Ilustración: Alegoría del mal gobierno (detalle), de Ambrogio Lorenzetti. Mural del Palacio Público de Siena, Italia, 1338-40.
Presentación.— En Contretemps suelen publicar artículos interesantes sobre marxismo y estado, como el que difundimos el año pasado acerca de Poulantzas, y que pueden leer aquí. El 14 de mayo, la revista francesa dio a conocer un nuevo texto de Stathis Kouvélakis –miembro de su consejo de redacción– intitulado “Transformer l’État pour ne pas être transformé par lui”. Se trata de una breve ponencia redactada para la Journée d’étude sur l’État, un coloquio que el Institut La Boétie (ILB) organizó en París el 6 de abril. La hemos traducido al castellano, para nuestra sección de teoría Kamal. Nos parece un valioso aporte a la reflexión y el debate, aunque no estemos de acuerdo en todo con Kouvélakis (la cuestión del soberanismo, por ejemplo).
Las aclaraciones entre corchetes son nuestras, no del autor.
Por una vez, voy a empezar con algo que dijo François Mitterrand. Es un trascendido, pero, sin embargo, puede considerarse auténtico, porque la persona que lo transmitió no es otra que Danielle Mitterrand, su esposa, y todavía está disponible en línea en la página web de su fundación.1 Poco después del giro neoliberal de sus primeros siete años de mandato, Danielle Mitterrand le preguntó: “¿Por qué, ahora que tiene el poder, no haces lo que te propusiste?”. Y el primer presidente socialista de la historia de Francia respondió “que no tenía el poder para enfrentarse al Banco Mundial, al capitalismo y al neoliberalismo. Que había ganado el gobierno, pero no el poder”.
“Ganó el gobierno, pero no el poder” es la frase clave. Explica el giro neoliberal de 1982-1983, del cual la izquierda francesa –y sin duda tampoco la europea– nunca se ha recuperado. Nos obliga a plantearnos esta pregunta: ¿qué hay entre el gobierno –es decir, ganar las elecciones– y ganar el poder? Pues bien, está precisamente lo que hoy nos ocupa, a saber, el estado como condensación de ese poder, en la medida que es poder de clase. El poder de la clase que controla los medios de producción y de intercambio, digamos, la clase que concentra el poder económico, la clase capitalista.
Como resultado, todos los gobiernos elegidos sobre la base de un programa de ruptura con el orden capitalista se dieron cuenta rápidamente de que tener una mayoría en el parlamento y/o ganar la jefatura del Ejecutivo es muy diferente de estar en el poder. Para ganar el poder, hay que enfrentarse al poder del capital y derrotarlo. Pero para ello es imprescindible atacar su expresión concentrada y específica, el estado.
¿Qué es el estado capitalista?
¿Qué tiene de «específico» este término? En primer lugar, significa que, contrariamente a la idea que todo estado moderno tiene de sí mismo, el estado no es la encarnación universal. No es un árbitro imparcial que se eleva por encima de los conflictos entre grupos sociales para promover un mítico “interés general”. No hace falta estar especialmente imbuido de marxismo; creo que basta con mirar a nuestro alrededor para ver que, en la sociedad capitalista, el estado sirve en última instancia a los intereses de la clase dominante, es decir, de la clase capitalista. En este sentido, es un estado de clase. El estado es el cerrojo que garantiza en última instancia la permanencia del orden social establecido, razón por la cual ningún intento de derrocarlo puede prescindir de una confrontación con el poder estatal.
Así, muy brevemente, el estado es la expresión condensada del poder de clase. Pero no es sólo eso, en el sentido de que, como acabo de decir, es una condensación específica de ese poder. Aquí es donde sin duda entra la contribución de la teoría marxista, desde los fundadores hasta Nicos Poulantzas, el último de los grandes pensadores sobre el estado que se sitúa en esta tradición.
En pocas palabras, la especificidad del estado contemporáneo se deriva del hecho de que, en el capitalismo, la relación de explotación no tiene lugar bajo una coacción extraeconómica, como ocurría en el antiguo régimen feudal. A partir de ahora, como escribió Marx en El Capital, es “la restricción silenciosa de las relaciones económicas [la que] sella la dominación del capitalista sobre el trabajador”. Bajo el capitalismo, por tanto, existe una separación entre lo económico y lo político-estatal, una separación que es relativa, por supuesto, porque el estado interviene activamente en la reproducción de esta restricción silenciosa y está profundamente moldeado por las relaciones que ayuda a reproducir.
Lo cierto es que, a diferencia de la nobleza, que detentaba el poder económico, judicial, militar e incluso político a través del estado monárquico, que puede considerarse como un estado patrimonial –es decir, como propiedad del monarca, el primero entre los señores feudales–, la clase capitalista no ejerce el poder político directamente sino a través de una entidad distinta, el estado. Se trata de una entidad concebida como un poder público cuyo funcionamiento se rige por la ley, liberado de los vínculos personales en los que se basaban el feudalismo y los estados del Antiguo Régimen. El estado moderno posee así una autonomía relativa con respecto a la clase dominante, y sólo puede funcionar sobre la base de esta autonomía.
La autonomía en cuestión significa dos cosas.
Por un lado, la clase dominante sólo alcanza la unidad en el terreno del estado. Sólo se convierte en clase dominante constituyéndose como tal, es decir, superando su división en distintas fracciones con intereses parcialmente divergentes, en el terreno del estado y mediante un personal político especializado, encargado de su dirección y mediación con la sociedad civil. La burguesía no existe políticamente con independencia del estado, y el estado no es ni su apéndice ni un instrumento que pueda manipular a su antojo.
Por otro lado, la clase capitalista tampoco se trata de una entidad preexistente que el estado se limitaría a «capturar» a posteriori, o a «colonizar» desde el exterior. El estado se presenta como el terreno mismo a través del cual se establece la unidad de esta clase dominante, no sin contradicciones y oscilaciones, bajo la hegemonía de una de sus fracciones (digamos, para hablar de la situación actual, las finanzas capitalistas). Nicos Poulantzas solía decir que el verdadero «partido de la clase dominante» era el estado –pues es en y mediante el estado como se alcanza la hegemonía–, y no tal o cual partido en la cúspide, que es sólo una mediación necesaria, aunque temporal y sustituible.
Pero la especificidad del estado se expresa también a otro nivel, tanto o más decisivo. Pues es el estado el que organiza la hegemonía de la clase dominante sobre las clases dominadas, el que condensa las condiciones de consentimiento de los dominados, sobre la base de una relación de fuerzas establecida en y por la lucha de clases. Es por tanto en el estado donde se inscriben las formas de compromiso social, siempre inestables y temporales, pero que sin embargo producen efectos reales, efectos que enmarcan el conflicto de clases sin anular su carácter antagónico.
Es en este sentido que el estado constituye un “campo estratégico”, como dice Poulantzas, porque es en el Estado donde se condensa la relación de fuerzas entre las clases, en el doble sentido de la unificación de la clase dominante y de su relación con las clases dominadas. No se trata, por tanto, de una entidad monolítica, sino de un terreno atravesado por contradicciones, al tiempo que conserva una forma de unidad y cohesión materializada en el marco de los aparatos que lo constituyen.
El estado como ámbito estratégico
Esto tiene una consecuencia importante: en las condiciones de un sistema parlamentario estándar, las clases dominadas están «en el estado», a través de todo tipo de canales. En particular, están presentes –a través de la mediación de sus organizaciones– en el espacio de las instituciones representativas. Cada uno de estos espacios, empezando por los creados por el llamado sufragio universal, se ha ganado luchando duramente, y es este proceso el que ha dado un contenido democrático incipiente a un régimen liberal que no era en absoluto democrático en sus inicios.
Esto no cambia el funcionamiento general del estado, en la medida que reproduce las relaciones sociales existentes y cristaliza la unidad del poder de clase. Decir que el estado no es monolítico no significa que clases antagónicas ocupen su espacio de forma conmensurable y compartan el poder «democráticamente». Pero sí transforma sustancialmente las condiciones en las que se desarrolla la lucha de clases en el plano político.
Lo que se hace posible a partir de ahora, como Marx y Engels vieron claramente desde los inicios de la extensión del sufragio en los países europeos, es el acceso al poder gubernamental –que no es el poder sin más– de los partidos obreros. Dicho de otro modo, para usar las palabras de Marx en el programa del Partido Obrero Francés2 coescrito con Guesde, “la transformación del sufragio universal, del instrumento de engaño que ha sido hasta ahora, en un instrumento de emancipación”.
Es precisamente contra esta amenaza potencial contra la cual el estado capitalista se atrincheró preventivamente cuando integró en su tejido institucional las conquistas democráticas de las luchas populares. Por supuesto, desde el principio y en su propia estructura, el estado ha sido un conjunto centralizado y jerarquizado de aparatos que, a través de su especialización, reproducen las características fundamentales de la división capitalista del trabajo, y, en particular, la monopolización de las funciones de gestión por los escalones superiores de estos aparatos. La evolución histórica consiste en que los verdaderos órganos de decisión se han trasladado a lugares lo más protegidos posible de la presión popular.
Es este proceso el que explica el continuo fortalecimiento del poder ejecutivo en detrimento de las asambleas representativas y, más aún, el peso cada vez más decisivo de las altas esferas de la administración. Esta doble tendencia se aplica a todos los regímenes democráticos liberales, pero es especialmente pronunciada en Francia, con el presidencialismo de la V República y el peso de los grandes órganos del estado, encabezados por la Inspección de Finanzas de Bercy [Bercy es el nombre de la calle parisina donde se halla la sede de dicha institución burocrática].
El resultado es un núcleo duro del estado, a la vez –relativamente– autónomo y estrechamente vinculado al poder económico a través de todo tipo de canales, en particular a través del pantouflage (el movimiento de altos funcionarios entre los sectores público y privado), los centros de formación y socialización de élite y, cada vez más, a través del uso de consultorías (un núcleo que actúa como garante último de la continuidad del poder de clase, más allá de las vicisitudes de los cambios políticos, e incluso más allá de los cambios de régimen).
Por supuesto, este núcleo duro del estado incluye también el aparato de represión –el tríptico formado por la policía, el Ejército y el poder judicial– ya que, según la famosa definición de Max Weber, el estado moderno tiene el monopolio del ejercicio de la violencia legítima. La acción de su aparato es ordinaria y permanente, para garantizar la reproducción del orden social, pero también puede volverse extraordinaria, es decir, asumir un papel directamente político, cuando las instituciones representativas están en crisis.
Desde la España del 36 hasta el Chile de la Unidad Popular, sabemos que la burguesía nunca duda en violar su propia legalidad cuando siente amenazado el orden social. La actual V República [francesa] es otro ejemplo de crisis de régimen que se resuelve bajo la presión de un pronunciamiento militar, lo que ha llevado a calificarla, citando una vez más a Mitterrand, de “golpe de estado permanente”. También hay que recordar que, en mayo del 68, De Gaulle visitó Baden-Baden para reunirse con su amigo Massu y asegurarse el apoyo del Ejército, antes de lanzar su contraofensiva política.
Un enfrentamiento inevitable con el estado
La primera conclusión fundamental que se desprende de todo esto es que cualquier intento de impulsar un proceso de transformación social no puede evitar chocar con la feroz resistencia del corazón del estado, de su núcleo duro, es decir, la alta administración y el aparato represivo, en interacción –por supuesto– con los centros de poder económico.
Esta resistencia es doble: por un lado, es la resistencia estructural de los aparatos que, por su formidable inercia burocrática, son hostiles a la convulsión del orden social y, más que nada, a la irrupción de las masas populares en el primer plano. Es también, por otra parte, la resistencia organizada del núcleo duro del estado que considera profundamente ilegítimo que fuerzas que rompen con el funcionamiento institucional establecido accedan al gobierno.
A esto hay que añadir las presiones internacionales, ya que tanto el poder político como el económico están vinculados a un sistema internacional que se ha vuelto tanto más constrictivo cuanto que el estado-nación francés ha cedido gran parte de su capacidad de acción tanto a los mercados globalizados como a organismos parcialmente supranacionales como la Unión Europea. Esta última controla el instrumento monetario (a través del BCE [Banco Central Europeo] «independiente») y establece la primacía del derecho continental sobre el derecho nacional (a través del Tribunal de Justicia de La Haya), dos atributos clave de la soberanía.
Por lo tanto, es completamente ilusorio pensar que el estado puede utilizarse tal como existe para dirigir un proceso de transformación social. Es igualmente ilusorio pensar que la cuestión puede reducirse a la de la organización institucional, y que puede resolverse con un simple cambio constitucional. Este cambio, es decir, la ruptura con la V República [francesa], es por supuesto una condición indispensable, pero no es en absoluto suficiente, porque de lo que se trata es de la estructura material del estado y del funcionamiento de su aparato, un funcionamiento cuyos efectos (en particular, el peso de la alta función pública) superan con mucho la arquitectura prevista por la Constitución.
Aparte de la necesidad de hacer frente a los aspectos potencialmente violentos de la resistencia procedente de los aparatos de represión, es la relación entre el estado y las clases dominadas la que necesita una revisión radical. Esta relación impregna el estado desde dentro, porque las masas están presentes en él, pero también va mucho más allá. Sobre todo, porque la movilización popular y el surgimiento de conflictos son las características de toda verdadera empresa de transformación social.
Aquí es donde reside el mayor desafío estratégico para las fuerzas que pretenden llevar a cabo tal empresa: vincular el trabajo en las instituciones del estado –para democratizarlas en profundidad– con la movilización de las fuerzas populares, sin la cual no es posible ningún cambio en el equilibrio de poder. Todo ello en un contexto de fuertes limitaciones y presiones, tanto internas como internacionales.
Aprender de la experiencia
Sabemos que hasta ahora este reto no se ha superado con éxito, de ahí el fracaso de los intentos de ruptura con el capitalismo en los países democráticos liberales. Aprender las lecciones de las experiencias pasadas es, por ende, tanto más necesario si queremos trabajar con una perspectiva de victoria. A modo de conclusión, me gustaría volver a mi punto de partida, es decir, el giro neoliberal de la izquierda francesa en 1982-83.
En dos grandes conferencias pronunciadas el 10 de mayo de 1981,3 Jean-Luc Mélenchon señaló dos factores principales del fracaso: en primer lugar, una concepción demasiado institucional de la práctica política de la izquierda en el gobierno. Esto se reflejó en la negativa a movilizar al pueblo o a apoyarse en los movimientos sociales existentes. Mélenchon cita el caso de la falta de reacción a las famosas decisiones4 del Consejo Constitucional de enero de 1982,5 que anularon la ley de nacionalización del gobierno Mauroy por no haber indemnizado suficientemente a los propietarios, convirtiendo así la inviolabilidad del derecho de propiedad en un derecho constitucional fundamental.
También destaca el impacto devastador de la denuncia del gobierno de Mauroy contra las huelgas de los trabajadores inmigrantes de la industria automotriz como un “complot chiita” (el racismo islamófobo, como vemos, viene de lejos, incluso dentro de la izquierda. A esto hay que añadir la forma en que el PS y Mitterrand tiraron de la manta a los pies del movimiento antirracista autónomo que surgía con la marcha de 1983,6 lanzando SOS Racisme).
En resumen, puede decirse que esta práctica política estrechamente institucional revela que las organizaciones de base distan mucho de estar libres de la lógica de la nacionalización, incluso antes de acceder a puestos de gobierno, y más aún cuando lo hacen como resultado de victorias electorales. Esto también es parte esencial de las contradicciones y luchas que las atraviesan desde dentro.
El segundo factor mencionado por Mélenchon es la presión exterior, el “condicionamiento externo” como se le llamaba entonces, que tomó la forma de la fuga de capitales, la devaluación del franco y el peso ya adquirido de la CEE (Comunidad Económica Europea), primera forma de la actual UE, más concretamente a través del Sistema Monetario Europeo, primer esbozo de moneda única. No tengo tiempo para entrar en detalles, pero vale la pena señalar que este tipo de camisa de fuerza, en la que la integración europea desempeña un papel central, ya existía entonces y desempeñó un papel fundamental en el giro neoliberal.
El rol jugado por Jacques Delors tanto a nivel interno como a nivel europeo fue absolutamente decisivo a este respecto. Digamos que ahora sabemos que la ruptura anticapitalista no puede lograrse sin confrontación con esta Unión Europea, que hay que prepararse para eso, y que eso exige, al menos temporalmente, mantener e incluso reforzar el carácter nacional, o más exactamente el carácter nacional-popular, del marco estatal.
La cuestión para una izquierda que busca una ruptura con el pasado es la siguiente: si no transformamos el estado, seremos inexorablemente transformados por él. La trayectoria de las izquierdas gobernantes, desde la Francia de los años ochenta hasta la Grecia del primer gobierno de Syriza, nos muestra el costo de renunciar a esta tarea. Depende de nosotros demostrar que podemos hacerlo de otra manera.
Stathis Kouvélakis
NOTAS
1 https://fondationdaniellemitterrand.org/danielle-mitterrand-des-propos-toujours-dactualite.
2 www.marxists.org/francais/inter_soc/pof/18800700.htm.
3 www.youtube.com/watch?v=uOeiRdPXuqg.
4 www.conseil-constitutionnel.fr/decision/1982/81132DC.htm.
5 www.conseil-constitutionnel.fr/decision/1982/82139DC.htm.
6 www.cairn.info/revue-hommes-et-migrations-2013-4-page-151.htm.