J. M. W. Turner, A Ship against the Mewstone.

“No se piensa sino por imágenes. Si quieres ser filósofo escribe novelas”, aseveró alguna vez Albert Camus, categórico y provocador. Así expresada la idea, parece exagerada. Sin embargo, no está del todo descaminada. Podría ser reformulada en estos términos: a menudo se piensa mejor –o también– por imágenes. Si quieres ser un filósofo más completo, no deberías excluir de tu escritura a las ficciones. Al fin y al cabo, el propio Camus fue escritor y filósofo. Supo complementar novelas de enjundia como El extranjero y La peste, con ensayos de gran lucidez como El mito de Sísifo y El hombre rebelde.

Por lo demás, ¿no es acaso la imaginación una forma o variante más del pensamiento? No deberíamos olvidar su etimología latina: imaginatio, derivada a su vez de imago, «imagen» o «figura». Imaginación o imaginatio significan, pues, «figuración», producción de figuras. Así lo entendía Aristóteles, que definió la phantasia («imaginación» en griego; raíz obvia, por mediación romana, de nuestra palabra «fantasía») como creación de imágenes mentales. En la antigua Hélade, el término phantasia quería decir también «aparición» (descendía a su vez del verbo phaino, «aparecer» o «mostrarse»), y tenía parentesco con phantasma (fantasma, aparecido), igual que con Phantasos, la deidad auxiliar del Sueño, encargada de producir las visiones oníricas en las almas de los cuerpos durmientes. De ahí que nuestras palabras «fantasma» y «fantasía», como hace sospechar su paronimia, sean etimológicamente hermanas, lo cual resulta muy sugerente. Y, por cierto, de no poca fecundidad inspiradora para las reflexiones alegóricas que vamos a urdir en el presente ensayo.

Fue también Camus quien escribió: “la obra de arte nace del renunciamiento de la inteligencia a razonar lo concreto. Señala el triunfo de lo carnal. Es el pensamiento lúcido el que la provoca, pero en ese acto mismo se niega”. Aquí convendría hacer otro retoque: la obra de arte nace de la mesura de la inteligencia que ha comprendido que su razonar no es suficiente para abarcar en toda su extensión y profundidad lo concreto. Señala la aceptación de lo carnal. Es el pensamiento lúcido el que a veces la provoca, pero en ese acto mismo asume los límites de su facultad de abstracción. ¿No podríamos aplicar también este aforismo al lenguaje metafórico? ¿No nace este de un lenguaje conceptual que no se cree exclusivo ni todopoderoso, que acepta con humildad la ayuda carnal de las imágenes, que en vez de absolutizar su poder de abstracción sabe equilibrarlo y potenciarlo con la fuerza de la imaginación?

Si “el arte existe porque la vida no alcanza”, como gustaba decir el poeta brasileño Ferreira Gullar, podría decirse también que las metáforas existen porque la literalidad del lenguaje no basta. Nos animamos a redoblar la apuesta, a riesgo de incurrir en especulaciones excesivas: si la cultura toda es, en última instancia, como pensaba el antropólogo norteamericano Ernest Becker, un sistema de tabúes contra el absurdo de la muerte, ¿una alegoría no podría ser pensada, en cierto modo, como un sistema de símbolos contra el sinsentido del silencio? Porque la muerte y el silencio, el morir y el callar, nos abisman. Nos suspenden en la nada. Al fin de cuentas, hablar de homo sapiens es, por definición –ontológicamente–, hablar de homo symbolicus, como filosofó Ernst Cassirer. Un hilo invisible pareciera unir aquello que los antiguos romanos llamaban terror mortis (terror a la muerte), con lo que el crítico literario y de arte Mario Praz denominó horror vacui (horror al vacío).

Desde luego que el horror vacui, en términos lingüísticos, ha creado muchas más cosas que metáforas. Pero también metáforas, y sobre todo metáforas. El lenguaje metafórico no es un lenguaje más, entre otros lenguajes. Es un lenguaje que condensa arte, que está saturado de imaginación estética y simbolismo. Las metáforas son una vía privilegiada –de alta densidad– para la producción de sentido. Quizás el mayor antídoto jamás inventado contra el horror del vacío, contra el absurdo del silencio.

Creemos que a eso se refería el escritor y periodista argentino Rodolfo González Pacheco cuando, allá por 1911, reflexionando sobre el sufrimiento y la alienación de la cárcel, y sobre la imposibilidad desesperante de cultivar el ocio de la lectura en ese lugar (había estado preso en el remoto penal de Ushuaia, la Siberia argentina, por su militancia anarquista; donde había padecido frío y hambre, tratos degradantes y torturas), escribió: “¿Los libros? Sobre esa masa de nervios, no hay palabra que se fije con resaltes, de relieve. Leer es como abrir la boca y tragar, sin refinamientos ni selecciones, siempre el mismo engrudo. Hasta las metáforas, esas frutas de la vida, pierden allí su sabor. Son como tambores que no suenan y sobre los que, sin embargo”, el preso “ve agitarse furiosamente los palillos. Oye por los ojos, como los sordomudos”.

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La vida de Karl Marx –nacimiento, crianza familiar, estudios elementales y superiores, lecturas autodidactas, investigaciones científicas y reflexiones filosóficas, escritura intelectual y periodística, militancia revolucionaria, exilios diversos y muerte– transcurrió de punta a punta en el siglo XIX, una época marcada a fuego por el romanticismo y su sensibilidad. Entre las múltiples facetas del pathos romántico decimonónico se destacó el género gótico en la literatura, con sus noches de tormenta, tenebrosas ambientaciones en ruinas o castillos, tempestades marinas y relatos de terror sobre vampiros y fantasmas.

“Negar la influencia de Karl Marx en el siglo XIX es, sencillamente, imposible”, sentenciaba Silvia Carnero en un viejo ensayo de 2003 para la revista A Parte Rei. “Pero, ¿se podría negar, tan enfáticamente, como en el caso anterior, que Marx fue totalmente inmune e impermeable a las ideas hipótesis y representaciones vigentes y circulantes en su propio siglo?”. La autora se respondía que no, que “es evidente que Marx se vio poderosamente afectado por el conjunto de representaciones e hipótesis que impregnaban su siglo, influjo que puede rastrearse claramente en sus obras”, y que “las páginas de El capital son un claro ejemplo de la visión del mundo y del universo simbólico propios del siglo XIX”.

El ensayo en cuestión se titula “Marx, El capital y el mito vampírico”. Carnero lo inicia recordando a sus lectores que la ficción gótica del romanticismo decimonónico –el clásico Drácula de Bram Stoker, por ejemplo, aunque publicado algunos años después de la muerte del intelectual de Tréveris– se inspiró profusamente en el humus ubérrimo de las viejas leyendas orales del folclore europeo sobre vampiros. Sí, los vampiros, esos muertos resucitados –fantasmas a veces– que acechan o merodean por las noches en busca de sangre humana fresca; asesinos seriales hematófagos, condenados a un cautiverio perpetuo de sanguijuelas entre la vida y la muerte, que clavan sus filosos colmillos en las gargantas de sus presas para beber con avidez (el verbo succionar sería más preciso) la ambrosía escarlata, el néctar macabro, un maná cruento que les permite mitigar su apetito insaciable, calmar por un instante su violenta sed de vida; y que transmiten fatalmente su vampirismo, su monstruosa hematofagia contra natura, a todas y cada una de las víctimas, como una peste roja, sentenciándolas también a ellas a una semivida-semimuerte sin fin de chupasangres y propagadores de la maldición vampírica.

Luego, Carnero nos demuestra con erudita minuciosidad cómo Marx, en su crítica a la economía política liberal, se nutrió reiteradamente del tropo vampírico (a Marx le gustaba leer relatos de horror de Hoffmann y Dumas cuando se acostaba a dormir, para conciliar el sueño). Se nutrió de él para pensar e ilustrar la naturaleza profunda del modo de producción capitalista, la lógica de la relación capital-trabajo, la extracción de la plusvalía creada por el proletariado como fundamento del lucro y la riqueza de la burguesía, y el mentado proceso de la “acumulación y reproducción ampliada del capital”. En el tomo I de El capital pueden leerse frases como “el capital es trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que succionando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo succiona”, o “estos patrones [de la industria textil de la sedería] se pasarán estrujando seda durante diez horas diarias de la sangre de unos miles de niños pequeños”, o bien, “el obrero no es ningún agente libre y su vampiro no cesa en su empeño, mientras quede (…) una gota de sangre que chupar”. En suma, la desmesura mitológica del vampirismo, su hybris tanática, como metáfora de la desmesura económica del capitalismo: codicia y avaricia sin límites, crematística del latrocinio y fratricidio (figurada y literalmente hablando).

Pero la metáfora vampírica no es la única presente, ni la única célebre, en el corpus marxiano. Hay otra muy relevante, de la que ahora es necesario hablar, porque atañe a la razón de ser de este ensayo: dar cuenta de Kalewche, nuestro nombre legendario, cuya elección tenga, acaso, algo de tótem tribal y numen tutelar, como tantos símbolos identitarios de la cultura.

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Ein Gespenst geht um in Europa – das Gespenst des Kommunismus”. Así, en su lengua materna alemana, con una frase de diez palabras, Marx y Engels iniciaron El Manifiesto Comunista. La obra salió de la imprenta en Londres el 21 de febrero de 1848, apenas un día antes de que en París –otra vez París– comenzara un nuevo ciclo revolucionario de proyección continental. Era la primavera de los pueblos, cuando el ocaso del invierno boreal pareció presagiar el deshielo de la historia y el florecimiento de la utopía. La traducción al castellano de la citada frase nos sonará mucho más familiar: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”. Es una potente metáfora-paradoja, lúgubre en su connotación, gótica en su forma literaria, pero, al mismo tiempo, luminosa en su denotación, vivificante y esperanzadora en su contenido político. A esta tensión interna debe probablemente su potencia retórica y su fama perdurable.

El sentido de este tropo fantasmal lo aclararon los propios autores: el comunismo es un espectro porque asusta mucho, porque infunde un gran miedo, porque produce pavor. ¿A quiénes? A las clases dominantes y sus personeros políticos. Tal es el terror que sentían “todas las potencias de la vieja Europa, el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes” que “se han conjurado en santa jauría” (clara alusión a la Santa Alianza) “contra ese espectro”. Marx y Engels pensaban que el pánico al comunismo le daba entidad a este movimiento. Venía a corroborar explícita o implícitamente su importancia, una importancia que antes no había tenido. En sus palabras: “el comunismo se halla ya reconocido como una potencia por todas las potencias europeas”. Un síntoma de esto, pensaban, era la moda de correr por derecha a los adversarios políticos con la chicana o el espantajo de «comunista», como todavía hacen hoy los libertarianos, neoconservadores y neofascistas: “no hay un solo partido de oposición a quien los adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido de oposición que no lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo que a los enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo”.

Al metaforizar el comunismo como fantasma, Marx y Engels querían dar cuenta de la eficacia política y relevancia histórica de la Liga de los Comunistas donde militaban, una sociedad secreta creada medio año atrás en Londres (la cual les había encargado la redacción del manifiesto). Algo así como: si nos temen tanto, significa que somos algo más que un conciliábulo inofensivo e intrascendente. Con el diario del lunes, sería fácil relativizar ese optimismo: hoy sabemos en qué terminó la primavera de los pueblos, al menos en lo inmediato. Pero no es el propósito de este escrito hacer un balance crítico del ciclo revolucionario del 48.

Ahora bien: la alegoría gótico-fantasmagórica de Marx y Engels no se agota allí. Los autores infieren un colofón práctico, una consigna política: “es hora ya de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del espectro comunista con un manifiesto de su partido”. El comunismo debía atreverse a abandonar la «zona de confort» de las catacumbas. Tenía que emerger del oscuro sótano del castillo donde acechaba, allí donde se había ganado su reputación siniestra –su épica y mística de fantasma– entre la realidad y el mito, entre los hechos ciertos y la fabulación paranoica. Tenía que hacerlo de una vez, asumiendo riesgos, aunque sobre su cabeza siguiera pendiendo la espada de Damocles de la ilegalidad, la censura y la persecución. Debía por fin quitarse el sambenito y pregonar su verdad en la plaza pública a todo pulmón, a pleno sol y a los cuatro vientos, entre las masas, aun cuando el precio de esa parresía pudiera ser la mazmorra o el ostracismo. Marx y Engels le restituyeron, pues, a la palabra «manifiesto» (Manifest en alemán) toda la carga semántica de su etimología latina: manifestus, «muy claro», «a la vista». La fantasmagoría del comunismo remitía, por lo tanto, a dos aspectos interconectados: el pavor de las clases dominantes y los problemas o desafíos de la militancia clandestina.

Recuérdese, por otra parte, que phantasma en griego, igual que «aparecido» en castellano, significa genéricamente «manifiesto» (manifestado, que se muestra), pero también, en una acepción más específica y sobrenatural, «espectro». Aunque claro: no sabemos qué tan conscientes eran Marx y Engels de todo ese intríngulis semántico –más allá de saber griego y poseer una sólida cultura clásica– al momento de redactar las primeras líneas de su Manifiesto. Y si lo eran, ignoramos si realmente tuvieron la intención retórica de explotar esta segunda coincidencia, o si solo se trató de una feliz casualidad. Conviene ser cautos, por la siguiente razón: en su alusión metafórica al espectro del comunismo, ellos se valieron del sustantivo Gespenst, una palabra germana bien castiza, sin el doble sentido del vocablo grecolatino phantasma y sus cognados en lenguas romances (Gespenst proviene del alto alemán antiguo gispensti, «tentación» o «ilusión diabólica»; cuyo étimo, a su vez, es el verbo spanan, «atraer» o «seducir»). Lo que sí parece claro es que eran conscientes, cuanto menos, del doble sentido de Manifest.

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La utopía del colectivismo o comunitarismo igualitarios, la fobia de las clases dominantes contra ella, y su condición ilegal o subversiva (que conllevaba altas dosis de intolerancia y violencia punitivas), ya eran viejas cuando Marx y Engels, promediando el siglo XIX, hablaron del «fantasma del comunismo». Diversas corrientes del denominado socialismo utópico venían desarrollando, desde hacía dos o tres décadas, un amplio abanico de sistemas teóricos y ensayos prácticos con mayor o menor fortuna: sansimonistas, fourieristas, owenistas, icarianos. Regueros de tinta y derroches de voluntad en libros, artículos, folletos, conferencias, proyectos, cooperativas, comunas, falansterios…

Al salir de imprenta el Manifiesto Comunista, ya habían pasado más de cincuenta años desde la Conjura de los Iguales (1796), el canto del cisne de la Revolución Francesa, cuando la osada cabeza de Gracchus Babeuf rodó en el patíbulo de la guillotina por la doble sedición de haber conspirado contra el Directorio termidoriano y preconizado en sus panfletos la parfaite égalité o «perfecta igualdad». Babeuf era plenamente consciente de su condición de precursor y mártir de la causa comunista: “Un día, cuando se detenga la persecución, cuando tal vez los hombres de bien respiren con suficiente libertad como para arrojar algunas flores sobre nuestra tumba, cuando de nuevo se llegue a pensar en los medios de procurar al género humano la felicidad que le proponíamos” se podrá “presentar a todos los discípulos de la igualdad […] la templada colección de lo que los diversos corrompidos de hoy llaman mis sueños”. Así lo haría su camarada Filippo Buonarroti, cuando en 1828 publicó, desde su exilio bruselense, Conspiración por la Igualdad, llamada de Babeuf, destinada a convertirse en un clásico del pensamiento socialista.

Pero durante la Ilustración, el espectro comunista tampoco había sido ninguna novedad. Veinte años antes de la ejecución de Babeuf, el filósofo iluminista Victor d’Hupay ya había acuñado la palabra «comunismo» (communisme) en su Proyecto de comunidad filosófica. Por lo demás, d’Hupay sembró en un terreno ya roturado por otros pensadores ilustrados como Rousseau, Mably y Morelly. Fuera de Europa, las clases dominantes dieciochescas avistaron –o creyeron avistar– apariciones fantasmales comunistas o comunitario-igualitaristas en muchas partes: la Revolución de Haití, los quilombos de la esclavatura fugitiva en el Brasil colonial, la prédica niveladora –antifeudal, antimonacal, anticrematística, etc.– del filósofo naturalista Ando Shoeki en el Japón Tokugawa, etc.

Con antelación a las Luces, en el siglo XVII, los diggers y Winstanley habían llevado el radicalismo nivelador de la Revolución Inglesa hasta umbrales insospechados, escandalizando a Cromwell y los puritanos, que no toleraban tener un ala izquierda anticapitalista, y que actuaron en consecuencia. En el mediodía italiano, el fraile dominico Tommaso Campanella había volado alto como Ícaro al imaginar desde su calabozo –estaba preso por haber complotado contra el dominio español– su Ciudad del Sol (1602). Al otro lado del Atlántico, en la América colonial, el fenómeno recurrente de la fuga de esclavos negros derivó en el comunitarismo igualitario de los palenques y su sed cultural de religación identitaria con las raíces ancestrales africanas. Mientras tanto, en el Japón, el shogunato y la nobleza guerrera se alarmaban ante un espectro diferente, pero no tanto: un violento ciclo de protestas y revueltas campesinas donde sobrevolaban diversas herejías budistas y heterodoxias confucianas que impugnaban abiertamente el orden jerárquico feudal, desde pujantes imaginarios agrario-comunales.

El Renacimiento europeo lo tuvo a Tomás Moro y su Utopía (1516), iniciadores del utopismo moderno como género literario, tradición que continuaría luego el ya citado Campanella. Diversos humanistas (Bartolomé de las Casas, por ejemplo) propagaron el mito del buen salvaje, que tendía a idealizar y uniformizar en un sentido igualitarista la heterogénea realidad social del «Nuevo Mundo» y sus pueblos originarios, donde efectivamente había comunidades tribales sin clases de vida «sencilla» (como se elogiaba insistentemente), pero también civilizaciones estatales altamente estratificadas y sofisticadas. En paralelo al humanismo renacentista, la Reforma protestante contó con los rebeldes anabaptistas, que solían tomarse muy a pecho –como ya habían hecho los taboritas en las guerras husitas del siglo XV– el primigenio ideal evangélico del panta koina o «todo en común», para sobresalto y furia de las autoridades religiosas y seculares, y de los propios reformadores (Lutero, por ejemplo, exhortó desaforado a los príncipes y nobles alemanes del Sacro Imperio a ahogar en sangre el Bauernkrieg, la insurrección campesina inspirada y liderada por el predicador Thomas Müntzer).

El Occidente medieval fue testigo de varias herejías comunitarias y revueltas populares asociadas a la tradición del comunismo y el milenarismo cristianos, como los hermanos del Espíritu Libre, la secta italiana de los dulcinistas y el levantamiento campesino de Wat Tyler en Inglaterra. El Imperio Romano, que vio nacer en su seno el cristianismo, sufrió varias jaquecas debido a ciertas interpretaciones heterodoxas y radicales del principio apostólico de la koinonia o «comunidad», como en el caso de los ebionitas, montanistas y carpocracianos; «excesos» que también fueron condenados por la jerarquía eclesiástica en ciernes. Las crónicas persas y árabes del Medioevo rememoran con espanto el mazdekismo, aquel movimiento religioso y social de masas que propició la comunidad de bienes y trabajos en la monarquía sasánida del siglo VI, hasta su violenta erradicación. El judaísmo antiguo, por su parte, contuvo el fenómeno fascinante de los esenios, en más de un aspecto precursores del comunismo cristiano primitivo. Cuatro siglos antes de nuestra era, Platón elucubró la primera utopía literaria comunista que se conoce al escribir La República, aunque el suyo era un colectivismo dudoso, restringido a la aristocracia. Aristóteles, por su lado, discutió con el igualitarismo del reformador Faleas de Calcedonia en el libro II de la Política… Asimismo, las crónicas chinas también hablan de rebeliones populares muy antiguas, asociadas al utopismo agrario campesino.

En síntesis, el fantasma del comunismo ya tenía una larga andadura histórica cuando Marx y Engels redactaron su manifiesto. Y si le adjuntamos el rótulo de «primitivo», su antigüedad se dilata aún más, tanto que se pierde en las brumas del Neolítico y el Paleolítico, entre aquellas pequeñas comunidades de pastores, agricultores y cazadores-recolectores que sabían vivir sin propiedad privada. Aunque en este caso, ya no podría hablarse de ningún fantasma: al no haber sociedad de clases, no existía por entonces ninguna élite ociosa atemorizada por la perspectiva de ser expropiada.

Y si el fantasma no es solo el comunismo y el miedo al comunismo, sino la lucha de clases en general y toda la paranoia plutocrática que la ha rodeado siempre (se ha visto comunismo hasta en la sopa), debemos recordar que muchas centurias antes de la stasis o conflictividad social de la Grecia clásica, trasfondo histórico de utopistas como Platón y Faleas, hubo una huelga de artesanos en el Egipto del faraón Ramsés III, allá por el año 1152 a.C., por demoras en el pago de las raciones, de la cual tenemos información bastante detallada gracias a un papiro conservado en el Museo de Turín. Mencionamos este suceso en particular porque se trata del episodio documentado más antiguo de la historia de la lucha de clases en todo el mundo, aunque hay otros no demasiado posteriores en la Mesopotamia.

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Corre el año 1848, el año de la primavera de los pueblos y la edición del Manifiesto Comunista. Los enemigos pírricos de la revolución, que con insensato triunfalismo la creían moribunda, rematada, enterrada y velada en el terror termidoriano de 1794-96, en el Brumario bonapartista de 1799 y en las intervenciones «antidisturbios» de la Santa Alianza de 1820 y 1830, debían ahora enfrentarla una vez más, con estupor y pavor, como si se tratara de la aparición de un alma errante. Un ánima irredenta que no descansa en paz, emergida de las catacumbas, furiosa y clandestina. Un espíritu justiciero y subversivo, maldecido por los monarcas y oligarcas de este mundo, pero bendecido desde el más allá por la diosa Némesis con un nuevo y poderoso don: la panoplia del socialismo.

Años después, Victor Hugo usaría una metáfora revolucionaria acaso no tan distinta, en Los miserables: “Era claro que la hidra de la anarquía había salido de su agujero, y se paseaba por el barrio”. El novelista francés relataba aquel episodio donde el protagonista, el pequeño Gavroche, habiéndose plegado con entusiasmo a la rebelión parisina de 1832, decide apoderarse de un carretón para llevarlo a la barricada de la calle de Chanvrerie, derribando durante la veloz y estrepitosa huida por las calzadas del barrio del Temple a un desprevenido guardia de la imprenta real que le había salido al paso. Aquí también se nos habla, pero con humor y picardía, de un ser sobrenatural peligroso y andariego: una hidra –el monstruo mitológico de mil cabezas– en vez de un fantasma.

A la revolución resucitada de entre los muertos en 1848, como Lázaro, volvieron a firmarle el acta de defunción en 1851, cuando Luis Bonaparte, remedando a su tío liberticida, reestrenó en París la tragedia del 18 brumario, esta vez en clave de farsa. No fue esa la única renovación emprendida por el sobrino megalómano de Napoleón: el escenario mismo de su opereta neoimperial, la París laberíntica del Medioevo, fue objeto de faraónicas reformas a cargo del Barón de Haussmann: réquiem a las callejuelas humildes y tortuosas donde los sans-culottes frenaban o ralentizaban con sus barricadas el avance de las fuerzas del orden; larga vida a la geométrica Ciudad de las Luces, con sus amplias avenidas, rápidas diagonales y elegantes bulevares. En la nueva París, dijeron los biempensantes, la hydre de l’anarchie de Victor Hugo ya no podrá salir de ningún agujero, ni pasearse por ninguna parte (aunque sí lo haría en Londres, donde alumbraría el más cosmopolita de los sueños en 1864: la Internacional de los Trabajadores, donde convergieron socialistas de todas las tendencias, especialmente marxistas y anarquistas).

Pero no hubo caso: el impenitente fantasma del comunismo, aprovechando que el pequeño Napoleón había sido derrotado y derrocado en Sedán, retornó a las andanzas hacia 1871, de la mano de la Comuna de París. Las llamas y las barricadas se multiplicaron como panes y peces. Igual que tantas otras panaceas de la burguesía, las prevenciones urbanísticas de Haussmann se fueron por las cloacas hacia el río Sena. Claro que allí no quedó la cosa, porque los verdugos de la contrarrevolución también eran testarudos, y supieron regresar pronto –un tropezón no es caída, deben haber pensado– para ajustar cuentas con la hidra de la anarquía, aunque en esa ocasión ya no lucirían las flores de lis de los Borbones absolutistas, ni el blasón de la Monarquía de Julio con la Charte constitutionnelle, ni tampoco los bicornios napoleónicos, sino los gorros frigios de la Tercera República. Miles y miles de communards fueron fusilados por las tropas versallesas de Thiers, en una orgía de sangre.

Sin embargo, un espectro nunca muere. Un alma errante jamás se queda quieta. Con el cambio de siglo y contra todo pronóstico, el fantasma del comunismo se apareció en lo más profundo de esa caverna oscurantista que había sido la Santa Alianza: la Rusia de los zares. En Petrogrado, la capital imperial de los Románov, aquella urbe grandiosa que Pedro el Grande había fundado en el Báltico a imagen y semejanza de París, la revolución volvió a plantar cara en 1905, con el yelmo proletario de los soviets. Los cosacos la decapitaron de un sablazo, sin saber que era una hidra como la de Lerna, capaz de multiplicar al infinito sus cabezas. En 1917, en medio de una desastrosa guerra mundial, con un ejército diezmado en la vanguardia y un pueblo hambreado en la retaguardia, el fantasma del comunismo, armado con el rojo acero de los soviets, logró lo que nunca antes: un triunfo duradero, una victoria que haría historia. Así vio la luz la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

La Revolución Rusa trajo otras, aquí y allá. A veces exitosas, a veces infructuosas: Alemania, 1918; España, 1936; Yugoslavia, 1945; China, 1949; Cuba, 1959… No siempre eran revoluciones. Podían ser también insurrecciones o grandes rebeliones, como el Mayo francés (¡por enésima vez las barricadas de París!). Pero el llamado socialismo real del Gran Hermano Stalin derivó –dictadura y guerra fría mediante– en algo muy distinto a aquel fantasma del comunismo que antaño agitaran Marx y Engels. Degeneró en esa pesadilla totalitaria y estajanovista que serviría de musa inspiradora al Orwell de la fábula satírica Rebelión en la granja y la novela distópica 1984. No hubo al final ninguna “sociedad de productores libremente asociados”, sino un colectivismo burocrático de trabajadores estatalmente encadenados.

Y así, entre 1989 y 1992, un nuevo fantasma recorrió Europa, luego de haber recorrido la China posmaoísta: el fantasma del «anticomunismo». Caída del muro de Berlín, otoño de las naciones, desfile de soberanías, implosión de la URSS, disolución de la RFS de Yugoslavia… ¡Qué ironía de la historia! Nunca Marx y Engels pudieron imaginar ese giro narrativo de 180 grados en la pluma de Clío. Sin embargo, ocurrió. Los corifeos del capitalismo se apresuraron a cantar victoria. La posguerra fría fue idolatrada como el fin de la historia, como el mejor de los mundos posibles del doctor Pangloss.

Esta quimera neoliberal no duró mucho. Se fue evaporando como un charco bajo el sol de la canícula. La demencial pulsión hegemonista y belicista del Tío Sam, la precarización laboral sin freno, la crisis ecológica desmadrada, el ominoso capitalismo de vigilancia y la desmesura pandémica van creando condiciones objetivas para un nuevo retorno fantasmagórico de la revolución. ¿Las condiciones subjetivas? Esas dependen de todos nosotros y nosotras.

Kalewche es nuestro granito de arena a una labor propedéutica de largo aliento que demandará millones de cerebros, ojos, oídos, bocas, corazones, piernas y brazos. La revolución será legiones de mentes y cuerpos, o no será, lo sabemos y asumimos. Y aquí estamos… No hemos perdido la ilusión de avistar a la hidra de la anarquía saliendo de su agujero para pasearse por el barrio. Sin desertar nunca de la ciencia y la filosofía críticas, sin renegar del pesimismo de la inteligencia en ningún caso, no renunciaremos jamás a la esperanza de volver a ver algún día –optimismo de la voluntad– el fantasma del comunismo recorriendo el mundo.

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La conquista europea de América produjo un despojo y genocidio sin parangón en la historia, pero también fenómenos de hibridación cultural y sincretismo religioso por demás interesantes. Un caso muy notable es el de Chiloé, el archipiélago del sur de Chile. La colonización winka de la «Araucanía», del Gulumapu, llevada a cabo durante la segunda mitad del siglo XVI, experimentó un retroceso enorme y duradero tras el desastre de Curalaba (1598) y la arrolladora contraofensiva mapuche desde el Chacao hasta el Biobío. Cuesta hallar en la historia de nuestro continente otro ejemplo de reconquista indígena tan formidable como este. Lo cierto es que Chiloé, por su condición insular, se convirtió en el único reducto estable e importante del imperio español en la Patagonia trasandina del siglo XVII, aunque en condiciones de considerable aislamiento y vulnerabilidad. Estas circunstancias inusuales favorecieron una fusión muy notable entre la mitología ancestral de los pueblos canoeros de la región –chonos al sur y mapuches huiliches al norte– con las viejas leyendas medievales y renacentistas de los colonos españoles allí asentados (mayormente pescadores de origen gallego, asturiano, vasco y andaluz), y también con las tradiciones orales de los marinos europeos que frecuentaban aquellas islas remotas, especialmente los corsarios holandeses (Baltazar de Cordes, Joris van Spilbergen, Hendrik Brouwer, etc.), que hicieron muchas incursiones contra los puertos castellanos de Chiloé y del Chile continental, amén de alguna alianza antiespañola ocasional con los huiliches, en el marco de la guerras de Ochenta Años y Arauco. De hecho, los corsarios holandeses llegaron a ocupar efímeramente la Isla Grande de Chiloé en una ocasión. Lo cierto es que, tanto por lado indígena como por el lado europeo, el mestizaje cultural chilote tuvo un fortísimo componente marítimo y náutico, con un sustrato precristiano que no era exclusivamente indígena (los pescadores y navegantes winkas trajeron de contrabando «supersticiones» paganas célticas, vascas, germánicas, etc., en los barriles de su folclore). Antiquísimos mitos y leyendas de origen local o transoceánico sobre seres sobrenaturales –tanto benignos como malignos– se entremezclaron profusamente en el archipiélago, dando origen a una cultura de mar muy vigorosa y original, que todavía subsiste en parte.

Todas las cosmovisiones míticas y tradiciones legendarias de los pueblos marineros han tenido sus deidades, númenes, espectros y monstruos acuáticos: Poseidón y las nereidas, Escila y Caribdis, en el Mediterráneo grecorromano; Dagón y Leviatán en el Oriente semítico; Tangaloa y Punga entre las tribus maoríes de Nueva Zelanda; el dios Njörðr y la serpiente Jörmundgander entre los vikingos; Susanoo y Ryūjin en las islas del Japón; las ánimas penitentes del desastre de Trafalgar en la costa atlántica andaluza; los pulpos y calamares gigantes como el Kraken, que tanto interés generan todavía hoy entre los fanáticos de la criptozoología… Lo dicho vale también para la cosmovisión chilota, que se nutrió del bestiario y la imaginería espectral de europeos e indígenas por igual, fusionándolos en muchos casos: los tritones, las sirenas, la colosal serpiente-pez Caicai-Vilu, el teriántropo Millalobo, sus hijos Pincoy y Pincoya, los Sumpall, etc.

Una leyenda marina muy difundida entre los sincréticos habitantes de Chiloé es la del Kalewche, palabra del mapuzugun castellanizada como Caleuche. Es la historia de un barco fantasma –también llamado Barcoiche– que frecuenta los canales del archipiélago patagónico, especialmente de noche y cuando hay neblina. Emite una maravillosa luz resplandeciente y diferentes sonidos hipnotizadores: ruido de cadenas, música y jarana. Tiene diversas propiedades mágicas, como una velocidad prodigiosa y la capacidad de desaparecer y metamorfosearse en otros objetos o animales; amén, por supuesto, de la clásica intangibilidad fantasmal, atributo que le permite, por ejemplo, traspasar otras embarcaciones sin causar ningún impacto ni naufragio. Aunque en muchos relatos el Barcoiche no era maligno, siempre infundía entre los lugareños respeto y aprensión, un temor reverencial.

A veces, el Kalewche es una suerte de pequeño paraíso flotante, festivo y feliz, para los náufragos difuntos. Otras veces, se trata de una nave maléfica que engrosa su tripulación cautiva con los pescadores desprevenidos que se embelesan oyendo sus melodías, cuyas almas quedan malditas y penitentes a perpetuidad. También se lo imagina como el buque mágico de los famosos brujos de Chiloé, una arraigada leyenda local. En otros casos, es una embarcación fabulosa dedicada al contrabando, cuyos marineros acumulan grandes tesoros, negocian con los comerciantes chilotes (enriqueciéndolos súbitamente) y conocen el paradero secreto de la mítica Ciudad de los Césares… Mencionemos, asimismo, aquella otra versión según la cual el Kalewche sería un barco viviente lleno de ira y sed de venganza, resentido con la humanidad chilota por haber esta cazado cruelmente a su pareja, una loba marina de la que estaba profundamente enamorado. Imposible aquí –no es el propósito de este ensayo– detallar todas las variantes y subvariantes de esta inmemorial tradición oral.

La leyenda chilota del barco fantasma Kalewche guarda similitudes con otras europeas. Entre los buques fantasmales del imaginario marinero europeo sobresale uno, por haber sido tematizado infinidad de veces por la literatura y el arte románticos, desde los escritores Poe y Marryat hasta el cine de Hollywood y la banda de rock progresivo Jehtro Tull, pasando por Wagner y Washington Irving: el Holandés errante, aquel legendario capitán de la marina neerlandesa del siglo XVII (edad dorada de la república de los Países Bajos, de su comercio ultramarino y de su imperio colonial) que vendió su alma al Diablo para ir y venir de las Indias Orientales por el peligroso cabo de Buena Esperanza sin sufrir naufragios ni retrasos, al que luego Dios maldijo condenándolo –con toda su tripulación– a una existencia fantasmagórica de alma penitente y vagabunda que no podrá tocar puerto jamás, hasta el día del Juicio Final. Diversos investigadores del folclore chilote han especulado sobre un posible influjo de la tradición europea del Holandés errante en la génesis de la leyenda del Caleuche, en base a la certeza de que hubo frecuentes contactos entre la población indígena o mestiza de Chiloé y los corsarios holandeses durante el siglo XVII.

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Aunque dicha conjetura no parece inverosímil, quienes impulsamos la página Kalewche no tenemos erudición antropológica suficiente sobre mitología chilota como para fijar una posición al respecto, y mucho menos para zanjar la discusión. Amantes del mar desde niños, lectores voraces de las novelas piratas o náuticas de aventuras (Salgari, Verne, Stevenson, Cooper, etc.) y no tan de aventuras (Melville, Conrad y otros), admiradores del arte marino como las pinturas románticas de Turner (algunas ilustran este y otros textos de nuestra edición cero) sí podemos, en cambio, recuperar la belleza de esa antigua leyenda y exprimir el jugo de su simbolismo, explotar su veta metafórica. Nos interesa el Kalewche como alegoría.

Un barco fantasma con reputación de peligroso. Un navío temido y odiado porque no encaja en la ordenada realidad de este mundo. Un buque espectral que nunca está en reposo, incapaz de morir, aunque lo hayan hundido mil veces. Es decir, el fantasma del comunismo, pero en clave marinera. Un Gespenst que se aparece, que se manifiesta con un manifiesto comunista bajo el brazo, a contramano de la deriva capitalista del mundo.

Pudo ser el Holandés errante, pero esta leyenda está demasiado trillada. Además, el Barcoiche tiene el encanto del sabor local y sus coordenadas contextuales, de lo telúrico americano: la impronta identitaria del Wallmapu, el rincón terrestre donde una parte de nuestro colectivo habita y trajina, sueña y resiste. Pero no es solo un homenaje al pueblo mapuche, a su cultura ancestral y su activismo actual. Busca ser, además, un homenaje al conjunto de los pueblos indígenas del continente, a sus raíces inmemoriales y sus luchas de hoy. Lo mapuche vale por sí, pero vale también como sinécdoque de la América originaria toda. Como socialistas internacionalistas no tenemos patria, pero sí terruño. Una querencia con milenarias raíces indígenas que valoramos, y que hemos querido honrar llamando a nuestro quijotesco proyecto con una palabra del mapuzugun cuya sonoridad y significado nos toca el alma: Kalewche, «gente transformada».

Remando a boga arrancada,
cual galeotes en fuga,
por mares y océanos inmensos,
entre escollos y témpanos,
contra viento y marea,
de noche y sin luna,
a través de las tinieblas,
bajo nubes que diluvian
y ocultan las estrellas,
traspasando brumas,
sorteando torbellinos,
enfrentando monstruos,
bajo permanente fuego enemigo,
apenas con una brújula
y un viejo portulano,
rumbo a las costas doradas de Utopía
siempre, siempre, siempre.

Federico Mare