Ilustración: El odio (2025), de Matías Tejeda. Fuente: MateDibujos
El discurso de Milei en Davos generó un gran debate interno en Kalewche. Aunque tenemos muchas coincidencias teóricas y políticas fundamentales, también discrepamos en varias cuestiones analíticas, valorativas, retóricas y táctico-estratégicas, que van desde la exacta caracterización de las fuerzas burguesas al interior del “extremo centro” neoliberal, hasta el abordaje crítico del llamado “wokismo” como fenómeno mundial insoslayable de la cultura posmoderna. ¿Siempre se trata de simples cuestiones de matiz o a veces quizás no tanto, acaso por momentos más de fondo? Tampoco en esto logramos ponernos de acuerdo totalmente… En fin, en vez de publicar un solo artículo de autoría colectiva, optamos por compartir con ustedes dos ensayos, donde no faltan unísonos y contrapuntos, disonancias y armonías. Aquí les dejamos “Milei en Davos. Algunas consideraciones críticas”, de Nicolás Torre Giménez y Federico Mare. No dejen de leer también “Milei y su cruzada anti-woke: una mirada de izquierda”, por Ariel Petruccelli y Lucía Caisso.
Todo el arco político que va desde la izquierda anticapitalista hasta el progresismo procapitalista, incluidas las distintas variantes de lo que –principalmente desde la derecha– se llama wokismo1, alcanzando incluso a algunos conservadores con cierta sensibilidad social y valores humanistas, se ha escandalizado –y en gran medida movilizado– por las aberrantes declaraciones, en el Foro de Davos, del testaferro de los capitales concentrados y fiel lacayo de Trump2 que ocupa la presidencia de la Argentina desde hace poco más de un año. La enorme reacción en contra del discurso del gurú del odio, que tuvo lugar tanto dentro como fuera del país, no puede menos que calificarse como positiva, ya que muestra que buena parte de la sociedad no está dispuesta a tolerar semejante nivel de violencia gratuita hacia sectores históricamente discriminados como homosexuales, personas trans, el feminismo y otros colectivos que resultaron injustamente agraviados desde la máxima autoridad del Estado, tomando como pretexto toda una batería de argumentaciones falaces, desde la mentira lisa y llana, pasando por la tergiversación y la exageración maliciosa de demandas concretas de esos mismos sectores, por medio de generalizaciones apresuradas a partir de casos aislados, o simplemente inventados, hasta la extrapolación a toda la militancia de posturas extremas de ciertos sectores calificados con total desacierto como “radicales”: los llamados “feminismo radical”, “ecologismo radical”, etc. (indefendibles desde la izquierda genuinamente radical).
Mientras que la izquierda radical se denomina de esta manera porque, valiéndose de interpretaciones globales del capitalismo, como el marxismo, se encamina a transformar de raíz la base material de la sociedad, el régimen económico de producción y distribución, por ser el causante de la miseria de los trabajadores y outsiders del sistema (es decir, de la inmensa mayoría de la sociedad), el llamado “feminismo radical” es un cuerpo doctrinal con menor articulación teórica que incluye en su interior algunas posturas extremas como la misandria (odio a los varones), la transfobia (la del llamado feminismo terf), el identitarismo de género ligado al esencialismo y al tribalismo, y la defensa de prácticas repudiables desde la izquierda como el punitivismo, la cancelación y la censura. Dentro del movimiento LGBT+ también existe la heterofobia (el término «paqui/paki» se utiliza en estos ámbitos para referirse despectivamente a las personas heterosexuales, por ejemplo), no menos repudiable que la homofobia. Desde el punto de vista sociológico y psicológico se puede comprender esta reacción de los grupos oprimidos que espeja el odio del que son víctimas, como sucede con el llamado «racismo inverso» de los grupos racializados; pero desde el punto de vista político jamás debe ser justificada y es necesario repudiarla sin ambigüedades. Por su parte, algunos sectores del mal llamado “ecologismo radical” caen en la misantropía y el primitivismo, llegando al extremo de poner en palabras anhelos oscuros de extinción del ser humano y quimeras desmesuradas de regresión tecnológica con el pretexto de salvar el planeta. Vale aclarar que estas posturas no son representativas de toda la corriente, pero sirven de acicate para las críticas maliciosas que la derecha dirige a lo que denomina el “progresismo” o el “movimiento woke” en su conjunto. El verdadero feminismo radical, desde nuestro punto de vista, es el de las feministas socialistas, aquel que no sólo denuncia la ideología y las prácticas machistas (como así también los vestigios de la lógica patriarcal3 que permanecen en nuestras sociedades), sino que también reconoce que el capitalismo mismo se ha asentado sobre la base de la feminización del trabajo doméstico y las tareas de cuidado (a la vez que ha reproducido estos fenómenos), y ve en la crítica estructural al sistema capitalista de producción mismo un paso necesario (aunque no suficiente, ya que el machismo ha existido y podría existir fuera del capitalismo) en la superación de toda forma de opresión. Por más que el capitalismo se pinte de violeta (feminismo neoliberal o purplewashing), o incluso de rosado (pinkwashing), para la ocasión, capitalismo queda: en el fondo, se basa en la lógica del dominio del más fuerte y es esencialmente indiferente a toda idea de justicia que no pueda hacer funcionar a favor de su lógica interna. Es decir, el llamado “mercado capitalista” y, en última instancia, las corporaciones pueden instrumentalizar, cuando les conviene, ciertas formas de feminismo o de militancia LGBT+, pero no dudarán en deshacerse de ellas cuando dejen de obtener dividendos de ellas. Un verdadero ecologismo radical, por su parte, debería reconocer en el capitalismo la lógica de producción irracional que realmente está depredando el planeta (por ejemplo, el “ecomunismo”, que nuestro compañero Ariel Petruccelli defiende en un libro de pronta publicación, que promete ser crucial).
Se ha hablado mucho de la homofobia, la misoginia y también la xenofobia del «standapero» más recalcitrante del neoconservadurismo, también de sus mentiras y de sus exageraciones a partir de medias verdades, del carácter violento, discriminatorio y estigmatizante de su discurso, aunque también de sus medidas políticas. Pero poco se ha dicho de la concepción ideológica global (“interpretación integral del mundo contemporáneo” la llaman Ariel Petruccelli y Lucía Caisso en el artículo que acompaña al nuestro en esta edición de Kalewche) que subyace a sus palabras, y que es el marco dentro del cual se articulan tanto los componentes ultrareaccionarios de sus afirmaciones, como su concepción social basada en un reduccionismo economicista extremo.
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Pero antes de entrar de lleno con la ideología del ultraderechista, sería bueno decir algunas palabras sobre varias de sus numerosas mentiras y ataques a la izquierda en general, y a diversos colectivos; como así también acerca de algunas interpretaciones desde la izquierda que minimizan el contenido de su discurso:
1. Argentina habría “estado infectada de socialismo”: esto es una flagrante mentira que no resiste el menor análisis. Lo que sucede es que Milei utiliza sin el menor rigor, y de la manera más irresponsable posible, la etiqueta de “socialismo” para endilgársela a cualquier doctrina y/o gobierno que otorgue alguna función al Estado más allá de ser el garante de la propiedad privada. Si se juzgara el gobierno de Milei con los criterios teóricos del mismo Milei, tendría que arribarse a la absurda conclusión de que el gobierno de Milei también es socialista: porque mantiene un cepo cambiario; porque conserva el gasto público en áreas que no son sólo seguridad o defensa; porque mantiene un sistema de transporte, educación, salud y previsión social de carácter público; porque ha aumentado impuestos y no ha eliminado las retenciones al agro; porque sigue otorgando planes sociales; porque ha designado funcionarios y embajadores en cargos diplomáticos; porque también ha preservado estructuras estatales en lugar de desmantelarlas; porque ha amenazado con aplicar la ley antimonopolio y un largo etcétera.
2. La idea de libertad abstracta que defiende, haciendo uso de una premeditada indeterminación del término, es su primer y gran fraude ante el electorado argentino. Milei no defiende otra cosa que esa estafa semántica llamada “libertad de mercado”, que no es otra cosa que la libertad de los poderosos para apropiarse y ponerle precio a todo lo imaginable y mucho más: el tiempo de trabajo de las personas, pero también –¿por qué no?– sus órganos, sus hijos, su propia vida; las tierras, pero también los ríos, las montañas, los glaciares, la luna y el sol…
3. En Argentina no se ha terminado con el problema de la inflación, aunque hay que reconocer que sí se ha desacelerado tras la megadevaluación histórica del “Caputazo” que este gobierno desencadenó al comienzo de su gestión, y que significó un duro golpe para el bolsillo de los que menos tienen. No obstante, según un sinnúmero de especialistas, el aumento descontrolado de los precios del mercado interno y el atraso cambiario permiten vislumbrar una reactivación de la espiral inflacionaria ya endémica del país. Por lo demás, la canasta de bienes y servicios con que se calcula la inflación está desactualizada, adoleciendo de desproporciones considerables.
4. La política de Milei, lejos de “decirle la verdad a la gente en la cara”, se ha basado en mentir descaradamente de todas las formas imaginables. Los ejemplos sobran en la prensa no cooptada por el gobierno y de todo el espectro ideológico. Un botón de muestra: lo que empezó como “el ajuste no lo paga la gente de bien, lo pagan los delincuentes, lo paga la casta”, se convirtió en la retórica del sacrificio general por el bien del país, y terminó haciendo recaer todo el costo del ajuste sobre las espaldas del pueblo trabajador y los sectores más pauperizados.
5. Si bien en este texto se presentará una posición crítica frente al llamado wokismo, hay que reconocer que el discurso de Davos le atribuye una influencia exagerada y lo acusa con toda injusticia de ser las “cadenas ideológicas” que traban el “progreso” no sólo de los argentinos, sino de la humanidad en su conjunto. Primero habría que definir qué entiende por “progreso”. Pero los principales problemas de la humanidad (el hambre, las guerras, la precarización laboral, la pérdida constante del poder adquisitivo, la destrucción del planeta, el cambio climático, etc.) tienen un principal responsable: el capitalismo.
6. Es una enorme patraña que el capitalismo, luego de la Revolución industrial, haya sacado de la pobreza “al 90% de la población mundial”. El capitalismo se ha revelado históricamente como una enorme maquinaria de exclusión y generación de desigualdad material.
7. Los principios liberales, sobre todo en la Argentina, fueron traicionados por los liberales mismos. Las libertades individuales y el respeto por el proyecto de vida de los demás nunca fueron más que palabras vacías para los liberales que gobernaron este país, tanto en democracia como en dictadura, pues no dudaron en asesinar, desaparecer, torturar y perseguir a quienes pensaban distinto, como también en aplicar medidas económicas que hicieron inviable el pleno ejercicio de las libertades individuales de las grandes mayorías.
8. Si la idea de libertad fue “reemplazada” (nosotros diríamos complementada) por la de liberación, y si la “justicia social” se convirtió en bandera del progresismo y las izquierdas, es porque la mera libertad formal no es más que una buena intención –y eso ya es decir mucho– cuando no se garantizan las condiciones materiales para ejercerla. Y aun cuando haya habido burócratas que se enriquecieron y obtuvieron poder a partir de la instrumentalización de las denuncias de injusticias realmente existentes, ello no obsta para negarse a resolver tales injusticias. En todo caso, servirá para replantearse el papel de la burocracia en la transformación social.
9. Milei ataca los derechos positivos con el argumento de que alguien tiene que pagarlos. No podemos menos que coincidir. En principio, podríamos contar con un impuesto a la riqueza. En una sociedad en transición hacia el socialismo, las expropiaciones a los grandes propietarios de medios de producción, la abolición de la herencia (más allá de un determinado número de bienes: una vivienda, medios de producción, objetos personales, etc.) financiarían tales derechos. En el socialismo, serían los trabajadores mismos los que harían un fondo para subsidiar a quienes –por ejemplo– se enferman, sufren un accidente, son víctimas de alguna catástrofe en la que han perdido sus viviendas, simplemente se jubilan, o bien, para los fines que ellos libremente decidan.
10. Sobre la fetichización del Estado diremos algo más adelante.
11. Del agravamiento de las penas por femicidio, Milei saca la conclusión de que, para la Justicia, “la vida de una mujer vale más que la de un hombre”. No es de extrañar que, para quien niega el machismo estructural de nuestras sociedades, el femicidio no existe. Milei no entiende –o no quiere comprender– que no es lo mismo matar a una mujer, que matarla por el hecho de ser mujer (lo mismo con otros crímenes de odio vinculados con la homofobia, la transfobia, el racismo, la xenofobia, etc.) o, lo que es lo mismo, porque un varón se crea con el derecho de hacerlo por entender que es un objeto de su propiedad. Las feministas, que fueron las protagonistas de las más importantes protestas de los últimos años y la vanguardia de los movimientos sociales del pasado reciente, se cansaron de explicarlo de mil maneras posibles. No hay peor sordo que el que no quiere escuchar, reza el refrán.
12. Brecha salarial de género: que a veces se la exagere, se la calcule mal o no se tengan en cuenta sus diferencias regionales o sectoriales, no significa que no exista ni que sea irrelevante. Por supuesto que la cantidad de horas trabajadas es una variable que obliga a matizar. Pero no debiéramos olvidarnos del otro platillo de la balanza: por ejemplo, las horas de trabajo informal no remuneradas en el propio hogar. Ignorar la alta feminización de las tareas de cuidado (casi 70%) es no ver el elefante en la habitación.
13. Si bien existen formas extremas del ecologismo –muy marginales– que dicen desear la extinción de la humanidad, el desvarío ideológico de esas personas no invalida la lucha por detener la destrucción del planeta que está provocando el capitalismo más desembozado, y que está poniendo seriamente en riesgo la continuidad de la vida humana en la Tierra. Quizás Milei no sea un negacionista del cambio climático stricto sensu. Pero sí ha negado en múltiples oportunidades –al igual que Trump– que sea la acción del ser humano, es decir, la industria capitalista, la responsable. A esto se le suele decir “ser negacionista del cambio climático”. Se trata de una imprecisión, está claro. Lo correcto sería decir “negacionista de las causas humanas del cambio climático”. Precisamos esto porque la mala fe hermenéutica de algunos comentaristas los hace aferrarse con uñas y dientes a la literalidad de la frase, sin querer hacer el esfuerzo de entender algo que salta a la vista de cualquier buen interlocutor. No es lo mismo una imprecisión terminológica, originada probablemente en un afán de concisión, de brevedad, que un error conceptual de fondo. La estrategia de Milei es pretender abarcar a toda la militancia verde (incluido el ecocomunismo), poniendo en evidencia los excesos del ecologismo radical, para desarticular a priori toda crítica posible al capitalismo basada en la destrucción en curso del planeta.
14. Reducir el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo a los designios de una supuesta “agenda” internacional “diseñada a partir de premisas maltusianas” es de una concepción conspirativa rayana en la paranoia. Ninguna mujer está obligada a abortar. El aborto es un derecho reproductivo, no un deber demográfico.
15. Milei sostiene que la “agenda LGBT” quiere imponernos “que las mujeres son hombres y los hombres son mujeres sólo si así se autoperciben, y nada dicen de cuando un hombre se disfraza de mujer y mata a su rival en un ring de boxeo o cuando un preso alega ser mujer y termina violando a cuanta mujer se le cruce por delante en la prisión”. Otra vez la simplificación burda, otra vez la mentira descarada. Desde Simone de Beauvoir sabemos que “no se nace mujer” y que “la biología no es un destino”. La teoría de género extrajo las consecuencias de ello y distinguió, con gran tino, el sexo biológico del género cultural. Nos mostró el origen social de los roles de género. Nos enseñó a diferenciar sexo, género y orientación sexual. Los militantes de las llamadas “minorías sexuales” también nos explicaron el sufrimiento, la discriminación, la violencia y la persecución de la que fueron víctimas durante muchos años, décadas, siglos. Milei repite como loro afirmaciones que no demuestran otra cosa más que su profunda ignorancia y su falta absoluta de empatía hacia las víctimas de las injusticias del heteronormativismo cisgenérico. Lamentablemente, algunos exponentes de la izquierda no están muy alejados de las ideas del presidente argentino. Hay que aclarar, además, que este último tergiversa completamente los casos a los que alude. Es completamente falso que una persona transgénero haya causado la muerte de su oponente en el boxeo. Milei se refiere al caso de una boxeadora argelina, llamada Imane Khelif, quien fue excluida de los Juegos Olímpicos de 2024 por niveles elevados de testosterona. Cabe aclarar que Imane ni mató a ninguna oponente, ni nació con órganos sexuales masculinos, ni nunca fue varón. Tan sólo presentaba altos valores de testosterona, que su organismo producía naturalmente. El segundo caso que menciona también es falso (¿qué otra cosa esperar de un mitómano?) y parece «libremente inspirado» en el caso de un hombre cisgénero que fue alojado en una cárcel de mujeres de los Estados Unidos por impericia policial, y violó a una prisionera.
16. También menciona “el caso de dos americanos homosexuales que, enarbolando la bandera de la diversidad sexual, fueron condenados a cien años de prisión por abusar y filmar a sus hijos adoptivos durante más de dos años”. Y de este caso aberrante, verídico pero excepcional, «extrae» la conclusión de que “en sus versiones más extremas la ideología de género constituye lisa y llanamente abuso infantil. Son pedófilos”. El «razonamiento» patentemente falaz y malicioso, por medio del cual acusa o ensucia a la comunidad homosexual in totum de pedofilia (parece increíble que siga habiendo gente empecinada en decir que el presidente no dijo lo que dijo, incluso al interior de la intelectualidad de izquierda), está destinada a quedar en los anales de las falacias non sequitur más nefastas de las que se tenga registro (nótese, además, el uso malintencionado –e incorrecto– de la oración subordinada en gerundio: ¿fueron condenados enarbolando la bandera?, ¿mientras la enarbolaban?, ¿por haberla enarbolado?).
17. También afirmó que “están dañando irreversiblemente a niños sanos mediante tratamientos hormonales y mutilaciones, como si un menor de cinco años pudiera prestar su consentimiento a semejante cosa”. Si bien es cierto que la industria medicinal y algunos sectores militantes están haciendo lobby para defender las hormonizaciones y cirugías de reasignación de sexo en menores con disforia de género (una irresponsabilidad mayúscula promover en general semejantes intervenciones), esto es algo que no sucede en Argentina. Tampoco los menores de edad reciben tratamientos hormonales en nuestro país. De hecho, a nivel mundial, son pocos los Estados donde este tipo de prácticas están autorizadas en la adolescencia, y menos en la infancia. Y entre esos pocos Estados, varios ya dieron marcha atrás, felizmente. Sin embargo, el presidente argentino hizo una afirmación deliberadamente descontextualizada y desactualizada con el fin de producir escándalo y justificar los recortes presupuestarios indiscriminados en las áreas de género del Estado nacional. Lo triste es que haya algunas personas de izquierda que reproduzcan estas exageraciones y verdades a medias, contribuyendo a la conspiranoia e infoxicación –ninguno de estos neologismos es nuestro– desatadas por la ultraderecha.
18. En cuanto al rechazo generalizado de Milei a los cupos o a la llamada “discriminación positiva”, hay que decir que es un tema complejo que no puede resolverse con una simple –y engañosa– postura a favor o en contra en todos los casos. Los cupos suelen ser un paliativo que busca subsanar temporalmente una situación de discriminación. Si a las personas trans les cuesta encontrar trabajo porque son víctimas de la transfobia (que puede ir desde la desconfianza y el miedo a la diferencia basados en la mera ignorancia, hasta formas activas del odio y la discriminación), es razonable pensar que garantizar el cumplimiento de un cupo de ingreso mínimo a cargos estatales puede coadyuvar a la transformación o mitigación de su dura realidad. Piénsese –en caso de que el ejemplo no logre convencer– en normas o prácticas consuetudinarias de discriminación positiva que –casi– nadie cuestiona: dar el asiento a personas mayores en los medios de transporte, otorgar descuentos a jubilados y estudiantes o menores de edad en determinados espectáculos, tener asignados lugares de estacionamiento para personas discapacitadas, etc. Las normas y prácticas de discriminación positiva –que de ninguna manera se restringen a lo genérico y lo étnico, como algunos afirman por ignorancia o tendenciosidad– son muy antiguas. Han existido en infinidad de sociedades a lo largo de la historia, con y sin Estado, antes y durante el capitalismo, incluso en los países socialistas. ¿Acaso el “…a cada cual según sus necesidades” de la utopía comunista no guarda afinidad con la discriminación positiva?
19. El presidente argentino habla de “hordas de inmigrantes que abusan, violan o matan a ciudadanos europeos que solo cometieron el pecado de no haber adherido a una religión en particular”. La flagrante mentira de Milei no hace otra cosa que poner en evidencia su profunda xenofobia.
20. Es cierto que algunos exponentes de la teoría de género han llegado a negar el carácter biológico del sexo, atribuyéndole un origen sociocultural. Desde nuestro punto de vista, el planteo relativista de intelectuales como Judith Butler se trata de un desvarío conceptual que debe ser combatido en el plano de las ideas, con argumentos racionales, y no por medio del ejercicio de la violencia gratuita de un presidente demagógico escupiendo improperios, mentiras, amenazas y sobre todo odio, mucho odio, desde una tribuna internacional.
21. En cuanto a la afirmación de que “en Reino Unido hoy mismo están encarcelando a ciudadanos por revelar crímenes aberrantes, realmente espantosos, cometidos por migrantes musulmanes que el gobierno quiere ocultar” no es más que una mentira, otra más. En agosto de 2024, Gran Bretaña experimentó una serie de disturbios tras el asesinato de tres niñas en Southport. Este trágico suceso desencadenó tensiones «raciales» y sociales, resultando en más de 150 detenidos y poniendo al país en estado de alerta. Durante estos disturbios, se difundieron noticias falsas islamofóbicas que motivaron ataques a mezquitas y centros de refugiados.
22. No es cierto que “cultura de la violación“ sea un mero eslogan woke. Se trata también de un concepto antropológico, ampliamente desarrollado y aplicado por diversas teóricas e investigadoras feministas. Un concepto muy válido y útil. ¿Discutible? Por supuesto, como todo concepto. Nadie es dueño de la verdad absoluta, menos que menos en las ciencias sociales. Pero la crítica debiera ser rigurosa, no basada en espantapájaros. Uno de esos espantapájaros consiste en asumir que hablar de cultura de la violación es hablar de un fenómeno socialmente unánime o mayoritario. Esto es absurdo, ridículo: existen infinidad de ejemplos de culturas sectoriales o minoritarias (étnicas, etarias, profesionales, etc.). Se habla incluso de subculturas de toda índole: subcultura punk, vegana, cinéfila, hippie, futbolera, otaku… (algunas de ellas minúsculas y marginales). Aducir que no se puede hablar de cultura de la violación a menos que todos los varones de una sociedad, o la gran mayoría, sean violadores, no resiste ningún análisis serio. Lo que hacen las investigadoras y teóricas feministas que utilizan ese concepto es, grosso modo (imposible explayarnos aquí), poner en evidencia que las violaciones sexuales no suceden en un vacío cultural, como pura consecuencia de factores psicológicos o psiquiátricos de carácter aislado, meramente individual, más o menos patológico, sino en un contexto social donde existe todo un entramado de creencias, valores, prácticas, sensibilidades, estereotipos, en materia de género y sexualidad que, si bien no producen mecánicamente violaciones, contribuyen indirectamente –a veces de modo sutil y otras no tanto– a su reproducción. Piénsese, por ejemplo, en la pornografía, o bien, en todas esas frases y chistes que delatan el prejuicio sexista según el cual la penetración –el coito– supone un acto de sometimiento y humillación del varón sobre la mujer. La llamada “cultura de la violación“ es como el iceberg sumergido de las violaciones sexuales. La preocupación por visibilizar las causas socioculturales de la violencia sexual de género, mostrando que este fenómeno no puede ser reducido a una dimensión individual (psicologismo o psiquiatrismo), de ningún modo supone decir o creer que todos los hombres o la mayoría de ellos son violadores. Puede que haya algunas radfems que digan o crean eso, por su sesgo misándrico, pero sólo se trata de un desvarío de nicho muy sectario, para nada generalizable al grueso del movimiento feminista. Por lo demás, en todo debate intelectualmente honesto y respetuoso del fair play, siempre corresponde esforzarse al máximo en comprender los conceptos que nuestros adversarios esgrimen, más allá de los términos que utilizan, que a veces pueden resultar imprecisos o inexactos (véase al respecto la nota al pie número 3, sobre “patriarcado”).
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Pero volvamos a la concepción ideológica de la sociedad que sostiene esta suerte de “Momo Economicus” que ocupa la presidencia de Argentina, y que tiene su punto de partida en un enfoque de las ciencias sociales denominado individualismo metodológico, para el cual sólo existen los individuos, y toda entidad colectiva no puede pensarse de otra manera que como mera agregación de elementos monádicos que interactúan entre sí. Desde esta perspectiva, todo fenómeno social debe explicarse exclusivamente a partir de las acciones, decisiones e interacciones individuales. La consecuencia de este enfoque reduccionista es la negación de cualquier explicación estructural, lo que implica descartar la influencia de condicionamientos culturales, históricos e institucionales sobre los individuos. A esta visión se suma un pesimismo ontológico, según el cual la «naturaleza humana» llevaría a los individuos a buscar únicamente la satisfacción de sus propios intereses a través de intercambios voluntarios. De esta manera, el mercado surgiría de forma espontánea como el mecanismo natural para satisfacer tales necesidades, funcionando sin necesidad de regulación externa, ya que el orden económico y social emergería del libre juego de las interacciones individuales. El lugar que cada individuo logre ocupar en la sociedad –o habría que decir “en el mercado”– dependerá en última instancia del mérito propio que cada uno sepa desplegar en ese juego de individualidades formalmente iguales, desconociendo todo tipo de desigualdades materiales preexistentes, que no serían otra cosa que los frutos heredados del mérito de nuestros antepasados. Ese orden de cosas sería el ideal –según esta mirada– si no fuera porque, en un momento determinado de la historia, la “casta política” decidió intervenir en aquella «armonía natural» del mercado. Pero falta un componente sociocultural para terminar de bosquejar los principales cimientos ideológicos del discurso de la histriónica mascota de la ultraderecha global: lo que él denomina los «valores occidentales», y que combinan buena parte del credo neoliberal con muchas de las creencias más conservadoras de la tradición judeocristiana: una visión rígida del orden social, las jerarquías y los roles de género, la familia heterosexual como núcleo incuestionable de la sociedad, una moral derivada de los preceptos de una religión «revelada», una sexualidad acorde a dichos preceptos, una visión providencialista y mesiánica de la política (Milei ha afirmado muchas veces estar cumpliendo un designio divino, cual Moisés), el rechazo dogmático a otras cosmovisiones y religiones que se traduce en xenofobia (por ejemplo, en islamofobia), etc.
No descubrimos la pólvora si decimos que Milei es un apologeta del liberalismo económico burgués, especialmente de su versión más extrema: la Escuela Austríaca. Con matices, la doctrina liberal se sustenta en tres grandes sofismas, todos ellos sagazmente identificados y desmontados por Karl Marx y otros críticos socialistas. El primero de ellos es la ahistoricidad del homo economicus: la ilusoria «eternidad» o «naturalidad» del egoísmo, la puja por recursos, la propiedad privada, la mercancía, el dinero, el afán de lucro, el trabajo asalariado, la búsqueda de eficiencia, la acumulación de capital… (conductas e instituciones que resultarían inevitables o insuperables). El segundo sofisma es la “competencia perfecta” (neoclásicos) u óptima en términos reales (austríacos): la mistificación del libre mercado como una interacción beneficiosa de oferentes y demandantes tendencialmente infinitos, sin fallas o distorsiones por concentración económica (monopolios, monopsonios, oligopolios, oligopsonios, cárteles, etc.), o en todo caso temporales, si el Estado no interviene. El tercero es la concepción subjetivista del valor de las mercancías, o al menos el de aquella más importante: la fuerza de trabajo (lo que justificaría negar la explotación laboral capitalista como fenómeno objetivo, científicamente constatable y mensurable). Aquí, por razones de oportunidad y espacio, no podemos profundizar en la crítica de estos sofismas, pero nos parece importante señalarlos.
El discurso que “el mesías de la motosierra” pronunció en Davos, en el marco del Foro Económico Mundial, se sustenta en una concepción muy sesgada e in extremis ideologizada del orden social. En la concepción mileísta, la contradicción principal de la sociedad está dada por el “conflicto entre los ciudadanos libres y la casta política que se aferra al orden establecido”. Con la primera categoría pretende englobar tanto a la clase trabajadora, compuesta por quienes venden su fuerza de trabajo para subsistir, como a los miembros de la clase capitalista, aquellos que están en condiciones materiales de reproducir un capital previo, valiéndose de la explotación de fuerza de trabajo ajena. Como se ve, la contradicción principal del capitalismo, la existente en la esfera de la producción entre el capital y el trabajo, se desvanece en beneficio de una diferenciación necesaria y subsidiaria de aquella (aunque no implícitamente contradictoria): la que se da entre la esfera productiva y la esfera política. El desvarío conceptual del “anarcocapitalismo”, según el cual puede existir un capitalismo sin Estado (es decir, como mínimo, sin un orden jurídico que regule las relaciones de producción y distribución, sin un aparato represivo que garantice su complimiento mediante el monopolio legal de la fuerza pública, y sin algún aparato ideológico destinado a la construcción de hegemonía en sentido gramsciano), no es más que una mera ilusión, o una idea abstracta, en sentido hegeliano. Es por ello que todo “anarcocapitalismo” teórico termina necesariamente, a lo sumo, en un minarquismo práctico, lo que el socialista alemán Ferdinand Lasalle denominó mordazmente Nachtwächterstaat, algo así como «Estado vigilante nocturno»4. El ultraliberalismo «acrático» de Milei no es más que un caso paradigmático de una doctrina del todo impracticable. En el discurso que dio ayer, con ocasión de la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, en el que volvió a dar muestra de su incontinencia verbal, pero también del progresivo carácter fascistoide que está tomando su gobierno, con nulo respeto por las formalidades republicanas e institucionales más básicas, llegó a afirmar que “la motosierra (…) no parará hasta que encuentre el final del Estado”, al mismo tiempo que hizo referencia a medidas que suponen la existencia del Estado. Comprar aviones F16 para las Fuerzas Armadas no parece ser una medida muy eficiente para desmantelar el Estado…
Nuestro vendedor de humo libertario pretendió alguna vez superar la contradicción estructural desplegando sus polos cronológicamente, algo sólo factible en el orden discursivo: “soy anarcocapitalista de largo plazo y minarquista de corto”. Ni chicha (antes), ni limonada (después). Por un lado, el concepto de “anarcocapitalismo” es una suerte de contradictio in adjecto, una expresión en la que uno de los términos contradice al otro. El anarquismo aboga por la abolición no sólo del Estado, sino de toda forma de autoridad coercitiva, toda forma de jerarquía impuesta, toda forma de explotación y desigualdad económicas, promoviendo en su lugar modos de organización basados en la libertad individual, la convivencia igualitaria y fraterna, la autogestión y la cooperación voluntaria (personalmente, no creemos que pueda lucharse por un objetivo más noble). Es por ello que muchos de sus defensores dieron en llamarse “libertarios”, un término –y un ideal– demasiado valioso como para entregarlo sin disputa al cretino de Milei y su hueste de liberticidas, para que lo desvirtúen con sus políticas económicas de saqueo al pueblo trabajador, su autoritarismo cada vez más explícito en lo político y las consecuencias negativas que sus medidas traen aparejadas sobre la libertad concreta de millones de personas. No son más que una banda de ladrones que, amén de practicar el latrocinio a través de los más sutiles e indirectos mecanismos de transferencia de ingresos desde los sectores más desfavorecidos hacia los más ricos (los políticos neoliberales nos tienen acostumbrados a eso), también lo hacen de las maneras más ostensibles y obscenas que pueda imaginarse, como el caso de la criptoestafa promovida por el mismísimo presidente de Argentina, un escándalo internacional por el cual –es de esperar– resulta muy probable que el “Mufasa del capital especulativo” termine desbarrancado,5 pero no que sea juzgado, ni por un Poder Judicial desde siempre adicto a los poderosos, ni por un Poder Legislativo (salvo muy pocas excepciones) siempre dispuesto a venderse a cambio de cargos o favores políticos, o por dinero contante y sonante, con lo que demuestran a diario que efectivamente son unas “ratas inmundas” (con el perdón de los inocentes roedores por tan deshonrosa comparación), como gusta de calificarlos el (cripto)estafador que ocupa el sillón de Rivadavia. Es por su poco aprecio por otra libertad que no sea la «del mercado», vale decir, la libertad de los ricos y poderosos, que en Kalewche los llamamos peyorativamente “libertarianos” (o lisa y llanamente “liberticidas”). No sólo el capitalismo sin Estado es un sinsentido, sino que resulta incompatible con la causa anarquista. En cuanto a la idea minarquista de un “Estado mínimo” limitado a funciones como la seguridad, la justicia y la defensa, puede decirse que es una concepción derivada de la fetichización del mercado como un orden espontáneo que no necesita regulación para funcionar y traer beneficio a todas las partes, ya que se autorregularía a través de la competencia, el mentado “libre juego de la oferta y la demanda”. Pero el mercado capitalista no hace más que multiplicar las desigualdades preexistentes y la explotación, mediante la concentración del poder económico en pocas manos, además de generar crisis cíclicas de manera endógena, que dan por tierra con toda ilusión autorreguladora. También habría que agregar que las regulaciones estatales pueden, a lo sumo, funcionar como módicas compensaciones contras estas injusticias estructurales, pero que no las erradicarán jamás de raíz. Si bien nuestro predicador del laissez faire dice ser un minarquista cortoplacista e, incluso, habló en más de una ocasión a favor de los monopolios «naturales» que pueden generarse dentro de un mercado no regulado, hay que recordar que en la última semana amenazó –¿sólo pour la gallerie?– con aplicar la ley antimonopolio a la compra de Telefónica de Argentina por parte de Telecom, del grupo Clarín (con la que éste pasaría a tener una posición dominante en el mercado), sólo porque el conglomerado de medios parece haberle jugado una mala pasada al publicar los entretelones de una entrevista arreglada en la que justamente él y el venal lamebotas disfrazado de periodista que se prestó a tal maniobra se burlaban de aquellos que lo acusan de dar entrevistas arregladas (el que filtró esa entrevista merece un lugar en el Olimpo de las traiciones poéticas). Si bien Milei se muestra siempre bien dispuesto a ponerse al servicio de los capitales concentrados, no le agrada quedar en evidencia como el descarado farsante que es.
A fortiori, sus más oscuras y reaccionarias fantasías en lo social, tributarias de su misoginia, homofobia, transfobia, intolerancia al disenso y las muchas formas del odio a la otredad al que ya nos tiene habituados (que, por cierto, se dan de patadas con la otrora tan cacareada consigna del “respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo…”), son inviables sin un Estado más o menos fuerte. Para decirlo en otros términos, su ideología política fascistoide (digámoslo sin pelos en la lengua) resulta difícil de congeniar en la práctica con su concepción reduccionista –economicista– de la sociedad como un conjunto de individuos libres que interactúan exclusivamente a través de intercambios voluntarios, regulados por la oferta y demanda del mercado. Hay que aclarar que el “profeta de la destrucción estatal” no es fascista, entre otras cosas porque su concepción teórica y redefinición práctica del Estado difiere completamente de la que tenían los fascismos de la primera mitad del siglo XX; pero también hay que reconocer que su pensamiento y su ejercicio de la política comparte con la ultraderecha totalitaria muchos elementos: verticalismo, autoritarismo, culto a la personalidad, irracionalismo, apelación a la emoción por sobre la razón para construir un liderazgo mesiánico, uso exacerbado y desfachatado de la mentira con fines políticos, recurso al insulto y la descalificación del oponente en lugar de la argumentación racional, construcción de un enemigo interno (un “comunismo” muy original y variopinto, que abarca desde la izquierda hasta la derecha del arco político; pero también colectivos portadores de reivindicaciones identitarias, convertidos hoy en chivos expiatorios: feministas, gays, lesbianas, trans, pueblos originarios, etc.), rechazo al pluralismo, persecución ideológica (ligada a despidos de cargos públicos y amedrentamiento en las redes sociales, pero también fuera de ellas) y una visión redentorista del líder como único capaz de salvar a la nación, etc., que permiten calificarlo de fascistoide. Aunque algunos sectores de la izquierda pretendan minimizar la amenaza concreta que representa el gobierno de Milei, con el argumento de que no son fascistas ni dictatoriales, sino tan solo neoliberales extremistas con rasgos de prepotencia e intolerancia, nosotros creemos que se está restando importancia a una clara escalada autoritaria que puede llegar a asumir ribetes trágicos (el nombramiento de dos jueces por decreto, violando patentemente la Constitución; la amenaza de un legislador de la oposición por parte del gánster mediático y «cerebro» del gobierno ultraderechista, Santiago Caputo, que le dijo “te voy a tirar todo el peso del Estado encima”, y los golpes que recibió de algunos de los miembros de la autoproclamada «guardia pretoriana», son algunos ejemplos de nuevos límites que se están cruzando y que desafían los principios democráticos y republicanos fundamentales). Esta postura irresponsable de cierta izquierda se basa en la anodina idea de que “son todos lo mismo” dentro del “extremo centro neoliberal”. Si bien es una obviedad decir que comparten una misma matriz capitalista, ignorar las diferencias entre el neoliberalismo progresista y el conservador en materia cultural o redistributiva –y considerarlas meros matices sin importancia– empobrece el análisis y reduce la capacidad de la izquierda para ofrecer una interpretación y una alternativa creíbles ante la sociedad.
Pasemos a la segunda categoría en cuestión. Que un defensor a ultranza del capitalismo como nuestra “marioneta del capital concentrado” despotrique contra la “casta política”, de la que asombrosamente se excluye a sí mismo y a sus serviles seguidores, muestra que, si bien una cierta organización estatal es necesaria para la existencia del sistema capitalista de producción, la esfera política goza de una semi-autonomía y, por ello mismo, es, en cierta medida, un terreno en disputa. Las “ratas inmundas de la casta” –ya lo hemos visto– son aquellos dirigentes políticos que no comparten sus ideas ni aceptan someterse genuflexamente a su liderazgo (aunque algunos están dispuestos a ceder ante diferentes formas de presión). Aquí, como en tantos otros ámbitos, el «mercachifle» del ajuste dice –cuando no miente del todo– una verdad a medias: que la mayor parte de los políticos profesionales de Argentina pertenecen a una élite cerrada, privilegiada y desconectada de la clase trabajadora, lo que popularmente se conoce como “casta”. Para ello basta ver dónde viven, en qué medios de transporte se mueven, qué ámbitos frecuentan, a qué colegios mandan a sus hijos, dónde vacacionan, etc. Claro que se puede ir más allá y analizar los intereses que defienden, su permanencia en el poder, su desconexión de los problemas cotidianos de la clase trabajadora, su comportamiento corporativo y un largo etcétera. Lo que no dice el león que ruge en Twitter pero maúlla en Washington, es que la clase capitalista es la principal “casta” en este sentido, y la principal beneficiaria del Estado burgués. Entonces dice otra media verdad cuando, en el mismo discurso, sostiene que la sociedad se divide entre “pagadores netos de impuestos, por un lado, y quienes son beneficiarios del Estado, por otro”. Repitámoslo: los principales beneficiarios del Estado burgués tal como lo conocemos son los capitalistas mismos, que sostienen su explotación de fuerza de trabajo ajena en el orden jurídico existente, y no podrían hacerlo fuera de él. Por si esto fuera poco, la composición cada vez más regresiva de las cargas fiscales grava a las mayorías trabajadoras y a los sectores más postergados con un impuesto al valor agregado del 21% que recae mayormente sobre el consumo de alimentos, mientras que, por el otro lado, otorga cada vez más exenciones impositivas de todo tipo a las clases acomodadas. No hace falta aclarar que nuestro Robin Hood invertido, cuando se refiere a los “pagadores netos de impuestos”, no apunta a los primeros, sino a los magros impuestos a la riqueza que pagan –o, mejor dicho, se resisten a pagar– los segundos, aquellos cuyos intereses representa. Pero tanto en la categoría de “ciudadanos libres” como en la de “pagadores netos de impuestos” pueden sentirse identificados, por un lado, los sectores trabajadores, como, por el otro, los verdaderos beneficiarios de las medidas concretas del gobierno de Milei, los grandes capitalistas, en especial aquellos sectores de la clase poseedora que tienen un trato preferencial, por haber conseguido ubicar a sus cuadros dentro de la gestión, o ejercer una influencia privilegiada (algunos porque le financiaron la campaña y están obteniendo los «dividendos» de su exitosa inversión) sin estar formalmente dentro del gobierno. Otro tanto pasa con los conceptos de “casta política” y “beneficiarios del Estado”. La abstracción deliberada de las categorías utilizadas para dividir interesadamente –es decir, ideológicamente– a la sociedad en amigos y enemigos, buenos y malos, “fuerzas del bien (o del cielo)” y “fuerzas del mal” –en lugar de utilizar un análisis material objetivo que reconozca, principalmente, clases explotadas y clases explotadoras– permite un amplio abanico de identificaciones posibles. Los favorecidos por el Estado pueden ser tanto los políticos enquistados en el poder y siempre dispuestos a gobernar a favor del mejor postor, como colectivos históricamente discriminados que recibieron algún reconocimiento –material o simbólico– del Estado en los últimos años, beneficiarios de planes sociales y sindicatos de trabajadores, como empresarios prebendarios defendidos por los gobiernos anteriores, etc. Cada quien puede repartir las etiquetas a quien más le plazca.
Sería necio pretender afirmar que la salvaguarda del capitalismo ha sido la única función del Estado burgués, y negar que las conquistas históricas de la clase trabajadora –siempre dentro de los estrechos marcos jurídicos burgueses– resultaron también garantizadas por ese mismo Estado y sus leyes. Otro tanto puede decirse de la conquista de derechos universales y la reafirmación de su cumplimiento sectorial. ¿Qué otra cosa significó en la Argentina, por ejemplo, la ley de matrimonio igualitario, sino la reafirmación del derecho a la libertad y la igualdad ante la ley para personas homosexuales, que habían sido arbitrariamente despojadas de esos derechos supuestamente universales? El Estado burgués es, entonces, un territorio parcialmente en disputa. Pero no todo en él puede someterse a discusión y transformación. Hay un núcleo duro que resulta intocable, a riesgo de hacer saltar los últimos fusibles del sistema: la paciencia de las fuerzas represivas y de los garantes del orden capitalista global (representado últimamente por EE.UU. y sus ¿otrora? aliados otanistas), conformado por la defensa de la propiedad privada de los grandes medios de producción y de la apropiación de la plusvalía. Por ello decimos que el Estado burgués, en última instancia, es una herramienta al servicio de la dominación de clase. El gobierno del liberticida Milei busca tanto blindar ese núcleo duro capitalista, como retroceder en las conquistas de derechos laborales y otros derechos sociales o “de segunda generación” –netamente positivos– que pretenden darle un «rostro humano» al estructuralmente deshumanizante capitalismo, porque requieren la acción del Estado para garantizar su acceso: derechos al trabajo, a la educación, a la salud, a la vivienda, a la seguridad social, etc. Los únicos derechos que dice reconocer son “los derechos negativos a la vida, la libertad y a la propiedad”. Para garantizar dichos derechos, el Estado no tiene que hacer otra cosa más que limitarse a garantizar que no sean violados, por medio de una fuerza represiva –pública o incluso de carácter privado, para algunos extremistas– según esta concepción política neoliberal. Pero, como escribió uno de nosotros en una breve nota publicada en el blog de Salvador López Arnal:
“Aquello que, en última instancia, da coherencia a la política económica de Milei no es tanto –como cacarea el presidente, como muchos creen– su adhesión a la doctrina ultraliberal de la Escuela Austríaca (eso que Milei ha resumido bien o mal como «minarquismo de corto plazo, anarcocapitalismo de largo plazo»), sino su subordinación a los intereses de la clase capitalista más concentrada”6
Milei no ha tenido ningún prurito en dejar de lado la doctrina liberal cuando las prerrogativas de la clase capitalista fueron desafiadas, por ejemplo, cuando se negó a homologar paritarias entre asociaciones gremiales y cámaras patronales porque consideraba que eran demasiado favorables a los trabajadores. Primero la clase, después –si no están en juego los intereses de clase, claro– las ideas.
Aseveramos más arriba que el capitalismo es deshumanizante porque el marco legal que lo hace posible legitima las muy desiguales condiciones materiales en las que nacen los seres humanos concretos y, a partir de ese factum, que toma como si fuera un hecho natural (pero cuyas causas sociohistóricas pueden discernirse, y deberían combatirse), declara la igualdad formal ante la ley y legaliza la explotación del hombre por el hombre, la compra del tiempo vital de un individuo despojado de toda otra posibilidad material por parte de otro individuo propietario de capital, que puede disponer del tiempo de vida del primero a su antojo (dentro de ciertos límites legales, claro, pero más o menos variables). Y no hace falta hacer uso de una concepción filosófica compleja de humanidad para juzgar sobre el carácter deshumanizante de la compraventa de fuerza de trabajo. Basta con echar un vistazo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, donde se afirma que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. ¿Pues qué son tales derechos más que un mero flatus vocis, si no se garantizan las condiciones materiales para su ejercicio efectivo? ¿Y qué puede decirse de la proclamada «dignidad» en tales circunstancias? Otro tanto podría afirmarse de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, donde podemos leer que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. También puede recordarse aquella formulación del imperativo categórico kantiano que pretende disuadir de usar a la humanidad de los otros solamente como un medio. ¿Qué síntoma más elocuente del poco valor que se da a esas palabras, que el uso generalizado del giro “recursos humanos” (los seres humanos como recursos del capital, claro, ¿de qué si no?) en la administración y la gestión empresarial? Estos textos fundantes de la modernidad occidental contrastan, desde el punto de vista jurídico y filosófico, con la realidad de la explotación laboral dentro del capitalismo, y se revelan insustanciales.
Nosotros, los socialistas anticapitalistas, los comunistas que abogamos por una democracia radical, de base (no tengamos miedo de recuperar estas palabras tan bastardeadas por propios y ajenos, pero sí procuremos tomar distancia de las experiencias autoritarias del pasado), los que creemos en la libertad y la igualdad efectiva (no meramente formal, sino al mismo tiempo material) de todos los seres humanos, independientemente de su género, su orientación sexual, su lugar de origen, sus creencias y cosmovisiones, también aspiramos a abolir (aufheben diría Hegel) el Estado burgués (pero idealmente también cualquier otra forma de Estado, de jerarquías impuestas y autoridades coercitivas), por ser el garante último de la desigualdad concreta y la limitación de la libertad real de miles de millones de seres humanos en el mundo. Y somos decididamente anticapitalistas porque estamos convencidos de que tales problemas estructurales del capitalismo no se solucionarán con meros parches consistentes en aplicar más o menos Estado. Rechazamos el fetichismo estatista tanto de conservadores como de progresistas, ambos exponentes del llamado “extremo centro”, ambos estructuralmente incapaces de cuestionar el consenso neoliberal al que –implícita o explícitamente– adhieren (consideramos que los conceptos de “neoliberalismo progresista” y “neoliberalismo conservador o reaccionario” de Nancy Fraser son en gran medida también aplicables a la Argentina), ambos incapaces de ofrecer otra cosa más que una insensata moderación (léase: defensa del statu quo) ante los avances imparables de las extremas derechas a nivel internacional. Los primeros, ante cualquier problema, sea cual sea, inflación, pobreza, corrupción, desigualdad social, discriminación, desempleo, salarios bajos, sólo tienen un mismo tratamiento que ofrecer: “menos Estado”. Los segundos, también nos ofrecen su propia panacea, pero de signo contrario: “más Estado”. Pero mientras que los primeros llevan a cabo recortes en áreas estatales que perjudican a los más postergados del sistema (pobres e indigentes, enfermos terminales, desocupados, jubilados), los segundos se atan de manos –compromisos con el FMI mediante– y ya ni siquiera logran garantizar las funciones más básicas del Estado asistencialista y benefactor de otrora, que, aunque no dispuesto a tocar las causas estructurales de la desigualdad, por lo menos garantizaba una ayuda mínima a los sectores más damnificados, porque no están dispuestos a cuestionar el credo neoliberal, y mucho menos el capitalismo como horizonte insuperable de transformación social. No afirmamos que sean lo mismo un Estado asistencialista que un Estado ausente, porque de hecho no lo son para aquellos cuya subsistencia depende del asistencialismo. Sería de necios hacerlo. Pero debemos ampliar el horizonte de lo posible y repudiar la desigualdad y la explotación capitalista como injusticias estructurales que deben ser subsanadas, si realmente creemos que la justicia social debe ser otra cosa más que una mera consigna vacía.
La disyuntiva no es entre el “Estado presente” del neoliberalismo progresista vs. el “Estado mínimo” del neoliberalismo conservador. La verdadera alternativa es entre concentración neoliberal (capitalista) de la riqueza y redistribución sobre bases igualitarias socialistas (en conjunción, desde luego, con la colectivización de los medios de producción, tendiente a alcanzar, en el largo plazo, la utopía comunista, es decir, aquello que Marx denominó freie Assoziation der Produzenten («libre asociación de productores»). No se trata de moderarse para no provocar a la derecha. Hay que radicalizar las políticas de redistribución, no sólo para convencer, sino para favorecer a las grandes mayorías.
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Radicalizar las políticas de redistribución a favor de las grandes mayorías, decíamos. Pero sin olvidarse de las políticas de reconocimiento que benefician a las minorías postergadas, oprimidas o discriminadas (aunque en el caso de la emancipación de la mujer que defiende el feminismo, las beneficiarias de tales políticas de reconocimiento forman parte de una mayoría social), como bien señala Nancy Fraser. Al decir de esta autora, “el dilema redistribución-reconocimiento es real”7, pero la solución debe asumir ambas reivindicaciones. Se trata de encontrar la forma de articular la redistribución de la riqueza con el reconocimiento de las diferencias (étnicas, de género, de orientación sexual, etc.). La izquierda no debe abandonar su histórica postura universalista. Debe sostener, contra viento y marea, la centralidad de la lucha de clases y una perspectiva anticapitalista radical, combatir por la libertad y la igualdad concreta de las grandes mayorías. Pero tampoco debe desatender los particularismos legítimos, lo que significa bregar también por abolir toda discriminación identitaria. Y aquí está el quid de la cuestión, pues no se trata de militar identidades, como hace el particularismo tribalista tan característico de lo que se denomina wokismo, sino de militar derechos (a corto plazo, vía reformas) y utopías (a largo plazo, vía revolución), y de combatir la privación de derechos para colectivos enteros, incluidos el derecho a la diversidad (el derecho a que te reconozcan en tu alteridad, en tu diferencia) y la no discriminación. Para decirlo con una honestidad total: no tiene absolutamente nada de malo ser gay, lesbiana, transgénero, transexual, bisexual, de género fluido, descendiente de pueblos originarios, mujer, judío, musulmán, ateo y un largo etcétera (y ninguna de estas características personales debería ser excusa para despojar a un ser humano de derechos); pero tampoco debería tener ningún valor positivo implícito compartir alguna o más de una de estas peculiaridades (y por ende, ningún valor negativo no poseerlas). El orgullo gay o LGBT+, que se enarbola con toda justicia como bandera del movimiento, debe ser bien comprendido como un sentimiento de amor propio y autoestima ligado a la propia identidad sexual y/o de género, como respuesta a siglos de discriminación y opresión, reivindicando el derecho de personas LGBT+ a vivir sin miedo, con dignidad y con los mismos derechos que el resto de las personas, pero jamás en la acepción de “arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que suele conllevar sentimiento de superioridad” (RAE), que también tiene el término “orgullo”. Reivindicar la propia identidad (o mejor, un aspecto de ella, ya que la identidad de una misma persona adquiere múltiples facetas), sí. Sucumbir al identitarismo, no. No es lo mismo luchar por el derecho a que reconozcan un aspecto de nuestra identidad, que militar la exaltación de la diferencia sobre premisas identitaristas (particularistas, tribales, esencialistas, sectarias). Queremos citar unas palabras del inventor del idioma esperanto, Ludwik L. Zamenhof, sobre el nacionalismo, una de las formas más generalizadas del identitarismo, que podría extrapolarse a cualquier otra. Se refiere a él como “un círculo vicioso de miseria del que la humanidad nunca escapará a menos que todos sacrifiquemos nuestro egoísmo de grupo y hagamos un esfuerzo por permanecer en una tierra completamente neutral”.
El límite entre autoafirmación identitaria y desmesura identitarista es borroso, pero existe. Y las minorías discriminadas y oprimidas deberían evitar cruzarlo, en nuestra opinión. Esto vale también para el feminismo, aunque las mujeres no sean una minoría. En este sentido, siempre nos ha parecido problemático el llamado “feminismo de la diferencia”. Preferimos el “feminismo de la igualdad”. En su artículo “Planitud”, publicado en esta misma revista, Ariel Petruccelli incorporó un comentario privado de Federico Mare donde se analiza el asunto. Lo citamos, pues contribuye a distinguir identidad de identitarismo:
“Había, es cierto, atisbos de cierto identitarismo en las minorías o alteridades oprimidas que reaccionaban contra la injusta y humillante discriminación que sufrían, cuando afirmaban orgullosamente su identidad, esa identidad que las mayorías o los sectores hegemónicos condenaban o estigmatizaban en nombre de la moral, la religión, la patria, la tradición, la biología o la psiquiatría. Luego de mucho tiempo de haber internalizado la discriminación en forma de sentimientos de vergüenza y culpa, resultaba liberador y sanador dejar atrás todo complejo de inferioridad. Ya no se renegaba de lo que se era. Se asumía la propia identidad con pasión y convicción. Pero lo central de esta autoafirmación no era el autobombo cultural subjetivista-esencialista, sino la lucha política por la libertad e igualdad de tener y cultivar formas minoritarias o disidentes de pensar y sentir, de hacer y ser (étnicas, religiosas, racializadas, etarias, sexuales o de género, etc.), independientemente de cuál fuera su contenido específico concreto, algo que se consideraba secundario. Más que la identidad en sí, lo que se reclamaba y ponía en valor era el derecho a la identidad: el derecho a gozarla, a que los otros la respeten. Esto es muy claro, por ejemplo, en el movimiento afroamericano de Martin Luther King contra la segregación racial en los Estados Unidos de los años 50 y 60. El eje cardinal eran los derechos civiles (de ahí precisamente el nombre del movimiento, civil rights movement), no la negritud o identidad negra per se. Por supuesto que tanto Martin Luther King como sus seguidores se enorgullecían de ser Afroamericans descendientes de esclavos negros, muchos de los cuales habían militado en el abolicionismo, combatido por Lincoln y la Unión en la guerra de Secesión, y preservado buena parte de su cultura africana ancestral (a través de la tradición oral, la música, etc.). Pero ese orgullo no iba de la mano con ningún nacionalismo étnico, con ningún esencialismo. Estaban los Black Muslims, desde luego. Pero era un movimiento minoritario, y Malcolm X terminó rompiendo con él por considerar su credo una forma de racismo invertido, al descubrir en su peregrinación a La Meca que había muchos musulmanes que no eran negros: musulmanes árabes, turcos, europeos… ¿El Partido Pantera Negra? Había en su doctrina del Black Power y del Black Pride un componente identitarista, pero su radicalismo de izquierda –marxismo– lo mantuvo a raya. Hoy las cosas son diferentes: el capitalismo posmoderno ha destruido totalmente, a través del consumismo y la publicidad, los diques que contenían las tendencias identitaristas de las minorías oprimidas, en un contexto donde el auge del multiculturalismo y la caída del muro de Berlín anegaron el horizonte universalista alternativo del socialismo.”8
En el libro Izquierda ≠ woke, Susan Neiman sostiene que uno de los elementos principales que distingue al pensamiento de izquierda del wokismo es que, mientras el primero es profundamente universalista, el segundo es decididamente tribalista. Además, según la autora, la izquierda sostiene una distinción clara entre justicia y poder, lo que le permitiría hacer una diferenciación nítida entre medios y fines (más allá de que no pocas veces se pretendió justificar los primeros en nombre de los segundos), y defiende una creencia en la posibilidad del progreso, lo que la habilita para luchar por una transformación social a favor de la eliminación de las desigualdades y discriminaciones existentes. El wokismo, por el contrario, sería heredero, en parte, de las concepciones foucaultianas del poder como una realidad omnipresente, relacional, que fluye en todas direcciones, y sin el reconocimiento de focos privilegiados desde los cuales se ejerce, pero también en parte del pensamiento de Carl Schmitt (que Neiman vincula a la posición del Trasímaco de Platón), según el cual la esencia de lo político consiste en distinguir entre amigos y enemigos, y la justicia no sería otra cosa que el ejercicio del derecho del más fuerte. En cuanto a la posibilidad del progreso, el wokismo mantendría una postura escéptica frente a él, sobre todo por su negativa a admitir que ciertas lógicas estructurales y formas de discriminación han sido superadas (el patriarcado en los países llamados “occidentales”) o han remitido en cierto grado (el machismo y la homofobia no son, en la mayoría de esos mismos países, lo que fueron cincuenta, cien o doscientos años atrás, si bien persisten en diferentes grados), gracias a las luchas del pasado. Por ello, el término de “progresistas” no sería aplicable a sus defensores. La autora también reconoce una defensa del racionalismo en la izquierda, frente a una desconfianza ante ella del pensamiento y –sobre todo del sentimentalismo– woke. Ella no lo afirma, pero todos estos elementos permiten englobar al wokismo dentro del espectro más amplio del pensamiento posmoderno, entendido con Fredric Jameson como “la lógica cultural del capitalismo tardío”. Neiman sostiene que el wokismo es una deriva de la izquierda que perdió el rumbo, pero reconoce que los activistas woke dicen buscar “solidaridad, justicia y progreso. Sus luchas contra la discriminación se inspiran en esas ideas. Pero no logran ver que las teorías que abrazan socavan sus propios objetivos”. Sin la defensa del universalismo y de la racionalidad, no hay argumentos válidos para luchar contra la discriminación, ni para construir una solidaridad verdadera y duradera entre diversos sectores oprimidos, más allá de alianzas temporales promovidas por un interés ocasionalmente compartido. Por otro lado, si el poder es omnímodo y no resulta posible escapar a su lógica, no se podrá alcanzar jamás una idea sustantiva de justicia que dé sentido a las luchas del presente.
Como sostiene Neiman, lo que hoy conocemos como wokismo no debería ser considerado parte de la izquierda, ya que abandonó hace tiempo los pilares que sostuvieron y siguen sosteniendo al pensamiento y la militancia de izquierda: el universalismo, el racionalismo, la creencia en la posibilidad del progreso, una idea clara de justicia y –algo que la autora no menciona, pero que creemos fundamental en una izquierda radical– la voluntad de transformar de raíz a la sociedad para terminar con toda forma de desigualdad y opresión (garantizar la distribución), y así posibilitar el ejercicio efectivo de la libertad a todas las personas, sin distinción de género, orientación sexual, etnia, creencias ni identidades del tipo que sean (garantizar el reconocimiento). Si muchos pudimos caer en las trampas del wokismo, fue porque sus consignas eran engañosamente parecidas a las nuestras: decían querer abolir el machismo, la homofobia, la transfobia, causas con las que siempre comulgamos. La trampa fue haber construido guetos de militancia con acusaciones cruzadas y reivindicaciones sectoriales mutuamente excluyentes, basadas en tribalismos y esencialismos absurdos, creyendo que de esta manera se defendía mejor la causa: si eras portador de pene, aunque sufrieras la opresión de clase, tenías que ser necesaria y esencialmente enemigo del feminismo y de las mujeres en general; si eras varón heterosexual, aunque fueras un afrodescendiente víctima del racismo, eras declarado sumariamente enemigo del movimiento LGBT+ por ser algo así como una encarnación de la heteronormatividad cisgenérica. Si eras mujer blanca, víctima de la violencia machista, seguro eras cómplice del racismo estructural de nuestra sociedad. De esta manera, parecían haber pasado al olvido los desarrollos teóricos vinculados a la interseccionalidad de las formas de opresión. Los que leen este artículo seguramente saben a qué nos referimos, porque deben de haberse sentido injustamente acusados de «crímenes» de odio que jamás cometieron. Por eso saben, aunque sea en su fuero íntimo, que Milei mete el dedo en una herida preexistente en los ámbitos de izquierda. Y saben que el revival de las derechas reaccionarias le debe mucho al neoliberalismo progresista que levantó las banderas woke de reconocimiento, muchas veces desde el puro oportunismo político (basta con recordar que Alberto Fernández, hoy acusado de ejercer violencia de género contra su expareja, hace no mucho había declarado, con un cinismo al que ya nos tienen acostumbrados los políticos argentinos: “estoy muy feliz de estar poniéndole fin al patriarcado”), mientras no sólo desconocían las demandas de redistribución de las grandes mayorías, sino que aplicaban políticas económicas que, en la práctica, constituían una obscena transferencia de ingresos de los sectores más pobres a los más ricos. Que no se nos malinterprete: las medidas políticas destinadas a hacer efectivo el reconocimiento de las diferencias son necesarias, pero son insuficientes si no van de la mano de políticas redistributivas. E incluso pueden llegar a ser contraproducentes si van de la mano de la pérdida del poder adquisitivo para las grandes mayorías –como pasó en Argentina, como pasó en EE.UU., como está pasando en Alemania–, porque los sectores perjudicados tienden a volverse no sólo contra los planes económicos responsables de sus miserias, sino también contra todo lo que mínimamente huela a los gobiernos que las aplicaron, incluidas las medidas de reconocimiento. Esta lógica del resentimiento no debe esgrimirse jamás como un argumento para desalentar la demanda de políticas de reconocimiento (como hace el peronismo más derechista, pero también –toda la verdad sea dicha, aunque duela– algunos sectores de la propia izquierda), sino, en todo caso, para articularlas con políticas redistributivas. El fracaso de los gobiernos neoliberales progresistas le abrió la puerta de par en par a los neoliberales conservadores (o ultrareaccionarios, si hablamos de Argentina). En el caso argentino, se trató de un gobierno neoliberal culpógeno que, si bien aceptaba los designios del FMI, lo hacía chistando; maldiciendo en voz baja, pero acatando –en definitiva– con la excusa de que la correlación de fuerzas no era favorable, que así funciona el mundo, afirmando panglosianamente que el capitalismo podía no ser la panacea, pero era el mejor –o menos malo– de los sistemas posibles, etc.
Lo que hoy conocemos como wokismo no busca transformar la sociedad de raíz ni eliminar toda forma de opresión; sólo busca promover reivindicaciones parciales para el target al que se pertenece, excluyentes para el resto de los sectores oprimidos. Si ha renunciado al universalismo, es porque –aduce– muchas veces éste fue utilizado para “disfrazar intereses particulares”. Si ha abandonado la idea de justicia, es porque más de una vez su sola mención ha servido para ocultar prerrogativas de poder. Si ha dejado de lado la idea de progreso, es porque a veces se han perdido conquistas que otrora parecieron definitivas. A esas tres conclusiones de Neiman hay que agregar una: si ha abandonado la causa del proletariado, fue porque la experiencia del socialismo real sucumbió en muchos casos al autoritarismo y la burocratización, y su fin trajo aparejado un derrotismo cuyas consecuencias aún estamos pagando. Pero el razonamiento es falaz, porque se construye a partir de la falacia de generalización apresurada. El mal uso de una idea no implica que la idea sea en sí misma errónea o inválida. Que algunos se hayan escudado detrás de un falso universalismo para justificar sus intereses particulares, que otros hayan tergiversado la justicia para ocultar el poder, que el progreso no esté garantizado de una vez para siempre, que el socialismo real haya derivado en autoritarismo y burocratismo, no significa que el universalismo, la justicia, el progreso o la lucha por la liberación de la explotación sean inherentemente malos o inútiles. Necesitamos defender la idea de un universal que no niegue la diferencia, sino que la contenga en su seno: es la vieja idea hegeliana del todo diferenciado internamente, basado en la figura lógica de “la identidad de la identidad y la diferencia”. Necesitamos también recuperar la idea de justicia: una política que no esté construida alrededor de un núcleo ético no es más que una preferencia arbitraria, contingente y difícilmente defendible, pues no puede argumentarse que valga ni más ni menos que cualquier otra. Y ese núcleo ético debe contener la idea de una igualdad sustantiva (no meramente formal, sino también material) o igualdad en la diferencia (que reconozca las particularidades y preferencias individuales), de una libertad efectiva (una vez más, no meramente formal, sino que incluya las condiciones de su realización), como también reconocer la solidaridad y la fraternidad como valores fundamentales.
Además del tribalismo o identitarismo, el movimiento woke también suele caer en lo que denominaremos «denuncialismo», que consiste en ejercer la denuncia y la censura desde una supuesta superioridad moral y pureza ideológica, que sirve de justificación a prácticas nefandas como la cancelación, el punitivismo, la intolerancia, la censura, la autocensura y otros cercenamientos a la libertad de expresión. La izquierda no debería dar cabida a estas prácticas tan reñidas con sus principios fundamentales, aunque, lamentablemente hay que admitir que muchas veces se ha ejercido desde su seno.
Pero si bien se lo mira, la deriva woke de la izquierda no es algo tan novedoso como a primera vista parece. La izquierda siempre tuvo tendencias y componentes «denuncialistas» e identitaristas que hoy denominaríamos woke. Con respecto a los primeros, hay que mencionar a algunos sectores de la izquierda que, en los siglos XIX y XX, no sólo levantaron la bandera del laicismo, del ateísmo y del anticlericalismo, sobre todo desde el anarquismo (al ser un movimiento que luchaba –y lo sigue haciendo– contra toda forma de dominación, tiene mucho sentido incluir a las iglesias y sus ideologías perpetuadoras de las jerarquías sociales y el statu quo entre sus enemigos), sino que centraron su militancia en contra de la religión y fustigaron duramente a quienes profesaban alguna forma de religiosidad. Muchos de esos militantes e intelectuales comprometidos focalizaron sus denuncias en la dominación eclesiástica y en los estragos que causaban las religiones en las mentes de los trabajadores, y afanados en esta «guerra cultural», dejaron un poco de lado la lucha contra la explotación capitalista. A menudo eran vistos por los mismos trabajadores como una especie de anti-profetas que se oponían –muchas veces de una forma no menos fanática– a la religiosidad popular. No es que les faltara razón en sus denuncias, pero sí adolecían, en muchos casos, de tacto y táctica a la hora de abordar el tema, como así también de falta de comprensión del componente que Puente Ojea denominó “horizonte utópico” de las religiones, y que las hace tan consoladoramente (el término es de Marx) atractivas a los sectores oprimidos. Otro tanto pasó con la cruzada anti-alcohol que se inició en esa misma época desde sectores anarquistas, principalmente, que se hacía con un puritanismo que no podía menos que resultar cuestionable. Con respecto a los componentes identitaristas de los movimientos de izquierda del pasado, se puede mencionar el fuerte nacionalismo –o patrioterismo–, que solía ir de la mano de la lucha contra el colonialismo. El nacionalismo es, ciertamente, una de las formas más generalizadas del tribalismo, que se basa en una división ideologizada de la sociedad a partir de la lógica amigo-enemigo, a saber: compatriotas-extranjeros, y que, dentro de la izquierda, no pocas veces dificultó e impidió la solidaridad internacional del proletariado y de las víctimas de toda forma de opresión, y que incluso provocó la autoinmolación de un número ingente de trabajadores que se ofrecieron voluntariamente como carne de cañón en guerras promovidas por conflictos de intereses capitalistas. El fenómeno de una intelectualidad revolucionaria o progresista de clase media que, enfervorizada por su moralismo y vanguardismo, libra batallas culturales muy adversas –a veces numantinas– totalmente desconectadas de la política redistributiva y de la sensibilidad popular, dista mucho de ser novedoso. En la Revolución Francesa, los jacobinos dedicaron ingentes dosis de energía al reemplazo del calendario gregoriano por el republicano, e ilustrados españoles como Jovellanos se animaron a una cruzada contra la tauromaquia bajo la aquiescencia de los reformistas Borbones. En este sentido, ¿no podemos hablar, con cautela, de cierto wokismo avant la lettre?
Lo que queremos decir con ello es que la frontera entre la izquierda y lo que hoy conocemos como wokismo es difusa. La izquierda siempre ha estado en riesgo de caer en lo woke, de autopercibirse “despierta”, “alerta” y, en última instancia, “pura” contra toda forma de desviación ideológica, contra toda forma de alienación, de discriminación y de opresión, de caer en el “denuncialismo” y el tribalismo, y olvidar los valores que no debería abandonar, a riesgo de dejar de ser de izquierda. A la vez, a su lado han surgido un sinnúmero de movimientos de denuncia de opresiones y discriminaciones sectoriales que operan bajo la lógica woke, que son hipersensibles a la hora de percibir amenazas a la tribu de su pertenencia, pero incapaces de reconocer la opresión que sufren otros colectivos y grupos subalternos. Ecologistas, movimientos LGBT+, feministas, grupos racializados, pueblos originarios y otros deberían dejar de lado su desconfianza hacia los miembros de otros grupos oprimidos y unirse en un amplio frente anticapitalista que no solo denuncie las injusticias de manera focalizada, sino que comprenda y combata las causas estructurales de la explotación y la desigualdad. De lo contrario, el riesgo es que estas luchas, legítimas en sus reclamos, terminen fragmentadas en una serie de batallas aisladas, fácilmente cooptables por el sistema que dicen combatir.
El acierto del wokismo radica en su lucha contra la discriminación. Su desacierto estriba en su tendencia a convertir la política en una cuestión de nichos, de pureza moral –muchas veces ligada al esencialismo– y de mero señalamiento y denuncia inconducente, en lugar de construir una estrategia para transformar las condiciones materiales de la sociedad que hacen posible el ejercicio de tales injusticias. En este sentido, el wokismo se aleja de la tradición de la izquierda histórica, que, en sus mejores momentos, supo priorizar la construcción de solidaridad de clase y los proyectos emancipadores colectivos por encima de la atomización identitaria.
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Para que las luchas antisistémicas y los movimientos contraculturales no se diluyan en un sinnúmero de denuncias aisladas sin horizonte estratégico, es necesario recuperar una concepción política que, sin abandonar la lucha contra las distintas formas de opresión, no pierda de vista que el enemigo principal sigue siendo el mismo: un sistema económico que, al dividirnos, perpetúa su dominio. Para combatir a las derechas que están en el poder y que amenazan con barrer tanto con las pocas conquistas del movimiento obrero que siguen en pie, como con las políticas de reconocimiento que debemos a la lucha de los movimientos contraculturales, necesitamos construir un frente de masas con un claro horizonte anticapitalista. No podemos moderarnos, como nos recomienda el ala progresista de la avanzada neoliberal. Lo que tenemos que hacer es radicalizarnos para enfrentarnos globalmente al avance de la derecha. El centrismo nos trajo adonde estamos. Sólo un giro decidido hacia la izquierda podrá torcer el rumbo que nos condujo hasta aquí.
En fin, se trata de asumir las demandas de reconocimiento que el movimiento woke enarbola como bandera, pero desde una axiología universalista y articulándolas a la vez con la distribución material –revolucionaria, socialista, finalmente comunista– de la riqueza social. También se trata de rechazar ideas como el tribalismo, el esencialismo, el «denuncismo», el irracionalismo, la lógica maniquea de amigos-enemigos basada en esencialismos y ciertas prácticas como la censura, la cancelación y el punitivismo, tan propias del wokismo. Y se trata de eliminar la discriminación en todas sus formas y los impedimentos para que determinados grupos sociales puedan ejercer los mismos derechos que todos los demás, es decir, sin olvidar la defensa universal de la igualdad. Para ello es necesario reconstruir un núcleo ético, basado en una idea ecuménica de justicia, pero también es imperioso tener una estrategia radicalmente anticapitalista.
Último pero no menos importante: ninguna batalla político-intelectual se gana solamente venciendo al adversario en su punto más fuerte. También es necesario derrotarlo en su punto más débil. Cierta intelligentsia de izquierda, demasiado propensa al intelectualismo y hedonismo, tiende a creer que la buena crítica se reduce a la contraargumentación sofisticada y estimulante, de alta complejidad teórica y capaz de producir goce dianoético. Pero a menudo, demasiado a menudo en este brutal y bruto mundo donde trajinamos, resulta imprescindible, ineludible, defender verdades elementales y aburridas. Los debates político-intelectuales no son menús a la carta, donde la izquierda puede darse el lujo de decir esta idea no la voy a refutar –por perniciosa o peligrosa que resulte– porque es ostensiblemente falaz y porque me resulta tedioso hacerlo. Si nos toca decir verdades elementales y aburridas, pero importantes e imperiosas, que así sea. Habrá que ponerse el overol y meterse en el barro…
Por lo demás, ¿qué entendemos exactamente por puntos fuertes y puntos débiles en el discurso de nuestro adversario ideológico? No perdamos de vista que la excelencia argumental de cenáculo y la eficacia retórica de masas no necesariamente van implicadas (de hecho, es habitual que estén disociadas, por desgracia). Una gran potencia intelectual puede ir de la mano con una gran impotencia persuasiva, donde sólo se convence a los ya convencidos; y el éxito de persuasión puede convivir perfectamente con un intelecto de bajo vuelo, sobre todo cuando logra conectar demagógicamente con el sentido común de la sociedad.
No le bajemos el precio a Milei y su cruzada reaccionaria. Hay que tomarse muy en serio tanto su minarquismo como su oscurantismo, tanto su ultraliberalismo económico como su neoconservadurismo cultural (y su pulsión autoritaria en lo político, aunque no sea fascista ni dictador). Sus escandalosas barbaridades no deben preocuparnos menos que sus sutiles medias verdades. Hay demasiado en juego (retrocesos por revertir, amenazas a conjurar) como para que nos permitamos la indulgencia sectaria e intelectualista del son todos lo mismo. La argumentación y la estrategia resultan primordiales, sin dudas. Pero la retórica y la táctica también cuentan, y mucho. La sensibilidad y la ética también.
Nicolás Torre Giménez
Federico Mare
NOTAS
1 “El primer uso registrado de la frase stay woke (‘mantente despierto’) –explica Susan Neiman– fue en la canción de 1938 del gran cantante de blues Lead Belly, titulada ‘Scottsboro Boys’, dedicada a nueve adolescentes negros cuyas ejecuciones, por unas violaciones que nunca cometieron, solo se consiguieron impedir tras años de protestas internacionales, dirigidas, como a veces se olvida, por el Partido Comunista, mientras que la Asociación Nacional por el Avance de las Personas de Color (NAACP, por sus siglas en inglés) del activista afroamericano W. E. B. Du Bois se mostraba reacia a involucrarse en un principio. Mantenerse despierto ante la injusticia, estar atento a las señales de discriminación, ¿qué podría haber de malo en eso? Sin embargo, en unos pocos años, el término woke ha pasado de ser elogioso a ofensivo” (Susan Neiman, Izquierda ≠ woke, Bs. As., Debate, 2024, p. 14).
2 “Lo que tienen en común los gobiernos de ultraderecha actuales (Trump, Milei, Meloni, Orbán y otros) no es tanto una receta macroeconómica (fuera de una genérica adhesión al capitalismo neoliberal) sino, más bien, su neoconservadurismo militante: «Dios, patria y familia», «valores occidentales y cristianos», «orden y progreso», «mano dura», «meritocracia», «salvemos las dos vidas»… Es la batalla cultural lo que los aglutina y distingue netamente del progresismo y la centroderecha tradicional” (Federico Mare, “Milei y Trump”, disponible en https://slopezarnal.com/milei-y-trump-por-federico-mare).
3 Hablamos de “vestigios de la lógica patriarcal que permanecen en nuestras sociedades”, y no de patriarcado sin más, porque preferimos reservar este término para un uso más estricto y acotado, tal como fuera científicamente definido en el ámbito de la antropología cultural. En este sentido, pensamos que si bien toda sociedad patriarcal es sexista, machista, no toda sociedad machista necesariamente es –sigue siendo– patriarcal. El patriarcado es una forma intensa e institucionalizada (a menudo legalizada) de machismo. En muchos lugares del mundo (los países islámicos más conservadores y la India, por ej.), el patriarcado stricto sensu continúa existiendo, pero en Occidente por lo general ya no. Lo cual, insistimos, no quiere decir que el machismo haya desaparecido en las sociedades occidentales, al menos no en muchas de ellas (América Latina es un buen botón de muestra). Dicho todo esto, nos parece relevante aclarar lo siguiente: el sustantivo “patriarcado” y el adjetivo “patriarcal” no son unívocos. Son palabras polisémicas, vale decir, con más de un significado. En este caso, no debe confundirse el sentido estricto (técnico, antropológico) con el sentido amplio. Lato sensu, en el lenguaje corriente de la vida cotidiana y del activismo político, “patriarcado“ y “patriarcal“ son utilizados como sinónimos de machismo y machista. Está muy bien que haya intelectuales de izquierda que cuestionen puntillosamente esta imprecisión terminológica como algo inconveniente. Lo que no está bien es construir a partir de ella un muñeco de paja con mala fe hermenéutica, donde se les atribuye sofísticamente a otras personas lo que en realidad no piensan, para montar un simulacro de refutación. Discutir palabras no es lo mismo que discutir conceptos. No todo significante inadecuado conlleva un significado equivocado. El debate intelectual limpio, honesto, implica reconocer la polisemia y la imprecisión, más allá de nuestros pruritos terminológicos y de nuestros intereses polémicos.
4 Véase https://es.wikipedia.org/wiki/Estado_vigilante_nocturno.
5 Es muy probable que este escandaloso caso de corrupción signifique el principio del fin del gobierno de Milei. ¿Por qué lo decimos? Porque el profundamente «honestista» e hipócrita electorado argentino es capaz de perdonar casi cualquier cosa (medidas económicas que lo condenen a la ruina, destrucción de la salud y la educación públicas, autoritarismo, atropello de las instituciones republicanas, avasallamiento del Poder Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial, abusos del poder económico concentrado…), salvo una: que un político “meta la mano en la lata”, un caso de corrupción, la “madre de todos los males”. Uno de nosotros lo dijo de esta manera: “Permítaseme garabatear esta «ley de hierro» de la política contemporánea: la madurez democrática de una sociedad es inversamente proporcional a la intensidad del prejuicio según el cual la corrupción es la causa única o fundamental de todos los males. Nada revela más la idiotización [en sentido griego] de un pueblo, que la propensión a reducir el análisis de algo tan complejo como la política, que presenta infinidad de aristas relevantes, a la dicotomía moralista roba o no roba.” Federico Mare, “La moralina burguesa de la anticorrupción”, en Kalewche, 19 de noviembre de 2023, disponible en https://kalewche.com/la-moralina-burguesa-de-la-anticorrupcion.
6 Federico Mare, “Ocho meses de Milei”, en https://slopezarnal.com/ocho-meses-de-milei-una-nota-de-federico-mare.
7 Nancy Fraser, “¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era «postsocialista»”, en New Left Review, nro. 0, enero 2000.
8 En Ariel Petruccelli, “Planitud”, Kalewche, 2 de octubre de 2022, disponible en https://kalewche.com/planitud.