Nota.— Compartimos en nuestra sección Parley de recensiones bibliográficas el texto que nuestro compañero Federico Mare escribió sobre el opúsculo de Rafael Poch-de-Feliu Ucrania, la guerra que lo cambia todo (España, Escritos Contextatarios, 2023). La reseña busca servir de complemento a la entrevista que mantuvimos con el periodista y corresponsal catalán hace pocos días, y que publicamos en simultáneo dentro de la sección A la Deriva.
Quienes deseen adquirir un ejemplar del opúsculo –solo disponible en formato papel– pueden hacerlo aquí. Es la tienda online de la editorial.
En Brulote, la sección política de Kalewche, hemos publicado varios artículos de Poch, cuya lectura aprovechamos esta ocasión para recomendar. Hacemos extensiva la recomendación a todos los escritos que Rafael, de 2018 hasta hoy, ha publicado en Imperios Combatientes, su columna dentro del medio digital español Contexto y Acción (CTXT).
Vale la pena, asimismo, visitar su blog: rafaelpoch.com. Hay en él mucho material de interés para leer u observar: artículos, entrevistas, conferencias, extractos de libros, etc. Las últimas dos entradas, «Por qué tentamos la aniquilación nuclear» (traducción de la intervención del periodista estadounidense Max Blumenthal ante el Consejo de Seguridad de la ONU, 30/6) y «La verbena de Prigozhin» (27/6, artículo propio) no tienen desperdicio, y sí muchos puntos de contacto con lo dicho aquí, más abajo.
Para conocer la trayectoria de Poch-de-Feliu, puede consultarse la sección Autores de este sitio web, a la cual se accede desde el menú. No obstante, la presente reseña de Federico incluye una noticia biográfica algo más detallada.


El límite que separa el periodismo de la propaganda siempre ha sido poroso. A menudo, muy a menudo, demasiado a menudo, la cobertura noticiosa de la prensa se aleja de los estándares mínimos de honestidad y rigurosidad. En tales casos, los medios –tanto privados como estatales– producen y distribuyen ad nauseam informaciones o análisis burdamente tendenciosos y mendaces: una posverdad hecha a base de mentiras interesadas, pero también de omisiones y énfasis astutamente amalgamados.

Va de suyo que la imparcialidad y la infalibilidad no existen en ningún quehacer humano, y el periodismo ciertamente no es la excepción. Pero una cosa es el margen de error o los sesgos ideológicos, y otra, muy distinta, la manipulación de la opinión pública, vale decir, la generación y/o propagación deliberadas –con fines ventajistas, sin escrúpulos éticos– de fake news, chicanas, verdades a medias o simplificaciones.

Ahora bien: en tiempos de guerra, la porosidad de la frontera entre periodismo y propaganda aumenta enormemente. Durante las coyunturas bélicas, los poros se vuelven agujeros negros. Se hace demagogia patriotera o moralista como nunca, y se demoniza al adversario hasta el delirio. Por eso, como habría dicho Hiram Johnson, “la primera víctima de una guerra es la verdad”.

Ni hablar en este siglo XXI, donde la hiperconcentración económica y el capitalismo de vigilancia han llevado al paroxismo la distopía del «cuarto poder». Prensa oligopólica + big data es un cóctel indigesto para la libertad de información, aun cuando no exista formalmente un régimen político de dictadura o un gobierno autoritario como en China o Rusia. Una de las razones por las cuales resulta pertinente hablar de “democracia de baja intensidad” en Occidente, América Latina y otras regiones es, precisamente, la subordinación total del campo periodístico a la lógica del mercado.

La guerra de Ucrania se inscribe, pues, en un contexto epocal signado por la hiperconcentración económica y el capitalismo de vigilancia. ¿Cómo podría sorprendernos, entonces, que el periodismo occidental haya vendido tanto pero tanto pescado podrido, toneladas y más toneladas de bulos otanistas y antirrusos?

Su belicismo irresponsable, por lo demás, también tiene que ver, en parte, con los intereses creados del complejo militar-industrial: suministrar armamento a Ucrania no deja de ser un pingüe negocio. Aunque no es esa la principal razón de la guerra en curso, sino la contradicción explosiva entre el cierre en falso de la guerra fría (expansión de la OTAN hacia el este europeo poscomunista) y el renacimiento económico-militar de Rusia como potencia euroasiática bajo el liderazgo de Putin, todo eso exacerbado por la conflictividad interna de Ucrania (naranjas vs. azules, crisis del Maidán, secesión de Ucrania, guerra civil del Donbás, políticas de ucranianización y descomunización, etc.).

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Claro que existen honrosas excepciones. Aquí y allá hay islas de criticidad en medio de ese océano de ideas y discursos dominantes que Ignacio Ramonet ha llamado pensamiento único. Aquí y allá se alzan algunas voces de heterodoxia y parresía por sobre la vocinglería hegemónica atlantista del Tío Sam y sus laderos. En inglés, por ejemplo, tenemos a la New Left Review, que ha publicado artículos valiosos de diversos autores, entre ellos, el sociólogo marxista ucraniano Volodymyr Ishchenko, cuya condena sin medias tintas de la invasión rusa a su país como una agresión imperialista no lo ha llevado por el mal camino del nacionalismo étnico, la rusofobia y el alineamiento pro-OTAN.

En el mundo de habla castellana, contamos con un medio digital alternativo como Contexto y Acción de España. Desde 2018, CTXT cuenta con una estupenda sección de geopolítica: Imperios Combatientes. Esta sección está a cargo de un analista internacional de dilatada trayectoria, lúcido y bien informado, dotado de mesura crítica y perspectiva histórica; que además escribe muy bien, con claridad y amenidad expositivas, y con gran capacidad de síntesis: el periodista y corresponsal catalán Rafael Poch-de-Feliu.

Poch-de-Feliu nació en Barcelona, en 1956, promediando la dictadura franquista. Entre las décadas del 70 y 80, estudió historia contemporánea en su ciudad natal, e historia rusa en Berlín Occidental. Ha sido corresponsal por 35 años, fundamentalmente para el diario español La Vanguardia; primero y por más tiempo en Moscú (1988-2002), donde le tocó ser testigo del derrumbe de la Unión Soviética; y luego en Pekín (2002-2008), donde pudo conocer de primera mano el «milagro» económico y el «experimento» social de la China posmaoísta, en rápida transición al capitalismo. Hizo, asimismo, corresponsalías en Berlín, antes y después de la caída del Muro, durante nueve años; y también en París, entre 2014 y 2018, contra el telón de fondo de la Francia neoliberal de Macron. Añádase al currículum de Poch su trabajo como corresponsal en España para el periódico alemán Die Tageszeitung, su labor como redactor para la agencia de prensa germana DPA en Hamburgo y su corresponsalía itinerante en los países de la Europa del Este durante 1983-1987, que le permitió observar desde adentro la era parteaguas de Gorbachov. Actualmente vive en España, donde se desempeña como profesor de relaciones internacionales en la UNED.

Además de innumerables artículos periodísticos para La Vanguardia, CTXT, Die Tageszeitung, Le Monde Diplomatique y la revista pekinesa Du Shu, entre otras publicaciones gráficas y digitales (sin olvidarnos de mencionar su blog, al que más de una vez hemos acudido en busca de buen material para replicar), Rafael ha escrito varios libros, principalmente referidos a la URSS/Rusia, China y Alemania, los tres países donde trabajó más tiempo como corresponsal (especialmente la primera, donde residió a lo largo de catorce años, desde la perestroika de Gorbachov hasta el ascenso de Putin, pasando por el octenio postsoviético y neoliberal de Yeltsin). Entre otras obras suyas, cabe mencionar Tres días de agosto. golpe y revolución en la URSS (La Vanguardia, 1991), Tres preguntas sobre Rusia. Estado de mercado, Eurasia y fin del mundo bipolar, (Icaria, 2000), La gran transición: Rusia, 1985-2002 (Crítica, 2003), La actualidad de China: un mundo en crisis, una sociedad en gestación (Crítica, 2009), La quinta Alemania: un modelo hacia el fracaso europeo (Icaria, 2013) y Entender la Rusia de Putin. De la humillación al restablecimiento (Akal, 2018).

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A fines de febrero de 2022, apenas iniciada la “Operación Militar Especial” del Kremlin, Rafael Poch-de-Feliu redactó con pulso de fiebre un librito de 93 páginas: La invasión de Ucrania: de una guerra fría a otra caliente de la mano de la OTAN. El ensayo fue editado al mes siguiente por Escritos Contextatarios, la editorial de CTXT, en el marco de su colección ¡Movilizaos! Así comienza:

“Casi nadie esperaba esta invasión. ‘Impensable’, escribí en CTXT evocando las escenas de Budapest en 1956 como algo descartado por completo. Todo el mundo bien informado y con criterio lo decía a mediados de febrero. […]

Sabíamos que algo fuerte ocurriría. Moscú ya anunció ‘medidas técnico-militares’ si Estados Unidos y la OTAN no atendían a su exigencia de negociar un replanteamiento general de la seguridad europea y, en especial, el insensato y provocador cerco militar contra Rusia acometido desde los años noventa. […]

La guerra de Rusia en Ucrania repite el guion de las guerras de agresión de los últimos años. Ocho años de bombardeos y rupturas del alto el fuego en el Donbás no justifican la actual invasión y los bombardeos rusos. La violación del derecho internacional por parte de Putin no se justifica ni aminora por las violaciones de ese mismo derecho cometidas por Estados Unidos y sus aliados. Putin merece tanto castigo como en su día los Clinton, Bush, Obama, etcétera. Sus mentiras, mitos y exageraciones; el «genocidio» de la sufrida población rusófila del Donbás, la demencial consideración imperial sobre la «artificialidad» de la nación ucraniana o el pretendido «nazismo» de su régimen están en línea con las «armas de destrucción masiva» de Sadam, el «genocidio» en Kosovo o la agresión del golfo de Tonkín. Víctimas de la guerra y de las sanciones son las poblaciones, la ucraniana, la rusa y, de rebote, también la europea, especialmente sus sectores más vulnerables.

Bombardear, invadir y cambiar regímenes es un crimen que en Occidente conocemos bien. Lo llevamos practicando 200 años. ¿Tiene Rusia capacidad, potencia y condiciones para emular los desastres de sus adversarios en Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia, etcétera, sin romperse ella misma? Lo veremos pronto”.

Al final, no hubo una corta guerra victoriosa, sino una guerra de desgaste donde Rusia vence y avanza con dificultad y lentitud, pero sin retrocesos importantes. Una conflagración que excede el Donbás (la región del casus belli preliminar), y que bien podría durar años.

Con estas líneas acaba Poch su ensayo:

“Al igual que la doctrina de la OTAN, y a diferencia de la antigua doctrina soviética que sólo preveía su uso como respuesta, la doctrina nuclear rusa permite amenazar al adversario con armas nucleares para ‘contener una agresión con armas convencionales contra la Federación Rusa, si media un peligro existencial para el Estado’. El anunciado suministro de armas de la OTAN a Ucrania debe ser contemplado en el contexto de este estremecedor cruce de amenazas. […]

La estrategia occidental de rodear militarmente a potencias nucleares adversarias como Rusia y China es sumamente temeraria. Ignorar sus reacciones y amenazas es algo que va más allá de la temeridad y linda con la demencia. La misma demencia que Occidente reprocha a Putin por jugar con el mismo fuego capaz de quemar a todas las partes de esta partida insensata.

El régimen de Putin tiene una reputación criminal bien conocida en Occidente. En ella se encuentran desde la eliminación física de un puñado de periodistas, opositores y «traidores», en Rusia y en el extranjero, hasta la falsificación de elecciones, el control de los medios de comunicación o el derribo, accidental y siempre negado, del vuelo de Malaysia MH17, con trescientas víctimas. Como dice Oskar Lafontaine, ‘en el mundo hay muchas bandas de asesinos, pero si contamos los muertos que causan, la cuadrilla criminal de Washington es la peor’. ¿Los crímenes de unos justifican los de otros? Desde luego que no, pero nos sitúan en la perspectiva general.

Presunción de inocencia hacia las propias fechorías, focalización en los crímenes del adversario y personalización de los complejos conflictos entre potencias: Sadam, Milosevic, Gadafi, El Assad, Putin. La práctica inexistencia de medios de comunicación y laboratorios de ideas influyentes medianamente independientes impide toda visión sobria y seria de las relaciones internacionales. En la época de los imperios combatientes, avanzan la censura y el espíritu de rebaño. Las palomas blancas de la paz y la dignidad están cansadas en Europa. El continente más guerrero de la historia perdió una oportunidad histórica hace treinta años. La guerra fría se cerró en falso y hoy nos cobra una factura bélica. De un peligro a otro. De una ceguera a otra. De una guerra fría a otra caliente de la mano de la OTAN.

En un siglo que exige la más estrecha cooperación e integración internacionales para afrontar los retos, la humanidad asiste a esta criminal pérdida de energías, vidas y tiempo. Un tiempo del que no disponemos y que estamos malgastando como especie”.

Poch se refiere, claro está, a la crisis ecológica desmadrada del capitalismo tardío. Básicamente, el calentamiento global, la reducción de la biodiversidad, el agotamiento de los combustibles fósiles y la contaminación ambiental. En este alarmante contexto de fractura en el metabolismo sociedad-naturaleza, la guerra de Ucrania se asemeja al baile de los pasajeros del Titanic.

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Pero aquí no estamos para reseñar La invasión de Ucrania, sino el segundo opúsculo que Rafael Poch-de-Feliu escribió acerca del conflicto bélico entre Moscú, Kiev y sus padrinos otanistas. Hablamos de Ucrania, la guerra que lo cambia todo (2023). Este librito de 57 páginas, escrito en marzo y salido de una imprenta española en abril, ha sido también editado por Escritos Contextatarios como parte de la colección ¡Movilizaos!

No siempre las sinopsis de contratapa son buenas. La brevedad obligada no siempre se traduce en capacidad de síntesis. Pero al menos en el caso de Ucrania, la guerra que lo cambia todo, esa combinación sí se da. He aquí su sinopsis de contratapa:

“Un año después de su inicio, la compresión y percepción de la guerra ha cambiado. El conflicto ofrece datos a tiempo real sobre la correlación de fuerzas global. En la tragedia de Ucrania se miden las grandes potencias nucleares del mundo. Rusia se transforma. China muestra su peso. El Sur global camina hacia su recesión. El cierre de filas del Occidente ampliado incluye riesgos de crisis interna del hegemonismo, capaces de acelerar su declive y degenerar por ello en una guerra mayor. Lo que está en juego es mucho más que el destino de Ucrania.

La guerra es un desastre sin paliativos del Norte global en su conjunto. Una criminal pérdida de tiempo para la humanidad en el periodo del Antropoceno. Esa «izquierda de derechas», partidaria de alimentarla con el envío de armas, haría bien en corregir el tiro e inspirarse en la célebre canción ‘El desertor’ de Boris Vian: ‘si hay que dar la sangre por la patria, ¡dé usted la suya, señor Presidente!’.

Centenares de miles de jóvenes rusos se han marchado del país huyendo del reclutamiento. Centenares de miles de emigrantes ucranianos en edad militar no han regresado a combatir. En diciembre de 2022 las autoridades ucranianas habían detenido a 12.000 personas que intentaron atravesar la frontera ilegalmente para rehuir el servicio. Algunos perdieron la vida en el intento. En medio del redoblar de tambores y de la criminal infamia de la guerra, ellos son los genuinos representantes de la esperanza humana”.

A continuación, intentaremos resumir el contenido de este librito –dividido en siete apartados que no llevan título, separados por medio de triple asterisco– con la mayor fidelidad posible. Nos valdremos, para ello, de citas y glosas.

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En el parágrafo introductorio (págs. 5 y 6), Poch-de-Feliu nos ofrece una caracterización general de la guerra de Ucrania, que podríamos esquematizar en seis puntos: 1) conflagración extremadamente dinámica, cambiante; 2) muy compleja por su multiplicidad de causas y efectos, de actores y dimensiones; 3) de alto impacto geoestratégico, no solo a nivel regional sino global; 4) imprevisible en su desarrollo, y, por ende, también en su desenlace; 5) de gran importancia geoestratégica para el porvenir de Ucrania y Rusia en particular, y de Eurasia y el mundo en general; y 6) sumamente volátil, con riesgos no menores de escalada.

Apuntemos una séptima característica: estulticia irracional y suicida de la humanidad, con las potencias capitalistas a la cabeza. En lugar de preocuparnos por la gravísima crisis ecológica del Antropoceno tardío, jugamos a la ruleta rusa de una tercera guerra mundial peligrosamente rayana con el holocausto nuclear, acelerando irresponsablemente –criminalmente– el Reloj del Apocalipsis hasta un umbral similar, o quizás peor, al de crisis de los misiles del 62.

“En una lectura superior y fundamental, la guerra es un gran fracaso colectivo del Norte global en su conjunto, que une a Rusia con sus adversarios, porque aleja las posibilidades de afrontar de una forma concertada entre potencias los retos del siglo, y en primer lugar el gran e inaplazable desafío que representa para la especie humana el cambio climático”.

Al lado de todo eso, la tragedia de Ucrania es casi una nota a pie de página”.

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Guerra muy compleja, decíamos. Enmarañada, intrincada, enrevesada. Poch no se equivoca. Otros autores han planteado lo mismo: Tony Wood, Carlos Taibo, el ya citado Ishchenko… Tal vez, quien expresó esa idea con más claridad y sistematicidad fue Susan Watkins en su editorial para el nro. 137 de la NLR, “Cinco guerras en una. La batalla por Ucrania”. Parece haber un eco de este esclarecedor ensayo en el nuevo opúsculo de Rafael, segundo parágrafo (págs. 6-14):

“Pero ¿de qué guerra estamos hablando y cuándo comenzó? Lo primero que hay que comprender es que no estamos ante una guerra, sino ante varias. Hay una guerra de Rusia contra Ucrania, abierta desde la invasión de febrero de 2022. Hay elementos de guerra civil entre ucranianos desde la primavera de 2014, sin los cuales la invasión rusa habría sido muy difícil, si no imposible. Hay una guerra entre la OTAN y Rusia auspiciada por Estados Unidos con su presión expansionista hacia el este desde el cierre en falso de la Guerra Fría, hace treinta años. Y hay un precalentamiento de una gran guerra global con China en el objetivo, del que la guerra de Ucrania es prolegómeno. Todo esto, que hace un año podía pasar como la abstracta especulación de un observador, hoy viene confirmado por las declaraciones concretas de sus protagonistas”.

Poch, es cierto, enumera cuatro guerras, no cinco como Watkins. Pero la que omite se sobreentiende a partir de la primera (invasión rusa), a saber, lo que Watkins denomina “guerra de autodefensa nacional de Ucrania”, que no puede ser subsumida, sin más, en la proxy war o «guerra por procuración» de la OTAN contra el Kremlin por medio del vasallo o peón de Kiev.

Cinco guerras en una, sí. Fenómeno muy complicado, espinoso. Porque, además, cada una de esas guerras contiene otras –analíticamente hablando– como si se tratara de mamushkas o cajas chinas. Por ejemplo, la resistencia ucraniana es la del gobierno neoliberal y lamebotas de Zelensky, pero también lo es del pueblo ucraniano víctima de una cruenta agresión extranjera, igual que de las milicias de ultraderecha neonazis o fascistoides que idolatran como prócer nacional a Stepán Bandera, y que sueñan con una Ucrania étnicamente homogénea, sin minorías de lengua y cultura rusas, a imagen y semejanza de la región oeste del país, «esencia pura» y «último baluarte» de una ucranianidad «contaminada» o «amenazada». Otro botón de muestra: la “Operación Militar Especial” es sobre todo y ante todo –esto queda más claro en la entrevista que Rafael nos concedió– una guerra preventiva motivada por legítimas razones de seguridad nacional (comprensible alarma por la expansión militar hacia el este europeo de una OTAN sin Rusia y contra Rusia), pero no deja por ello de tener un componente secundario de guerra revanchista, irredentista, expansionista y/o hegemonista asociada a una lógica neoimperial de chovinismo gran-ruso, donde Ucrania es considerada por Moscú parte del Ruski Mir o «Exterior Cercano» –la esfera de influencia del Kremlin, como lo es América Latina para Washington–, y donde sus óblasts rusófilos o rusófonos del oriente y sur son asimilados, con cierto anacronismo simplificador de potencia nostálgica, a la antigua Novorossia, la provincia zarista creada por la zarina Catalina II y su amante, el mariscal y estadista Potemkin, a fines del siglo XVIII, en guerra contra los turcos.

“La múltiple y contradictoria dimensión de la guerra explica muchos de sus líos y complejidades, entre ellos el hecho de que los papeles de David y Goliat, así como el título de «agresor imperial», sean intercambiables, dependiendo de cuál sea la guerra de la que estamos hablando y del momento en que centremos nuestra atención. El 24 de febrero de 2022, fecha «oficial» del inicio de la guerra, vemos al Goliat ruso atacar al David ucraniano. Una clara «agresión imperial» de un país grande y dominante contra una nación más débil y pequeña. Pero no todo el mundo está de acuerdo en que la guerra de Ucrania comenzara en febrero de 2022. El secretario general de la OTAN, por ejemplo, considera que en realidad la guerra comenzó en 2014: ‘La guerra no empezó en febrero del año pasado. La guerra empezó en 2014. Y desde 2014 los aliados de la OTAN han dado apoyo a Ucrania, con entrenamiento y material, de tal forma que las fuerzas armadas ucranianas eran mucho más fuertes en 2022 de lo que eran en 2020 o 2014’. El jefe de Operaciones Especiales de Estados Unidos, Richard Clarke, abunda en lo mismo: ‘Lo que hicimos, a partir de 2014, fue crear las condiciones. Cuando los rusos invadieron en febrero llevábamos siete años trabajando con las fuerzas especiales ucranianas. Con nuestra asistencia, crearon la capacidad, crecieron en número, pero sobre todo en capacidad, tanto en combates de asalto como en operaciones de información’, explicó Clarke”.

Poch cita este dato, difundido ampliamente por la prensa estadounidense: de 2014 a la fecha, los Estados Unidos han suministrado armas a Ucrania por un valor de 5.000 millones de dólares. Y nos ofrece otra información reveladora:

“Desde el primer momento, la OTAN puso los ojos (información de satélites) y los oídos (interceptación de transmisiones con drones y aviones espías) al ejército ucraniano, con un intenso flujo de información en tiempo real de tal magnitud que, según los militares rusos, sus adversarios disponen de una información más completa sobre el teatro de operaciones que ellos mismos, gracias a la superioridad satelital que les brinda Estados Unidos”.

Todo esto no se sabía –o se sabía a medias– cuando las hostilidades comenzaron en el invierno boreal de 2022, en medio de tanta niebla de guerra, como diría Clausewitz. Las evidencias se han ido acumulando desde entonces, y Poch enumera muchas de ellas en su ensayo. Hoy ya estamos en condiciones de sentenciar –como suele decirse en el ámbito forense– a confesión de parte, relevo de pruebas. Así y todo, la desclasificación de archivos en el futuro seguramente aportará más detalles.

Colofón: la guerra empezó mucho antes de 2022, allá por 2014. La ampliación de la vista panorámica no es solo cronológica. Es también geográfica. Un cambio de escala en tiempo y espacio. Pero allí no queda todo. La ampliación cronológica y geográfica conlleva, además, una ampliación geopolítica, en términos de etiología o causalidad (condiciones de posibilidad y desencadenantes de la guerra). Y por ende, una ampliación «moral», en términos de deslindamiento de responsabilidades históricas. La propuesta de Poch es clara: ver todo el bosque, no solo el árbol.

Así, el librito nos conduce a una pregunta cardinal: “Pero, ¿por qué empezó todo esto en 2014?”. Rafael reconstruye someramente la genealogía-cóctel del conflicto: caída del muro de Berlín y disolución de la URSS, debilidad internacional de Rusia con Yeltsin, expansión militar de la OTAN hacia el Este (violando lo pactado con Gorbachov), diversidad etnolingüística de la Ucrania postsoviética, falta de federalismo y de interculturalidad, crisis económico-social, renacimiento de Rusia como potenciacon Putin, preocupaciones de seguridad geoestratégica y aspiraciones hegemónicas de Rusia en la región, injerencias e intrigas occidentales en Kiev, exacerbación de tensiones entre naranjas y azules dentro de Ucrania, inestabilidad política del país, auge del nacionalismo étnico ucraniano de derechas, crecimiento de partidos neonazis con milicias en Ucrania, políticas intolerantes de ucranianización y descomunización contra las minorías rusófonas del oriente y sur del país, golpe-revuelta del Maidán, secesión de Crimea, crisis separatista y guerra civil del Donbás, advertencias rusas desoídas por Occidente, militarización furtiva de Ucrania con el asesoramiento y sostenimiento de la OTAN… En síntesis, mucha agua pasó por debajo del puente antes que la “Operación Militar Especial” del Kremlin fuera tapa y escándalo en los diarios occidentales.

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En el tercer apartado (págs. 14-16), al hablar de los desaciertos de la Federación Rusa, Poch evoca su primer opúsculo sobre la guerra, La invasión de Ucrania.

“Las fragilidades de Rusia ahí apuntadas son manifiestas y el grueso de las consideraciones realizadas a ese respecto se mantienen. El Kremlin erró el cálculo no solo sobre la actitud del ejército ucraniano y la reacción de la mayoría de la población hacia su invasión, sino sobre la actitud de las élites ucranianas, que cerraron filas alrededor del desprestigiado presidente Zelenski. Pese al descalabro, es un hecho que, de momento, Rusia y su régimen han aguantado mucho mejor de lo previsto el fracaso de la «corta guerra victoriosa» buscada por el Kremlin”.

No se equivoca Poch. Con lentitud y dificultad, Rusia está avanzando en Ucrania, ganando la guerra. Las sanciones económicas concretas –mucho menos masivas que los repudios diplomáticos pour la galerie– parecen haber hecho poca mella en su economía, que ha demostrado tener una gran capacidad de resistencia, adaptación y dinamismo. Hay recesión en Rusia, pero light, al menos por ahora. Sus exportaciones energéticas de hidrocarburos –principal fuente de ingresos– no se han derrumbado, gracias a una mayor diversificación de los mercados (otros BRICS por ej.), pero también a una continuidad relativa –bajo cuerda, vergonzante– de las compras de la UE a través de India, Turquía y otros intermediarios. Los huecos dejados por las multinacionales foráneas que emigraron son llenados sin tardanza por empresas nativas. El keynesianismo militar –al decir de Ishchenko– parece tener mucho que ver con esta resiliencia macroeconómica del Oso ruso. Por lo demás, y esto también resulta clave, la estratégica relación bilateral entre Moscú y Pekín –históricamente difícil, por múltiples factores– vive una nueva luna de miel, con todo lo que eso significa en términos de comercio, finanzas, cooperación en ciencia y técnica, política exterior… Añádase la situación social y política al interior de la Federación Rusa: un liderazgo carismático, autoritario y paternalista de Putin fortalecido por la ola nacionalista de la Madre Rusia en peligro, revitalizado no tanto por el entusiasmo popular con la invasión a Ucrania en sí, sino, más bien, por el «instinto reptiliano» de la unidad nacional ante el agresivo intervencionismo de la OTAN y la histeria antirrusa en Occidente, que dejan muy poco margen de éxito proselitista a las fuerzas de oposición, que por otra parte siempre han sido marginales o débiles en la república iliberal putinista. Así y todo, señala Poch-de-Feliu,

“La suma de desastres cosechados es inequívoca. Moscú quería alejar a la OTAN de sus fronteras y la ha acercado. Quería disciplinar su entorno geográfico y ninguna de sus ex repúblicas soviéticas se ha alineado a su lado, excepto Bielorrusia […]. La integración de Rusia en la gran Europa y su razonable proyecto «de Lisboa a Vladivostok», que fue su reclamación histórica desde el fin de la Guerra Fría, han fallecido. Rusia no tiene aliados ni interlocutores/mediadores en Europa occidental, donde desaparecen los últimos vestigios de neutralidad […]. Se ha roto la relación económica de Rusia con Occidente y las sanciones económicas, impuestas en 2014 con motivo de la anexión de Crimea, han dado lugar a una guerra total –económica, comercial y financiera– contra ella. La especial relación con Alemania, iniciada con la reconciliación postbélica, dinamizada durante la Guerra Fría por la Ostpolitik socialdemócrata y culminada con la luz verde de Moscú a la reunificación nacional de octubre de 1990, ha concluido. El nexo energético que Moscú creía que moderaría a Berlín ha saltado, literalmente, por los aires por obra de un atentado de Estados Unidos, sin duda uno de los episodios más significativos del primer año de guerra […]. La clase política alemana y su complejo mediático se comportan como los leales vasallos de un país ocupado por Estados Unidos y se han convertido en uno de los polos de mayor hostilidad y macartismo social contra Rusia”.

Y otro error de cálculo más apunta Poch: la confianza de Rusia en la disuasión nuclear ha probado ser excesiva. La OTAN no se toma demasiado en serio el armamento de destrucción masiva que posee el Kremlin, ni tampoco sus reiteradas admoniciones. Washington y Bruselas están jugando con fuego… Rusia está convencida –con razón– que la expansión otanista hacia el Este europeo en general, y hacia Ucrania en particular, constituye una amenaza existencial. Y cuenta con una ventaja no menor, según los expertos, en caso de producirse una escalada bélica nuclear: sus misiles hipersónicos. Ahora bien, la doctrina nuclear de la Federación Rusa de Putin, a diferencia de la que tenía la extinta Unión Soviética, prevé no solo la utilización de armas de destrucción masiva en respuesta a una agresión anterior de ese mismo tipo, sino también un uso preventivo en situaciones de gran peligro para la seguridad nacional. Que es lo mismo que prevé la doctrina nuclear de los belicosos EE.UU., dueños del mayor arsenal atómico del mundo, y único país hasta ahora que ha cometido el crimen monstruoso de emplearlo, sin que medie ninguna amenaza existencial contra él (en el Japón exhausto, arruinado y casi vencido –o inerme– de agosto del 45, a más de 8.500 kilómetros de distancia de California). O sea, estamos sentados en un volcán, un volcán menos inactivo que nunca.

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Pero no solo Rusia erró en sus cálculos. También falló Ucrania. Esto nos conduce al cuarto parágrafo de la obra (págs. 16-23).

Termine como termine esta guerra, explica Poch, la grieta étnica del país persistirá. No solo persistirá: será mayor, será peor. Necesariamente, como consecuencia de la tragedia y el trauma que toda guerra supone: mortandad, devastación, éxodo, secuelas económicas y sociales de todo tipo, etc. Moscú cruzó el Rubicón cuando invadió Ucrania. Pero Kiev hizo lo propio, antes y después, con su fervoroso occidentalismo y otanismo sin respaldo popular mayoritario, con su insensata política nacionalista de ucranianización y descomunización, con su vista gorda ante las tropelías de los partidos neonazis y sus brazos armados, con su obcecada defensa del estado unitario, con su obtusa negación del problema de Crimea, con su reacción punitiva y militarista contra la rebelión popular del Donbás (a la que rápidamente declaró “terrorista” y casus belli, pero que inicialmente oscilaba entre el separatismo y el autonomismo; oscilación que Kiev, actuando como un nervioso y furioso elefante en un bazar, inclinó finalmente hacia el separatismo y el irredentismo).

“Las disfunciones internas de Ucrania han alimentado las opciones de las potencias implicadas en el conflicto. En Estados Unidos se impuso una concepción de Ucrania reducida al papel de instrumento de contención de la Rusia que levantaba cabeza y se reconstituía con Putin. En Rusia, donde sí hay conciencia de las divisiones internas del país, la afirmación nacional ucraniana bajo el gobierno de Kiev se reducía al propósito occidental de afirmar una «anti-Rusia» fuertemente militarizada y hostil junto a su frontera. A un año de su inicio, la invasión y la guerra han producido un enorme trasvase de población que ha alterado la composición étnico-política de Ucrania. El precio que el gobierno ucraniano paga por el no reconocimiento de su diversidad interna es la secesión del país. El trazado de esa nueva y dramática frontera entre ucranianos dependerá de la incierta evolución de la guerra en el campo de batalla”.

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¿Y qué hay de los errores de cálculo por parte de los países que conforman la UE, vasallos sumisos de ese dios Marte al otro lado del Atlántico Norte –hegemón en apuros– cuya mano se torna cada vez menos invisible a medida que su decadencia y senilidad agudizan su beligerancia imperial congénita? Esto nos responde Rafael Poch-de-Feliu en el quinto apartado (págs. 23-35) de su opúsculo:

“La experiencia histórica de las sanciones y bloqueos occidentales contra países adversarios, en Cuba, Irán o Corea del Norte (la Unión Soviética siempre fue objeto de ellas), es que, aunque hacen mucho daño y los endurecen sobremanera, no consiguen doblegar a los gobiernos castigados. Con la Rusia actual, la medicina es, además, contraproducente para quien la impone. Rusia tiene relativamente pocas líneas extranjeras de suministro, una gran capacidad de autosuficiencia y una enorme cantidad de materias primas de las que es suministrador principal de las economías occidentales, por lo que estas, y particularmente las europeas, se han dado un tiro en el pie. No se trata solo del gas y el petróleo, para los que Moscú está encontrando mercados alternativos a los occidentales, sino del níquel, del aluminio, de la plata, del neón (utilizado para producir microchips), de la madera, etc.”.

La Unión Europea está importando gas líquido por mar de Estados Unidos a precios onerosos, un 30% más caros. O sigue comprando hidrocarburos rusos en sordina a través de intermediarios que, obviamente, hacen pingües negocios con su intermediación. Todo eso, a Europa, le hacer perder mucho dinero, y, por consiguiente, competitividad. Empresas germanas se mudan a Norteamérica, coadyuvando a la reindustrialización de EE.UU. Los gastos del tan cacareado rearme tienen los mismos efectos recesivos, e igual beneficiario: el Tío Sam, proveedor estrella de armas a los actores de reparto de la OTAN, entre ellos Alemania, la mayor economía y potencia industrial de la UE, que hasta hace poco se ufanaba –por razones morales y fiscales– de la «exigüidad» y «baratura» de su aparato militar. Pero hay más que decir, y Poch lo dice:

“Mientras las sanciones parecen estar fracasando, en la Unión Europea de Von der Leyen cada vez hay menos políticos y más actores. No se hace política, sino gestos, declaraciones y anuncios sin apenas consecuencias. La Unión Europea vive en el reino de la imagen. Tan importante es el discurso de la presidenta como la combinación azul y amarilla de su traje ante el Parlamento Europeo. Las grandes tendencias del devenir mundial siguen su curso y la Unión Europea pierde los trenes.

La geopolítica se «inventó» en el siglo XIX en el viejo continente, pero, como dice el politólogo de Singapur Kishore Mahbubani, ‘en el siglo XXI ha olvidado que ese concepto se compone de política y geografía, y parece que Europa crea que su geografía y sus intereses en general coinciden con los de Estados Unidos’. Desde esa garrafal miopía, la Unión Europea ha enterrado las veleidades de autonomía estratégica, es decir, el propósito de adquirir el poder de tomar decisiones estratégicas por sí misma. Los impulsos de tal propósito partían del llamado ‘eje franco-alemán’, que era la matriz política de la Unión Europea. Con la guerra, aquel eje ha sido sustituido por el restablecimiento estricto de una disciplina que emana de Washington y se transmite al resto a través del eje Londres-Varsovia-Kiev. En Bruselas manda la OTAN y en la OTAN manda ese nuevo eje.

Como ha dicho un observador chino [Zhang Jian], ‘por mucho que la Unión Europea y Occidente culpen a Rusia, el hecho de que haya estallado de nuevo un conflicto en Europa es, en sí mismo, indicativo del fracaso de la estrategia de la Unión Europea hacia Rusia. La Unión Europea no ha encontrado la manera de coexistir con Rusia en el mismo continente desde el final de la Guerra Fría’. […]

“Europa se rearma contra Rusia, su gran proveedor energético, y contra China, su principal socio comercial […]. La ventaja de Estados Unidos hacia su competidor europeo aumenta”.

A diferencia de su compatriota José Antonio Zorrilla, Poch no menciona la vieja doctrina geopolítica del Heartland en su nuevo opúsculo. Sin embargo, algo de ella resuena en las páginas 29-30, cuando el analista catalán vincula la proxy war de Ucrania con la histórica preocupación y hostilidad de Washington a cualquier alianza o acercamiento de grandes potencias entre Alemania (titán euroatlántico industrial-financiero) y Rusia (coloso euroasiático energético y primario-exportador).

“…se trata de utilizar a Ucrania para separar a Rusia de Alemania.

La clase política [de Europa occidental] más incompetente desde la posguerra ha aceptado mansamente el cumplimiento de ese guion, sin siquiera protestar por el atentado cometido por Estados Unidos contra el gasoducto Nord Stream en septiembre de 2022 y hasta colaborando con las torpes maniobras mediáticas de distracción encaminadas a confundir a la opinión pública sobre su evidente autoría y propósito”.

No vaya a creerse que el obstruccionismo yanqui al nexo energético-industrial entre Rusia y Alemania (sabotajes incluidos) es algo reciente. En absoluto. Como bien explica con detalle Rafael, se retrotrae a la guerra fría. A la luz del recuento de precedentes históricos que hace nuestro autor, podemos concluir que, como dice Qohélet en el Eclesiastés, no hay nada nuevo bajo el sol.

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El sexto y penúltimo parágrafo del librito (págs. 36-38) empieza así: “Hay un consenso general de que el gran marco de las relaciones internacionales en el momento en el que nos ha tocado vivir consta de dos aspectos fundamentales: 1. El relativo declive de la potencia occidental que ha dominado el mundo los últimos años”, a saber, Estados Unidos; “y 2. El traslado de la potencia desde Occidente hacia Asia”, básicamente China, pero no solo ella. La guerra de Ucrania se inscribe en ese contexto general, pero, señala Poch, “lo que aquí importa es cómo la primera potencia mundial reacciona a la situación”.

¿Cómo reacciona el Tío Sam? Con lo que Poch, en un artículo de 2020 para CTXT, había llamado “síndrome Qing”, tomando prestada la expresión del historiador chino Wang Gungwu, que comparó la orgullosa ceguera de la dinastía Qing y sus mandarines para enfrentar la amarga realidad decimonónica de un Occidente tecnológica y económicamente superior, con el arrogante autoengaño de unos Estados Unidos declinantes que no están dispuestos a asumir que la pujante China los pueda alcanzar y superar en lo que resta del siglo XXI.

No, los EE.UU. no aceptan por nada del mundo ser número 2, debajo de China. Cualquier político republicano o demócrata que fuera patriota, pero también realista y sensato, y que se candidateara a la presidencia del país haciendo campaña con un plan estratégico de adaptación o ajuste a las nuevas circunstancias objetivamente desfavorables de la geopolítica global, cometería un suicidio electoral. Más que eso: incurriría en un «derrotismo abominable» propio de un «traidor a la patria», que lo haría «merecedor» del escarnio y la ignominia.

Pero lo peor de este síndrome Qing no es su indigencia intelectual y moral, sino sus consecuencias psicológicas y –mucho más importante– políticas, a nivel práctico, en el campo de las relaciones internacionales: frustración, nervios, rencor, empecinamiento, ira, revanchismo, agresividad, solucionismo punitivo-militar. Con un agravante tremendo: el gran declive científico-tecnológico y económico de Estados Unidos todavía no ha afectado su estatus de única superpotencia militar y naval, y principal detentador de armamento nuclear. La China Qing del siglo XIX estaba a la zaga del Occidente capitalista en todos los rubros geoestratégicos: ciencia, tecnología, industria, comercio, finanzas, ejército, marina… Los EE.UU. del siglo XXI, pese a todo, no han perdido todavía su primacía económica (su PBI sigue siendo el mayor del mundo, su moneda sigue señoreando en las transacciones internacionales) y guardan un as en la manga: sus fuerzas armadas y su arsenal nuclear. Este combinado de declive tecnológico-económico relativo y superioridad militar-naval incontrastable resulta –permítaseme recurrir al lenguaje popular y su ingenioso humor– peligroso como mono con navaja, esté Trump o Biden en la Oficina Oval de la Casa Blanca. Así las cosas, y retomando nuestro hilo conductor, cabe preguntarse con Poch:

“¿Cuál es ahora el propósito de Estados Unidos en Ucrania? ¿Cuál el objetivo? ¿Se trata del cambio de régimen en Moscú? ¿Disolver Rusia en varios estados? ¿Agotarla? Tratándose de una superpotencia nuclear todos esos objetivos son demenciales. La ceguera estratégica demostrada en Afganistán e Irak es ahora mucho más temeraria, porque abre una caja de Pandora tan imprevisible como inquietante, particularmente para Europa. Y eso es lo que pone de candente actualidad la necesidad de que Estados Unidos se vayan de una vez por todas de Europa, como deberían haber hecho al concluir la Guerra Fría. Que nadie reclame hoy esto forma parte de la ceguera. Así pues, a un año del inicio de la invasión, asistimos a una debacle estratégica general de todas las partes implicadas y a una incertidumbre completa, pero la de Estados Unidos es, sin duda, la principal y la que mayores consecuencias tendrá porque podría arrastrarnos a la tercera guerra mundial”.

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Pasemos al séptimo y último apartado (págs. 38-45) de Ucrania, la guerra que lo cambia todo. Versa, entre otras cosas, sobre «el resto del mundo». ¿Qué tan aislada internacionalmente está la Federación Rusa de Putin que ha invadido a su díscolo vecino pro-OTAN gobernado por Zelensky? Rafael constata una verdad incómoda para Occidente:

“El aislamiento internacional de Rusia es relativo. Por un lado, 141 de los 193 miembros de la ONU han condenado la invasión de Ucrania, pero solo una minoría de países occidentales y algunos de sus aliados, ni siquiera todos ellos, han ido más allá. Dos tercios de la humanidad se ha negado a apoyar el envío de armas a Ucrania y las sanciones contra Rusia. El entendimiento de la crisis compartido por la mayoría parece ser el de defender el legítimo derecho de los ucranianos a su soberanía e integridad territorial y oponerse al mismo tiempo a la guerra por procuración que Estados Unidos y la OTAN están llevando a cabo en Ucrania contra Rusia, con China en mente. Para el Sur global, una guerra del hegemonismo occidental que debilite el papel ruso en el equilibrio mundial no es una causa a la que sumarse. Tal debilitamiento tendría consecuencias desastrosas para todo aquel que se oponga a los designios del hegemonismo. Esta consideración no cuenta en Europa y Estados Unidos, pero es básica en América Latina, Asia, África y Oriente Medio, e impide a la izquierda abrazar la causa ucraniana al lado de quienes acaban de incendiar el Oriente Medio, desde Libia a Afganistán. […]

Con su invasión, Putin ha acelerado procesos que están cambiando el aspecto del mundo. De repente se hace evidente que muchas cosas están escapando al control de Washington y sus aliados. Muchos países hacen cola ante la puerta de los BRICS o de la Organización de Cooperación y Seguridad de Shanghai para ingresar como miembros u observadores”.

Dentro de Rusia, el régimen putinista se ha vuelto aún más autoritario debido a la guerra de Ucrania y la «amenaza existencial» de la OTAN, pero también más social. Necesitado como nunca de apoyo popular, Putin ha debido –y sabido– implementar políticas distributivas que benefician a los trabajadores e incomodan a los oligarcas, aunque sin traspasar jamás los límites del capitalismo. Este «bonapartismo de retaguardia» va de la mano, por supuesto, con el «keynesianismo militar», del que ya hemos hablado. Son dos caras de una misma moneda. En palabras de Poch,

“…el Kremlin propone a la sociedad un nuevo contrato social, con mayor reparto, menos desigualdad y abuso económico, o bien la mera represión no podrá impedir una quiebra del régimen político. […]

Independientemente de su efectividad a largo plazo, todo eso está incentivando la economía nacional y contribuyendo a la reconstrucción del Estado social. Los últimos discursos de Putin apuntan nuevos tonos «sociales» y «anticoloniales», con insólitas críticas a los oligarcas que ya no tienen la posibilidad de disfrutar de sus palacios y yates en Londres o la Costa Azul. ‘El pueblo no les tiene ninguna lástima’, ha dicho Putin, haciendo un llamamiento a los ricos que ya no pueden evadir sus beneficios a paraísos fiscales a invertir patrióticamente en la economía nacional. Todo esto está dirigido a construir un nuevo consenso social en el país y su evolución deberá ser observada atentamente”.

¿Cuáles son los futuribles de la guerra de Ucrania?, se plantea después Poch-de-Feliu. Para responder este interrogante, nuestro autor echa mano a una disertación que el politólogo francés Jacques Sapir dio junto a Emmanuel Todd en marzo.

Un primer escenario sería el de una ofensiva ucraniana exitosa, que lograra separar el Donbás ruso de la Crimea rusa. Poch conjeturó esto en marzo. Ya estamos en julio, y sabemos que a Kiev le ha ido bastante mal con su ofensiva… Por ende, la posibilidad de que el conflicto se congelara “con un armisticio a la coreana, es decir sin acuerdo de paz ni más negociación que un alto el fuego”, no parece, de momento, muy probable o cercana.

Segunda hipótesis: el ejército ucraniano colapsa, las tropas rusas emprenden un avance arrollador y Polonia envía una expedición militar de socorro sin autorización –oficial al menos– de la OTAN. Es un escenario sumamente peligroso, por los riesgos obvios de escalada. “Con su anuncio de desplegar armas nucleares estratégicas en Bielorrusia”, nos recuerda Rafael, “Putin parece prepararse para la eventualidad de una intervención militar polaca, cuyas consecuencias serían imprevisibles”.

Tercer futurible: la situación actual –pequeños triunfos y lentos avances del ejército ruso– se sostiene en el tiempo, hasta que alguna gota rebasa finalmente el vaso de Kiev. Entonces, “Ucrania se aviene a negociar pérdidas territoriales y neutralidad, a cambio de garantías de seguridad”, como hizo la Finlandia del mariscal Mannerheim en la guerra de Invierno contra la Unión Soviética de Stalin (de ahí que Poch, parafraseando a Sapir, llame a este eventual desenlace “escenario Mannerheim”).

Las tres hipótesis de Sapir entrañan grandes peligros. Por eso Poch concluye su librito con un llamado a la paz. Pero ¿tenemos ejemplos para creer en la paz, entre tanta mortandad y absurdidad bélicas, tanto horror y sinrazón fratricidas? Los tenemos. Uno de ellos le parece particularmente significativo: centenares de miles de jóvenes que desertan o huyen de la guerra, tanto en la Rusia de Putin como en la Ucrania de Zelensky.

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Pacifismo, sí. Pero sin tibiezas biempensantes ni zonceras salomónicas. Pacifismo informado, lúcido, panorámico, crítico y valiente. Pacifismo con dilucidación de causas históricas y señalamiento de responsabilidades políticas. Pacifismo bien situado, consciente de habitar un mundo capitalista lleno de contradicciones estructurales y desigualdades materiales, interpelado por esa urgencia socioambiental que Jorge Riechmann ha llamado –con alarma realista, pero sin alarmismo pesimista– “Siglo de la Gran Prueba”.

Quizás en esto radique el mayor valor de la breve obra que terminamos de reseñar aquí: militar la paz con parresía, sin renunciar a una racionalidad capaz de explicar, cuestionar y transformar lo dado, lo impuesto. Pacifismo que va a la raíz de la guerra, como un topo. Pacifismo radical.

¿El pacifismo puede ser radical sin ser anticapitalista? Corro el riesgo de sobreinterpretar demasiado a Poch si le atribuyo una respuesta negativa sin haber hablado del asunto –espinoso como pocos– con él. En lo que a mí concierne, opino que no.

Carlos Taibo lo ha resumido todo en esta simple pero honda –y bella– consigna ético-política: “no a la guerra entre los pueblos, no a la paz entre las clases”. La guerra entre los pueblos es fratricidio, peligro de barbarie. La guerra entre las clases es revolución, esperanza de utopía.

Federico Mare