Ilustración: detalle de la lámina X de Gustave Doré para la Divina Comedia de Dante, Infierno, canto III: “Caronte conduce a los pecadores a su barca”, grabado en madera, 1857. Puede verse la ilustración completa aquí.
“Y yo repuse: —Maestro, ¿qué aflicción es la suya, que los obliga a lamentarse tanto?— Y él me contestó: —Te lo diré brevemente. Estos no tienen ni aún la esperanza de morir: su oscura vida es tan abyecta, que cualquiera otra suerte miran con envidia. El mundo no quiere que se conserve memoria alguna de ellos. La Misericordia y la Justicia les dan al olvido. No hablemos más de esos cuitados. Míralos, y pasa adelante.
—(…) Por lo que exclamé: —Maestro, permíteme que sepa quiénes son aquellos, y qué motivo los obliga a parecer tan solícitos en pasar el río, según alcanzó a ver entre tan escasa claridad. —Eso, me contestó, te manifestaré cuando ataje nuestros pasos la triste orilla del Aqueronte.
Bajando entonces los ojos, avergonzado, y temiendo que mis preguntas le fuesen enojosas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. Pero de pronto vimos venir hacia nosotros en una barquilla un viejo de pelo blanco, que gritaba: ¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis jamás ver el cielo. Vengo para trasladaros a la otra orilla, a las tinieblas eternas de fuego y hielo. Y tú, ánima viva, que estás ahí, aléjate de entre esas, que están muertas. Y como viese que no me movía, añadió: Por otro camino, por medio de otra barca llegarás a la playa, no por aquí. Para llevarte, es menester barco más ligero.”
Dante Alighieri, Divina Comedia, Infierno, c. III, v. 43-93, trad. de D. Cayetano Rosell, Barcelona, Montaner y Simón, 1870, pp. 15-16.
Queremos presentar aquí, en nuestra sección literaria Naglfar, el prólogo y el primer episodio de Historia nacional de la infamia. Su autor no es una suerte de Pierre Menard, porque, como se verá, no se esconde aquí la “ambición [de] producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea–” con las de Jorge Luis Borges. Lejos de plagiar al autor de Historia universal de la infamia, el relato de Nicolás Torre Giménez interviene deliberadamente en esa obra para producir un cierto efecto en el lector, que se sostiene en la premisa de que a él y a nosotros “nos une el espanto”. Se trata de un juego estético, pero también de una denuncia política. ¿Por qué no podrían ir de la mano? Borges nos habla de la herencia cultural africana; el autor de este texto, de la herencia política kirchnerista. Aquel se mofa de la «filantropía» de un Bartolomé de las Casas; éste, de las jugadas «magistrales» de Cristina Fernández de Kirchner. Uno de los arquetipos borgeanos de la infamia es el personaje ficticio Lazarus Morell; el de nuestro autor, el mucho más increíble y fantástico Javier Milei. Lo que tienen en común ambas figuras es el ejercicio razonado de la traición y el cinismo. La infamia, en ambos, se despliega como una forma racionalizada y metódica de la maldad con fines pecuniarios, sí, pero también con el objetivo de consumar un perverso goce –postulable en el primero, indudable en el segundo– en el ejercicio de la violencia.
La prosa está escrita como una narración histórica de sucesos de un pasado remoto; y pertenece a una planeada colección de relatos que iremos publicando en Kalewche, siempre que el proyecto pueda mantenerse a flote, en estos tiempos de nubes negras y mar embravecido. Una cosa más sobre “El atroz redentor Javier Milei”: que el final de esta historia ficcionalizada sea realmente distinto, eso es algo que todavía depende de nosotros.
PRÓLOGO
(…) l’opere mie
Non furon leonine, ma di volpe
Dante, Divina Comedia
Inferno, c. XXVII, v. 74-75
Yo diría que un político fantoche es aquel que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades de presentarse como un personaje grotesco y desdeñable, y que linda con su propia caricatura. Javier Milei lo consigue con creces. Más que lindar con su caricatura, tiendo a pensar que aquí se da un caso de identificación total entre personaje real y caricatura imaginable. Quizás la imaginación del lector le permita –en este caso– representarse un más allá de la ominosa realidad. Por mi parte, me declaro incompetente en el particular. Un fantoche es, además, “un muñeco grotesco frecuentemente movido por medio de hilos”, según consigna la RAE. El uso metafórico de esta otra acepción también resulta aquí atinente.
Misterioso es que, con esas características a priori para nada deseables –uno estaría tentado a arriesgar–, haya conseguido –y siga despertando– el apoyo de un sector importante de la sociedad argentina. El desconcierto resulta mayúsculo si se considera que el poder adquisitivo de la gran mayoría de los argentinos se ha visto perjudicado por el brutal ajuste llevado a cabo por el infame personaje, y que sus fuerzas de choque, casi a diario, abren un nuevo frente contra un sector diferente de desprotegidos y víctimas del sistema: organizaciones sociales como los comedores donde se alimentan quienes viven en la indigencia, jubilados pobres, docentes precarizados, mujeres víctimas de violencia de género, enfermos de cáncer, sida y otras enfermedades de tratamiento médico costoso, discapacitados, trabajadores pauperizados. La táctica consiste en combinar el “divide y vencerás” con la “bomba de humo”; la estrategia, redefinir el conjunto de las instituciones para realizar el ideal minarquista de un Estado que no se ocupe –casi– de otra cosa que de blindar jurídicamente las relaciones de producción y apropiación de la riqueza social, garantizar su cumplimiento en los tribunales, y reprimir para contener el descontento social y disciplinar: legislación neoliberal, jueces alineados ideológicamente, y –sobre todo– muchos policías y militares, además de un servicio de inteligencia secreto que pueda operar en las sombras y con fondos reservados, ya sea para armar causas, ya sea para comprar voluntades, ya sea para enriquecerse a costa del erario público. A ese ideal presuntamente “anarcocapitalista”, se le suma, como un elemento a priori extraño –pero que se explica por las particularidades históricas de la extrema derecha argentina–, un ultraconservadurismo en materia social, cultural y sexual: la defensa de la familia heteronormada de raigambre patriarcal, y el rechazo a toda otra forma de deseo sexual, amor y organización familiar; y un sistema de premios y castigos para beneficiar a los medios adictos al gobierno y atemorizar a los detractores, que incluyen amenazas de todo tipo por parte de las fuerzas de choque paraestatales y virtuales del ejército de trolls mileísta, “carpetazos” de los servicios de inteligencia (es decir, la práctica de exponer o amenazar con revelar información comprometedora o incriminadora), demonización por parte del gobierno y los medios adeptos, etc.
La ofensiva bélica –él mismo habla de estar llevando a cabo una “batalla cultural” contra el “comunismo”, refiriéndose con ese término a todo aquel que se aleje un milímetro de su maximalismo de derecha– del autopercibido «anarquista» y «libertario» apunta a las instituciones estatales de las que hacen uso los más postergados y los sectores medios pauperizados por las políticas económicas regresivas de los últimos gobiernos: la educación y la salud públicas, el Ministerio de la Mujer, el INADI (Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo); y en fortalecer aquellas que benefician a los grandes capitalistas: la justicia clasista, las fuerzas represivas, los servicios de inteligencia, los ejércitos de trolls a sueldo del Estado, etc.
Como se ve, se trata de un gobierno que no tiene nada de «anarquista», pero que todavía mucho menos tiene de «libertario», aunque sí bastante de liberticida. Tanto el uso y la tergiversación del término “libertad”, como la engañifa del «ajuste contra la casta» fueron parte de una estafa electoral –una más en la historia del país, una más en la historia de la democracia burguesa– para granjearse el apoyo de grandes sectores sociales. Una vez en el poder, se despejó todo atisbo de duda y quedó confirmado que las únicas «libertades» que defiende es la de los grandes poderes económicos para explotar y saquear al pueblo argentino a su antojo, para contaminar y destruir el medio ambiente; la suya propia para sacar a lucir su homofobia, su misoginia, su xenofobia, su odio visceral al pensamiento de izquierda y/o que ose cuestionar los privilegios; y el ejercicio desembozado de la violencia (verbal, simbólica y física) desde las más altas esferas del poder (a eso le llama “libertad de expresión”).
El gobierno de Milei es el caballo de Troya de los intereses de los grandes capitalistas, tanto de dentro como de fuera del país. “Despiadado con los débiles, al servicio de los poderosos” debería ser su lema. ¿Cómo entender entonces el apoyo que sigue obteniendo de buena parte del campo popular? ¿Un caso de masoquismo político-económico? ¿De amor por el propio verdugo? Parte del misterio pueda quizás develarse si uno considera las condiciones estructurales del «resistible ascenso» de nuestro patético personaje, que ni siquiera la imaginación de un Brecht, versado en la construcción de dictadorzuelos, mafiosos, corruptos, manipuladores, cínicos, mentirosos, despiadados, oportunistas, insensibles y calculadores, fue capaz de esbozar.
EPISODIO I: EL ATROZ REDENTOR JAVIER MILEI
La causa no tan remota
En 2019, Cristina Fernández de Kirchner tuvo mucha lástima de los trabajadores que se extenuaban en los laboriosos infiernos de la Argentina de la injusticia social y la sobreexplotación del contrabandista y desfalcador del Estado Mauricio Macri, y propuso al pueblo la elección de Alberto Fernández (ya en 2015 había tenido la brillante idea de ungir al sempiterno oportunista –y ulterior mileísta– Daniel Scioli con los honores de la candidatura presidencial), para que los argentinos se extenuasen en los laboriosos infiernos de la Argentina de la injusticia social y la sobreexplotación de fuerza de trabajo de un nuevo gobierno peronista. A esa variación de una estadista filántropa (una genialidad táctica para una catástrofe estratégica, según un comentarista mordaz) debemos infinitos hechos: una promesa de fortalecimiento del empleo y reactivación económica que redundó en la pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores; el anuncio con bombos y platillos del “Plan Argentina contra el hambre” y el inconsecuente aumento de la pobreza y la indigencia; una efímera y malograda “abolición del patriarcado” que llegó a poner en jaque a la teoría performativa de los actos de habla cuando salieron a la luz los golpes que recibía la “Primera Dama” del más «feminista» de todos los presidentes; la ratificación de la estafa del FMI y el macrismo al pueblo argentino, junto con una nueva sumisión a las extorsivas políticas económicas del organismo diseñado para saquear países en inverosímil desarrollo; la generalización de los términos albertismo y albertista para denominar la moderación excesiva en materia política y la tendencia a «recular» en la toma de decisiones que pudieran despertar algún recelo entre los poderes fácticos; una frase memorable sobre el linaje naval de los argentinos; algunas melodías desafinadas; la “Fiesta de Olivos” mientras estaban en vigencia las políticas de encierro durante la pandemia de Covid-19; el inefable “vacunatorio VIP”; el obsceno yate de Insaurralde, una inflación acumulada de 1.020% durante sus cuatro años de gestión…
Además: la culpable y magnífica presidencia del atroz dictador Javier Milei.
El lugar
La “República (sic) Argentina”, el país más desaforado del mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla. La inclinación hacia la hipérbole, como se ve, parece imponérsenos casi como un destino nacional: yo mismo acabo de sucumbir a su influencia.
Argentina es nación de pretensiones grandes y realidades modestas; es una presumida, aunque desencantada hermana de las repúblicas latinoamericanas, de cuya estirpe gusta renegar cada tanto. La tendencia a la exageración, la indecorosa e infructuosa propensión a alcanzar marcas mundiales, por una vez pareció dar un fruto impar: una ideología de extrema derecha sin igual, tanto a nivel político y económico como cultural, se apoderó de la Casa Rosada.
Los hombres
A principios del siglo XXI (la fecha que nos interesa), las vastas plantaciones de soja de la Región Pampeana eran trabajadas por tractores, sembradoras y cosechadoras –amén de algunos humanos–, tanto de día como de noche. Los frutos de esas tierras fértiles abastecían al país de la mayor parte de las divisas, especialmente dólares estadounidenses, por las que se peleaban los sectores acomodados, y una mínima parte de la cual pasaba ocasional y fugazmente por las manos de los trabajadores menos pauperizados. Pero también a principios del siglo XXI (a fines de 2023), del total de trabajadores ocupados, el 73,7% eran asalariados, mientras que el 22,6% estaban registrados como monotributistas (forma de precarización encubierta del trabajo en relación de dependencia) y una minoría como autónomos. De los asalariados, casi un 36% trabajaban en situación de informalidad. Un 5,7% de la población económicamente activa estaba desempleada. Sin embargo, un 41,7% de los argentinos eran pobres, y un 11,9%, indigentes (5,5 millones de personas que no tenían cubiertas sus necesidades alimentarias). En menos de un año del desgobierno del atroz redentor Javier Milei, las cifras de pobreza alcanzarían un 52,9% y las de indigencia, un 18,1%. Dos de cada tres niños en la Argentina «libertaria» eran pobres. Pero a fines del 2023, antes de que llegara al poder, del total de los trabajadores activos, una gran mayoría, si no eran pobres, llegaban a duras penas a fin de mes.
Los propietarios de la tierra, de las máquinas, de los inmuebles y de los dólares, eran ociosos y ávidos caballeros que, si no vivían fuera del país, habitaban en barrios privados, frecuentaban clubes privados, llevaban a sus hijos a colegios privados, estudiaban en universidades privadas, y, esporádicamente visitaban el mundo «público», por lo general, para trasladarse de un recinto privado a otro. Es decir, habían ideado una forma de vivir «fuera» del país, sin tener que molestarse en abandonarlo. Un buen trabajador les costaba bastante poco y podían descartarlo cuando no les rendía lo esperado. Algunos empleados cometían la ingratitud de enfermarse o pedir vacaciones, o de afiliarse a un sindicato y exigir mejores condiciones laborales, o votar a gobiernos que, lejos de cuestionar el capitalismo, defendían algunos derechos elementales para los trabajadores (por lo menos de forma verbal). Aquellos potentados también se rodeaban de asesores, consultores y oficinistas oscuros que, prontos a enriquecerse y siempre dispuestos a congraciarse con sus jefes, como las rémoras, se adherían a los peces grandes para alimentarse de los restos que estos les dejaban. Javier Milei fue uno de ellos.
El hombre
Las fotos de Milei que suelen publicar las revistas especializadas en historia argentina no son auténticas. Esa carencia de genuinas efigies del hombre tan memorable y famoso no debe ser casual. Es verosímil suponer que Milei se negó al retrato al natural; esencialmente a causa de una patológica obsesión por su imagen pública, de paso también para alimentar su misterio… Sabemos, sin embargo, que sufría de una disforia causada por el tamaño de sus pies y su altura, las dimensiones de su papada y una incipiente calvicie. Y, además, que implementaba diversas estrategias para manipular y controlar la manera en la que era percibido visualmente, tanto por adictos como por detractores: retoques digitales, control de ángulos de cámaras y posición de luces, restricción de acceso a fotógrafos en actos oficiales, técnicas de maquillaje, composición de las tomas y disposición estudiada de sus compañeros ocasionales de fotografía o filmación, etc., para disimular aspectos de su apariencia que lo acomplejaban.
Todo ello, sumado a una patética preocupación por presentarse como un sex symbol y un incuestionable “macho”, experto en sexo tántrico y de gran desempeño sexual, una desembozada homofobia y alusiones constantes y explícitas a una imaginaria sodomización de sus enemigos políticos (a los que decía haberles dejado “el culo como a un mandril”), identificando el coito, y en especial el sexo anal, con la humillación del otro y la violencia. En fin, una performance que despertaba –y sigue despertando– esa sensación de “vergüenza ajena”, típica de cuando se ve a alguien hacer el ridículo y además alardear de aquello que debería causarle rubor, y que revelan la torpe construcción de una pose, que quizás no hiciera más que poner en evidencia aquello de lo que carecía, o el deseo de realizar simbólicamente y en el elemento del lenguaje sus más oscuras e inconfesables fantasías.
De su infancia, sabemos que fue golpeado salvajemente por un padre violento y adepto a los negocios sucios. Los años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes. No desconocía –como se ve– el agravio, e injuriaba con singular alevosía y ensañamiento. “Yo lo vi a Javier Milei en el púlpito, subido sobre un banquito para parecer más alto”, anota un asistente a la apertura de sesiones ordinarias en el Congreso de la Nación, “y escuché sus palabras denigrantes y vi fuego en sus ojos. Yo sabía que era un mentiroso, un corrupto y un miembro de la casta en la faz del Señor, pero también mis ojos se encendieron”.
Otro buen testimonio de esas efusiones cloacales lo suministra el propio Milei en un discurso del 28 de septiembre de 2024 que ha sido recientemente recuperado: “casta putrefacta”, “ensobrados”, “kukas”, “manga de delincuentes, ladrones, mentirosos”, “traidores”, “cobardes”, “imbéciles”, “ratas miserables”, “culo sucio”, “les cerramos el orto”, “pedazo de soretes”, “degenerados fiscales”, “zurderío inmundo” son algunos de los improperios del singular personaje.
El método
La profusión de epítetos denigrantes a oponentes reales e imaginarios, como forma de construcción de un chivo expiatorio a quien culpar de todos los males de la nación, mientras su desgobierno se dedicaba a realizar la más extraordinaria transferencia regresiva de ingresos de la que se tenga noticia, se convirtió en el método que le aseguró su buen lugar en esta Historia Nacional de la Infamia. Este método es único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron, sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la esperanza de todo un pueblo y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. En cuanto a cifras de hombres, Milei llegó a comandar un enorme ejército de trolls, algunos a sueldo, otros ad honorem, pero todos juramentados. Tres integraban el “círculo de hierro”, y éste promulgaba las órdenes que los restantes círculos menores cumplían. El riesgo caía en los subalternos. En caso de rebelión, los servicios de inteligencia les armaban un “carpetazo” o se les hacía “pisar el palito” para que cayeran en una trampa no demasiado hábilmente pergeñada. Eran con frecuencia inescrupulosos. Su facinerosa misión era la siguiente:
Recorrían –con algún momentáneo lujo de criptomonedas, para inspirar respeto– las vastas redes sociales de Internet. Elegían un sector de pobres desdichados y les proponían la “libertad”, así en abstracto. Cada uno interpretaba la palabra desde su desdicha personal o de su fantasía particular: la liberación de la pobreza o del trabajo extenuante, la libertad para portar armas, para enriquecerse en dólares, para odiar desembozadamente al sector social que más profundamente odiaran: otros pobres, gays, personas trans, extranjeros, feministas, indígenas, etc. Les decían que los votaran y que serían libres. Al principio no sería fácil, pero los conducirían finalmente a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares abundantes con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerles? El desdichado, curtido ya en promesas mesiánicas y milenaristas, se atrevía a una nueva fuga.
El natural camino eran las urnas. Una boleta electoral; una gran palabra, vacía de contenido, pero pletórica de promesas, como un cielo despejado después de un fuerte temporal de viento y lluvia. A los desdichados les decían que habría que sufrir un tiempo, que luego de recortes presupuestarios, pérdida de derechos laborales y eliminación de prestaciones sociales, se alcanzaría la “libertad”. Se resignaban a volver a sufrir. Entonces los terribles bienhechores (de quien empezaban ya a desconfiar) aducían pesadas herencias políticas y explicaban que tenían que sufrir una última vez. La esperanza volvía a encenderse por un momento y volvían a resignarse, con sangre, con sudor, con desesperación y con sueño.
La libertad final
Falta considerar el aspecto legislativo y jurídico de estos hechos. El mileísmo, junto con sus aliados macristas, los «adalides del republicanismo», y merced a la compra en dólares de voluntades entre enajenables radicales (nos referimos a los miembros del partido Unión Cívica Radical) y arribistas peronistas, y el silencio pagado en cómodas cuotas de la burocracia sindical, fue redefiniendo el marco legal de un Estado minarquista, ultraconservador y represor. Lo que a primera vista los más miopes calificaban de “pericia política” para convencer a propios y ajenos de votar sistemáticamente contra el pueblo, se debía más bien a la rapidez a la hora de desenfundar la billetera y obtener votos y obediencia a cambio de dinero (basta con rastrear en los periódicos de la época los nombres de los epígonos de Judas: Crexell, Espínola y Kueider, por mencionar sólo los casos más obscenos). En esos años, un Frente de Izquierda agitaba las entrañas del país, una turba de locos peligrosos que negaban la propiedad y predicaban la libertad de los desdichados y los incitaban a rebelarse. Milei no iba a dejarse confundir con esos “zurdos de mierda hijos de recontra mil putas”. No era un “roñoso”, era un hombre blanco, heterosexual, hijo y nieto de hombres blancos heterosexuales, y esperaba retirarse de la política y regresar a la actividad académica y profesional en el ámbito económico. También quería seguir escribiendo libros y aspiraba al Nobel de economía, siempre que fueran indulgentes con sus recurrentes plagios, la pauperización de las grandes mayorías y la devastación de un país.
El desengañado votante esperaba la libertad. Entonces los infames ejecutores de Javier Milei se transmitían una orden que podía no pasar de una seña y lo libraban de sus derechos laborales, de su poder adquisitivo, de su trabajo, de su hospital público, de su escuela y su universidad, de su jubilación y los descuentos en las farmacias, de sus ganas de vivir, de la esperanza.
La catástrofe
Servido en parte por hombres de confianza, en parte por hombres a sueldo o atemorizados por la persecución estatal y paraestatal, el negocio tenía que prosperar, o por lo menos eso pensaba el infame personaje. Pero algunos años después de su ascenso al poder, Milei había perdido la confianza de las masas, desencantadas por un empobrecimiento que parecía no conocer fin. Sus beneficiarios, los grandes señores capitalistas, también parecían haberse cansado de sus aspiraciones dictatoriales. Habían conseguido lo que se proponían, una legislación laboral diseñada a la medida de sus desmesuradas ambiciones, y podían prescindir del fantoche. La casa de Milei fue cercada por la justicia. Milei, por una imprevisión o un soborno, pudo escapar.
La interrupción
Milei capitaneando puebladas de desdichados que soñaban ahorcarlo, Milei ahorcado por ejércitos de desdichados que soñaba capitanear –me duele confesar que la historia no aprovechó esas oportunidades suntuosas, en el caso de este infeliz fabricante de quimeras e infelicidades. Contrariamente a toda justicia poética (o simetría poética) tampoco la tierra de su política criminal fue su tumba. En una fecha desconocida, Javier Milei murió en un hospital de los Estados Unidos, donde se había hecho internar bajo el nombre de John Market Freedom.
Nicolás Torre Giménez