Imagen: huelguistas detenidos en estancia La Anita, 8 de diciembre de 2021. Colección Philemon-Torreblanca
Durante los años 1920 y 1921, se produjo en el sur de Argentina un movimiento huelguístico rural que quedó en la memoria como “la Patagonia Rebelde”. Sucedió en el territorio de lo que hoy es la provincia de Santa Cruz. Peones, arrieros, puesteros, alambradores y carreros reclamaron por mejoras en sus miserables condiciones de vida, en sus lugares de trabajo. La huelga, organizada y liderada por anarquistas, se extendió por todo el lejano Sur. Pero en diciembre del 21, el movimiento fue ahogado en violencia y sangre. El gobierno de Hipólito Yrigoyen envió al coronel Benigno Varela a poner en vereda a los revoltosos y defender los intereses de los terratenientes, en su mayoría europeos. Varela hizo fusilar a más de 1.500 trabajadores. Eso hizo que también recordemos aquello como “la Patagonia Trágica”. Años después, Varela fue ajusticiado en Buenos Aires por el anarquista alemán Kurt Wilckens.
El poeta y escritor magallánico Pavel Oyarzún Díaz dedicó versos a la memoria de “los caídos por la livertá”, como alguien escribió en una cruz de madera hallada en algún lugar donde hubo fusilamientos. En 1999, publicó Patagonia. La memoria y el viento. Una parte de ese libro se titula “La Patagonia en llamas”: de entre los 17 poemas que la componen, elegimos dos para compartir con nuestros lectores y homenajear a aquellos obreros que, al decir del poeta, “quisieron alcanzar el sol con las manos, y el sol está a ciento cincuenta millones de kilómetros de la Patagonia, aproximadamente”.
Los jinetes de la Patagonia
y comienza la larga marcha hacia la muerte.
De a caballo
Osvaldo Bayer
Ah! los jinetes al viento de la llanura
y, sin embargo, no tan veloces.
Cabalgan por la fe,
y son más de trescientos a la distancia.
Humildes hasta la médula,
–sin táctica ni posibilidades–
sobre aquellos lomos:
Los caballos del socialismo
Directo a las bocas de la muerte,
y al galope.
Ah! los jinetes de la Patagonia.
Desmontados y en fila,
con los ojos en la sombra,
esperando su turno para caer en la cuenta,
ya inmóviles,
ya sin caballos.
Wilckens
Wilckens esperó…
Pasaron siglos. Eras completas. Millones de órbitas.
Esperó bajo el sol,
mirando fijo hacia la puerta, en línea recta.
Wilckens lo llamaba con los ojos,
con el pulso sanguíneo,
con el revólver.
Lo llamaba desde hace siglos aquella mañana.
Por fin la puerta se abrió
y Varela salió al sol de Wilckens,
tomó la dirección correcta.
Caminó tranquilo, despreocupado, a buen paso.
Había ordenado los fusilamientos en la llanura,
pero no sabía nada de la muerte después de todo.
Había contado cadáveres a sangre fría,
pero no sabía su propio número.
Entonces fue hacia Wilckens. Y entonces lo supo:
Wilckens se lo dijo, a quemarropa.
Pavel Oyarzún Díaz