Fotografía: vista panorámica de la isla de Ventotene (antigua Pandataria), donde otrora, hace más de dos mil años, estuviera desterrada Julia la Mayor, la hija del emperador romano Augusto. Edoardo Costa, The Sea, sept. 2006.
Nota.— El escritor estadounidense John E. Williams (1922-1994) es mundialmente valorado por su libro Stoner (1965), novela académica o de campus –y también de aprendizaje, una Bildungsroman en toda la regla– que narra la vida de un humilde joven norteamericano criado en una granja del Medio Oeste que, por mandato paterno, se inscribe –a finales de la Belle Époque, casi en vísperas de la Primera Guerra Mundial– en la carrera de agronomía de la Universidad de Misuri; pero que, al descubrir las humanidades y quedar prendado por las letras, se cambia de carrera y deviene profesor de literatura inglesa en su alma máter, donde trabajará hasta el final de sus días. Sin embargo, para algunos críticos y lectores, Williams tiene una obra todavía mejor: su novela Augustus (Nueva York, Viking Press, 1972). Aunque esta obtuvo el prestigioso National Book Award para ficción en 1973, y con él, cierto reconocimiento del mundo académico/literario y la crítica especializada, no ganaría popularidad ni entonces ni después, ni tan siquiera póstumamente –como sí sucedió con Stoner, libro por mucho tiempo olvidado–. En el mundo de habla castellana, la suerte de Augustus no ha sido mejor. Su muy demorada traducción, bajo el título innecesariamente infiel de El hijo de César, realizada por Christine Monteleone a pedido de una editorial española (Pàmies, Madrid, 2008), pasó sin pena ni gloria, igual que la reedición de 2016. En Hispanoamérica, el panorama es aún peor: nunca hubo traducción.
Sin embargo, el editor de Naglfar –la sección literaria de Kalewche– opina que Augustus no solo es la mejor novela de Williams, sino la mejor novela histórica de todas cuantas leyó; una apreciación que es totalmente subjetiva, desde luego. Con más cautela, varios estudiosos la consideran la mejor novela histórica de la literatura estadounidense (lo cual no es poco). Otros, la ponderan como una de las mejores sobre la antigua Roma (lo cual tampoco es poca cosa), junto a títulos de la talla de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar; Yo, Claudio, de Robert Graves; y Espartaco, de Howard Fast. Sea como fuere, Augustus es una novela histórica extraordinaria. No solo por su excelencia literaria (su ambiciosa y cautivante trama, sus diálogos tan logrados, su fuerza narrativa, sus magníficas pinceladas de prosa poética o aforística), no solo por su solidez erudita (además de un gran escritor, Williams era un académico experto en lengua y cultura latinas clásicas, con amplios saberes en historia romana), sino también por su perspicacia psicológica, sensibilidad humana y hondura filosófica.
El hijo de César relata la historia de Augusto, el primer emperador de Roma, desde su temprana juventud hasta su muerte, contra el telón de fondo de una República decadente, en crisis, que se transforma en un orden principesco paternalista a través de cruentas intrigas y guerras civiles. Es una novela epistolar, un mosaico de cartas donde el omnipresente protagonista nunca se hace presente en primera persona, salvo al final, en su testamento.
En uno de los próximos números de nuestra revista trimestral en PDF Corsario Rojo, vamos a publicar un ensayo sobre la narrativa de Williams, que abarca cuatro novelas: las dos ya mencionadas, Stoner y Augustus, y otras dos que las preceden en el tiempo: Nothing But the Night (1948), ópera prima del autor, y Butcher’s Crossing (1960), western en clave revisionista que acaso sea la mejor parábola jamás escrita sobre la desmesura irracional del «espíritu capitalista».
Entre los personajes más fascinantes de la novela romanista de Williams está Julia la Mayor, la hija única de Augusto. Las anotaciones de su diario personal son verdaderamente memorables, por elocuencia y por lucidez. En ellas aflora algo así como una «criticidad cuasi-feminista» de gran potencia, por su verosimilitud sin estridencias. Una cierta «perspectiva de género» que logra interpelar a sus lectores sin incurrir en anacronismos históricos groseros, en simplificaciones panfletarias modernizantes, en sermones de «corrección política» retrospectiva. Una mirada que hace recordar eso que Betty Friedan, en su iluminador libro La mística de la feminidad (un clásico del feminismo de la segunda ola, que data de 1963), llamó “the problem that has no name”, “el problema que no tiene nombre”.
Reproducimos a continuación un fragmento del diario íntimo de Julia, en la pluma ficcional de John Williams. Está fechado en el año 4 d.C., en la pequeña, rocosa y solitaria isla de Pandataria (hoy Ventotene), sobre el mar Tirreno, frente a la costa sur de Italia que corresponde a la Campania, adonde la hija del emperador ha sido desterrada por voluntad del propio padre, bajo la acusación de adulterio. Apolodoro, el antiguo tutor suyo al que ella hace referencia según la ficción, es el célebre filósofo estoico Atenodoro Cananita o de Tarso (c. 74 a.C.-7 d.C.), de quien se dice que Augusto fuera discípulo en su juventud.
La traducción castellana no es nuestra. La hemos tomado de El hijo de César, ob. cit., lib. II, cap. 1, pp. 159-161.
A través de mi ventana, en el resplandor del sol de mediodía, veo la masa de roca gris y sombría que desciende hacia el mar. Como todas las de esta isla de Pandataria, es una roca de origen volcánico, bastante porosa y ligera, sobre la que hay que pisar con cuidado para no cortarse con los filos ocultos. Hay otras rocas en la isla, pero no se me permite llegar a ellas. Solo se me permite andar sin compañía ni vigilancia a una distancia de cien metros en dirección al mar, hasta la estrecha playa de arena negra, y la misma distancia en cualquier dirección desde la pequeña casa de piedra que desde hace cinco años constituye mi morada. Conozco la anatomía de esta tierra estéril mejor que ninguna otra, incluso que la de mi Roma natal, con la que compartí casi cuarenta años de intimidad. Es probable que ya no llegue a conocer ningún otro lugar.
En los días claros, cuando el sol o el viento dispersan las brumas que con frecuencia emanan del mar, dirijo la mirada hacia el este y en ocasiones creo poder ver la masa continental de Italia, e incluso la ciudad de Nápoles, que yace cómodamente al abrigo en su plácida bahía. Pero no estoy segura: puede que no sea más que una de esas nubes oscuras que de vez en cuando ensombrecen el horizonte. No importa; nube o tierra, jamás podré acercarme siquiera un poco más.
En el piso de abajo, en la cocina, mi madre grita a la única sirvienta que se nos permite tener. Oigo el estruendo de las cacerolas y sartenes, y de nuevo los gritos: la misma repetición fútil de todas las tardes durante estos años. Nuestra sirvienta es muda, y aunque no es sorda, es improbable que tan siquiera entienda nuestra lengua latina. Aun así, mi madre continúa gritándole infatigablemente, con el tenaz optimismo de que hará sentir su disgusto y de que quizás consiga algo. Mi madre, Escribonia, es una mujer excepcional: con casi setenta y cinco años, posee la energía y la voluntad de una mujer joven, y va por la vida intentando imponer un orden peculiar a un mundo que nunca le ha gustado y reprendiéndolo porque no se organiza con arreglo a un principio que escapa tanto al control de ese mundo como al suyo propio. Estoy segura de que no vino aquí conmigo a Pandataria por una preocupación maternal, sino buscando desesperadamente una situación que una vez más corroborara su disgusto con la vida. Y yo le permití que me acompañara debido a lo que creo que es una indiferencia justificada.
Apenas conozco a mi madre. La veía pocas veces siendo niña, y aún menos siendo joven; y cuando ya era una mujer, solo coincidíamos en reuniones sociales de carácter más o menos oficial. Nunca le tuve cariño, y en cierto modo me reconforta comprobar que tras estos cinco años de intimidad forzosa mis sentimientos por ella no han cambiado.
Soy Julia, la hija de Octavio César, el Augusto, y escribo estas palabras en el cuadragésimo tercer año de mi vida. Las escribo con un propósito que el amigo de mi padre y antiguo tutor mío, Atenodoro, jamás aprobaría: para mí misma y para mi propia lectura. Y es que aunque deseara hacerlo con otro fin, es improbable que las vieran otros ojos que los míos. Pero no lo deseo. No busco explicarme a mí misma ante el mundo, ni que el mundo me comprenda; me he hecho indiferente a ambos. Pues cuanto quiera que me reste por vivir en este cuerpo al que durante tantos años he servido con atención y esmero, la parte de mi vida que importa ha terminado, y puedo por tanto contemplarla con el interés desapegado de aquel sabio que en su día Atenodoro dijo que habría llegado a ser de haber nacido hombre y no la hija de un emperador a la par que dios.
¡Pero cómo nos domina la fuerza de la costumbre! Pues a medida que escribo estas palabras en mi diario, sabiendo que lo hago únicamente para los ojos del más extraño de los lectores –yo–, me encuentro a mí misma deliberando acerca del tema más idóneo en el que basar mi argumento, del argumento más apropiado, de su construcción, de la disposición óptima de sus partes e incluso del estilo más adecuado para presentarlo. La única persona a la que tendría que persuadir de la verdad mediante mi discurso soy yo, y también la única a la que tendría que disuadir. Es una banalidad, pero no creo que perjudique a nadie: me ayuda a ocupar mi tiempo al menos tanto como el contar las olas que rompen sobre la arena de la costa rocosa de esta isla en la que me veo obligada a permanecer.
Sí; puede que mi vida haya terminado, aunque creo que no comprendí hasta qué punto era consciente de esta realidad hasta ayer, cuando por vez primera en dos años se me permitió recibir una carta desde Roma. Mis hijos Cayo y Lucio han muerto; el primero debido a una herida infligida en Armenia, y el segundo, en la ciudad de Marsella, de camino a Hispania, a resultas de una enfermedad cuya naturaleza nadie conoce. Cuando leí la carta sentí una especie de indolencia que remotamente atribuí a la impresión que me había causado la noticia, y esperé el dolor que imaginé que vendría a continuación. Pero no vino ningún dolor, y comencé a reflexionar sobre mi vida y a recordar sus acontecimientos más determinantes como si no fuera yo la que hubiera estado ahí. Y supe que había terminado. Que uno no se preocupe por sí mismo no es tan importante; pero que no le preocupen aquellos a los que ha amado ya es otro asunto. Todo se ha convertido para mí en el objeto de una curiosidad indiferente; nada me importa. Quizás escriba estas palabras y emplee los mecanismos que aprendí en un intento de sacarme a mí misma de este profundo pozo de indiferencia en el que estoy sumida. Pero dudo que sea capaz de hacerlo; no más de lo que sería de empujar esta masa rocosa pendiente abajo y sumergirla en el oscuro ente del mar. Incluso mis dudas me producen indiferencia.
Soy Julia, hija de Cayo Octavio César, el Augusto, nacida en la ciudad de Roma en el tercer día de septiembre del año del consulado de Lucio Marcio y Cayo Sabino. Mi madre era Escribonia, cuyo hermano fue el suegro de Sexto Pompeyo, el pirata al que mi padre destruyó para proteger a Roma, a los dos años de mi nacimiento. Este es un comienzo al que hasta Atenodoro, mi pobre Atenodoro, habría dado su aprobación.
John Williams