Detalle de La masía, de Joan Miró (óleo sobre lienzo, 1921-22, Galería Nacional de Arte, Washington). Fuente: WahooArt.
Desde el rincón ibérico de Galicia, el camarada Manuel Casal Lodeiro, coordinador del Instituto Resiliencia, nos envía un nuevo artículo de su autoría donde vuelve a romper lanzas contra el capitalismo fósil desde una cabalgadura decrecentista y comunalista de izquierdas. Lo publicamos en nuestra sección de ecología política Krakatoa, igual que sus colaboraciones anteriores, que recomendamos leer: “Concurso de ideas para el poscapitalismo” (julio de 2023) y “Crónica de la guerra contra el futuro” (junio de 2024).
En esta ocasión, la crítica ecosocialista de Manuel tiene por objeto el urbanocentrismo del mundo moderno, que la Revolución industrial ha llevado hasta extremos delirantes de insostenibilidad ambiental con el éxodo rural crónico a gran escala, la expansión descontrolada de las ciudades y su modo de vida consumista, la generalización del transporte a vapor y de combustión interna, la dilatación sin fin de las cadenas de suministro (hoy globalizadas) y la proliferación de megalópolis como Tokio y Dheli.
El Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU-Hábitat) define el derecho a la ciudad como “el derecho de todos los habitantes a habitar, utilizar, ocupar, producir, transformar, gobernar y disfrutar ciudades, pueblos y asentamientos urbanos justos, inclusivos, seguros, sostenibles y democráticos, definidos como bienes comunes para una vida digna”1. Ante el contenido de tal definición no cabe oponerse, siempre que nos situemos en una postura social emancipadora. Sin embargo, dicho término resulta, en mi opinión, muy inadecuado y problemático. Para empezar, porque es totalmente urbanocéntrico, al eliminar lo no-urbano (los pueblos y otros tipos de asentamientos no urbanos), aunque esto esté contenido –al menos teóricamente– en dicha definición. No es algo sorprendente, habituados como estamos a terminologías totalmente urbanocéntricas como civilización, civilizado/a, ciudadanos, etc., todas ellas originadas en el latín civitas, es decir, ciudad.2
Es comprensible que una persona que ya vive en una ciudad defienda un derecho nominalmente limitado a lo urbano, es decir, un derecho a la ciudad, ante los desahucios, ante la gentrificación de su barrio, ante la falta de participación en las políticas urbanas y urbanísticas, ante la escasez de viviendas públicas o en derecho de uso, ante la especulación inmobiliaria y toda la plétora de obstáculos que dificultan seguir viviendo en una ciudad a su población actual. Sin embargo, ¿qué puede entender por derecho a la ciudad una persona que habite en un pueblo, o en una aldea, en una chacra, en un caserío o en una masía? Con toda probabilidad lo interpretará como derecho a vivir en una ciudad y, en su caso concreto, derecho a emigrar a una ciudad, algo que sin duda restringe a nivel comunicativo el significado teórico descrito por la ONU, y que lo convierte en un derecho discutible como tal derecho nominalmente limitado a la ciudad. Dado que vivir en una ciudad sólo es una de las posibilidades para disponer de una vivienda digna, y si la vivienda es el objeto del derecho recogido en la Declaración Universal de los DD.HH. (art. 25.1) y en la Constitución Española (art. 47), ¿por qué entonces hablar de un derecho a la ciudad?
De hecho, cuando utilizamos la expresión “derecho a”, hacemos normalmente referencia a necesidades básicas del ser humano: derecho a una alimentación sana, a la salud/sanidad, a la educación… a una vivienda digna. Es decir, cosas que realmente necesitamos. Pero ¿necesitamos “una ciudad”? La respuesta es claramente no. Sucede con este supuesto derecho algo parecido a otros derechos que se reivindican de manera generalizada, como “derecho a una pensión”, “derecho a un trabajo”, etc., donde se reivindican medios concretos para satisfacer las necesidades básicas, es decir satisfactores específicos de entre un conjunto de medios posibles. Aunque esto es plenamente legítimo, tiene un efecto que considero indeseable: oculta la existencia del resto de satisfactores posibles. Así, la pensión y el trabajo asalariado ocultan la existencia de medios comunitarios de subsistencia autosuficiente, que aseguraban la vida en épocas preindustriales no tan lejanas (y que la siguen asegurando –no lo olvidemos– aún hoy, en numerosas partes del mundo, a cientos de millones de seres humanos), ajenos a las lógicas del mercado laboral capitalista y de su complemento, el Estado. Incluso se llega al extremo de reclamar el derecho a un trabajo industrial, rechazando (despreciando) implícitamente la infinidad de trabajos del sector primario, tan dignos y tan fundamentales para nuestro presente y, sobre todo, para nuestro futuro. Hasta hay quien reclama cínicamente “¡Dadnos fábricas donde trabajar, aunque sean de armas!”. De manera similar, la reivindicación del derecho a la ciudad oculta otras ubicaciones no urbanas donde ejercer el derecho a la vivienda y a satisfacer el resto de necesidades (representadas por los siete verbos y cinco adjetivos incluidos en la definición de la ONU), que sus defensores asocian de manera nominal exclusivamente a las ciudades.
Y ahí precisamente es donde reside la otra parte problemática de este concepto: en el hecho de que, siendo tan sólo una de las diversas ubicaciones posibles para ejercer o concretar ese derecho humano complejo –que reúne diversos derechos simples– a habitar, la ciudad es precisamente una de las ubicaciones menos sostenibles donde ejercerlo. No debería caber ninguna duda de que la actual proporción (>50%)3 de población urbana respecto a la población no urbana, o rural, es fruto del modelo civilizatorio creado a medida de –y gracias únicamente a– los combustibles fósiles. Por tanto, es un modelo de habitar el territorio que tiene sus días contados. Bien sea porque decidimos cabalmente como sociedades poner freno de una vez por todas a la emisión de gases de efecto invernadero, o bien porque la disponibilidad de los combustibles fósiles entra en un declive terminal (Peak Oil, Peak Gas, Peak Coal)4, esta tendencia migratoria hacia las ciudades, exacerbada durante el último siglo y acelerada en las últimas décadas de manera notoria, se va a revertir más pronto que tarde.
Las ciudades, en su dimensión y configuración actuales, tanto en los países enriquecidos como en los empobrecidos, son fruto de la exuberancia de la energía fósil, algo que se puede percibir especialmente en el ámbito del transporte. Sin millones de camiones y furgonetas quemando gasóleo y gasolina para abastecer diariamente de alimento y todo tipo de bienes a las ciudades, estas son totalmente insostenibles.5 No voy a insistir en algo de sobra conocido: la dependencia absoluta de las ciudades respecto a un territorio exterior rural que las abastezca de materiales, productos elaborados y energía. Hay quien incluso habla de un modelo depredador, parasitario, microcolonial y, desde luego, extractivista. Esto siempre ha sido así, desde el comienzo mismo de la civilización (civitas = ciudad + su territorio), pero se mantuvo en niveles más o menos sostenibles (según la ciudad y la época) hasta el boom urbano que trajo la Revolución industrial y el capitalismo, con sus enclosures, su «limpieza étnica» de labradores comunalmente autosuficientes, para convertirlos en mano de obra dependiente y urbana al servicio del capital, un proceso que aún hoy continúa en buena parte del mundo, agravando el problema del extractivismo minero con la disculpa de una supuesta Transición Energética6. Pero lo que antes era una dependencia o parasitismo restringidos al territorio local en torno a cada urbe (su Hinterland), con la explosión del transporte movido a petróleo y la mundialización económica iniciada en el último tercio del siglo XX, se ha ampliado a escala planetaria, alcanzando territorios situados a decenas de miles de kilómetros, y ha gigantizado numerosas urbes hasta niveles claramente insostenibles en ausencia de energía fósil.7
Por tanto, si la perspectiva a mediano plazo es la desurbanización y el retorno a un equilibrio demográfico diferente y más cercano al de la época preindustrial, con menos ciudades y no tan pobladas, y con más población dedicada al sector primario en áreas periurbanas y sobre todo plenamente rurales,8 como única alternativa a la desaparición de los esclavos energéticos que sostienen el modelo fosilista actual, ¿tiene sentido seguir defendiendo un supuesto derecho a vivir en unas ciudades condenadas –en mayor o menor grado– a vaciarse?
Creo que conviene reflexionar muy seriamente sobre esta cuestión, especialmente en el seno de los colectivos que actualmente están defendiendo este derecho, y que es necesario hacerlo en estrecho diálogo con los movimientos contra la despoblación rural. Seguramente la cuestión no sea tan simple como contraponer un derecho a la ciudad con un derecho al pueblo o un derecho a la tierra, sino redefinir, o más bien, renombrar lo que hoy se conoce como derecho a la ciudad por una terminología no urbanocéntrica, que refleje y comunique de manera eficaz que la gran mayoría de las ciudades han sobrepasado sus límites de sostenibilidad, y que el derecho a una vivienda digna y a los medios imprescindibles para satisfacer las necesidades básicas de las personas no tiene que pasar necesariamente por vivir en una ciudad; y que, de hecho, será cada vez menos factible.
No podemos dejar de notar el fuerte paralelismo existente entre las fuerzas capitalistas que expulsan a las y los urbanitas de sus barrios (especulación, gentrificación, turistificación…) y las que expulsan a vecinas y vecinos de pedanías, parroquias, pueblos y villas arrebatándoles sus mejores tierras, su agua, sus montes, es decir, dejándoles sin sus medios de vida (minería, monocultivos, polígonos de energías pseudorrenovables…), en estratégica alianza con gobiernos neoliberales y proextractivistas que deterioran su calidad de vida privándoles de servicios básicos. Y aunque por justicia no podemos cejar en la resistencia contra dichas fuerzas del capital ejercidas sobre las ciudades, mientras no haya una planificación estatal o comunitaria9 que promueva una ordenada migración de vuelta al campo en las mejores condiciones posibles para las personas expulsadas de sus pisos y de sus barrios, los escenarios de inevitable declive energético10 deben llevarnos a considerar prioritaria y estratégica la defensa del territorio rural donde no sólo se ejerce el derecho a la vivienda, sino al mismo tiempo el derecho a un medio ambiente sano, el derecho a la alimentación y todo lo necesario para la vida, también la de los miles de exurbanitas de las décadas por venir.
Quizás la clave para unir estos dos ámbitos de lucha, nos la dé el octavo componente del derecho a la ciudad tal como lo define ONU-Hábitat: “8. Una ciudad/asentamiento humano sostenible con vínculos urbanor[r]urales inclusivos que beneficie a las personas empobrecidas, tanto en zonas rurales como urbanas, y asegure la soberanía alimentaria”, es decir, “[u]na ciudad que proteja la biodiversidad, los hábitats naturales y los ecosistemas de su entorno”. Lo considero clave porque precisamente la única manera que tienen las ciudades de proteger su entorno, de asegurar la soberanía alimentaria y proteger las zonas rurales, es reducir su huella ecológica y energética, lo cual sólo puede pasar por la reducción de su tamaño y población, al menos en el caso de las aglomeraciones urbanas a partir de cierto tamaño. Porque no podemos engañarnos: aunque realicemos trasformaciones urbanas que palíen parcialmente su insostenibilidad, y que la propia ONU y múltiples actores sociales proponen, como la desconcentración/descentralización de servicios, las slow-cities, el modelo de ciudad de 15 minutos, la agricultura urbana, etc., todas estas actuaciones tienen un límite, y deberemos abordar tarde o temprano la cuestión de cuántos habitantes puede realmente sostener cada ciudad en ausencia (inicialmente carencia + carestía) de energía fósil. Tomar como referencia el volumen demográfico preindustrial de cada una de ellas puede ser un indicador aproximado sobre el que trabajar11, porque aunque con el saber actual podamos aspirar –teóricamente– a mejorar hasta cierto punto la capacidad de carga del territorio urbano con respecto a los habitantes que tenía cada ciudad, por ejemplo, a comienzos del siglo XX, no debemos olvidar que: 1) la mayor parte de las tierras fértiles que, desde el entorno más próximo, abastecían entonces de alimento y otros productos a las ciudades preindustriales o protoindustriales, se encuentran en la actualidad edificadas (urbanizadas) y/o contaminadas; y 2) las ciudades situadas en la costa van a perder en las próximas décadas un área, mayor o menor según su orografía y ubicación geográfica, con el aumento del nivel del mar que va a producirse, inevitablemente, por el caos climático que el propio modelo civilizacional ha provocado.12
Sin duda, todo esto tiene un paralelismo con la cuestión del derecho al trabajo vs. derecho a la tierra, e incluso con el debate sobre renta básica monetaria vs. renta básica de la tierra, pero sobre esas cuestiones ya he argumentado en otros momentos y lugares,13 y prefiero no abundar en ello aquí por no disminuir la claridad de mi oposición al derecho a la ciudad como término y concepto confusos e inadecuados para nuestro inminente futuro posfósil, posindustrial y neoagrario. Posiblemente un nuevo concepto de derecho a la comunidad pueda reflejar una idea más neutra y, al mismo tiempo, más clara y potente, pues me atrevería a decir que vivir en comunidad es imprescindible para poder vivir con dignidad, y, además, dicha comunidad puede tomar perfectamente la forma de barrio, de pueblo o de aldea, aparte de tener la ventaja comunicativa de poner en primer plano aquello que nos urge más recuperar, aquello que primero nos robó el capitalismo (y el modo de vida individualista que promueve por desgracia muchas veces la vida en macrourbes), esto es, la vida en comunidad. Un futuro vivible pasa, en definitiva, por el Decrecimiento (también de las ciudades) y por una vuelta simultánea a lo comunitario/comunal. Dicho de otra manera: nuestra salida al atolladero en el que estamos como especie es un Decrecimiento hecho en, para y por la comunidad. Ese es el derecho que urge reclamar con fuerza en los momentos de descomposición civilizacional que nos ha tocado vivir, ante un capitalismo industrial que muere mutando en un nuevo monstruo con aspectos tecnoneofeudales y parafascistas, para el cual resulta estratégico tenernos concentrados en ciudades a fin de controlarnos de manera más eficiente mientras se apodera aún más del territorio rural vital para la supervivencia de sus élites poscapitalistas.
Manuel Casal Lodeiro
NOTAS
1 ONU-Habitat, “Componentes del derecho a la ciudad”, 24/2/2020, disponible en https://onu-habitat.org/index.php/componentes-del-derecho-a-la-ciudad.
2 La diferenciación en el latín clásico entre urbs y civitas parece perderse en el Medievo, siendo desde entonces, en el uso común, sinónimos.
3 Aunque esta proporción ha sido ampliamente difundida por los medios de comunicación, sabemos que es bastante discutible por la caracterización que implica de lo urbano. Según esta caracterización, serían ciudades numerosos asentamientos que normalmente no reconoceríamos dentro de dicha categoría. Ahí tenemos, por tanto, otra mixtura conceptual problemática en torno al término ciudad.
4 Antonio Turiel, Petrocalipsis. Crisis energética global y cómo (no) la vamos a solucionar, Alfabeto, 2020.
5 Alice Friedemann, When Trucks Stop Running. Energy and the Future of Transportation, Springer, 2016.
6 Un tema que abordo en mi libro Las verdades incómodas de la Transición Energética, Icaria, 2024.
7 Valgan como muestra las cifras actuales (2024) de las mayores megaurbes: Cantón, 70 millones de personas; Tokio y Shangái, 41 millones cada una; Delhi, 34,6 millones; Yakarta, 29,2 millones; Manila (Metro), 27,2; Mumbai, 27,1; Ciudad de México, 25,1… En España los municipios con mayor población son Madrid con 3,4 millones (6,8 en su área metropolitana) y Barcelona con 1,7 (5,8 como metrópolis).
8 Xoán R. Doldán, “O futuro é rural”, en O Peteiro, nº 1, disponible en www.vesperadenada.org/2012/04/02/o-futuro-e-rural.
9 Manuel Casal Lodeiro, “CDRC: una propuesta en torno al trabajo, la resiliencia y el repoblamiento rural”, en Crítica Urbana, nº 29, disponible en https://criticaurbana.com/cdrc-una-propuesta-en-torno-al-trabajo-la-resiliencia-y-el-repoblamiento-rural.
10 Antonio Turiel, Sin energía. Pequeña guía para el gran descenso, Alfabeto, 2022.
11 Ejemplos en España en 1900 (censos redondeados): Barcelona, 530.000 habitantes; Madrid, 500.000; Valencia, 215.000; Sevilla, 150.000; Bilbao, 82.000; Vigo, 25.000…
12 Luis Fernández, “Os efectos do cambio climático: que zonas da Galiza quedarían baixo o mar?”, en Nós Diario, 1/3/2024, disponible en www.nosdiario.gal/articulo/social/que-zonas-da-galiza-quedarian-baixo-mar/20240301081558190491.html.
13 M. Casal Lodeiro, “En defensa de una renta básica de la tierra”, en Ecologista, nº 108, disponible en www.ecologistasenaccion.org/175865/en-defensa-de-una-renta-basica-de-la-tierra.