Fotografía: COP26 – Friday’s for Future (2021), de Fraser Hamilton. Fuente: Bystanders.
Nota.— En nuestro semanario Kalewche, desde el principio, hemos dado un amplio tratamiento tanto a la pandemia de covid-19 como a la crisis ecológica, dos fenómenos cruciales del siglo XXI. También abordamos, en diferentes entregas, los dilemas de la política contemporánea, el auge de la ultraderecha y sus momentáneos éxitos entre sectores de la clase trabajadora. El texto que ofrecemos a continuación aborda en forma de relato literario un desencuentro actual, que ha sido muy notorio en ciertos países europeos: el del ecologismo y la clase obrera, en general; y, más en particular, el de la militancia ambientalista y de izquierdas, y aquellos/as trabajadores que resistieron con movilizaciones y altos costos personales (pérdida de empleo incluida) las políticas de vacunación obligatoria. En América Latina existieron presiones estatales menos severas a favor de la vacunación obligatoria. La población fue manipulada y en parte coaccionada para someterse a este “experimento global” (como lo catalogara nada menos Laporte Roselló, el creador de la farmacovigilancia en España, en una intervención ante el parlamento), pero, por lo corriente, no fue legalmente forzada. Por ello, no hubo tanta necesidad de resistir abiertamente estas políticas autoritarias, ni tampoco grandes posibilidades para la acción colectiva, como sucediera en los países en que al menos segmentos importantes de trabajadores fueron obligados a vacunarse so pena de perder el empleo. Las consecuencias sanitarias, sociales, económicas y políticas de la gestión pandémica siguen siendo una cuenta no saldada, de la sociedad como un todo y de las fuerzas de izquierda con las que nos identificamos. La discusión y el balance de lo sucedido siguen pendientes.
Entre tanto, nos complace traducir y publicar este texto reflexivo –y en parte autocrítico– de un militante ecologista italiano, Erasmo Sossich. Salió originalmente publicado en Sinistrainrete, el 10 de febrero, bajo el título “La convergenza impossibile. Pandemia, classe operaia e movimenti ecologisti”.
Estoy sentado a una larga mesa de Navidad, rodeado por la rama materna de mi familia. A mi derecha está sentado mi tío, el hijo mayor. A mi izquierda, en la cabecera de la mesa, está mi tía, la tercera y última nacida, hace ya más de cincuenta años. Mi madre, nacida en el medio, está en el otro extremo de la mesa y, como muchos otros miembros de la familia, permanecerá en un segundo plano de esta historia.
En esta mesa está a punto de producirse una acalorada discusión, por mi culpa.
Mi tío intenta desde siempre concienciar sobre el cambio climático a su familia, al público, a las empresas, a los ancianos, a las instituciones y a la sociedad civil. Trabaja para un instituto de investigación, a menudo en smart working, y pudo asistir a la [Universidad] Bocconi [en Milán] gracias al esfuerzo de sus padres, inmigrantes sureños a caballo entre la clase obrera y una pequeña burguesía, tan pequeña que el sueldo de mi abuela, durante años, se destinó íntegramente a sufragar su educación.
Mi tía, en una época mucho más sospechosa, empezó a concienciar a su familia, al público, a las empresas, a los ancianos, a las instituciones y a la sociedad civil sobre el peligro de las redes 5G, de las vacunas, de la digitalización, del Nuevo Orden Mundial. Trabaja como asistente sociosanitaria en un hospital de Trieste tras haber renunciado a completar un itinerario de formación profesional más cualificado, marcado por varias interrupciones y tortuosos nuevos comienzos.
El primero forma parte de la directiva nacional de la Red por el Decrecimiento en Italia, no tiene perfiles en redes sociales y desde hace años me informa de nuevos artículos publicados en revistas ecologistas y decrecentistas.
La segunda forma parte de la galaxia No Vax en Trieste, desde hace años me señala los nuevos videos publicados por ByoBlu y, tras haber escapado a la censura de Zuckerberg, comenzó a compartir conmigo los contenidos de varios canales de Telegram y YouTube.
Pero estamos en Trieste, y mi tío, como otros miles de su generación, ha salido a la calle con el movimiento No Green Pass [“No al Pasaporte Verde”], y se ha solidarizado con quienes, como mi tía, han sido discriminados y, en medio de una pandemia global, suspendidos de sus empleos. La afiliación a mundos culturales antitéticos se ve mitigada por un origen de clase común y la pertenencia a la misma cohorte de nacimiento. Por estas y otras razones, mi tío no puede creer que mi tía pueda ser una negacionista del cambio climático. Por eso, o quizá por cariño, o quizá porque hace treinta años que cada Navidad intenta poner el tema sobre la mesa, después de al menos un par de canapés, pero antes de haber empezado con los platos principales. O tal vez por paternalismo.
Yo, en cambio, estoy casi seguro de que mi tía es una negacionista del cambio climático, porque le he oído hablar mil veces de la clase obrera de Trieste y del movimiento No Green Pass. Conozco su expresión independentista, masculina, positivista y obrerista, agitada en los pequeños bares donde se agolpan obreros, desocupados y jubilados alcohólicos. Conozco su expresión espiritualista, new age y antisistema, animada por proyectos ecocomunitarios y fantasías de ecoaldeas, más educadas y femeninas, pero no menos esencialistas al definir la naturalidad de los roles de género y las relaciones sociales naturalizadas junto con ellos. Todos son no vax (antivacunas), y todos son negacionistas. Y todos ven en la transición ecológica, la digitalización, la gestión de las pandemias, la guerra de Ucrania, la instauración de un nuevo orden mundial. Los que no piensan así, si los hay, en el bar permanecen callados.
Pero mi tío no frecuenta los bares. Y tras unas cuantas frases sobre el tema, le interrumpo y se lo digo. Toco el silbato, o quizás el megáfono, y lo digo: Pero mi tía no cree en el cambio climático, ¿verdad, tía?
Mi tío, por un momento, no se mueve. Permanece inclinado sobre la mesa, sobre el plato en el que había centrado su mirada. Luego, lentamente, levanta los ojos. En voz baja, dice: ¿Cómo que no crees?
No sé por qué lo hice. Quizá por crear entropía. Acaso por la misma razón por la que estoy escribiendo este artículo. Tal vez porque soy un estudiante de doctorado de 30 años que publica artículos «científicos» y no cree en la ciencia. Tal vez porque estoy harto, harto, de oír hablar de la convergencia del movimiento climático y la clase obrera sin que nadie tenga el valor de decir que esta convergencia es imposible. Que carecemos de presupuestos. Que hablamos idiomas diferentes. Que en el «movimiento», nuestro clasismo es tan omnipresente que despreciamos la otra cara de la luna tachándola de conspiración. Que nuestro clasismo coexiste con una completa disociación de nuestros ideales de revolución proletaria, combinando aspiraciones libertarias con vanguardias ilustradas distópicas convencidas de que pueden dirigir el país sin formar parte de él.
Tal vez fuera porque quería verter sobre mi tío toda la rabia que siento hacia mí, parte de un colectivo ecologista, y hacia todo el movimiento, por dejar solos a mi tía, a mi padre, y a todos los que han sido cesanteados y despedidos por no vacunarse ni recluirse, y a todos aquellos con estudios de octavo de primaria y sin ingresos que después de la pandemia se quedaron simplemente jodidos, sin trabajo, sin ingresos, sin posibilidad de reintegrarse, superados por la historia después de haber sido despojados de cada gota de sudor y trabajo durante los cuarenta años anteriores.
Bueno, ahí vamos… Siempre es lo mismo, ¿no? Emergencia climática, emergencia sanitaria… Crisis por aquí, crisis por allá… Y luego siempre son ellos los que lo solucionan todo, ¡y la solución siempre es jodernos a todos! ¡Voilà! Tarjeta verde, documento digital de identidad, subidas del precio de la gasolina y coches eléctricos… Y todos los demás en casa o a pie… Lo ves enseguida: si es verde, es un timo.
Mi tía es alguien que no tiene miedo a nada, pero por primera vez la veo dudar a la hora de defender su postura. Quiere a su hermano. ¿Quizás no quiere herirle, degradando la causa por la que le ha visto gastar su vida? ¿O teme ser humillada? Si es así, hace bien, porque no sabemos hacer otra cosa.
La disociación es demasiado fuerte, incluso dentro de mí. El momento de la verdad ha pasado, olvido de dónde vengo, el sentido común ha recobrado el control, el doctorando ha recuperado el mando: junto a mi tío me dispongo a explicarle a mi tía por qué negar el cambio climático va en contra de sus intereses, y que la pandemia hay que entenderla como parte de una crisis ecológica más amplia, cuyos picos se producen cada día en diferentes escalas y temporalidades.
¡El problema es la gestión de la crisis ecológica, tía! Y la crisis ecológica es estructural, ¡inherente a las relaciones de producción capitalistas! Vemos que se extiende a los cuatro rincones del planeta, y tal vez dure años y años, como en el caso de la pandemia. El verdadero problema, tanto en el caso de la pandemia como en el del cambio climático, es que las respuestas a estas crisis son siempre soluciones tecnocientíficas ilusorias unidas a un ¡estado de emergencia! Los que salen a la calle contra el cambio climático y el movimiento No Green Pass tienen los mismos objetivos. Debemos luchar unidos contra la falsa transición ecológica, por una revolución ecológica, o al menos por una transición justa. De hecho, ¡todos decimos lo mismo! Y sólo nosotros podemos ser sus aliados, ¡nosotros los jóvenes activistas climáticos y nosotros los intelectuales ilustrados que entendemos su rabia!
Trabajadores y estudiantes unidos en la lucha. Una sarta de zonceras.
Sobrino… ¿pero no ves cómo ahora todo es inteligente? ¿Todo es verde? ¿Tan verde que en los campos ahora ponen paneles solares en vez de maíz? El problema, sobrino, es que mucha gente ya no lo puede aceptar, que ahí, en el gobierno, son unos sinvergüenzas. Llevan jugando con ellos quién sabe cuántos años… Todos siguiendo a Bruselas… Y más arriba, por supuesto, a EE.UU. Todos detrás como borregos hacia el «gran reseteo», el gran cambio, ¡la transición! Y qué querían cambiar, nos preguntábamos, esos personajes… Pues nuestras vidas, ¿no? Ya se hablaba de ello en 2018. Entonces llegó la covid y quedamos encerrados. Ese fue el primer gran paso. Y en cuanto se acabó eso, relanzaron la “Tercera Guerra Mundial”. Y luego ya veremos con qué salen… Y otra vez dirán que somos conspiradores, que somos negacionistas… Pero ¿saben lo que decía un artículo que leí el otro día en La Repubblica? Que en los últimos dos años, los noticieros habían perdido otro medio millón de espectadores. Se preguntaban por qué y se quejaban de que en Italia estamos cada vez más desinformados… Realmente no pueden aceptar que cada vez más gente haya dejado de creer sus mentiras. No se trata de ser negacionistas, ni conspiradores: ¡ni mucho menos! ¡Se trata de dejar de tener fe en ellos! Gire como gire la rueda, siempre ha girado. La naturaleza es lo único en lo que creo. ¿Y esta gente cree que puede hacerla girar a su antojo? No lo creo, no creo que les vaya tan bien.
* * *
En mayo de 2023, participé en una presentación de Zapruder, una revista social y política. Era un número dedicado a los conflictos medioambientales, y en un momento dado, en la discusión, acabamos hablando de la dificultad, hoy, de luchar como antaño contra los daños industriales, en defensa de la salud de nuestras comunidades; y de la ausencia, al día de hoy, de movimientos radicales capaces de ser intransigentes y negarse al chantaje sanitario-laboral.
Me golpeó en el estómago como un puñetazo. ¿Acaso mis camaradas no se habían dado cuenta de lo que les había ocurrido a mi padre, a mi tía, de lo que mi madre había conseguido inventar para evitar la vacuna, de lo que había ocurrido en Trieste, en el puerto, y cada sábado, durante meses, en Piazza Castello, en Turín, de los cientos de miles de trabajadores que habían preferido ser suspendidos para no ceder al chantaje ejercido sobre sus cuerpos?
No me sorprende en absoluto que sea la generación que vivió el escándalo del amianto, y Chernobil, la que rechazó en masa la vacuna. Todas cosas seguras, el amianto y la energía nuclear. Lo dice el gobierno y lo confirma el Organismo Internacional de la Energía Atómica. Tampoco me sorprende que Viernes por el Futuro y Greta Thunberg no lucharan contra el green pass, que sólo estaba en Italia, tal como lo conocíamos. No me sorprende porque el movimiento climático está hoy animado por una composición extremadamente joven, carente de la memoria histórica de sus propias categorías, fruto de una historia de movilizaciones largamente dirigidas, o cooptadas, en un intento de negociar una transición justa entre gobiernos, COPs y protocolos internacionales. La ecología no es una panacea, ni un saber neutro: es un terreno de confrontación ideológica, y no puedo culpar a los jóvenes ecologistas de hoy cuando la academia, los think tanks, las corporaciones y los gobiernos liberales han hecho del greenwashing el paradigma que sustenta su comunicación, y han logrado ocupar en gran medida ese espacio discursivo.
Los gobiernos han sido capaces de manipular esa misma confianza en la ciencia, mezclada con un sentido de responsabilidad colectiva, que anima la ansiedad ecológica y el movimiento climático, y ¿cómo puedo sorprenderme de que los cientos de miles de estudiantes que llenaron las plazas en 2019 sintieran que vacunar era lo correcto y aceptaran la narrativa de que el No Green Pass era todo trumpiano, irracional, irresponsable? Después de todo, enfrentar a ecologistas y trabajadores es el truco bien probado en el que se han basado los últimos treinta años de «capitalismo verde». Enfrentarse a unos u otros nunca ha resuelto nada. Pero los ecologistas radicales, los de las luchas antinucleares, los de las luchas territoriales, ¿dónde estábamos? ¿Y dónde estábamos nosotros, que hasta el día anterior nos exaltábamos por los gilets jaunes?
Estábamos en una teleconferencia hablando de convergencia, cuidados e interseccionalidad. Hablábamos de cuidados, mientras fuera de nuestras habitaciones cientos de miles de personas perdían su empleo en nombre de la salud colectiva. Hablábamos de interseccionalidad y no veíamos cómo la pandemia estaba afectando a cada grupo social según una lógica diferencial, exacerbando las propias contradicciones de clase, género y raza en las que centrábamos nuestra mirada. Hablábamos de convergencia y no podíamos creer que fueran los estibadores los que encabezaban las manifestaciones en Trieste, el SI Cobas [un sindicato de izquierdas en el sector de la logística] defendiendo a los trabajadores suspendidos en Pirelli, la CUB defendiendo a los trabajadores sanitarios, la GKN solidarizándose con los trabajadores suspendidos en toda Italia. Sólo vimos a cuatro fascistas de mierda en Roma ocupando el espacio donde deberíamos haber estado nosotros, volteando la sede de la CGIL. Cuatro fascistas que, por enésima vez, coparon el escenario y ganaron la pulseada a favor de la patronal, asegurándose de que cualquier disidencia fuera criminalizada.
Miramos el dedo olvidando la luna. Y mientras tanto, al dejar aisladas las luchas de estos trabajadores, quién sabe si no hemos impedido su generalización. Quién sabe si, al hacerlo, nos jugamos la misma oportunidad que llevábamos esperando desde el 15 de octubre de 2011. Quién sabe si nos hemos jugado la oportunidad de que haya diez, cien, mil ocupaciones del puerto de Trieste. Sin embargo, «hacer como en Trieste» nunca lo dijo nadie. Pero quizá, en los tiempos que corren, está todo bien con que se siga diciendo que hay que hacer «como en Francia», o «como en Val Susa» [donde el ecologismo y la clase obrera divergieron y colisionaron].
Acaso necesitábamos tiempo. Había demasiado miedo y demasiada rabia dividiéndonos, y el movimiento climático era demasiado joven. Al fin y al cabo, lo era tanto que, durante 2019, Viernes por el Futuro había pasado de pedir un cambio genérico a culpar del fracaso estructural a las élites y las políticas de transición. Y era demasiado pronto para poder ampliar el campo. Sin embargo, aquí estamos, en enero de 2024, casi cuatro años después del inicio del estado de emergencia sanitaria, cinco años después de la explosión de los movimientos por la justicia climática. ¿Y qué queda, hoy, de la pandemia?
Cada uno de nosotros, individualmente, ha tenido que asumir esta experiencia, en sus diferentes fases. Cada uno de nosotros ha llevado a cabo su propia elaboración. Sin embargo, pocos, si es que alguno, pueden decir que están satisfechos con este proceso. Como suspendidas en el vacío, las experiencias individuales siguen siendo incapaces de aferrarse a la realidad, y los recuerdos se desvanecen sin poder convertirse en un engranaje colectivo.
A pesar de los esfuerzos de todos, la pandemia sigue siendo un enorme recuerdo reprimido. Nada volverá a ser lo mismo, se dijo, y en muchos aspectos es así. Sin embargo, por el mero hecho de volver a sacar el tema, quienes lo vivieron desde cierto lado de la valla no pueden, ni siquiera hoy, dejar de estar enojados. Estos mismos tonos míos, este enfado mío, no sirven para nada. Sin embargo, sólo en la ira encuentro la fuerza para escribir, la lucidez necesaria para la autocrítica. El movimiento No Green Pass era una lucha contra la nocividad, y los ecologistas no nos dimos cuenta. En pocas palabras, mi tía no es el problema: el problema somos mi tío y yo.
Lo bueno es que mi tía forma parte de la mayoría, y la clase obrera, a pesar de distanciarse de su pretendida vanguardia, ha seguido, de forma autónoma, haciendo lo que cree correcto.
Lo malo es que somos imprescindibles. O mejor dicho, no somos imprescindibles, pero es imprescindible romper el aislamiento en el que se expresa hoy el conflicto de la clase obrera, y conectar lo que ocurre en las fábricas, en los servicios y en las decenas de formas que adopta hoy el trabajo vivo, con lo que ocurre en los barrios proletarios, dentro de nuestras casas, en las cárceles, en los hospitales, en los campos de refugiados. Lo malo es que no existen espacios sociales donde esta composición pueda tejer lazos, en ausencia de organizaciones de síntesis. Tampoco hay modelos de militancia capaces de responder a estos desafíos, subjetividades simultáneamente internas a la clase y capaces de asumir esta responsabilidad. Pero si no a nosotros, ¿a quién corresponde esta tarea?
En las semanas que siguieron a la cena, mis tíos se veían casi todos los días. Mi abuelo es muy mayor, no se encuentra bien, y son ellos los que cargan con gran parte del trabajo de cuidados. Tenemos un grupo de WhatsApp donde compartimos preocupaciones, fotos, videos, bromas. No hablamos del cambio climático ni de pandemias. Porque, al fin y al cabo, no es el proyecto ideológico lo que crea y da fuerza a las comunidades humanas, sino la capacidad de cuidarse unos a otros, la responsabilidad de cada uno por los demás, la voluntad de no dejar a nadie atrás. Son estas voluntades y capacidades las que hacen posible el cambio, tanto en el plano interpersonal como en el político. Y este carácter no es propio sólo de las comunidades familiares. “Η αλληλεγγύη, το όπλο των λαών” reza uno de los cánticos de lucha más populares en Grecia: “La solidaridad es el arma del pueblo”, y de todos los movimientos, de todos los colectivos, de toda comunidad en lucha. Hasta que hayamos encontrado nuevas palabras, hasta que hayamos desarrollado un proyecto político a la altura del desafío, partamos de aquí.
Erasmo Sossich