Ilustración: Emilio Salgari, creador de Sandokán, el tigre de la Malasia, de Javier Covo, https://javiercovo.com

Nota.— El presente artículo, escrito por Emilio Pascual –un literato, crítico y editor español– fue originalmente publicado como apéndice en una reedición castellana de la novela de Salgari Los tigres de Mompracem (Anaya, Madrid, 1988, col. Tus Libros). Posteriormente, sería republicado en los Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil, n° 154, Barcelona, nov. 2002, pp. 36-46. Esta última versión es la que aquí reproducimos.
Al hacer esto, buscamos promocionar desde Kalewche nuestro “Dossier sobre Emilio Salgari: vida, obra, muerte, legado”, que verá la luz el próximo domingo en nuestra revista trimestral Corsario Rojo, con el lanzamiento de su primer número. El nombre Corsario Rojo es tanto una metáfora política –fácil de captar– como un tributo literario al personaje salgariano, aquel hermano difunto del Corsario Negro cuya muerte en la horca este se empeña en vengar (aunque también es un homenaje a la novela The Red Rover, de Fenimore Cooper, cuya traducción castellana sería “El Corsario Rojo”).
El copete que acompaña al artículo de Pascual en Cuadernos… dice así: “El niño que quiso ser marino, tuvo que conformarse con inventar héroes que surcaron todos los mares, desafiando mil y un peligros. Sandokán, el Corsario Negro, Tremal-Naik, Yáñez, Yolanda, son personajes inmortales que siguen iluminando la juventud de muchos jóvenes. Ese es el tesoro que nos legó Emilio Salgari, después de una vida de ‘esclavo’ de la literatura, obligado a producir a un ritmo extenuante para poder dar de comer a su familia. El ‘Verne italiano’ gozó del éxito popular, pero fue explotado por sus editores y despreciado por la crítica”.
Las aclaraciones en cursiva entre corchetes son de los editores de Kalewche. Nuestra gratitud con Viviana Hidalgo, por haber colaborado en la edición de este texto.

Un hombre, un hombrecillo más bien,
con un destino gigantesco.
Un narrador que vive encadenado a su mesita,
un capitán que no ha viajado nunca,
un suicida, hijo de suicidas y padre de suicidas.
Un italiano que, en aquella Italia primero giolittiana
y luego mussoliniana, fue exaltado, instrumentalizado,
menospreciado, escarnecido, amado hasta la locura.

G. Arpino y R. Antonetto1

La Italia de Salgari es la de Humberto I, que subió al trono en 1878, y la de los ministros Depretis, Crispi y Giolitti. Italia acababa de salir de un Risorgimento, que, si había llevado a Italia a la unidad, no por ello había dejado de ser azaroso, en ocasiones equívoco, y con muchos problemas por resolver.2 Emilio Salgari había nacido en 1862, un año después del nacimiento oficial de Italia como reino y como nación. Los últimos cabos pendientes (Venecia y la «cuestión romana») fueron atándose en los diez primeros años de andadura. Venecia se incorporó a Italia en 1866 tras el final de la guerra austro-prusiana y un extraño tejido de convenios y pactos diplomáticos. Otra guerra, la franco-prusiana, liquidó la «cuestión romana»: la caída de Napoleón III desalojó Italia de tropas francesas, y en 1870 el ejército italiano entró en Roma, donde se instala definitivamente la capital italiana.

La época: tensiones políticas y sociales

Pero había acabado la época «gloriosa» y efervescente y comenzaba la prosaica. Había que luchar contra la pobreza, el analfabetismo, la falta de preparación para la vida moderna: se trataba, en una palabra, de solucionar las cuestiones de cada día. En 1876 subió la izquierda al poder. Una izquierda, por lo demás, que ya había aceptado la plataforma monárquico-constitucional, y que en realidad no aportaba excesivas novedades respecto al anterior partido gobernante. De 1876 a 1887 gobernó A. Depretis. Su política parlamentaria, conocida con el nombre de «transformismo», consistía en pactar coaliciones transitorias para conseguir ciertos objetivos o promulgar determinadas leyes.

La crisis agraria, sobre todo después de 1880, se tradujo en una nueva oleada de miseria para los campesinos, y en no pocas dificultades para los propietarios. Donde primero se hicieron sentir sus efectos fue en los pueblos del sur: sus emigrantes afluían hacia las zonas del norte, más industrializadas y más beneficiadas por la política proteccionista del gobierno, pero no menos afectadas por la inestabilidad social.

Esta política fue acentuada por Francesco Crispi, que sucedió en el gobierno a Depretis a la muerte de este (1887). Crispi fue elegido como hombre fuerte para sacar al país del marasmo en que se hallaba sumida la vida nacional. Pero la economía no estaba para alegrías, y la política de expansión colonial seguida por el gabinete Crispi condujo a una crisis del comercio exterior, paro y emigración creciente, escándalos bancarios y graves brotes de violencia en Sicilia y Lunigiana, que el gobierno reprimió con gran dureza. Y, aunque las reformas administrativas fueron importantes, la experiencia gubernamental de Crispi demostró que los deseos de grandeza solo son delirios cuando los recursos materiales y morales están en franca decadencia. En 1892 surgió el Partido Socialista, a cuya sombra se canalizó buena parte del descontento y de la protesta social. Nuevos tumultos estallaron en Milán en 1898, que fueron sangrientamente reprimidos. Toda la tensión existente en el país desembocó en el asesinato de Humberto I el 19 de julio de 1900.3

En 1903 subió Giolitti4 al poder, y en él se mantuvo casi ininterrumpidamente hasta 1914, durante lo que sus enemigos llamaron la «dictadura giolittiana». En 1904 hubo un conato de huelga general promovida por el ala más intransigente del socialismo; la huelga fracasó, y en 1906 Giolitti llegó hasta conseguir el apoyo de los propios socialistas. El norte mejoraba económicamente; el sur seguía emigrando. En política exterior, a raíz de la guerra libia, Giolitti logró ver realizado el viejo sueño italiano de poner el pie en la orilla africana del Mediterráneo (1912) [poco después de la muerte de Salgari]. En 1913 instauró el sufragio universal. Pero ambos acontecimientos quedarían en breve oscurecidos ante otro de consecuencias mucho más graves: el atentado de Sarajevo, que desencadenaría la Primera Guerra Mundial.

Y Salgari, ¿qué hacía entre tanto? Escribir, sólo escribir. En una síntesis apretada, pero eficaz, Arpino y Antonetto han resumido así las relaciones de Salgari con su mundo: “En 1896, mientras Salgari, entre Turín y Cuorgnè, dividido entre sus fantasmas y los altos en la trattoria, escribe kilómetros de novelas, Italia sufre la derrota de Adua, y no obstante consigue tener una colonia, la de Eritrea [en el Cuerno de África]. Adua [batalla decisiva donde los expedicionarios italianos son derrotados en Etiopía por las tropas nativas] derriba a Crispi y pone en crisis su política exterior, mientras en el interior la administración crispiana revela un vacío antiliberal y represivo. En el 98, el general Bava-Beccaris cañonea a los milaneses que se manifiestan en contra de las duras condiciones de los trabajadores. Italia, sobre todo la del norte, conoce oleadas de huelgas y de agitación campesina. En el 99, el año del Corsario Negro, nace la Fiat. Un año después, el anarquista Gaetano Bresci mata al rey Humberto. Siete años después, se forma en Turín la Confederación General del Trabajo [CGT]. Salgari está muriéndose, cuando llega a Turín un joven sardo llamado Antonio Gramsci. En aquel mismo año de 1911, Italia mete mano en Libia y Cirenaica. En un país tan débil estructuralmente como inquieto en sus aspiraciones, dividido entre rugidos de conquistadores y gritos de hambrientos, entre una cultura académica y un analfabetismo imponente, Salgari vive sin darse cuenta de las tensiones políticas y sociales, mientras escudriña y «come» literalmente los acontecimientos que se desarrollan en los más lejanos confines del planeta”5.

Una enmarañada biografía

La biografía de Salgari es tan sencilla como complicada. Sencilla, porque, si bien se mira, Salgari apenas hizo otra cosa que escribir; complicada, porque su biografía ha estado llena de mixtificaciones y falsedades, que por otra parte él mismo se encargó de alimentar. El colmo de la falsificación puede situarse en el año 28, cuando Mondadori publicaba unas memorias póstumas de Salgari, donde toda fantasía tiene su asiento y toda aventura su habitación. Las apócrifas «memorias» fueron reeditadas en el año 37, esta vez con prólogo de Nadir Salgari, uno de los hijos de nuestro autor. Salgari, como el Cid, había conseguido ganar después de muerto la batalla decisiva: la de ser protagonista, o casi, de las fabulosas historias que inventó.

Emilio Salgari había nacido en Verona el 21 de agosto de 1862. Hasta en este primer y comprobable dato reinó la imaginación. Salgari, por coquetería o por puro amor a la fábula, se quitaba un año, rejuvenecimiento que recogieron puntualmente las «memorias». Su capítulo II, premonitoriamente titulado “La misteriosa influencia del pasado”, empezaba así: “Nací en Verona, el 25 de septiembre de 1863, en una acomodada familia de Negrar-Valpolicella. Pero yo siempre he tenido la manía de haber nacido mucho tiempo antes. El Salgari que fue fatalmente impelido a la más extraña vida aventurera nació seguramente antes”. Por si fuera poco, en 1948, otro hijo de Salgari, Omar, publicaba en cómic las Extraordinarias aventuras del capitán Salgari, cuyo principio no tiene desperdicio:

“A las doce de la noche del 21 de agosto de 1862 [la fecha por lo menos es correcta], durante un violentísimo temporal, nace en la casa de los Salgari, en Verona, de Luigi Salgari y Luigia Gradara, el pequeño Emilio. El acontecimiento es celebrado en familia, y una gitana, que se ha introducido en la casa venciendo la resistencia del señor Luigi, pronostica al niño un destino de gloria y poderío. Antes de marcharse, la gitana, casi reverenciada por los presentes, ordena que dejen abierta la ventana de la habitación del niño para que entre el aire de la noche, diciendo que ‘eso hará de él un hombre con salud de hierro’. Pero es un truco para poder secuestrar al niño y exigir así un buen rescate a la familia Salgari. En el corazón de la noche, el gitano Jane trepa hasta la ventana y, tras dejar una carta en la habitación, desaparece con el pequeño Emilio. Pocos minutos después los gitanos abandonan la ciudad, dejando allí a Jane, que será el encargado de recibir el dinero de la infame extorsión”.

He ahí un buen principio para una prodigiosa vida aventurera. El nombre de los padres también es exacto. Su madre era veneciana, su padre tenía una tienda de tejidos. Emilio fue un niño normal, más bien bajito (de hecho, le llamaban Salgarello,6 algo así como «Salgarillo» «Salgarcito»), siempre vestido de marinero, como una premonición de lo que pretendía ser, y no muy aplicado. Repitió curso: el baremo de sus conocimientos y preferencias podría resumirse en esta tabla: sobresaliente en italiano, muy flojo en francés (aunque con el tiempo «traduciría» a los novelistas de aventuras contemporáneas) y francamente malo en matemáticas. Lo que le gustaba era leer. Se leyó Il Giornale illustrato dei Viaggi e delle Auventure di Terra e di Mate («Revista ilustrada de viajes y aventuras de tierra y mar»), publicada por Sonzogno hasta 1878, y devoraba las novelas de Verne, Aimard, Boussenard y sobre todo las de Mayne-Reid,7 que le encantaban. “Recuerdo –cuenta él mismo– que desde muy joven hablaba de los marineros como de la gente más audaz y robusta del mundo, y recuerdo que dibujaba en mis libros centenares de bergantines con las velas desplegadas al viento, dibujaba borrascas, naufragios, marineros, anclas y millares de mapas… No dijera más el ingenioso cronista de don Quijote: “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles”.

Suspenso en capitanía

En 1878, con 16 años recién cumplidos, lo encontramos en Venecia, donde sigue llenando papeles y papeles de dibujos y exóticas historias, mientras se matricula como «oyente» en el primer curso del Regio Istituto Tecnico e Nautico Paolo Sarpi. A pesar de ganarse a pulso un cero en geometría, consigue ser admitido y acaba el primer curso con notas razonablemente buenas. Pero al año siguiente saca un 2 en navegación oral, otro 2 en astronomía y un 3 en trigonometría: Salgari se ha quedado sin el añorado título de capitán de gran cabotaje, aunque nunca prescinda de él.8

Sin embargo, llegó a hacer un viaje. Más discreto y modosito que los de los piratas de Malasia, pero aun así estuvo tres meses en un barco velero, navegando por el Adriático con destino al puerto de Bríndisi. El barco se llamaba Italia Una, y Salgari probablemente viajó en calidad de turista: desde luego no con galones de marinero. Este único viaje se convirtió en el primero de las «memorias», que ya aquí empiezan a magnificar al héroe: Salgari tiene tal magnetismo e infunde tal respeto, que con su metro cincuenta se enfrenta a un capitán de dos metros de altura que le ha llamado «señorita», y consigue gobernar el barco en un momento singularmente peligroso en que hasta el capitán tiene miedo; y, para rematar la faena, torea a un tiburón, que ha cometido el error de saltar sobre nuestro hombrecito mientras estaba tranquilamente sentado en el bauprés, y lo mata sobre cubierta…

Y es que, entre el otoño de 1881, cuando cierra sus estudios con aquel memorable trío de suspensos, y el verano de 1883, cuando empieza a colaborar en el periódico Nuova Arena, hay una laguna que han colmado las «memorias» de un modo tan épico que excede toda imaginación. El grueso de las «memorias» está constituido por el ilusorio segundo viaje de Salgari que, atraído por el sabor de la aventura, vuelve a embarcarse “seis meses después del primer viaje de prueba, como segundo en un buque de tres palos”. Este segundo viaje, que prácticamente es un resumen de todo el ciclo de Sandokán, contiene sin embargo un episodio que justifica todo el libro: me refiero al de el «loco» de la balsa» (cap. VIII). Un día, camino de Bombay, Salgari descubre una balsa al fondo de su catalejo; se acercan, suben a bordo al náufrago, le interrogan; el hombre, flaco, desnudo, con barba de quince días y sonrisa beatífica, no tiene más que tres respuestas para todo: «Jueves», «Orquídea» y «El perro no quiere comer la hogaza». Parece que en ellas se resume todo el vocabulario inglés que conoce, originándose así diálogos tan surrealistas como el siguiente:

—¿Qué hace usted desnudo en una balsa en medio del océano?
—Jueves.
—¿Ha sido usted víctima de un naufragio?
—Orquídea.
—¿Le ha puesto a usted alguien en esa balsa?
—El perro no quiere comer la hogaza.

Y por más que el capitán, intrigado ante tan extraño comportamiento, le somete a toda clase de pruebas como simular arrojarle al mar o gritar el “¡sálvese quien pueda!” porque el barco se incendia, el loco no sale de sus tres frases hasta que lo entregan a las autoridades de Bombay, y su enigma nunca logra desvelarse.

A partir de este momento todo se desborda. Salgari encuentra en Bombay a un seguidor de Sandokán que, tras una lucha a puñetazos con tres espías –en la que, naturalmente, Salgari demuestra ser un consumado boxeador– le lleva ante el Tigre de Malasia;9 Sandokán le gana para su causa; Salgari pasa brillantemente su «noviciado de pirata», sube a los praos, ataca buques ingleses, se enamora apasionadamente de una señorita anglosajona llamada Eva Stevenson (que morirá de románticas fiebres durante una travesía de la selva, siendo enterrada al pie de un árbol, en cuya corteza aún debe de seguir “esta sencilla inscripción: Eva Stevenson – ruega por nosotros”, esquiva un ciclón de búfalos salvajes, sufre un naufragio, lucha con un tigre, padece fiebre y otras calamidades, contempla impotente el incendio de la selva y, finalmente, es recogido por un velero francés, que lo devuelve a Italia. Y concluye: “En pocos años de mi vida marinera había reunido una infinidad de impresiones: los hechos de que había sido protagonista eran bastantes para constituir un magnífico desahogo a mi deseo de aventuras. Qué más podía desear?”.

Ficción y realidad

Las famosas Memorias de Salgari, ya lo hemos dicho, no son de Salgari. Las escribió Lorenzo Chiosso, profesor y tutor de los hijos de Salgari a la muerte de este, en un momento de exaltación y recuperación para la causa fascista del escritor, e influido también por Omar, que quería reivindicar a su padre a toda costa. En cualquier caso, lo cierto es que el propio Salgari se había encargado concienzudamente de dar pábulo a la leyenda de sus misteriosos viajes en conversaciones, entrevistas, declaraciones e incluso en las cartas a su novia, como veremos enseguida.

En 1883, cuando Salgari tenía apenas 21 años, envió al periódico de Verona La Valigia un cuento titulado I selvaggi della Papuasia [Los salvajes de la Papusia], que se publicó en cuatro entregas. Y, aunque no había visto huracanes, praos, tigres, ni junglas negras, supo describirlos con tal acierto que pronto L’Arena solicitó sus servicios como redactor, para evitar que su pluma desembarcara en La nuova Arena, su rival en el periodismo veronés.

En efecto, Salgari había publicado en este periódico El Tigre de Malasia y La favorita del Mahdi (150 y 124 entregas, respectivamente), que bastaron para vislumbrar lo que podía dar de sí su pluma.

En 1887, Salgari pudo tener entre las manos su primer libro: La favorita del Mahdi, el mismo que había sido publicado tres años antes por entregas.

Ese mismo año moría su madre de meningitis. Salgari escribía. Dos años después su padre, aquejado de una enfermedad incurable, como en una cruel premonición del propio fin del hijo, se suicidó arrojándose por una ventana.

Salgari seguía escribiendo. Al año siguiente, conoce a Ida Peruzzi, “artista de mucho sentimiento”, según la describe Salgari en una crónica periodística. Salgari se declara a Ida, le escribe cartas apasionadas –que en ocasiones firma “Tu salvaje malayo”– y acaban casándose en enero de 1892. Para hacerse una idea de la mitología creada por el propio Salgari en torno a su pasado, bastarán unas líneas de algunas de las cartas que escribía a Ida (Aída, como él la llamaba [en alusión al personaje de la ópera homónima de Verdi]) en vísperas de su boda:

“Aída, hasta hoy he experimentado todas las locuras de que un hombre es capaz: nacido en una noche de tormenta, habiendo vivido entre las tempestades de los océanos, donde el alma se torna salvaje, y entre las tempestades del periodismo, donde toda locura se convierte en deber, mi vida debía de ser necesariamente tormentosa […]

“Quiero que entiendas que, si a veces me encuentras inquieto o poco expansivo, no es porque me aburra contigo o porque te quiera menos, sino porque mi pasado ha dejado en mi ser huellas tan indelebles y recuerdos tan profundos que, al despertarse, despiertan también todos los ímpetus de mi naturaleza violenta con sus furias y sus tempestades…”.

Asalariado de la pluma

Al año siguiente nace una niña. Se llamará Fátima, como la heroína de La favorita del Mahdi, como la mujer que en El rey de la montaña es descrita “hermosa como un rayo de sol, como una diosa descendida del cielo”. Desde este momento, Salgari se convierte en un «galeote de la pluma». Tuvo la posibilidad de ir a Milán, donde el editor Treves10 primero le abrió las puertas de su editorial. Pero optó por Turín, con menos perspectivas culturales, pero con un sueldo inmediato. Desde Turín, que se ha convertido en una verdadera oficina novelesca, va a Cuorgnè [pequeña localidad del Piamonte muy cercana a su capital]. Hasta la reina Margarita le felicita “por este género de literatura que, instruyendo y deleitando, se ha ganado justamente el favor del público”. Todavía estaba Salgari en Cuorgnè cuando, el 3 de abril de 1897, el Ministerio de la Casa Real le nombra «Caballero». Al año siguiente lo encontramos en Sampierdarena (Génova), donde el editor Donath le ofrece un contrato por cinco años a razón de tres novelas anuales. Dos años después vuelve a Turín. Todo el inmenso periplo de este imaginativo aventurero se reduce, pues, a Verona-Turín-Génova-Turín. En este intervalo han nacido también sus otros tres hijos, que asimismo llevarán nombres exóticos: Nadir, Romero y Omar. Y novelas, muchas novelas. “Salgari se vende como el pan”, gritaba triunfalmente el editor Donath.

Y así era. Si Salgari hubiera tenido el buen sentido de trabajar a porcentaje, por mínimo que fuera, sobre ejemplares vendidos, se habría enriquecido. Pero el imperativo categórico del sustento diario (una familia compuesta por mujer, cuatro hijos, suegra y asistenta), más una total ausencia de administración, le obligaba a vender las novelas casi antes de terminarlas, y las 4.000 liras anuales de Donath nunca bastaban para salir adelante dignamente. En 1906, el editor Bemporad, de Florencia, le ofreció el doble, pero hasta esto resultó ser mala solución, pues fue condenado a pagar una multa de 6.000 liras a Donath en concepto de indemnización por incumplimiento de contrato. Lo cual le obligó una vez más a multiplicar páginas, a multiplicarse a sí mismo escribiendo en distintos lugares con seudónimos diferentes. En los diez últimos años de su vida escribió más de cuarenta novelas, se fumó más de trescientos mil cigarros y consumió unos cuantos metros cúbicos de vino: sólo así pudo mantener ese ritmo enfebrecido de trabajo, a costa de su salud y de sus nervios.

Preparando el final

Los nervios se apoderaron de todos. Hacía ya unos años que Ida empezó a mostrar claros síntomas de desequilibrio, hasta que hubo de ser internada en un manicomio, pues los ingresos de Salgari no daban para permitirse el lujo de un sanatorio. Ya en 1909 Salgari, cansado de todo, decidió acabar: como Saúl contra su espada, Emilio se arrojó contra una cimitarra. No acertó del todo, y el rasguño resultante no le retuvo en cama más de una semana. El 22 de abril de 1911 lo preparó mejor. Empezó por escribir varias cartas, tres de las cuales se han hecho particularmente célebres.

Una iba dirigida a sus hijos, otra a sus editores y otra a los directores de los periódicos de Turín:

“Mis queridos hijos: Soy un vencido. La locura de vuestra madre me ha destrozado el corazón y todas las energías. Espero que mis millones de admiradores, a los que durante tantos años he divertido e instruido, sabrán proveer a vuestro sustento. No os dejo más que 150 liras, además de un crédito de 600, que podréis percibir en casa de la señora Nusshaumer. Os adjunto aquí la dirección. Y, puesto que estoy completamente arruinado, haced que me entierren por caridad. Seguid siendo buenos y honrados y, en cuanto podáis, pensad en ayudar a vuestra madre. Os besa a todos, con el corazón sangrando, vuestro desgraciado padre, Emilio Salgari”.

“Voy a morir al Valle de San Martino, junto al sitio donde íbamos a desayunar cuando vivíamos en Via Guastalla. Encontrarán mi cadáver en uno de esos barrancos que ya conocéis, porque íbamos a coger flores. Turín, Madonna del Pilone, 22/4/1911”

“A mis editores: A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o más aún, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, paguéis los gastos de mi entierro. Os saludo rompiendo la pluma. Emilio Salgari”.

“A los directores de los periódicos turineses: Vencido por todo tipo de disgustos, reducido a la miseria pese a la enorme cantidad de trabajo, con mi mujer loca en el hospital, cuyos gastos no puedo pagar, he decidido eliminarme. Tengo millones de admiradores en todas las partes de Europa e incluso de América. Les ruego, señores directores, que abran una suscripción para sacar de la miseria a mis cuatro hijos y poder pagar los gastos de mi mujer mientras permanezca en el hospital. Con mi nombre, podía esperar otra fortuna y otra suerte. Señores directores, estoy seguro de que no dejarán de ayudar a mis desgraciados hijos y a mi mujer. Con el más sincero agradecimiento, suyo afectísimo, Emilio Salgari”.

El martes 25 de abril por la mañana Salgari se despidió de sus hijos “con una calma espantosa”. Dijo que tenía que arreglar unos asuntos y que no le esperaran a comer. Omar y Romero le siguieron, un poco preocupados. Salgari se dirigió a la parada del tranvía y, al ver que sus hijos le seguían aún, les dijo: “¡Vamos, id a la escuela!”. Se despidió levantando el bastón en gesto de suave adiós. Había dicho que no le esperasen comer. Pero tampoco volvió a cenar ni a dormir. (Sólo después se supo que llevaba una navaja de afeitar en el bolsillo.) En medio del bullicio de la legendaria Exposición Universal de 1911, cuya inauguración tuvo lugar tres días más tarde, el entierro de Salgari pasó completamente inadvertido.

La jungla misteriosa de su obra

De Salgari no se sabe que tuviera «negros» en vida; pero los tuvo muerto. El editor Bemporad no quiso dejar morir a Salgari, porque seguía siendo negocio. Varios años después de su muerte llegó a un acuerdo con Omar, para dar cuerpo a una serie de teóricos argumentos que, según el hijo de Salgari, obraban en su poder. Bemporad contrató a un manojo de plumíferos, los cuales dieron vida a otro montón de novelas que corrieron bajo el nombre de Salgari.11 “Y es que Salgari seguía siendo un nombre mágico, garantía de venta y dinero seguro”.

Con la ascensión del fascismo [en 1922], Salgari fue recuperado para la causa, y hasta su vida fue magnificada como ejemplo para las generaciones futuras. Pero de Lorenzo Chiosso, el autor de Mis memorias, ya hemos hablado más arriba.

La bibliografía de Salgari se presenta, pues, como una jungla más negra y misteriosa que la de los piratas malayos. Bajo el nombre de Salgari han aparecido cientos de títulos en italiano, y bajo el nombre de Salgari se han traducido a numerosos idiomas. Pero, aun eliminando las obras falsas a todas luces y las de dudosa atribución, todavía quedan 82 novelas salidas indudablemente de su pluma y, como mínimo, un centenar de cuentos, otras cincuenta novelas cortas y relatos, y unos cuarenta artículos para niños. Teniendo en cuenta que esta tarea, todavía ingente, fue realizada en poco más de veinticinco años, se comprenderá que no es exagerado lo de «galeote de la pluma».

Una pluma, por lo demás, que consistía en un plumín atado con hilo a un palillero, y que, por superstición, no abandonó jamás. Él mismo se preparaba la tinta diluyendo en agua un extracto de bayas: el resultado era un líquido pálido que dibujaba una escritura de rasgos transparentes. (Salgari lo explicaba míticamente diciendo que era necesario para su vista, debilitada desde que contrajo las fiebres en las selvas malayas.) Escribía sobre una mesita coja, que también le acompañó en todos sus traslados.

Los tigres de Mompracem, junto con El corsario negro, figura entre las novelas más populares de Salgari. Fue publicada en 1900 por el editor Antonio Donath, un judío berlinés aposentado en Génova. Pero ya había sido publicada mucho antes. Los orígenes de esta novela datan de diecisiete años atrás, cuando apareció por entregas en La Nuova Arena, del 16 de octubre de 1883 al 13 de marzo de 1884, con el título de El Tigre de Malasia.

Pero es la misma y no es la misma: Sandokán ya está trazado a gruesas pinceladas, aunque aparece mucho más primitivo y demente que en Los tigres… Yenny, la amada de Sandokán, muere en la selva víctima de la fiebre (como la Eva Stevenson de Mis memorias), y Sandokán, desesperado, se suicida, mientras Yáñez entierra a los dos enamorados uno junto a otro en medio de la selva.

En Los tigres… el personaje de Sandokán está mucho más matizado. Tiene, sí, la misma energía del tigre, sus demenciales salidas de tono, sus disparatados apóstrofes al mar y a los elementos; pero, cuando quiere, sabe comportarse como el príncipe destronado que es, puede ser insospechadamente generoso, tierno, y capaz de las mayores dulzuras con la mujer que ama. Con los años, Sandokán está mucho más sublimado y ya puede ser tranquilamente el protagonista de una larga saga.

La anécdota de Los tigres… es muy sencilla. Sandokán, destronado en el fondo por la intervención del colonialismo inglés, obligado a ser pirata malgré lui, decide convertirse en vengador de su familia y de su reino. Pero, como el diablo de Casona, ha olvidado un pequeño detalle: el amor. Y ese amor por Marianna Guillonk, la sobrina de un feroz oficial inglés, lima las uñas del Tigre, que en la última línea del último capítulo murmurará entre sollozos: “¡El Tigre ha muerto para siempre!”.

Los personajes de Sandokán

Sandokán aparece desde el principio como el sueño de Salgari, el doble que él nunca pudo ser. Mientras el escritor solo medía uno cincuenta y todas sus escaramuzas consistieron en un risible duelo por un título inexistente, Sandokán era “alto, esbelto, de fuerte musculatura, con rasgos enérgicos, varoniles, fieros y de una extraña belleza”. Esa extraña belleza está constituida por unos “largos cabellos [que] le caen hasta los hombros, una barba negrísima [que] le enmarca un rostro ligeramente bronceado, la frente amplia, sombreada por dos espesas cejas de arcos atrevidos; una boca pequeña que muestra unos dientes afilados como los de las fieras y relucientes como perlas; dos ojos negrísimos, que despiden un fulgor que fascina, que abrasa, que hace bajar la vista a cualquiera”. Sandokán, el ideal.12

A su lado está Marianna, el otro ideal, el ideal de mujer, invariablemente angelical, una pequeña diosa de carne y hueso, “capaz de domar al más formidable pirata”. Marianna pertenece a esa mujer tipo de Salgari, como Fátima, como Honorata van Guld, como Yolanda, la hija del Corsario Negro. La descripción suele ser bastante uniforme: los cabellos –rubios o negrísimos–, largos; los hombros, redondos; los ojos –azules o negros– despiden relámpagos bajo unas cejas perfectas; en fin, una belleza extraordinaria, irresistible, en un cuerpo generalmente alto y esbelto.

Seguramente es Yáñez el personaje más humano y más creíble. Sus rasgos humorísticos, sus salidas un tanto cínicas, su amistad y fidelidad a toda prueba, su sangre fría y su capacidad para los disfraces nos lo hacen más cercano y entrañable. Al final, no se sabe si es un escéptico absoluto de la causa colonialista europea o simplemente un curioso abogado de las causas perdidas.

El estilo

¿Qué decir del estilo de Salgari? Salgari no tenía tiempo material de releer una sola línea de lo que escribía. El poco tiempo libre que tenía, por extraño que parezca, debía emplearlo en documentarse. Si exceptuamos la terminología marinera, que pudo aprenderla en el Instituto Náutico de Venecia, todo lo demás –los kriss, los praos, las babirusas y, en general, toda la flora y la fauna exótica, así como la geografía– salió de los libros de la Biblioteca Pública de Turín, donde iba a recargar las baterías cada vez que necesitaba cambiar de escenario o buscar nuevas fuentes de inspiración.

Esta velocidad de composición y la ausencia absoluta de revisión dan como resultado las repeticiones, las muletillas, las fórmulas estereotipadas (del tipo “sumido en sus propios pensamientos”, “presa de una viva agitación”, “sed de sangre”, “dar la mitad de mi sangre” o “cien gotas de mi sangre” o “mi sangre gota a gota”, etcétera), la adjetivación tópica, la descripción convencional… Los personajes son simples y esquemáticos, pues no hay tiempo para profundizar en ellos. Finalmente, la rapidez en la escritura ocasiona frecuentes descuidos en la localización o en los nombres de los personajes secundarios. Esto puede observarse en Los tigres… con los nombres de Paranoa, Juioko e Ikaut, que en ocasiones aparecen intercambiados sin ninguna explicación. (De hecho, hay ediciones que han corregido estas pequeñas incongruencias para mantener la lógica narrativa.)

Abundan, en cambio, el diálogo, las situaciones de peligro, las persecuciones, el enfrentamiento entre la furia de los elementos y la de Sandokán. Todo este movimiento que tanto atraía a los jóvenes lectores y que desesperaba a los adultos. La crítica oficial nunca perdonó a Salgari.

Pero, mientras una biblioteca pública arrojaba al papelote las obras más solicitadas de Salgari, nuestro autor recibía de sus jóvenes lectores cartas de este tenor: “¡Oh, sea bueno y denos a todos la alegría de seguir describiendo la vida de esos corsarios…!”. O: “Mi admiración por usted va unida a un gran amor, y con gusto daría mi vida por usted”. O bien: “No puede imaginarse con qué alegría recibí sus dos libros. Cuando en la escuela supieron que tenía uno de sus libros, los sesenta chicos se agolparon a mi alrededor queriendo a toda costa que se lo prestase…”.

Salgari, ya que no por los editores, al menos fue generosamente pagado por su público.

Emilio Pascual



NOTAS

1 Giovanni Arpino y Roberto Antonetto, Vita, tempeste, sciagure di Salgari, il padre degli eroi. Milán, Rizzoli, Milán, 1982, pág. 9. Esta valiosa y agradable biografía es imprescindible para situar a Salgari en su justo lugar, y de ella me he servido fundamentalmente para elaborar los datos biográficos. A ella remito también al lector interesado.

2 Una síntesis de la primera mitad del siglo XIX italiano y de los avatares del Risorgimento puede hallarse en mi apéndice a Las aventuras de Pinocho (colección Laurín), Anaya,1983.

3 Este acontecimiento repercutió indirectamente en la situación personal de Salgari. El autor de Los Tigres de Mompracem había sido nombrado: «Caballero» tres años antes por el Ministerio de la Casa Real. Salgari, que a la sazón se encontraba en graves dificultades económicas, escribió una carta a un marqués de la Casa Real, pidiéndole consejo sobre si sería conveniente solicitar ayuda personalmente a la reina o a través del propio marqués. “Tengo el corazón lleno de amargura por el paso que voy a dar, pero estoy resuelto a todo por desesperación, porque es una batalla de hambre y de decoro, y no puedo esperar nada de mis editores”. El atentado ocurrido por esas fechas, o quizá el propio orgullo y vergüenza de Salgari, aplazó la salida de la carta, que al fin no llego a ser enviada.

4 Giovanni Giolitti (1842-1928) había sido ministro de Finanzas y primer ministro (1892) con Crispi, pero tuvo que dimitir a consecuencia de los escándalos bancarios mencionados, que arrastraron también a Crispi en la caída. Durante el gobierno Zanardelli (1901-1903) fue ministro del Interior y tuvo que enfrentarse con numerosas huelgas provocadas por campesinos y obreros. Su sentido práctico le hizo apoyarse indistintamente en la izquierda y en la derecha, e incluso facilitó la entrada de los católicos en la escena política.

5 En la citada biografía de Salgari, pág. 107.

6 De hecho, Salgari viene de Salgar, que en dialecto véneto significa «sauce» o «salguero», y su pronunciación correcta es Salgari, con acento llano, y no Sálgari como pronuncia la mayoría de los italianos (cf. Arpino y Antonetto, op. cit., pág. 26).

7 Jules Verne (1828-1905) no necesita presentación. Olivier Gloux, llamado Gustave Aimard (1818-1883), es otro escritor francés de novelas de aventuras como Los tramperos de Arkansas (1858), La selva virgen (1870), Los bandidos de Arizona (1882), etc. Louis Henry Boussenard (1847-1910), viajero y novelista francés, es autor de novelas cuyos títulos ya son significativos: De París a Brasil por tierra, Los franceses al Polo Norte, Diez mil millas en un bloque de hielo, Aventuras de Australia, etc. Varias de sus novelas se publicaron por entregas en II Giornale Illustrato, que, como hemos visto, fue una de las principales fuentes de Salgari. Y, en fin, más conocido es el británico Thomas Mayne-Reid (1818-1883) y sus novelas sobre las costumbres indias, entre las que cabe mencionar Los cazadores de cabelleras o El jinete sin cabeza.

8 Salgari llegó a batirse en duelo por defender su imaginario título. En 1885, Giuseppe Biasoli, un periodista que escribía en el periódico L’Adige, se permitió ironizar sobre el título de capitán de Salgari. Este le llamó “bufón y mentiros”», a lo que Biasoli contestó con un destemplado: “Usted no es ni capitán ni grumete; le diré lo que es usted: es un bellaco”. Salgari le desafió según los cánones más ortodoxos del duelo. Por lo demás, nuestro autor había hecho esgrima y presumía de haber inventado un golpe secreto como Lagardère. El caso es que hirió gravemente a Biasoli, lavando así su honor, aunque pasó seis días en la cárcel. También este dato está magnificado en las memorias: “El tribunal me condenó a una multa de cincuenta liras y a cincuenta días de prisión en una fortaleza”.

9 “El Tigre de Malasia –dicen las Memorias– tenía las características cualidades de todos los conductores de hombres: conocía a fondo el alma humana y sabía el modo de dominarlos. Si el destino le hubiera hecho nacer en otro ambiente, el malayo habría sido un portentoso soberano y un extraordinario director de pueblos”. Nótese la terminología claramente fascista que emplea el autor: conductor, director (Führer, Duce), cuya huella se percibe también en otras ocasiones.

10 Conviene recordar que Treves editaba a los grandes del momento, escritores como D’Annunzio, Gozzano, Verga, De Amicis, Capuana, además de Deledda, Fogazzaro, Panzini y Pirandello.

11 Entre estos «negros» figura curiosamente Paolo Lorenzini, un sobrino del popular autor de Pinocho; también Giovanni Bertinetti, conocido autor de literatura infantil en la época; Sandro Cassone, que fue el creador del Corsario Verde, y otros cuantos cuyo nombre no nos dice nada. Ni qué decir tiene que las traducciones españolas del Corsario Verde dan como autor a Salgari.

12 Ese ideal no es sólo físico: es también político. En la polémica colonialista, Salgari se pone claramente de parte de las víctimas del colonialismo. Es éste un rasgo que comparte con Verne. Recuérdese que el capitán Nemo, el héroe de Veinte mil leguas de viaje submarino, es un príncipe indio que, como Sandokán, ha sido destronado por los ingleses, y que, también como Sandokán, ha jurado venganza y guerra sin cuartel a los expoliadores. Las diferencias están en el cómo: mientras Verne era más racional, Salgari era más instintivo. Esas diferencias se perciben igualmente en el comportamiento de los personajes.