Saltar al contenido
viernes, Dic 26, 2025
Kalewche

Quincenario digital

Menú principal
  • Quiénes somos
  • Contacto
  • Secciones
    • A la Deriva
    • Argonautas
    • Balsa de Totora
    • Barquito de Papel
    • Brulote
    • Cartas Náuticas
    • Clionautas
    • El Faro y la Bruma
    • Escorbuto
    • Jangada Rioplatense
    • Kamal
    • Krakatoa
    • Kraken
    • Kukulkán
    • Lanterna
    • Lobodon
    • Naglfar
    • Naumaquia
    • Nautilus
    • Nocturlabio
    • Parley
    • Saloma
    • Zheng Shi
  • Autores
  • Suscripciones
  • Revista Corsario Rojo
Naglfar Nicolás Torre Giménez

Historia nacional de la infamia. Episodio 2: “El impostor inverosímil Federico Sturzenegger”

23 de noviembre de 20257 de diciembre de 2025
Kalewche

Ilustración: detalle de la lámina XL de Gustave Doré para la Divina Comedia de Dante, Infierno, canto XVII: “Gerión, símbolo del engaño”, grabado en madera, sin fecha. Puede verse la ilustración completa aquí.
“¡Esta es la fiera con la cola en la punta, / que quiebra montes, muros y corazas! / ¡La fiera que corrompe el orbe entero!
Así quiso ilustrarme mi maestro. / Y le hizo seña de acercarse al borde / en que la piedra nuestra terminaba.
Y aquella inmunda imagen del engaño / obedeció, allegando testa y torso, / pero en la orilla no varó la cola.
Era rostro su rostro de hombre justo, / benigno era el aspecto a simple vista, / y el tronco lo tenía de serpiente.
De las garras el vello le subía / a las axilas. Lomo, pecho y flancos / figuraban rodelas y lazadas.
Mas color, en realce o sin realce, / no hubo en las telas tártaras o turcas, / ni tejió Aracne nada parecido.
Como barcas varadas en la orilla, / la mitad en el agua, la otra en tierra, / o entre gentes tedescas y glotonas
el castor se dispone a hacer su guerra, / así se estaba la nociva bestia / en el límite pétreo de la arena.
Agitaba la cola en el vacío / exhibiendo la horquilla venenosa / que a guisa de escorpión la remataba.”
Dante Alighieri, Divina Comedia, Infierno I, c. XVII, v. 1-27, trad. de Jorge Gimeno, Bs. As., Penguin Clásicos, 2021, p. 189.

Hace casi un año, publicamos en Kalewche el prólogo y el primer episodio de Historia nacional de la infamia, de Nicolás Torre Giménez. En aquel momento, el autor nos sugirió la posibilidad de escribir un segundo relato para la colección. Esta vez no quisimos pecar de pedigüenos y preguntarle por una tercera entrega, pero sabemos que el mileísmo se presenta como una fuente inagotable de infamias. Por lo tanto, quién sabe, quizás en diciembre de 2026 –o incluso antes– recibamos un nuevo envío. De ser así, ¿qué nuevos títulos completarían la colección? ¿Habrá un La hermana Karina, pirata? ¿Y qué tal un El proveedor de iniquidades Agustín Laje? ¿O tal vez un El narcotraficante desinteresado José Luis Espert? También nos gustan El incivil maestro de ceremonias Manuel Adorni y El fascista enmascarado Gordo Dan. ¿Llegará un Hombre de la Casa Rosada y un Etcétera para consumar la homología con el volumen de Jorge Luis Borges de 1936?


Ese nombre le doy porque bajo ese nombre lo conocieron por calles y casas de La Plata, de Cambridge y de Buenos Aires, hacia fines del siglo XX y comienzos del XXI, y es justo que lo asuma otra vez, ahora que retorna a estas tierras –siquiera en calidad de mero fantasma y de pasatiempo del domingo–. El registro de nacimiento de Rufino lo llama Federico Adolfo Sturzenegger y lo inscribe en la fecha 11 de febrero de 1966. Sabemos que era hijo del economista Adolfo Sturzenegger, que su infancia conoció la miseria insípida –de los demás– y que sintió el llamado del poder económico. El hecho no es insólito. Maximize profits, maximizar los beneficios, es la máxima friedmaniana que heredó de su padre, la iniciación heroica a la cosmovisión empresarial. La economía burguesa la recomienda y aun las Escrituras (Mateo 25:27-29): “Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses. Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado.” Sturzenegger huyó, apenas consiguió su título, de la deplorable universidad pública de su patria y cruzó en un avión el continente y contempló con el habitual desengaño la Osa Mayor, y se presentó en la oficina de Graduate Orientation del Massachusetts Institute of Technology. Era persona de una sosegada idiotez, en el sentido griego del término. Ideológicamente, hubiera podido (y debido) quedarse en aquel país, pero su confusa jovialidad, su permanente sonrisa y su obsecuencia infinita le conciliaron el favor de cierta familia de Anillaco y su gurú neoliberal, cuyo afán expoliador adoptó. El comienzo de su carrera estatal data de aquellos años noventa. De ese primer episodio argentino quedaron huellas: el vaciamiento del Estado y el enriquecimiento de una casta adicta al poder. En 2001 reaparece en el poder, nuevamente de la mano de aquel mismo gurú con quien comparte calvicie e ideología, para llevar a cabo un nuevo desfalco (el “megacanje”) por el que fue procesado y finalmente absuelto por la justicia clasista argentina. Entre 2015 y 2018 formó parte de la banda mafiosa liderada por Mauricio “ojos de cielo” Macri. Su modus operandi, consistente en reducir el poder adquisitivo de los trabajadores por distintos medios para favorecer económicamente a los capitales concentrados, se mantuvo inalterado durante todos esos años. En 2023 conoció a un tal Milei, un oscuro sirviente del poder devenido presidente de la Argentina (ver episodio 1), adalid del narcocapitalismo (que no se vea una errata donde no la hay), desalmado expropiador de personas con discapacidad y abyecto criptoestafador. Milei, sin ser hermoso, estaba convencido de su superioridad estética. Tenía una segunda condición, que determinados manuales de psicología han negado al género humano: una crueldad infinita. Ya veremos luego la prueba. Era un varón violento y engreído, de un machismo y una homofobia muy exacerbados por el uso y el abuso de la ideología utraderechista. Más allá de las recurrentes visitas de su perro muerto (que describiremos después) era absolutamente desequilibrado, sin otra regularidad que un pudoroso y largo temor que lo demoraba en las bocacalles, recelando del este, del oeste, del sur y del norte, de la justiciera muchedumbre que daría fin a su autocracia.

Sturzenegger lo vio un atardecer en una desmantelada oficina pública de Buenos Aires, creándose decisión para reducir la estructura estatal a un mínimo posible con el fin de garantizar niveles de enriquecimiento insospechado a sus servidores. Al rato largo de mirarlo le ofreció su paquete de reformas legales “promercado”, distribuido en dos inmensas pilas de papeles (“leyes que se derogan” y “leyes que se modifican”) que, puestas una encima de la otra, alcanzaban la altura de un niño de cuatro años. El atroz redentor Javier Milei “gemía como si estuviera teniendo un orgasmo”, contó el otro.


La idolatrada esperanza muerta (y renacida)

En los albores del siglo XXI, la esperanza de una vida mejor por parte de los sectores populares volvió a naufragar a orillas del Atlántico Sur. En realidad, nunca había dejado de zozobrar, si bien por momentos renacía, con la timidez propia del que ha fracasado muchas veces y ya no espera realmente que su suerte cambie en lo esencial. Parece inverosímil, pero la desilusión provocada por años de derrumbe del poder adquisitivo de las grandes mayorías, mientras que unos pocos se enriquecían a costa de las primeras, entre avanzadas neoliberales y débiles políticas compensatorias, fue un acontecimiento trascendental en el destino de Sturzenegger, que había contribuido enormemente en el pasado a la miseria del pueblo trabajador. La esperanza había renacido, depositada sobre la figura menos pensada, sobre aquel despeinado servidor de los grandes poderes económicos que prometía destruirlo todo, cuando en realidad se proponía dar un último golpe maestro para favorecer a los mismos de siempre. La noticia del triunfo de Milei cayó en las sucias manos funerarias del oscuro personaje de Rufino, que concibió un proyecto genial.


Las virtudes de la disparidad

La esperanza popular era trabajar menos, ganar más, tener más tiempo para disfrutar de los placeres de la vida; el proyecto de Sturzenegger era que los laburantes trabajaran más, que ganaran menos, que no dispusieran más que del tiempo necesario para recobrar energías para volver al trabajo. Milei inventó que el deber del rufinense era vender la sumisión absoluta del trabajo al capital bajo el nombre de “libertad” y defraudar la esperanza de los argentinos, declarando ser su salvador. El proyecto era de una insensata ingeniosidad. Busco un fácil ejemplo. Si un impostor en 2018 hubiera pretendido hacerse pasar por un amigo del pueblo, lo primero que habría falsificado habría sido el discurso a favor de una política económica progresiva, un plan integral contra el hambre, una recomposición de jubilaciones. Milei era más sutil: hubiera presentado a un oscuro economista a sueldo de los poderes concentrados del país, ajeno de todo carisma y con la psique en un estado de dudable salud. No precisamos la metáfora; nos consta que se presentó a sí mismo y presentó a un Sturzenegger cínico, con sonrisa amable de imbécil, sin pelo y una inmejorable ignorancia de las condiciones de vida del pueblo trabajador. Milei sabía que la realización –aun muy imperfecta– de los anhelos del pueblo argentino era de imposible consecución dentro de su delirante proyecto. Renunció, pues, a todo parecido. Intuyó que la enorme ineptitud de la pretensión sería una convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más sencillos de convicción. No hay que olvidar tampoco la colaboración todopoderosa de las circunstancias: décadas de pérdida de poder adquisitivo y derechos laborales pueden cambiar a un pueblo.

Otra razón fundamental: Las repetidas e insensatas apariciones de los mismos fracasados candidatos con las mismas promesas destinadas al incumplimiento ofrecían la oportunidad para probar algo nuevo.


El encuentro televisivo

Federico Sturzenegger, siempre servicial, escribió al cortesano del poder y lameculos profesional Eduardo Feinmann para presentar su reforma laboral. La comunicación fue breve y a semejanza de Milei y Sturzenegger, prescindía de escrúpulos retóricos y de cualquier otro tipo. Para fundar las virtudes del proyecto anunció la posibilidad futura de fraccionar las vacaciones “de mutuo acuerdo del trabajador con el empleador”, llegando a afirmar que “si no están de acuerdo ninguna de las dos partes, [la relación laboral] se queda como está ahora”. No precisó qué pasaría si el desacuerdo fuera unilateral, es decir, si uno de los signatarios del contrato –la parte débil– no estuviera de acuerdo con el otro –la parte fuerte–. Los trabajadores también tendrán la libertad de aceptar jornadas laborales de hasta veinticuatro horas, o de morirse de hambre.

En algún momento entre 2025 y 2026 se presentó el proyecto de reforma laboral al Poder Legislativo y fue aprobado, no sin antes haber distribuido a diestra y siniestra –a cada cual según su necesidad– incentivos, intimidaciones y escarmientos. No se escatimó en recursos: divisas estadounidenses, balas, cargos políticos, gases lacrimógenos, departamentos en Miami, sangre de manifestantes, todo fue entregado en holocausto a las fauces de Moloch, el dios insaciable del dinero, y su codicia sin límites. Incluso los grandes empresarios colaboraron entusiastas –en las juntas generales de accionistas se habló de “inversión”– mediante un impuesto patriótico extraordinario.

Milei lanzó una carcajada sin ninguna discreción: no se privó de equiparar su triunfo con violaciones masivas, ni de tratar a sus opositores de primates responsables del desabastecimiento de cremas cicatrizantes.


Ad majorem canis gloriam

Esa desmesura imprudente –que parece cumplir una tradición de las tragedias clásicas– debió coronar esta historia, dejando tres felicidades aseguradas o a lo menos probables: la del atroz redentor, la del impostor inverosímil, la del conspirador recompensado por la apoteosis providencial de su industria, es decir, la alta burguesía. El Destino (tal es el nombre que aplicamos a la infinita operación incesante de millares de causas entreveradas) no lo resolvió así. La situación económica del pueblo trabajador empeoró más allá de lo imaginable, miles de empresas cerraban a diario y los damnificados se levantaron contra el autócrata y su ministro liberticida. Provistos de furia y deseos de justicia, pero no de paciencia, pusieron en jaque a los farsantes. Milei contaba con el apoyo de las fuerzas represivas de la sádica e inhumana ministra Patricia Bullrich.

Asimismo contaba con la amistad interesada de los grandes poderes económicos. Ello no bastaba, con todo. Milei pensó que para ganar la partida era imprescindible el favor de una fuerte corriente popular. Requirió sus cuatro camperas (sólo cuatro porque hacía calor) y un chaleco antibalas y fue a buscar inspiración por los decorosos senderos de la Quinta de Olivos. Era el atardecer; Milei vagó hasta que una figura de cuatro patas empezó a corporizarse delante de él. Conan lo visitó. Milei chistó a su hermana, que tuvo que abandonar la carta astral en la que estaba trabajando. Ésta mandó un breve mensaje de audio a LN+. Respondió Esteban Trebucq, balbuceando algo ininteligible. Al otro día, los principales medios del país difundieron la versión karinista de los hechos. Su efecto fue inmediato: las buenas gentes no dejaron de adivinar que Javier Milei era blanco de un abominable complot “kuka-comunista”.


La turba

Muchos días duró el levantamiento popular. Millones de manifestantes coparon las calles argentinas. Sus partidarios no cesaban de repetir que no era un impostor, ya que de haberlo sido hubiera procurado que los empresarios que se fundieron se enriquecieran a costa de sus trabajadores. Además, el pueblo lo había votado y es evidente que el pueblo no se equivoca. Todo marchaba de acuerdo al plan, o más o menos de acuerdo al plan, hasta que fue evidente que nada marchaba de acuerdo al plan, por el simple hecho que no existía tal plan. O, mejor dicho, el llamado “plan” no era más que una serie inconexa de demandas de diversos actores que no se ponían de acuerdo entre sí: destruir el Estado; convertir el Estado en una herramienta pura al servicio de las clases dominantes; pagar a los acreedores; endeudarse a niveles tales que hizo imposible siquiera pensar en honrar las deudas; enriquecer a los industriales; mantener el dólar bajo y liberalizar la economía para que entren productos del exterior que destruyan la industria local; cortar relaciones con China; mantener un dólar competitivo que favorezca las importaciones de bienes manufacturados de bajo costo, principalmente de China; etc., etc. Milei no se inmutó con la pérfida maniobra de los kuka-comunistas; requirió camperas y chaleco antibalas y fue a implorar una tercera iluminación por los decorosos senderos de la Quinta de Olivos. No sabremos nunca si la encontró. Poco antes de llegar a la imagen espectral de Conan, lo alcanzó la furia de la turba que había logrado sortear a las fuerzas bullrichistas y la guardia presidencial. Milei no los vio venir, lanzó un grito (“¡Conan, hijo mío”!), y no atinó con la salvación. Los palos y las cacerolas fueron proyectados con violencia contra él. Los mareadores gritos de la turba le hicieron explotar el cráneo.


El espectro

Federico Sturzenegger era el fantasma de la esperanza del pueblo trabajador, pero un gris y embustero fantasma empoderado por los delirios de Milei. Cuando le dijeron que éste había sido alcanzado por la plebe, adivinó que pronto llegaría su turno. Siguió mintiendo con su voz aguda y el cinismo que sólo los mayores embaucadores de la historia de la humanidad conocen. Era fácil prever su fin.

Unos días después, Federico Sturzenegger (alias) Ministro de Esclavitud fue condenado a catorce años de trabajos forzados según los términos de su propia Ley Laboral. En la cárcel consiguió engañar a muchos; era su oficio. Su comportamiento ejemplar (era el paradigma de un embustero) le valió algunos rencores. Cuando esa hospitalidad final lo dejó –la de la prisión– recorrió los escasos círculos de estudios de la Escuela Austríaca del mundo, pronunciando pequeñas conferencias en las que declaraba su inocencia y afirmaba la culpa del abominable complot kuka-comunista. Su cinismo y su compulsión a engañar eran tan duraderos que invariablemente concluía sus disertaciones afirmando que Argentina había perdido la oportunidad histórica de ser libre, siempre al servicio de sus inclinaciones mitómanas.

Murió, no sabemos cuándo.

Nicolás Torre Giménez

Etiquetado en: Argentina El impostor inverosímil Federico Sturzenegger Federico Sturzenegger Historia nacional de la infamia Javier Milei Reforma laboral en Argentina sátira política

Artículos relacionados

22 de octubre de 2023

Vuelo sobre el océano

4 de agosto de 2024

El Paraíso imperfecto

22 de diciembre de 2024

Un cuento de Navidad

Navegación de entradas

Anterior Entrada anterior: Luz roja. ¿Por qué mientras la crisis se acelera la izquierda revolucionaria sigue estancada?
Siguiente Entrada siguiente: La sociedad narcisista: todos escriben, nadie lee

¡Síguenos en nuestras redes!

  • Correo electrónico
  • Facebook
  • Instagram
  • Twitter
Copyleft. Permitida la reproducción citando al autor e incluyendo un enlace al artículo original. Tema: Themematic por News Base .
domingo noviembre 23, 2025