Fotografía: soldados ucranianos abriendo fuego contra una posición rusa en la zona fronteriza de la provincia de Járkov, Ucrania oriental. Imagen capturada por Anatolii Stepanov para la agencia AFP.
Presentación.— Hace tiempo que no publicamos nada de Enrico Tomaselli, uno de los analistas geopolíticos y comentaristas militares de izquierda que más seguimos, aunque no siempre estemos de acuerdo con él (tratamos de ser más mesurados y cautos, tanto en nuestro optimismo como en nuestro pesimismo). Por otro lado, nos parece necesario ponernos al día con la guerra de Ucrania, ya que en estas últimas semanas el avance ruso en la región del Donbás y en el frente sur ha ganado más ritmo, al tiempo que se ha registrado una nueva ofensiva terrestre en la provincia nororiental de Járkov, que augura una escalada. De modo que «matamos dos pájaros de un tiro» traduciendo del italiano “Guerra in Ucrania, atto secondo”, artículo que Tomaselli publicó en Giubbe Rosse News el 12 de mayo. Más allá de tener algunas diferencias con él (por ejemplo, con su afirmación demasiado tajante de que Rusia no tenía “ambiciones territoriales” cuando inició su invasión de Ucrania en febrero de 2022), pensamos que vale la pena difundir “Guerra en Ucrania, acto II” desde Brulote, nuestra sección de política internacional.
Las aclaraciones entre corchetes son nuestras, no del autor.
Aunque se esperaba, y en parte incluso se había anunciado, la apertura de un segundo frente ofensivo por parte de las fuerzas armadas rusas representa la transición a una nueva fase del conflicto, que probablemente podamos dar por concluida.
Contrariamente a la propaganda occidental, Rusia nunca ha tenido ambiciones territoriales: es la nación más grande del mundo y tiene, si acaso, un déficit de población con respecto al territorio. Tampoco las ha tenido respecto a las regiones rusoparlantes de Ucrania, hasta el punto de que hasta la víspera del inicio de la Operación Militar Especial [OME] proponía un acuerdo que otorgara un estatuto especial de autonomía a esas regiones, pero dentro del Estado ucraniano. Y siendo además un país rico en recursos, no tenía especial necesidad de apoderarse de los del Donbás (desde este punto de vista, la zona más rica de Ucrania). Quizá el único aspecto bajo el cual las zonas rusófonas resultan atractivas es precisamente el de la contribución demográfica.
Obviamente, una vez iniciada la guerra, pagada con decenas y decenas de miles de bajas, los territorios liberados también se hicieron imprescindibles.
El objetivo estratégico siempre ha sido garantizar una situación de seguridad estable en el lado europeo frente al expansionismo amenazante de la OTAN [lo que para Moscú ha implicado, entre otras, el estatus neutral de Kiev, es decir, su no alineación con Bruselas/Washington]. Por lo tanto, incluso los objetivos proclamados con respecto a Ucrania (desmilitarización y desnazificación) debían y deben enmarcarse en este contexto.
Ciertamente, estos casi 27 meses de guerra han cambiado muchas cosas, si no en los objetivos, sí en la forma de alcanzarlos. Con respecto a Ucrania, está claro que dos objetivos son tan ineludibles ahora como lo eran el 24 de febrero de 2022. La destrucción del potencial bélico de Ucrania –y como corolario, la neutralidad del país y su no pertenencia a la OTAN– sigue siendo el primero. La certeza de no tener un gobierno en Kiev controlado por nacionalistas rusófobos –de los que las formaciones nazis siempre han sido el alma negra– sigue siendo el segundo.
Sin embargo, lo que sin duda ha cambiado es el panorama general. Si hace dos años Moscú no ponía objeciones a que Kiev se incorporara a la Unión Europea, que seguía siendo un excelente socio comercial, está claro que ahora esa posibilidad (suponiendo que la UE siguiera queriendo hacerse cargo de un país devastado…) ya no existe, pues Europa ha perdido su condición de tercera parte, y ha entrado de lleno en el conflicto. Del mismo modo, la relación con la OTAN ha cambiado necesariamente. Si antes de la OME, el objetivo era llegar a un acuerdo duradero y equilibrado sobre la seguridad mutua en Europa, partiendo de una relación igualitaria y amistosa, ahora las cosas son radicalmente distintas. Ya no se confía en la posibilidad de un acuerdo, se da por hecho que la perspectiva es la de una larga temporada conflictiva y, en cualquier caso, a partir de ahora las relaciones se basarán en relaciones de poder.
Por lo tanto, si éste es el marco estratégico general donde se sitúa ahora el conflicto, la posición de Moscú –y sus movimientos sobre el terreno– resultan más claros.
Con toda probabilidad, el Kremlin cuenta con poner fin militarmente a la guerra entre finales de 2024 y principios de 2025 (aunque sin duda está preparado, en todos los aspectos, para proseguirla incluso hasta 2027-28, por lo menos).
En el mismo plazo, se producirá la transición entre la actual administración estadounidense y la próxima, que, independientemente de quién sea el nuevo presidente, marcará sin duda un cambio de ritmo estratégico definitivo para Estados Unidos. Esto podría crear condiciones favorables para que la situación en el campo de batalla se refleje en la mesa de negociaciones.
A Moscú también le interesa avanzar hacia una conclusión de la guerra, antes de que algunos países europeos se dejen seducir por la idea de intervenir ellos mismos en el conflicto, y alcanzar las condiciones mínimas para hacerlo.
Last but not least, Putin acaba de ser reelegido para el que será su último mandato, y sin duda quiere concluirlo sin una guerra en curso.
Todo esto significa que la tarea asignada a las fuerzas armadas rusas, para esta nueva fase del conflicto,1 será acelerar la caída del régimen de Kiev, con el objetivo de desarticular la capacidad de combate de las AFU [Fuerzas Armadas de Ucrania, por sus siglas en inglés, que en ucraniano transliterado sería ZSU, por Zbroini syly Ukrainy], y la consiguiente capitulación.
Por lo tanto, la ofensiva abierta en la región de Járkov debe leerse desde esta perspectiva. Aunque todavía nos encontramos en la fase inicial de la maniobra, y operan sobre el terreno principalmente unidades del DRG [Diversionno-shturmovaya razvedyvatel’naya gruppa Rusich, cuya traducción sería «Grupo de Reconocimiento, Sabotaje y Asalto Rúsich»], sondeando las defensas enemigas y preparando el terreno para el avance de las brigadas posteriores, los objetivos de este segundo frente son bastante obvios. En primer lugar, se trata de proteger la región fronteriza de Bélgorod, que ha sido durante mucho tiempo el objetivo de los ataques ucranianos, tanto en forma de bombardeos como de incursiones de pequeñas unidades móviles. La necesidad de crear una zona tapón (hay más de 340km de frontera directa entre Ucrania y la Federación Rusa) es evidente desde hace tiempo y, en todo caso, la iniciativa rusa va a la zaga en este sentido.
La toma de Járkov, capital del óblast [provincia] del mismo nombre y ciudad de habla rusa, es sin duda otro objetivo táctico, pero la ratio estratégica consiste en aprovechar al máximo la mayor dificultad de las fuerzas armadas ucranianas, a saber, la escasez de personal militar (especialmente de personal suficientemente entrenado). Con más de un sector del frente trastocado por la acción dinámica de las fuerzas rusas, la escasez de reservas (y la dificultad de trasladarlas de uno a otro) es evidente que afectará significativamente la capacidad de resistencia ucraniana en cada uno de los puntos de la línea de batalla. Esto significa que la probabilidad de fracaso se multiplicará. Los comandantes de las AFU ya hablan abiertamente de la ciudad fortificada de Chasiv Yar como si fuera irrelevante (cuando en realidad es muy importante para todo el sector de Donetsk), señal de que –como ocurrió con Bajmut y Avdíivka– se están preparando para abandonarla.
Y hay indicios de que los rusos se están preparando para cruzar el Dniéper, probablemente en el sector de Jersón, y probablemente durante el verano, abriendo un nuevo frente ofensivo.
Dada la ya abrumadora superioridad de la potencia de fuego, la multiplicación de los puntos de presión ofensiva multiplica a su vez la probabilidad de que se produzcan averías significativas. Esto podría desencadenar una reacción en cadena, asestando un golpe fatal a la moral de las –ya cansadas y desanimadas– tropas ucranianas, que a su vez afectaría a todo el país.
Desde un punto de vista estratégico, es bien sabido que las fuerzas armadas rusas intentan evitar, en la medida de lo posible, el asalto frontal a las ciudades (ya que ello conlleva un alto costo en pérdidas humanas y destrucción), prefiriendo en la medida de lo posible rodearlas y empujar a las fuerzas ucranianas a la retirada. Es probable que hagan lo mismo en Járkov, Sumy (si deciden apuntar también en esa dirección) y Jersón.
A menos que sea necesario, no es probable que invadan Odesa, ya que existen demasiadas complicaciones políticas y logísticas para una operación de este tipo. Presumiblemente, si Moscú considera necesario liberar la ciudad,2 intentarán, en la medida de lo posible, conseguirlo sin lucha, ya sea mediante un colapso de las defensas ucranianas o incluso en la mesa de negociaciones.
Lo que está claro es que los próximos cuatro o cinco meses serán muy importantes, y a las fuerzas armadas rusas se les encomendará la tarea de hacer avanzar aún más el equilibrio de fuerzas, a fin de determinar las perspectivas de una mesa de negociaciones. Que en cualquier caso no podrá, siendo realistas, ver la luz antes del nuevo año. El paso crucial, desde esta óptica, siguen siendo las elecciones presidenciales estadounidenses. Si un demócrata vuelve a la Casa Blanca, es probable que la retirada del frente ucraniano sea más lenta y soft, y que vaya acompañada de una mayor presión sobre los europeos para que apoyen a Kiev hasta las últimas consecuencias. Si, por el contrario, gana Trump, es más probable que ambas cosas sucedan de forma más rápida y brutal.
Pero, por ahora, el terreno sigue abierto.
Enrico Tomaselli
NOTAS
1 Interesante desde este punto de vista será ver, en los próximos días, cuáles serán los nombramientos presidenciales en el nuevo gobierno ruso, en particular el del ministro de Defensa (y, en consecuencia, el del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas). La probable sustitución de Shoigú (y de Gerasimov) será un indicador importante, en innumerables aspectos, de la posición que Moscú pretende adoptar. (Nota del editor: con posterioridad a la publicación de este artículo, se supo que Serguéi Shoigú fue reemplazado por Andréi Beloúsov, viceprimer ministro. Shoigú, dirigente de 68 años, ocupaba el cargo de ministro de Defensa desde 2012. Ahora será secretario del Consejo de Seguridad de Rusia.)
2 Odesa es claramente una ciudad clave en muchos aspectos. No sólo porque sigue siendo el último punto significativo de acceso ucraniano al mar, sino porque para la OTAN significa mantener un puerto en el mar Negro, impidiendo que Rusia lo convierta –de hecho– en un lago ruso. Los británicos en particular son sensibles a esto. Por tanto, la decisión sobre qué hacer con Odesa no puede pasar por alto este aspecto. Por otra parte, liberar el óblast de Odesa sería necesario si se quiere resolver el problema del enclave de Transnistria [la región separatista prorrusa al este de Moldavia]. El de Kaliningrado constituye ya un problema estratégico de no poca importancia para Moscú, y tener otro casi en el corazón de la OTAN no sería poca cosa. Pero sigue siendo una cuestión compleja, donde se deben tener en cuenta innumerables factores, y sólo en el Kremlin saben cómo piensan abordarlos.