de objetos y servicios ofrecidos (estética, restaurantes, espacios de recreo para niños, etc.), los centros comerciales asocian el comercio con la diversión, el consumo con el cuidado propio. La función comercial está atravesada por paseos contemplativos con finalidad ya no filosófica sino económica. La contemplación del paseante se orienta aquí hacia los objetos y servicios dispuestos en los escaparates. El centro comercial representa el modelo cerrado del espacio mercantilizado donde el cliente manda: este último es el actor clave de la democracia capitalista, que hace del individuo consumidor un rey anónimo cuya autoridad se basa en el poder de compra. El centro comercial es un lugar de paseo dedicado a los consumidores; cada paso tiene como meta la compra.
El registro dominante de la percepción es el modo superficial ligado a las apariencias, organizadas de tal manera que puedan desencadenar un deseo a través de estímulos sonoros, visuales, e incluso olfativos. Al igual que el turista, el paseante, solo o en grupo, profesional o no, deambula entre múltiples tentaciones; observa y roza a sus semejantes en cruces furtivos, pero no se producen encuentros fuera del contacto comercial o accidental. La acción principal, al margen del paseo, es el consumo. El conso-flâneur [contracción de consommateur flâneur o «consumidor paseante», en francés] circula, aminora el paso, observa un escaparate, visita una tienda, toca una prenda de vestir, sopesa un bibelot, acaso lo compra, y luego se va por donde ha venido. Apenas se han intercambiado un puñado de palabras, una leve sonrisa; en el mejor de los casos, unos cuantos consejos. El encanto del centro comercial reside, asimismo, en su capacidad para acoger a un público al que no reconoce como individuos y que puede por tanto comprar a su gusto, sin que lo molesten. O incluso puede ir ahí a matar el tiempo, ya que es el lugar de quien no tiene ocupaciones. El paseante no está comprometido con ninguna función, no tiene estatuto alguno ni pertenece a una comunidad: es el individuo anónimo despojado de toda pertenencia y responsabilidad, libre para ir y venir, comprar o ignorar. Como el turista.
Buena parte de la ligereza está asociada al desarraigo, a la ausencia de compromiso, al anonimato, si bien, al contrario que el comercio artesanal de barrio, estas características vuelven imposible la convivencialidad y facilitan la neutralidad superficial de las relaciones.
La ingeniería de la circulación se disimula en la geografía de los espacios. Una forma de organización que produce un nuevo tipo de acondicionamiento, que se opera a través de la recuperación, en un espacio dado, de un movimiento inicial potencialmente liberador si no estuviese enmarcado por un entorno comercial. La puesta en escena del centro comercial, como sucede con los lugares turísticos, no se realiza al azar. A diferencia de los parques de atracciones y de los enclaves turísticos, los centros comerciales todavía no ofrecen alojamiento ni zonas de actividades acuáticas, no hay tampoco figurantes disfrazados de Hello Kitty o Spiderman, lo que les asemejaría a esos all inclusive implantados en el litoral de las ciudades. Pero poco falta.
Los centros comerciales revelan el denominador común del consumidor y el flâneur, carácter del que el turista se apropia para diseminarlo por toda la geografía. Rentista furtivo y derrochador, el conso-flâneur se contrapone al productor (de bienes o servicios) remunerado por lo que hace, del que es el cliente potencial o en la práctica. Esta línea divisoria atraviesa la interioridad del turista y estructura el comercio que realiza con el mundo que lo rodea. El turismo es emblemático de la ambivalencia del hombre contemporáneo, que se debate entre el deseo de disfrutar sin límites, aquí y ahora, y la obligación de pagar el precio por su diversión, es decir la obligación de trabajar para ganar el dinero imprescindible para sus compras, que desembolsará durante su tiempo libre. Todo tiene un precio. Al igual que con el ocio en general, deambular como práctica consciente puede convertirse en un comportamiento disidente; así lo entendieron los situacionistas cuando teorizaron sobre el arte de la deriva psicogeográfica. Sin embargo, la sociedad de consumo y la ideología economicista supieron canalizar esa capacidad para utilizarla a su favor, reduciéndola al placer mediocre de deambular entre escaparates. Esta orientación comercial le impide, por tanto, realizarse como potencia subversiva debido a su transformación en turismo, una realidad que tiene como epicentro las mercancías. Toda visita debe siempre culminar en el consumo; ir de compras es una manera de ocupar el tiempo libre incluso durante las vacaciones. Lejos de estar dictada únicamente por la necesidad, esta actividad representa asimismo un placer al que se dedicarán los sábados, e incluso los domingos cuando el poder político y económico logren facilitar la apertura de los comercios ese día. El comercio absoluto no desprecia ningún tiempo ni lugar. Los destinos vacacionales y los parques de atracciones lo saben bien, y están repletos de tiendecitas y trampas para turistas ociosos y, lo quieran o no, derrochadores.
Rodolphe Christin