Mañana es 31 de octubre, «Víspera de Todos los Santos». Eso significa Halloween. Se conoce poco su etimología, pero dicho sustantivo inglés no es más que la contracción de All Hallows’ evening.

Suena muy cristiano, ¿verdad? Sin embargo, todos sabemos que la celebración poco y nada tiene de cristiano… Se trata de un típico ejemplo de sincretismo, igual que nuestro tradicional Carnaval: los misioneros foráneos de la Iglesia tardoantigua y medieval dándole un barniz de ortodoxia teológica a la religiosidad politeísta local, a los mitos y ritos del paganismo ancestral. Algo así como un caballo de Troya de la evangelización, que por fuerza de las circunstancias –la inercia cultural– debía asumir su proselitismo a largo plazo, con astucia y paciencia. Siglos después, ocurriría lo mismo en la conquista española de América, cuando las órdenes religiosas construyan sus iglesias sobre las ruinas de los templos aztecas, mayas e incas; o asimilen ex professo a las deidades indígenas con las figuras de la Trinidad, la Virgen María o los personajes del santoral, induciendo un proceso de aculturación «por mimetismo» con altas dosis de transferencia subrepticia de sacralidad. Claro que el éxito de una cristianización semejante entrañaba un riesgo no menor: la superficialidad de las conversiones espirituales, la perpetuación subterránea del paganismo. Eso fue lo que pasó con el Carnaval, y también con la Víspera de Todos los Santos.

Pero volvamos al presente. Halloween nos acecha. Halloween nos rodea e invade. Ya está aquí entre nosotros, para bien o para mal. Y todo hace suponer (Hollywood sigue liderando la cultura posmoderna de masas y las plataformas de streaming colonizan como nunca nuestro ocio cotidiano) que su presencia se seguirá expandiendo, afianzando. Es un fait accompli, dirían en Francia. Un «hecho consumado», diríamos en Argentina (país desde donde escribo), Hispanoamérica y España. Y a los hechos consumados no se los niega. Se los justifica o se los cuestiona. Se los acepta o se los combate. Pero no se los niega.

Negar la realidad es un acto de estulticia, y nada provechoso cabe esperar de él. El optimismo que se necesita –Gramsci y Mariátegui nos lo enseñaron– es el de la voluntad y el del ideal, no el de la inteligencia. La inteligencia debe ser «pesimista», es decir, realista y crítica. Sin diagnósticos honestos, no hay remedios eficaces, ni en medicina, ni en política.

Al menos 150 personas han muerto en Seúl celebrando masiva y febrilmente Halloween, como es costumbre desde hace años en las calles y los bares del barrio Itaewon. Hubo una gran estampida y encerrona, al parecer causada por el rumor de que estaba presente en la zona una celebrity. Una multitud se abalanzó como una manada en una callejuela demasiado estrecha, protagonizando una autoaniquilación involuntaria de lo más absurda, donde las personas –entre las cuales no faltaban turistas– morían como moscas, asfixiadas o aplastadas. Esta tragedia asociada a la halloweenmania ocurrió en Corea del Sur, no en los Estados Unidos, lo cual dice mucho sobre ciertas tendencias culturales de estos tiempos, como el esnobismo y la globalización.

La pregunta del título se impone, pues, con la fuerza objetiva de todo cuanto acontece históricamente fuera de nuestra conciencia racionante, acicateándola, preocupándola, interpelándola: ¿qué hacemos con Halloween? ¿Lo celebramos o no?

Me inclino más por la segunda opción, siempre y cuando la razón sea el antiimperialismo de izquierda y no el patrioterismo de derecha, máxime si ese patrioterismo de derecha no es consecuente en sus reclamos de pureza telúrica y críticas al cipayismo cultural (Halloween no, pero McDonald’s y Santa Claus sí). Porque en verdad, lo confieso, Halloween per se –prescindiendo de sus implicaciones y connotaciones– no deja de caerme simpático; o al menos, de resultarme más digerible que algunos rancios festejos vernáculos de raigambre hispanocatólica, como el ominoso 12 de octubre o el Día del Apóstol Santiago, el Matamoros.

Aunque la globalización de Halloween lleva consigo el estigma de la hegemonía cultural del Tío Sam, la mácula infamante de Hollywood y Disney, no olvido su añejo y entrañable origen pagano (fiesta agrícola del Samhain, al final de la cosecha), ni el modo plebeyo en que echó raíces, mucho tiempo después, en suelo norteamericano. Fueron los goidelos o gaélicos (los antiguos celtas de Irlanda, el oeste de Escocia y la isla de Man) quienes lo celebraron por primera vez, mucho antes del cristianismo. Y fueron, sobre todo, los campesinos irlandeses que huían de la Gorta Mór (Gran Hambruna) quienes lo introdujeron en EE.UU. a mediados del siglo XIX, causando repugnancia e indignación en las clases altas y medias puritanas, que intentaron en vano desterrarlo por su impronta profana, «paganizante» y «anticristiana» (cualquier semejanza con los avatares del Carnaval en nuestro país es pura coincidencia)*. Si hay algo que no se puede decir de Halloween, es que tenga un origen burgués, ni siquiera en el país que lo masificó y globalizó a través de su industria cultural. Se fue aburguesando, sí. Pero al principio era un festejo popular de campesinos y obreros inmigrantes, mayormente irlandeses católicos y escoceses Highlanders que no encajaban en los estándares mojigatos de la élite WASP (White Anglosaxon Protestants), como los montañeses Hillbillies de los Apalaches.

Tampoco olvido, viendo la expectativa que genera Halloween en nuestros niños y niñas (que en su inocencia, poco y nada saben de imperialismo y antiimperialismo), que el mismísimo fútbol, el deporte nacional, la gran pasión de los argentinos, llegó a estas tierras de la mano de los ingleses a fines del siglo XIX, cuando el Imperio Británico estaba en su apogeo y nuestro país era poco menos que una semicolonia de Su Majestad. Dudo mucho que los criollos de la Argentina profunda hayan visto con buenos ojos, al comienzo, ese foráneo y estrafalario pasatiempo practicado por los gringos que trabajaban en las compañías ferroviarias británicas. ¡Un juego contra natura, que se juega con los pies y no con las manos!

Y así como con el fútbol, este ejercicio de desmitificación genealógica bien podría realizarse con muchos otros fenómenos culturales de fuerte arraigo nacional: el rock, los jeans, la cerveza, las pastas… La tarea de los historiadores es –parafraseando a Hobsbawm– recordar lo que los demás olvidan, incluso, y sobre todo, cuando esa recordación causa incomodidad o fastidio.

Lo sé: estoy simplificando las cosas. El fútbol, más allá de su origen extranjero, caló muy hondo en el pueblo argentino, y este, lejos de asimilarlo pasivamente, por ósmosis, fue capaz, con el transcurso del tiempo, de transformarlo, de resignificarlo, de reinventarlo, y finalmente, de apropiarse de él: Alumni, el folclore de las hinchadas, River-Boca, los relatos de Fioravanti, la Máquina, el gol del Chango Cárdenas, los Carasucias, Independiente Rey de Copas, la revolución táctica del Estudiantes de Zubeldía, el Mundial del 78 (con sus luces y sombras), el fenómeno Maradona, México 86, Italia 90, menottistas vs. bilardistas, la rivalidad con Brasil, Riquelme, los cuentos de Fontanarrosa, la relación de amor-odio con Messi… Existe, pues, a esta altura de la historia, una cultura futbolera específica y distintivamente argentina, muy diferente a la de Gran Bretaña, la madre patria del balompié.

No sólo eso: paradójicamente, en una ironía de la historia, el fútbol terminó siendo una potente caja de resonancia de los sentimientos antiimperialistas del pueblo argentino: los cánticos anglófobos, el Día del Futbolista Argentino (cuando se conmemora la épica victoria contra Inglaterra de 1953, y la actuación consagratoria de Ernesto Grillo), el irreverente Rattín retorciendo el banderín de la Union Jack y sentándose en la alfombra roja del Wembley reservada a la reina, el relator Juan Carlos Morales obligado a hacer malabares radiofónicos para no decir «Inglaterra» en el partido que la Three Lions disputó contra Alemania en España 82 (pocos después de concluida la guerra de Malvinas), los dos goles de Diego a los ingleses (el Gol del Siglo y la controvertida mano de Dios), el dramático triunfo por penales en Francia 98…

Otro tanto ha sucedido con el rock & roll, devenido entre nosotros en rock nacional: El Club del Clan, Los Gatos, Almendra, Manal, Pescado Rabioso, Vox Dei, Pappo’s Blues, Sui Generis, La Máquina de Hacer Pájaros, Serú Girán, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Los Abuelos de la Nada, Virus, Sumo, Soda Stereo, Fito Páez, V8, Rata Blanca, Ataque 77, La Renga, Bersuit Vergarabat y un largo etcétera. Mucha agua pasó por debajo del puente (sesenta años de acriollamiento, seis décadas de argentinización) desde que Mr. Roll y sus Rockers cosecharan fama importando de Estados Unidos covers de Bill Haley & His Comets, que eran invariablemente cantados en inglés, sin ningún matiz rioplatense. Y también en este caso hay una paradoja que contar: el rock nacional alcanzó la masividad con la crisis de Malvinas, cuando la dictadura militar creyó oportuno restringir la difusión de canciones en inglés. La tragedia bélica del 82, por lo demás, inspiraría no pocos clásicos del género, como No bombardeen Buenos Aires, de Charly García, y Reina Madre, de Raúl Porchetto, en los que aflora la crítica al imperialismo británico de la era Thatcher.

Un ejemplo más: el legendario asado, «quintaesencia de lo argentino». El que antaño comían los gauchos, durante la Colonia y la mayor parte del siglo XIX, nada tiene que ver con el que degustamos ahora nosotros. El asado pampeano clásico se hacía a la estaca o a la cruz, con carne magra y dura de vacunos criollos descendientes de las viejas razas ibéricas (principalmente la Andaluza); amén de que se comía al pan, sin más utensilios que el facón. El que comemos nosotros, en cambio, se hace generalmente a la parrilla, con carne mucho más blanda y de mayor contenido graso obtenida de bovinos refinados, resultantes del cruzamiento con ejemplares Shorthorn, Hereford y Aberdeen Angus (todas razas pedigree de origen británico); sin contar que se come al plato, con cuchillo y tenedor. Al rústico paisanaje de los tiempos de Rosas nuestro asado le habría parecido una comida demasiado delicada, exótica y sofisticada, de modo análogo a lo que hoy piensan del sushi muchos cultores de la «argentinidad al palo».

No más digresiones. Me pregunto si mis tataranietos no harán este tipo de observaciones y reflexiones respecto a Halloween dentro de cien años. Si el football devino fútbol, si el rock & roll devino rock nacional, si el asado gauchesco devino asado típicamente argentino a través de la «britanización» (tanto de las haciendas vacunas como de nuestro propio paladar), ¿no podría suceder algo parecido con el festejo del 31 de octubre? ¿Halloween no acabará decantando en una Noche de Brujas acriollada, argentinizada? Sería temerario y soberbio descartar de plano esa eventualidad. Ya tenemos un antecedente en América Latina: la comarca mexicana de Zacatecas, donde Halloween no existe en estado puro, sino entremezclado con el tradicional Día de Muertos.

Panta rhei, «todo fluye», afirmó Heráclito. Y esto vale también para los fenómenos de la cultura. También ellos son criaturas de Cronos, juguetes del tiempo, cantos rodados de ese impetuoso y ubicuo río que es el devenir. Inmersas en la correntada de la historia, las prácticas culturales cambian, mutan, se transforman; sin cesar se renuevan, se resignifican, se reciclan. Y otro tanto debe hacer el sujeto que quiere seguir teniendo de ellas un conocimiento ajustado. Con una ontología del devenir, nada se corresponde mejor que una gnoseología del devenir. Los esencialismos falsean siempre la realidad.

No es posible comprender adecuadamente los fenómenos culturales «congelando» para siempre el momento de su origen, haciendo del método genealógico una panacea explicativa sin fecha de vencimiento. Las cosas son lo que son (lo que han llegado a ser), y no lo que fueron en sus inicios remotos, por mucho que conserven de sus inicios remotos. Afirmar lo contrario es incurrir en lo que se denomina falacia genética, es decir, la falacia de absolutizar el momento de la génesis o nacimiento, haciendo abstracción del decurso histórico ulterior y de los cambios que este inexorablemente trae aparejados. A este extravío de la conciencia histórica en los laberintos de la arché platónica (la permanencia inconmovible de los entes en su principio), Marc Bloch lo llamó certeramente l’idole des origines, «el ídolo de los orígenes». Nada se reduce a su origen, salvo en el instante mismo de su origen. La historicidad, la diacronía, son inmanentes a la realidad social, nos guste o no nos guste.

El concepto de hibridación cultural acuñado por García Canclini es, en este sentido, profundamente iluminador. La globalización, al decir del antropólogo argentino nacionalizado mexicano, es una época de culturas híbridas, de culturas en interacción y transformación permanentes. Ninguna de ellas permanece quieta, anclada en su génesis. Todas están en movimiento, y se refunden, se acrisolan… Aunque, claro está, en esa dinámica de hibridación entran a tallar correlaciones de fuerza que exceden ampliamente lo cultural, asimetrías de poder económico, desigualdades de orden geopolítico. Los Estados Unidos exportan Halloween ad nauseam, pero México no exporta su Día de Muertos, no menos antiguo y pintoresco que el primero.

Por otra parte, no hay que olvidar que el Halloween angloamericano no es monolítico. Conviven en él varias tradiciones. Hay un Halloween más mainstream, más estandarizado (el trick-or-treat, el Jack-o’-lantern, los disfraces terroríficos, el apple bobbing, etc.), y un Halloween más under, más alternativo, como el que celebran las mujeres feministas de la Wicca diánica, especialmente las estadounidenses de la Nueva Inglaterra, donde la vieja tradición colonial-puritana local de la caza de brujas (los Juicios de Salem, el calvario de Alse Young y otros sucesos o personajes del siglo XVII) ha sido profusamente romantizada desde una perspectiva revisionista y esotérica de género, que ha dado origen, a su vez, a infinidad de ficciones literarias, series de TV, películas e historietas. Asimismo, conviene recordar que las culturas ibéricas (principalmente la gallega y asturiana) poseen muchas tradiciones de raigambre céltica, entre ellas la fiesta del Magosto (que también se deriva del Samhain) y las calabazas con velas. El neoceltismo está recuperando y aggiornando ese folclore ancestral, y fusionándolo con el Halloween importado de ultramar. El asunto es más complejo de lo que parece a simple vista.

Insisto: no me disgusta Halloween como hecho folclórico en sí, como tradición popular de los irlandeses, escoceses y sus descendientes. Me disgusta cuando se manifiesta en contextos de masificación y aculturación, como burda mercancía del capitalismo y como insidioso instrumento del neocolonialismo.

¿Qué sería de Halloween sin la omnímoda hegemonía del Tío Sam a escala planetaria? Probablemente, una celebración circunscrita a un puñado de regiones: básicamente, Irlanda, Escocia e isla de Man, y la América anglosajona alcanzada por el gran éxodo irlandés y escocés del siglo XIX, vale decir, los Estados Unidos y el Canadá británico (en Inglaterra, lo mismo que en Australia y Nueva Zelanda, la popularización de Halloween es un fenómeno bastante más tardío, en gran medida asociado al impacto cultural de Hollywood entrado ya el siglo XX, sobre todo a partir de la segunda posguerra).

¿Cómo será Halloween, fuera de dichas regiones, dentro de varias décadas, cuando el mestizaje cultural haya hecho su silenciosa faena? ¿Qué se pensará y dirá de este festejo (hoy tildado con mucha razón de extranjerizante) en Argentina y el resto de Latinoamérica, en Asia y África, en la Europa continental y Oceanía? Nadie puede saberlo con certeza. Pero es muy factible que se piensen y digan cosas bastante diferentes a las que se piensan y dicen ahora. Ya pasó muchas veces en la historia (como con el fútbol y el rock), y puede que vuelva a pasar.

Habiendo visitado nuestras pampas en tiempos de Rosas, Woodbine Parish escribiría: “En la población del campo, sobre todo, las manufacturas de Gran Bretaña han llegado a ser artículos de primera necesidad. El gaucho anda todo cubierto de ellas. Tomad sus arreos, examinad su traje, y lo que no está hecho de cuero es de fabricación inglesa. El vestido de su mujer sale también de telares de Mánchester, la olla en que prepara su comida, los platos en que lo toma, el cuchillo, el poncho, las espuelas, el freno, todo viene de Inglaterra”. Ningún nacionalista valedor del Día de la Tradición y la Vuelta de Obligado osaría poner en tela de juicio la argentinidad del gaucho por ese motivo. El Restaurador, por su parte, estaba encantado con su cuchillo Bowie estilo yanqui manufacturado en la muy inglesa ciudad de Sheffield, y el Chacho sentía gran aprecio por su puñal de exótica procedencia oriental, presumiblemente (según la conjetura autorizada del estudioso Abel Domenech) un kindjal caucásico. Ni Rosas, ni Peñaloza, han sido tildados de antipatriotas por no usar facones de pura cepa criolla o cuchillos importados de la españolísima Toledo.

Pues bien: ¿por qué no habría de ser posible que, algún día lejano, una hipotética Noche de Brujas acriollada en la larga duración braudeliana, argentinizada por la prepotencia o contumacia de Cronos, nos merezca la misma benevolencia o comprensión? Medir con doble vara es algo hipócrita e injusto, o al menos una falta de espíritu crítico. ¿No estaremos pecando de prejuiciosos y gerontocráticos? ¿No fuimos nunca adolescentes que escuchábamos a los Beatles, Pink Floyd, Led Zeppelin, Sex Pistols, Peter Gabriel o U2, y que hacíamos pito catalán a las catilinarias nacionalistas o antiimperialistas de nuestros padres y abuelos amantes del tango y el folclore? Quizás debamos desconfiar un poco de la generación mayor que pontifica, y otorgar el beneficio de la duda a la generación menor que es pontificada…

En lo que a mí respecta, como vivo en el presente y no en el futuro, y como no puedo olvidar que Halloween (más allá de su encantador origen celta, tan poco anglosajón) se mundializó al socaire de la supremacía estadounidense, opto por no celebrar la noche del 31 de octubre. Pero si me fuera dada la chance de viajar en una máquina del tiempo al siglo XXII, y viera a mis compatriotas celebrar la Noche de Brujas con una serie de variantes heterodoxas que hicieran de ella algo más vernáculo, más nuestro, y no un vulgar remedo esnobista del Halloween made in Hollywood, posiblemente me sumaría a los festejos, del mismo modo en que hoy no me privo de disfrutar de nuestro fútbol y nuestro rock, que tampoco nacieron en estas latitudes australes. O en todo caso, no tendría cara para levantar el dedo acusador contra mis futuros connacionales por un vicio que, al fin de cuentas, yo también poseo aquí y ahora.

Por lo demás, Halloween tiene algo positivo que solemos pasar por alto, y que un amigo me hizo notar con perspicacia: las visitas infantiles en busca de golosinas, mal que bien, fomentan cierta interacción vecinal en los edificios y barrios de las megalópolis o las grandes ciudades, en una época donde el individualismo, la soledad, el trato impersonal, la desconfianza hacia el prójimo y el miedo a la inseguridad están haciendo añicos la sociabilidad comunitaria y los valores de hospitalidad (¡ni hablar en la pandemia y pospandemia!). Que el piberío de la cuadra o de otros pisos, con disfraces terroríficos y caras traviesas no exentas de timidez, nos toque el timbre una vez al año pidiéndonos caramelos o chocolatines, no puede ser algo tan malo… Darles a estos niños y niñas un sermón catoniano de patriotismo o antiimperialismo (conozco gente que lo hace, y que se ufana de ello) me parece una actitud arrogante y poco inteligente, que acaso esconde motivaciones más mezquinas como la tacañería o la misantropía. Y algo más hay que decir: en esta América Latina donde las iglesias evangélicas integristas no paran de crecer (el Brasil de Bolsonaro, por poner un caso), su odio santurrón y militante contra Halloween –lo consideran pagano y diabólico– bien podría considerarse un argumento apologético.

Si este ensayo aporta o no una solución satisfactoria al problema de Halloween, francamente no lo sé. De hecho, no estoy seguro que la haya. Pero creo, al menos, que puede servir para complejizar y sincerar un poco el debate. Con eso me basta. Desprenderse del sentido común y sus simplismos maniqueos siempre representa un buen punto de partida para el pensamiento crítico, algo que la izquierda nunca debiera dejar de honrar.

Federico Mare


NOTAS

* Varios fueron los gobiernos autoritarios de derecha que, en la Argentina del siglo pasado, tomaron medidas prohibitivas o restrictivas contra el Carnaval. La última dictadura militar, por ej., suprimió en junio de 1976, poco después del golpe, los feriados de lunes y martes de Carnaval. Lo hizo en nombre de la «moral y las buenas costumbres», pero también en nombre de la «cultural del trabajo». Videla y compañía consideraban que el Carnaval fomentaba la indecencia y la vagancia.