Ilustración: plano de la Ciudad del Sol de Campanella (1606).


Nota.— A medida que los ejércitos aliados, en el último tramo de la Segunda Guerra Mundial, fueron liberando Italia del yugo nazifascista con la ayuda local de los partisanos comunistas, trabajosamente avanzando de sur a norte, la cultura italiana fue saliendo de su hibernación cavernaria y experimentando una nueva primavera. Los largos años de la dictadura de Mussolini y del gobierno títere de Saló quedaron finalmente atrás; y con ellos, la barbarie totalitaria, el terror oscurantista y la censura filistea. Roma, capital de la nación, fue liberada a mediados de 1944, tras la cruenta batalla de Montecassino y el colapso de la Línea Gustav. Las tropas aliadas victoriosas desfilaron por las calles de la milenaria urbe del Tíber durante los primeros días de junio, en medio de la algarabía popular.
Fue allí y entonces, en la Roma del 44, en la Roma de la Liberazione, en ese histórico momento de deshielo sociopolítico y florecimiento espiritual, cuando la editorial romana Colombo reeditó, con traducción de Roberto Bartolozzi, y como parte de su “Colección de los Utopistas”, un clásico italiano del humanismo renacentista tardío escrito en latín: la Ciudad del Sol (1602) de Tommaso Campanella, obra fundamental del género utópico moderno, en la que resuena la antigua tradición helénica del idealismo platónico. Campanella fue un fraile dominico napolitano dado a la poesía y la filosofía, humanista ferviente, cultor apasionado de ciencias esotéricas como la alquimia y la astrología, hereje en sus creencias religiosas y subversivo en sus ideas políticas, quien había tenido varios problemas con los superiores de su orden y con la Inquisición. Escribió su Civitas Solis en la cárcel, condenado por haber participado de un complot contra la dominación imperial española en el que –por si fuera poco– incitó a sus seguidores calabreses a crear una república comunista teocrática y cristiana de muy dudosa ortodoxia católica.
Pero volvamos a 1944. Colombo le había encargado el prefacio de su edición italiana –La città del Sole– a un vecino de Roma muy peculiar, un intelectual y artista de valía, hoy injustamente olvidado: Alberto Savinio (1891-1952), cuyo verdadero nombre era Andrea Francesco Alberto de Chirico. No viene mal que hablemos un poco de él. Savinio era un hombre multifacético y prolífico, de vasta erudición y fina pluma, dotado de una aguda inteligencia y una versátil sensibilidad, cosmopolita y trotamundos. Músico, literato, periodista, traductor, pensador, dramaturgo, pintor… ¡Igual que uno de aquellos uomini universali del Renacimiento por los que sentía tanta admiración!
Nació y se crió en Atenas, en el seno de una adinerada, aristocrática y culta familia grecoitaliana (su padre era un ingeniero ferroviario con tierras, abolengo y título de barón; su hermano mayor, Giorgio de Chirico, se convertiría en un destacado pintor, iniciador del movimiento metafísico). Se graduó con honores en el Conservatorio de Atenas, como pianista y compositor. Luego se mudó a Venecia, y de allí migró a Milán. Posteriormente vivió en Alemania, donde prosiguió su formación musical (teoría del contrapunto) y comenzó a estudiar filosofía (Nietzsche, Schopenhauer, Weininger). Hacia 1911 se radicó en París, donde se relacionó con las vanguardias artísticas y supo conjugar la creación musical con la literaria. En 1915, ya iniciada la Primera Guerra Mundial, retornó a Italia, desde donde fue enviado a Tesalónica como intérprete, por sus conocimientos de griego. Terminada la contienda y de vuelta en Italia, retomó sus actividades literarias, artísticas, intelectuales y periodísticas. Afincado en Roma, ayudó a Pirandello a fundar el Teatro dell’Arte e incursionó en la dramaturgia. En los años 20, se exilió en Francia, donde se dedicó a la pintura, siguiendo los pasos de su hermano mayor. En 1933, acicateado por la nostalgia, decidió repatriarse.
Liberal conservador, hostil a la democracia y al socialismo, fue no obstante anticlerical y ateo (a su modo, que no excluía cierta valoración positiva del cristianismo y otras tradiciones religiosas). Sumamente crítico con la Iglesia católica, con sus dogmas teológicos y pulsiones teocráticas, podemos considerarlo en este sentido un librepensador. Tuvo una primera etapa de coqueteo oportunista o conformista con el fascismo, y luego otra de progresivo distanciamiento y cortocircuito, a medida que se fue desencantando con la deriva cada vez más despótica, patriotera, militarista, beocia y clerical del Duce, y reencontrando con los valores liberales, europeístas, pacifistas y laicos de la tradición ilustrada. Sospechado de antifascista, caído en desgracia, sufrió censuras y persecuciones, por lo que su vida osciló desde entonces entre la crítica solapada o sutil a través del humor, la ironía y la ficción; el silencio, la circunspección o el aislamiento; y algunos momentos de clandestinidad y ocultamiento. En el plebiscito constitucional de posguerra (1946), apoyó la abolición de la monarquía saboyana y la creación de la República Italiana.
Savinio le ha dejado a la posteridad una obra notablemente diversa: cuentos, novelas, poemas, obras de teatro, ensayos, biografías, artículos periodísticos, traducciones, conciertos, óperas, ballets, pinturas… También muchos prefacios, como este que aquí compartimos, bajo un título nuevo concebido en función de nuestro contexto editorial. Un escrito que hasta ahora, por lo que sabemos, no había sido publicado en castellano por ningún medio digital. La traducción, que pertenece al español Mario Montalbán, la tomamos del siguiente libro: Tommaso Campanella/Francis Bacon, La Ciudad del Sol/Nueva Atlántida, Barcelona, Abraxas, 1999 (la Nueva Atlántida de Bacon, dicho sea de paso, es otra de las utopías clásicas de la modernidad que, por su relevancia, esperamos poder tematizar en el futuro, igual que la célebre Utopía de Tomás Moro, que Colombo también editó, en 1945, dentro de su Colección de los Utopistas; nuevamente con prólogo de Savinio).
El prefacio a La Ciudad del Sol que aquí reproducimos es un texto muy breve: nada que se asemeje a un docto «estudio preliminar» repleto de citas, notas y referencias bibliográficas. Sin embargo, dice con perspicacia, claridad y belleza algunas cosas interesantes. Y lo que es más importante: da en el clavo a la hora de explicar, a vuelo de pájaro, la esencia y novedad del género literario utópico en los albores de la modernidad. Lo cual no quita que incurra, también, en algunas inexactitudes históricas y simplificaciones eurocéntricas que no podemos compartir, como tampoco podemos compartir su romantización de Grecia ni su ingenuo optimismo humanista de posguerra.
Leyendo el prólogo de Savinio a La città del Sole, se constata fácilmente por qué este intelectual y artista italiano tenía «mala fama» de librepensador entre los fascistas y conservadores católicos de Italia. ¡Qué lástima que no haya sido comunista, además de ateo o anticlerical! Pero al fin de cuentas, el pensamiento crítico supone en gran medida eso: discernir, seleccionar, descartar. En Kalewche nos quedamos con el comunismo del autor renacentista –Campanella– y con el ateísmo o anticlericalismo del prologuista contemporáneo –Savinio–.


La idea de utopía es esencialmente moderna. Damos a la palabra «moderna» un significado de calidad, no de tiempo. Moderno es el hombre que piensa con su cerebro, no por inspiración y autorización de una autoridad religiosa o política. El primer ejemplo de utopía es la República de Platón, pensada y escrita mucho antes de la época que nosotros, por uso de la cronología, llamamos moderna. La República es del siglo IV a. C., y no obstante es moderna porque todo lo que entra en el espíritu griego es moderno, o sea, libre de toda autoridad religiosa o política. La mente humana no sólo encuentra su carácter de modernismo, es decir, la facultad de pensar individual e independientemente, más que en el tiempo que nosotros por uso de la cronología denominamos moderno. Entonces, este cambio normal toma otro nombre, más natural, más universal: se llama Humanismo. Pero el significado es el mismo. Humanismo es solamente la dignidad recobrada del hombre, que a su vez es tan sólo la libertad de pensar con el propio cerebro. Esta libertad se encendió por primera vez en Grecia y la iluminó, y no volvió a encenderse en el mundo más que con el Humanismo.

Singular la posición de Grecia… esta isla mental. Mucho antes que ella, detrás de ella, a su alrededor, todo fue distinto: todo fue «teocrático». Sólo ella es humana y tan aislada y solitaria en su sola humanidad que parece una verdadera excepción, como un afortunado error en medio de la triste norma, al acostumbrado vacío.

La mente griega no pierde su carácter excepcional, ni se vuelve natural y común a todos más que en los tiempos modernos. Entonces, se amplía, se propaga, se desenvuelve. Se extiende a toda Europa. Se dilata poco a poco a todo el mundo. Se difunde hasta el cabo extremo de África, de Islandia, de la Patagonia. Y si a esta Grecia mayor y universal le toca de vez en cuando el peso y el sacrificio de una guerra médica, no conoce al menos la angustia que precede a Maratón, puesto que tan compenetrada está hoy la mente griega con la vida del hombre, tan arraigada está en todas las partes del Universo, que ya no teme ser nuevamente aplastada.

La utopía vuelve concreto y plástico el anhelo antiquísimo y difuso de una vida mejor. El sentimiento de utopía precede a la misma utopía. Mientras que el hombre está dominado por fuerzas superiores y oscuras, la idea de una vida mejor reside en dos lugares igualmente muy alejados del presente: en los principios del mundo y en los finales de la vida. Así se explican el optimismo, los mitos cosmogónicos y las prefiguraciones de vida más allá de la muerte. Para el hombre dominado por fuerzas superiores y oscuras, la mejor vida fue y será, estando excluido que sea.

Un día la idea de la vida mejor abandona las opuestas y lejanas fronteras de la vida y se sitúa en el presente. Muy pronto el hombre se libera de las fuerzas superiores y oscuras. Esta es la diferencia entre los paraísos terrestres y celestes y la utopía.

La utopía es la forma «presente» de la Edad del Oro, del Edén, del Krita-yuga; es la forma tangible y humana del paraíso. Esto no significa que la vida mejor, aunque sea transferida desde los confines nebulosos del mundo al presente sea más fácil y accesible a todos. Aunque fuese por hechicería, aún se oponen grandes obstáculos todavía al logro de la felicidad. Aunque presente, el país de una vida mejor es utopía, o sea, «en ninguna parte».

La utopía no se ciñe a la teoría, sino que intenta la práctica. Tommaso Campanella se propone edificar la Ciudad del Sol sobre una colina de Calabria, Étienne Cabet experimenta en las praderas de Texas la Colonia Icariana. Pero fracasan ambos.

Era a nuestro tiempo al que le tocaba ver la actuación práctica de la utopía.

La utopía es un paraíso que el hombre fabrica por sí mismo, sin ayuda sobrenatural. Hablemos claro. En el concepto teocrático de la vida, el hombre no debe ser feliz en el presente. Tuvo ya la felicidad al principio de los tiempos, volverá a gozarla más allá del tiempo, pero «en el tiempo» se le niega la felicidad. ¿Por qué tan extraña injusticia? ¿Por qué esos oscuros celos? Bajo el régimen teocrático el hombre puede recordar la felicidad, puede esperarla, pero no puede poseerla.

La deducción es sencilla: el que quiere la felicidad debe olvidar la teocracia. Esto hace el Humanismo. Porque el Humanismo también es una forma de felicidad. Es «ante todo» una forma de felicidad «terrenal». La felicidad más elevada, más pura, más orgullosa. La felicidad de sentirse único árbitro de sí mismo. Destino limitado, pero encerrado en nuestro puño.

Dios le pide al hombre facultades de soñador. Dios quiere que el hombre sea poeta. Y de esto surgen situaciones paradójicas. Resulta que los verdaderos divinos somos nosotros que en realidad no somos divinos, si bien vivimos en una condición de divinidad, o sea, más en la fantasía que en la realidad, más en el pasado y en el futuro que en el presente, más en lo que no es que en lo que es.

Bajo el régimen teocrático, el hombre está más inspirado, es más «grande». Dante y Miguel Ángel tienen más prestancia que Charles Darwin y Sigmund Freud.

Hemos reflexionado largamente sobre la grandeza de las obras llenas del «aliento sobrehumano».

¿Es esta la grandeza del hombre? ¿Acaso es esta la obra del hombre? ¿Tal vez es este el destino del hombre?

En lo que respecta a nosotros, hemos hecho nuestra elección: hace tiempo que renunciamos a «aquella» grandeza, sin lamentarlo en absoluto. Lo mismo que nosotros ahora, quizás algún día todos considerarán a «aquella» grandeza como un sueño pueril y monstruoso.

¿Quién comprende esta aproximación? Infancia y monstruosidad se dan la mano y yo no pienso de manera distinta sobre mi infancia, si no es como la época de los monstruos. La vida es una larga lucha contra el monstruo, en los hombres superiores es una lucha iluminada por la victoria.

«Ciudad del Hombre». La Utopía conserva algunas cualidades de la Ciudad de Dios. Como su inaccesibilidad. Como el pudor que la rodea. Un día, el hombre no se contentó con las promesas y decidió obrar por sí mismo. Pero en esta creación propia, el hombre, por rutina, por emulación, imitó a Dios. En la Utopía hay aún algo sagrado. Algo que no se debe tocar, algo que no se puede alcanzar. ¿Hay algo prohibido en la Utopía?

Un día, el hombre no se contentó con la felicidad recordada, con la felicidad esperada, y quiso conquistar la felicidad presente. La Utopía es el modelo de la felicidad presente. La señal de que es posible la felicidad presente. ¿No basta esto para echar sobre la Utopía la sospecha de herejía?

Es necesario olvidar el significado de algunas palabras, darle vuelta como se gira la piel sobre el cuerpo rosáceo y azulado del cordero. La Utopía es la creación de los hombres prácticos, de los hombres que miran al presente, de los hombres que adoran en el presente al «más potente numen». Aclaremos las cosas: la Utopía no es la creación de los utópicos.

Deseo de todo corazón la edificación de la Utopía. No para mí sino para los demás. ¿Qué felicidad puedo sacar del presente? No veo el presente. No conozco el presente. El presente se me escapa. Que se nos consienta decir, con el máximo respeto, y en un sentido muy distinto: nuestro reino no es de este mundo. Que se nos consienta añadir que, si todos los hombres fueran semejantes a nosotros, o sea «hombres sin presente», rivalidades y luchas, todos los dramas, todos los dolores que de ello se derivan, cesarían de repente, porque el campo de batalla del mundo no es el pasado ni el futuro, ni la memoria ni la esperanza, sino el Presente.

En la edificación de las primeras utopías, el hombre conservó parte del «estilo de Dios».

En torno a esta construcción excelentemente humana, ¿por qué este aura «más que humana»?

Con el paso del tiempo, el divino pudor, como una muralla que rodea a la Utopía, palidece, aunque no desaparece. Si algunas formas de colectivismo pueden considerarse como colosales utopías en acción, a su alrededor sigue existiendo la muralla del pudor, la muralla de la defensa.

Alberto Savinio